Álvaro Cepeda Samudio
Antes los domingos de Juana eran tremendos. Por más
que la noche anterior se quedara despierta hasta la madrugada, hasta mucho después
de que al gran pescado de neón que tenía debajo de la ventana de su cuarto le apagaban
el cigarrillo del que salía, en un milagro de imaginación y cursilería, el nombre
del restaurante del primer piso, despierta toda la noche del sábado con el solo
propósito de no despertar sino después de que ya hubiera transcurrido la mayor parte
del día, siempre llegaba la hora de levantarse y de comenzar a aburrirse.
La cerbatana la
había descubierto hacía varios meses en una tienda extrañísima de la calle de las
Vacas, donde venden repuestos usados, tuercas, grifos rotos, resortes inmensos,
relojes desbaratados, pedazos de tubería, tapas para todo, una escafandra de cobre
y, colgada contra una pared, casi a la altura del techo, Juana vio un día una cerbatana.
En la hoja volante que el dueño reparte a los transeúntes, sentado en un taburete
forrado de piel sin curtir, también se anuncia “un camioncito alemán en perfecto
estado”, pero no dice nada de la cerbatana. Fue preguntando por el camioncito alemán
como Juana comenzó a ir a la tienda de la calle de las Vacas. Todo lo que hay en
la tienda es de metal, pero todo está muy bien pulido y cada cosa tiene amarrada
una etiqueta con el precio pero sin el nombre, pues la mayoría de los piñones y
fierros que se amontonan en los armarios no tienen uso conocido. Juana siempre pensaba
en Feliza cuando entraba a rebuscar en la tienda de la calle de las Vacas. “Un día
va a venir Feliza con su soplete y va a soldar todos estos fierros y quién sabe
qué va a pasar entonces”. El camioncito alemán no estaba en la tienda: nunca estaba:
y Juana comenzó a pensar que no existía sino en la hoja volante de la propaganda.
Los domingos por
la tarde y cuando ya no puede con el aburrimiento, Juana se sienta en el balcón.
Juana vive en una casa alta y desde todas partes se ve el campo de fútbol del estadio
que queda exactamente enfrente. En el piso de abajo está “El Pez que Fuma”. Hacia
atrás no se puede mirar, pues las veinte botellas gigantescas del inmenso aviso
de cerveza Águila lo cubren todo. Así la sola vista que tiene Juana es el estadio
municipal con su campo de juego lleno de parches pelados y de pedazos de grama sucia.
Juana sigue sentándose
todos los domingos por la tarde en el balcón, frente al campo de fútbol, pero ya
no se aburre. Con su cerbatana y una caja llena de dardos, que ella misma fabrica
durante la semana con taquitos de madera y puntas afiladísimas de agujas de coser
número 50 y que luego envenena cuidadosamente, Juana se distrae matando tres o cuatro
jugadores todos los domingos. La cosa, si se piensa bien, puede resultar realmente
divertida. Juana no sigue un patrón fijo para su distracción de las tardes de domingo.
Algunos domingos
se le acaban los dardos durante el primer período de juego; porque hay que advertir
que aunque Juana ha adquirido ya bastante práctica en el manejo de la cerbatana,
son más las veces que falla que las que acierta. Otros le alcanzan hasta para apuntar
a alguien del público que se amontona en las graderías, pero esto ya es más difícil.
En lo que sí procura ser constante es en apuntar siempre al jugador que avanza corriendo
con el balón. Juana lo sigue con la vista y en el momento preciso sopla su dardo:
el jugador cae con gran desorden, el balón sigue rodando, se suspende el juego unos
minutos mientras sacan con gran aspaviento el cuerpo tendido sobre el campo, pues
el equipo contrario protesta porque estorba la continuación del encuentro; la acción
se reanuda y Juana se prepara para el próximo dardo.
Juana ha notado
que cada domingo hay menos jugadores en los equipos.
Antes de comprar
la cerbatana solían ser once de cada lado, indefectiblemente. Ahora algunas veces
no hay sino ocho. También hay menos público aunque, como se ha dicho antes, es muy
difícil acertar a un punto tan lejano.
De todas maneras,
desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos.
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