Álvaro Cepeda Samudio
“It may be that there is no
place for any of us.
Except we know there is, somewhere;
and if we found it, but live there only as
moment, we can count ourselves blessed…”
Truman Capote (The Grass Harp)
Jumper Jigger había comenzado a bailar nuevamente sobre
el rectángulo negro que vibra al final de la regla de pino. El tap-tap-tap-tapin
de sus pies desarticulados se elevaba por encima de todos los sonidos y nos mantenía
atados al desgonzamiento de su danza. Ninguno de nosotros estaba mirando a Jumper
Jigger. Estábamos demasiado acostumbrados a él, demasiado acostumbrados a su baile:
siempre igual, siempre distinto. Y aunque nadie, ninguno de nosotros, podía decir
que le interesaban los bailes de Jumper Jigger, este era el sonido que juntaba nuestras
soledades, diluyendo los cuerpos y uniéndolos unos a otros con su repetido tap-tap-tap-tapin.
Y tampoco ninguno de nosotros había puesto nunca a bailar a Jumper Jigger. Se pasaba
el tiempo desgonzado sobre su tablerito negro, sostenido por la flexible varilla
vegetal que le salía del centro de la espalda. De alguna manera sabíamos que él
no bailaría lo mismo para nosotros. Para ninguno de nosotros. Ni siquiera para el
Mexicano con sus ojos llenos de cadáveres y los oídos sonoros de combates en Normandía
y su espeso silencio, tan parecido al del hombre que siempre hacía bailar a Jumper
Jigger, y sobre todo tan parecido al del propio Jumper Jigger. O tal vez era porque
Skip nunca llegaba en las tardes. Pero era que nosotros no podíamos decir el tiempo
ni la estación cuando Skip llegaría y Jumper Jigger comenzaría a bailar. Porque
el tiempo había dejado de ser medido y una sola estación había comenzado dentro
de las paredes aún antes de que Skip naciera, aún antes de que Jumper Jigger hubiera
sido comprado en Georgia, mucho antes también de que el Mexicano hubiera comenzado
a disparar su ametralladora en Normandía y el tap-tap-tap-tapin de los pies desarticulados
de Jumper Jigger y el tap-tap-tap-tapin de los miembros desarticulados sobre Normandía
se hubiera convertido en un mismo tap-tap-tap-tapin.
Alguna vez se habían
congelado los engranajes del reloj redondo pegado a las paredes, sostenido allí
únicamente por el gran vertical rojo que se había estacionado tres puntos redondos
y negros antes de llegar al trazo recto y negro que iniciaba un número. Y cuando
entró con sus libros limpios, olorosos a papel nuevo, sus pantalones azules y su
grueso saco marinero, y sacudiendo la nieve que comenzaba a derretirse entre el
laberinto de cabellos amarillos y los pliegues de una pañoleta multicolor, había
preguntado la hora; alguien le dijo: “Las dos y diecisiete”.
En un aula, el calor
salía uniforme como de un gran acordeón petrificado y en un corredor repetido de
grandes acordeones petrificados los relojes hacían pasar a intervalos mecánicos
un largo vertical rojo sobre los trazos negros y los puntos negros y los gruesos
horizontales negros. Y mientras la nieve se derretía en cincuenta y siete zapatos
afirmados en sus tobillos, alguien había comenzado a hablar sobre Joyce. La nieve
estaba sucia y barrosa debajo de cincuenta y siete zapatos, pero Joyce había aparecido
en quebradas líneas blancas sobre la grisosa superficie del tablero. Y otra vez
había nacido la nieve sobre los infinitos zapatos. Y otra vez se había derretido.
Y otros nombres habían sido aprisionados con líneas blancas sobre tableros grisosos.
Pero todavía eran las dos y diecisiete en un reloj redondo. Y ya Jumper Jigger había
comenzado a bailar.
Los libros no perdieron
su limpio olor a cosa nueva y debajo del grueso saco marinero comenzó la blancura
de una blusa de barcos lilas. Los barcos libertados se curvaron sobre la línea del
bar, cedieron sin romperse a la dureza oscura de la madera y se quedaron allí: naufragados
en sí mismos. Skip principió a tamborilear sobre el comienzo de la regla de pino
y Jumper Jigger saltó súbitamente para empezar a bailar. Y al final de la blusa,
donde los barcos lilas habían sido cortados al descuido, se inició la sorpresa de
la muchacha.
“Joe”
La moneda ni siquiera brilló en la mano hinchada, fofa,
casi viscosa. Joe comenzó a reírse otra vez. A reírse con esa risa que nunca había
conocido el sonido y de la cual no podía decirse que era una muestra de alegría.
Los ojos debían dilatarse, los músculos de la cara distenderse, los sonidos comenzar
a oírse para poder decir que era una risa. Pero la cara de Joe siguió exacta. La
mueca comenzó otra vez: ampliada hasta el límite de los dientes carcomidos.
“Joe”
La cabeza inició un movimiento igual y monótono de cortas
y rápidas afirmaciones. Joe siguió asintiendo y riendo hasta que la saliva comenzó
a gotear a intervalos cada vez más cortos, convirtiéndose en chorritos espesos que
se quedaban colgados de una comisura y tardaban en caer sobre los cuadros negros
y rojos de la camisa que algún viajero del norte de la península le había regalado.
“'Joe”
La mano se perdió un momento entre la mano regordeta
y viscosa y reapareció increíblemente victoriosa de un combate con los enormes tentáculos
que rodeaban el círculo sin brillo. Del largo viaje sobre superficie sin eco, blandas
y humanas superficies, la moneda despertaba al cuerpo sonoro de su metal y chocaba
contra sus hermanos metales en el vientre cerrado del tocadiscos, Joe se quedaba
al acecho de su recorrido y al final comenzaba a hundir la doble hilera de botones
numerados. Cuando el último botón había repelido el último dedo amarilloso, Joe
volvía su húmeda sonrisa hacia el hombre: pero ya Jumper Jigger había comenzado
a bailar de nuevo y Joe iniciaba entonces su lento y derrotado regreso hacia ningún
lugar.
La mano apareció otra vez sosteniéndose con trabajo
en el aire, los dedos se movieron por unos cortos segundos y luego cayó sobre la
madera del bar para quedarse allí, absorbida por la oscuridad, deformándose como
un gran animal ahogado. El choque de la botella sobre el borde invisible del vaso
y la caída del líquido desde lo alto del brazo de Harry crearon un nuevo movimiento.
La cabeza del hombre apareció al comienzo de la línea ancha de los labios redondeados
sobre el vaso. Luego todo el cuerpo, naciendo a medida que el líquido llenaba los
vacíos, apareció en un solo trazo, en un solo espasmo alcohólico: comenzado en la
curva de la cabeza y terminado en el bamboleo constante de un par de piernas colgando
en el vacío a una distancia inmensa del primer travesaño de la alta silla apretada
contra el bar. El sonido roto de la risa del hombre hinchó los barcos que se separaron
rechazando la línea de madera del bar.
Skip había entrado en algún momento de esa hora permanente,
en algún momento de las dos y diecisiete. Todavía la muchacha tenía sobre sus hombros
el grueso saco marinero pero ya la nieve había desaparecido de la pañoleta y aun
las gotas acuosas habían sido absorbidas. Pero Skip echó parte de su nieve en el
mostrador al lado de los libros intactos. Y comenzó a preguntar. Había un cuarto
en un dormitorio de ladrillos rojos y los retratos masculinos de una compañera que
se levantaba de pronto en la mitad de la noche y comenzaba a besarla en un sueño.
Había también un pueblo en lo alto de la península con su dolorosa blancura en invierno
y los lagos repitiéndose en canoas verdes en los cortos veranos. Había nombres y
una escuelita con animales de Walt Disney colgados contra las paredes despobladas.
Había siempre nieve, y la soledad: que había comenzado a nacer mucho tiempo después
de que los ratones de sacos rojos se fugaron de sus cuadernos. El aula con Joyce
resuelto en tiza blanca apareció de pronto. “No me gusta Joyce y no quiero que lleguen
nunca las tres. Quisiera llamarme Lavinia, como en un cuento, como en el título
de un cuento”. Y había otra vez la larga nieve y en el cuarto triangulado con banderines
de siete colegios la soledad había crecido más alta que el mismo cuerpo de la muchacha;
la sentía patalear en su vientre como un niño hasta que no pudo contenerla más,
y siguió creciendo, creciendo. creciendo, creciendo, hasta cuando fue más grande
que su cuerpo duro y adolescente, le invadió los sueños y creció aún más allá de
lo soñado y la compañera siguió besándola en la mitad de la noche hasta que hubo
sangre en sus labios hinchados. Pero su voz había sonado antes de su asombro, antes
de que el tap tap-tap-tapin de Junper Jigger hubiera atado los dedos ágiles de Skip
a la regla de pino. Y ahora se oyó otra vez. Se oyó sobre la música que había salido
de los dedos de Joe. Y sobre el desgonzarse de los pies de Jumper Jigger contra
el eco del último golpe de su cuerpo sobre el tablerito negro. Se oyó aún sobre
el bullicio de Normandía que colmaba los oídos del Mexicano. La risa sujetada del
hombre se quebró como la música de un disco detenido de repente y la voz de la muchacha
preguntó la hora nuevamente. El sonido pertinaz de las ametralladoras se apagó y
el grito del Mexicano trató de alcanzar el desbordamiento de barcos azules que se
precipitaban hacia la puerta. “¡Lavinia! ¡Lavinia! Como en un cuento”. El tap-tap-tap
tapin de Jumper Jigger se deshizo en los dedos de Skip, sus miembros hicieron un
ruido grotesco al rebotar sobre la regla de pino que siguió vibrando en el vacío
como un trampolín. Cuando el Mexicano abrió la puerta el sol iluminó el cuerpo roto
de Jumper Jigger, y en la calle la sofocante tarde de verano le hacía saltar el
sudor de la piel bajo la tupida lana de su abrigo.
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