Emilio S. Belaval
Para Manuel García Cabrera
Quirincho Morales nació tan paciente, que la paciencia le chorreaba por el
cuerpo como una mantequita. Sus coterráneos en ese limbo telúrico que forma el cañaveral
–jíbaros lijosos, con cuatro callos de misterio en la conciencia, por cuya somnolencia
de encuclillados no se atrevía a pasar una ardilla–, se mofaban constantemente de
la falta de astucia que tenía Quirincho para luchar con la caña.
La verdad patética era que Quirincho Morales no entendía
bien la caña. La caña es una de las maldiciones que puede caer sobre un hombre,
cuando el hombre no la entiende bien. Se puede dejar en ella la cintura, la alegría,
la voluntad. La cuestión estaba en cogerle cariño a las cepas. Tan bonita la hoja
larga, con su lindo plumerito de guajana para deshollinar las gotitas azules de
un amanecer. ¡Era una pocavergüenza de la suerte tener que cortar aquella lindura
del cielo! Había que machetearla despacito, casi pidiendo permiso, sin prisa, sin
fatiga, con el gesto remiso que puede adoptar un hombre que se vea obligado a machetear
a una amiga. Quirincho Morales no entendía esto. Le metía mano a aquel horizonte
corto, tumba que te tumba, limpia que te limpia, como si al otro extremo de la pieza
estuviera la paz de sus ojos. El capataz anda siempre en busca de este tipo para
acabar con él.
El capataz no podía creer en la furia honrada que se
traía el brazo de Quirincho Morales; tampoco le gustaba la cara de susto que echaba
el peón cuando el capataz se le ponía cerca; no le vio nunca echar un buche de agua
para holgar. Quirincho Morales se mataba trabajando pero el capataz creía que el
peón lo estaba estafando. Quirincho Morales aguantaba pacientemente los malos modos
del capataz. A lo mejor para llegar a capataz había que echar aquel modo malo; a
lo mejor la central le exigía al capataz que se amarrara a la cintura aquel genio,
para que no se le durmiera el corte. Como en Puerto Rico hay tanto brazo colgado
de los alambres, el capataz siempre terminaba por botar a Quirincho Morales y coger
otro peón que entendiera mejor la caña.
Pero la paciencia nunca se le encintaba a Quirincho
Morales. De tanto como anduvo de una brega para otra, se encontró un día en un ordeñadero,
al cuido de unas lecheras. Entre ubres y baldes vivió algún tiempo el alma paciente
de Quirincho Morales. El ganadero quebró porque se le secó la quebrada con la cual
adulteraba la leche. Hubo que sacar a Quirincho Morales, casi a palos, de su nuevo
oficio. Le aterraba la idea de volver a la caña después de haber gozado del dulce
picor de la ganadería rural.
Se le vino a la mitad de la gana un corte, donde estaban
buscando rompehuelgas. Tampoco le gustó Quirincho Morales al nuevo capataz. El capataz
de rompehuelgas es el último perro que le queda a la colonia y al corte de caña.
Husmea la pisada del pegador de fuego, con la misma rabia con que en el pasado,
husmeaba el pasito del negro cimarrón. Tiene siempre una mano puesta en la culata
del revólver. Todos los días le rompe el hocico a algún timorato, para justificar
su jornal de bravucón. Los ojos cortitos de Quirincho Morales nunca se despegaban
del suelo cuando el capataz maldecía cerca de él. Llegó el día en que le tocó el
puñetazo a Quirincho Morales. El peón cayó entre dos tocones, con la cara bañada
en sangre. Por unos momentos, Quirincho Morales gozó de la exánime dulzura de creerse
muerto; miró al cielo con una sonrisa tan profunda, que el capataz se asustó. Le
jamaquearon el brazo, le tiraron tantos cubos de agua en la cara, que no tuvo más
remedio que juntar otra vez su paciencia deshecha, y seguir viviendo. Los picadores
ganaron la huelga y la central mandó a otro capataz, más tolerable para la peonada.
Aquel sí era un capataz con quien se podía trabajar.
Pronto la peonada se acostumbró a la boca chistosa de aquel gordinflón, cebado con
costillas de cerdo y plátano verde, que cuando un peón decía una picardía, tenía
que atajarse la risa en mitad de la pretina para que no se le saltaran las morillas.
Cuando llegó al cañaveral, reunió a la peonada debajo de un guanabanillo y les confesó
abruptamente que él venía del campo socialista. Desde que entró, no podía ver una
gota de sudor en el mameluco de un picador sin que le mandara a descansar un rato.
A Quirincho Morales le olió el susto tan pronto le puso los ojos encima:
–¿Por qué me miras con esa cara de miedo, bobo?
–La omildanza que le retoña a uno pol dentro…
–Pues mientras yo esté en esto, me dejas el susto colgado
en la espequera. Aquí todos somos iguales.
El capataz tenía un caballo blanco que era el único
lomo de la finca que podía con la barriga estrepitosa del capataz. Era un patillano
musculoso, de cola viva, cuya blancura se distendía desde los morros hasta los espolones,
en un sudoroso cabrilleo. Desde el primer día que lo vio, Quirincho Morales quedó
fascinado por el caballo blanco de su capataz. El peón se le acercó tanto al caballo
que el capataz le concedió la gracia de cuidar de su patillano. Quirincho Morales
lo tenía reluciente, con tres aceites diarios, sin una sola ortiga en la cola. Pronto
el capataz hubo de comprender que Quirincho Morales era la única garrapata que mancharía
la blancura de su caballo. El capataz se reía de la amorosa garrapata pero Quirincho
Morales se sentía feliz. No todos los años, en un corte de caña, un peón se encuentra
con un capataz buena persona, montado en un caballo blanco. Capataz buena persona,
montado en caballo blanco, es casi una estampa de Dios. Por sus dentros, el capataz
empezó a desarrollar un marcado interés en la lealtad oscura de Quirincho Morales.
Una noche se lo llevó a la sombra del guanabanillo y
le hizo una proposición extraña:
–Quirincho, tienes que ayudarme a hacerle un favor a
un amigo mío, que tiene una finquita más arriba de este replante.
–Lo que usté mande, patrón.
–La central tiene mucha semilla y él no tiene ninguna.
La cuestión es engrasar bien las yantas para pasarle uno o dos carros de semilla
al pobrecito, sin que nadie lo oiga, ¿me entiendes?
–Entiendo, patrón.
–Claro, el favor tiene que quedar entre tú y yo. Los
ricos creen que esto es un robo, pero tú y yo sabemos que si los pobres no nos ayudamos,
los ricos acaban con nosotros.
La finquita del amigo del capataz debía ser casi tan
larga como la línea del horizonte, porque Quirincho Morales gastó semanas y semanas,
noche tras noche, pasando dos, tres, cuatro carros de semilla, hasta un ayuntadero,
que se necesitaba ser fantasma para trasbordar por él. El capataz nunca permitió
que la central llegara a enterarse de lo magnánima que puede ser la caridad de un
capataz, cuando quiere ayudar a un pobre. Pero la peonada se dio cuenta del ruidoso
cariño que el capataz sentía por Quirincho Morales. El caballo blanco ya saludaba
a Quirincho Morales como a un alma amiga.
La felicidad siempre viene completa para aquel que nunca
ha andado tras de su rabisa. Un día, Quirincho Morales descubrió en unos abreñales
donde no se daban mujeres, a una mujer tan bonita, que se quedó entontecido de gozo.
Tenía la pelleja blanca, el cuerpo como un guano azulenco, dos plumones chicos por
pechos. Los ojos de la mujer eran de ese color indefinido que tiene la hembra cuando
se encuentra acorralada por el hambre. Quirincho Morales la escondió en su bohío,
con la emocionada usura del ladrón que se hurta una begonia.
La primera noche que durmió con ella le pasaba la mano
por encima, con una sorpresa, con una suavidad, que casi no la tocaba. El cuerpo
de la mujer tenía cosas tan vagas y tan sensibles, que Quirincho Morales temía que
la mujer se le desboronara debajo de la mano, como una estrella de sal. Ella, por
su parte, musitaba cosas que Quirincho Morales nunca había oído, unas cosas pegaditas
al oído, que hacían estremecer de voluptuosidad hasta la manta remendada que cubría
su primera noche de amor. Quirincho Morales tuvo que hacer un esfuerzo sublime para
apretujar contra su cuerpo tosco la carne suspiradora de su manceba.
El capataz tiene la obligación de ojear la finca para
que nadie le robe la leña, ni le rompa las higueras, ni le cargue con el estiércol.
Al capataz le gustó el claror azulenco de la nueva agregada. Un día se lo dijo casi
de broma:
–Vas a tener que hacerme un favorcito, Quirincho.
–Lo que usté mande, patrón.
–Regalarme la nena tuberculosa esa que tienes escondida
allá arriba, amigacho.
El vuelco que le dio el corazón a Quirincho Morales
fue tan brusco, que se fue de bruces sobre el camino, lo mismo que una garrapata,
cuando se desprende los ijares de un caballo. Viendo el alboroto que se traía el
corazón de Quirincho Morales, el capataz dejó el asunto para ajustarlo otro día,
a la sombra del guanabanillo.
Quirincho Morales se dio cuenta de lo hondo que puede
usufructuar una tierra un capataz buena persona cuando va montado en un caballo
blanco. La mujer que vive en finca ajena es casi una ganga de la tierra, lo mismo
que la leña, la higuera o el estiércol. Tan pronto se sintió asediada por el capataz,
la asustadiza begonia abrió los ojos con todos los pétalos de la pestañera llenos
de avispados cálculos. Es mejor mascarle los costurones a una almohada que besarle
la bemba a una mujer que quiere irse con otro. Ahora, cuando Quirincho Morales le
pasaba la mano a aquel cuerpo, lo encontraba más espinoso que un espinillo. En el
alma desolada de Quirincho Morales, fue arrellanándose poco a poco la visión de
una begonia destripada por la panza estrepitosa de un capataz. A lo mejor era natural
que él le entregara aquella mujer al capataz. A lo mejor él sabía cómo hay que amar
a una mujer para que se esté quieta. Sus experiencias de enamorado habían sido peores
que las de cualquier perro de la finca. Alguna mujeruca del camino, que dejaba a
un lado su batea de mampostiales y se levantaba su saya de horrores, para hacerle
un favor a un peón desarbolado.
Una noche, al regresar de un piadoso trasbordo de alfajías
que había pedido otro amigo necesitado del capataz, Quirincho Morales vio cuando
el capataz brincaba por una ventana que la mujer le había dejado abierta. La miseria
puede encanallecer la conciencia de un hombre, hasta hacerlo perder la rabia. Quirincho
Morales se encogió de hombros y se fue a dormir a la carretería. El capataz mandó
a la begonia a regar abono para aliviarse un poco los ríales. La mujer empezó a
trabajar con una pata mohína y la otra suspirando. Al poco, Quirincho Morales la
recogió de un charco de sangre, con los ojos virados hacia el dudoso paraíso donde
van a parar las regadoras de abono. Cuando llegó el capataz, Quirincho Morales le
tiró en los brazos a la moribunda. El capataz estaba tan irritado, que por poco
restraya a la moribunda contra el suelo. Por muy buena persona que sea su capataz,
no le gusta que la gente se le muera en el trabajo. La peonada murmura, la central
regaña, el gobierno chismorrea. Todavía tardó la obrerita algunas horas en morir.
Quirincho Morales volvió a pasar una noche completa al lado de su begonia. Tuvo
él mismo que amortajarla, cargarla a la mañana siguiente, hacerle el montoncito
sobre la tumba. Quirincho Morales se puso a mirar aquel montoncito con una ambición
un poco turbia. Qué bueno si él pudiera morirse allí, lo mismo que un can que deja
de menear la cola.
Pero ningún peón puede morirse mientras su capataz lo
necesite. Ni siquiera tiene tiempo para sumergirse en las bobas lealtades del recuerdo.
Después de muerta la begonia, Quirincho Morales se dio cuenta que su destino de
peón se le había fundido con el destino del caballo blanco de su capataz. Él no
sabía a quién le pertenecía más; si al capataz o al caballo. El caballo tenía que
aguantar la panza estrepitosa del capataz y el peón tenía que soportar la voracidad
piadosa del capataz. En ambos cabalgaba aquella voz de mando, que Quirincho Morales
conocía casi desde que tenía uso de razón. Se acostumbró a caminar al lado del caballo,
insensible a las coces del animal y a las espoladas del capataz. Alguna que otra
vez, el capataz le acariciaba la greña al peón creyendo que estaba acariciándole
la crin al caballo. Alguna que otra vez le cruzaba la cara al peón creyendo que
estaba afoeteándole el riñón al caballo. Quirincho Morales no se rebelaba contra
el equívoco, ni sabía a quién de los dos se había apegado su último cariño. A lo
mejor el capataz era bueno porque el caballo era blanco. A lo mejor el caballo era
blanco porque el capataz era bueno. A lo mejor la misma bondad circulaba desde la
cerda lustrosa del caballo hasta el cuero tostado del capataz. Ya Quirincho Morales
no podía separar el uno del otro para otorgarle la famélica lealtad de su alma de
peón. El capataz se reía de aquellos encariñamientos que tan productivos le resultaban
a su panza estrepitosa:
–Como este hombre me siga así, tengo miedo que un día
cualquiera me conteste con un relincho.
–Sí que está amañao el cuidadol.
–Ahora lo que usted no sabe, es cómo queremos el patillano
y yo a este bendito.
Una noche, sin embargo, se volcó de un solo traspié
la amistad de Quirincho Morales con el capataz y su caballo blanco. Con la primera
lechada de un amanecer, llegó la voz de fantasma de Quirincho Morales hasta la oreja
peluda de su capataz:
–Patrón, levántese que se me ha roto una yanta antes
de llegal al trasbordo.
El susto de un capataz buena persona es la peor espuela
que puede caer encima de un caballo blanco cuando sale mal un escamoteo de semilla.
El patillano piafaba por los pedregales de la amanecida, tascando los segundos de
la impaciencia de un capataz furioso y un peón tembloroso. Bastaron cien gotas de
rocío sobre una hoja azulada para que rodaran a un precipicio, un cabrilleo nervioso,
una panza estrepitosa y un alma de garrapata. El caballo cayó desnucado, con la
boca botando baba y sangre. Un gemido del capataz le indicó a Quirincho hasta dónde
había rodado su capataz. El capataz nunca había visto saltar un peón hasta un pescuezo
de capataz. Quirincho Morales solo le dio dos puñaladas. La más leve de ellas le
cercenó la cabeza.
Yo fui el abogado de oficio que defendí a Quirincho
Morales por la muerte de su capataz. El fiscal lo acusó de haber dado muerte a un
pobre empleado de una administración, que lo sorprendió robándose la semilla de
su patrono. Hasta la begonia con su claror azulenco y sus pechos de guano salieron
a relucir en el mañoso informe que le hizo el fiscal a un jurado de severos terratenientes.
Aunque yo me sé, de dolido, lo mucho que soba su retórica un fiscal para ganarse
el endoso de un ingenio cañero, apenas pude defender a Quirincho Morales. Cada vez
que intentaba esclarecer un hecho de la defensa, el peón alzaba dos ojos idiotizados
de unas manos juntas y me preguntaba él a mí:
–¿Por qué aquel hombre se caería del caballo?
Todavía cuando lo acompañé hasta la puerta de la penitenciaría,
se volvió con sus ojos cortitos, envueltos en una nube pétrea, y me preguntó:
–¿Por qué aquel hombre se caería del caballo?
Yo no tuve valor para despojarlo de la única pregunta
que tal vez no encontraría respuesta durante sus treinta años de recluso. Yo no
tuve valor para decirle que toda su tragedia de hombre manso consistía en habérsele
roto dentro del pecho el último símbolo poético que le quedaba a la canallería patriarcal,
del capataz de una colonia de caña.
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