Clifford D. Simak
Cuatro
hombres, de dos en dos, se habían internado en la aullante vorágine de Júpiter,
y no habían regresado. Habían salido al viento huracanado, o mejor dicho,
habían galopado hacia él, con los vientres pegados al suelo, los flancos
relucientes bajo la lluvia.
Porque no habían ido en forma humana.
Ahora el quinto hombre estaba de pie
frente al escritorio de Kent Fowler, comandante de la Cúpula Nº 3 de la
Comisión de Reconocimiento Joviano.
Debajo del escritorio de Fowler, el viejo
Towser se rascó una pulga, y volvió a acomodarse para dormir. Harold Allen,
advirtió Fowler con una repentina punzada de dolor, era joven… demasiado joven.
Tenía la segura confianza de la juventud, el rostro de quien no ha conocido aún
el miedo. Y eso era raro. Porque los hombres de las cúpulas de Júpiter sí
conocían el miedo, el miedo y la humildad. Al hombre le resultaba muy difícil
conciliar su diminuta naturaleza con las poderosas fuerzas del monstruoso
planeta.
–Quiero que comprenda –dijo Fowler– que no
está obligado a hacer esto. Quiero que comprenda que no está obligado a salir.
Era un simple formulismo, por supuesto.
Les había dicho lo mismo a los otros cuatro, pero habían salido igualmente.
Fowler sabía que el quinto hombre también lo haría. Pero de repente sintió que
dentro de él se agitaba una débil esperanza de que Allen no aceptara.
–¿Cuándo debo partir? –preguntó Allen.
En otra época, Fowler hubiera sentido un
sereno orgullo ante una respuesta como ésa, pero no ahora. Frunció ligeramente
el ceño.
–Dentro de una hora –contestó.
Allen permaneció de pie frente a él,
tranquilo, esperando.
–Otros cuatro hombres han salido y no han
regresado –dijo Fowler–. Usted ya lo sabe, por supuesto. Queremos que usted
regrese. No queremos que emprenda ninguna heroica expedición de rescate. El
objetivo principal, el único objetivo, es que usted regrese, que pruebe que el
hombre puede vivir bajo una forma joviana. Vaya solamente hasta el primer mojón
de reconocimiento, no más allá, y luego regrese. No corra ningún riesgo. No
investigue nada. Simplemente, regrese.
Allen asintió.
–Lo comprendo perfectamente.
–La señorita Stanley manejará el conversor
–prosiguió Fowler–. No tiene nada que temer en ese aspecto. Los otros cuatro
hombres fueron convertidos sin contratiempos. Salieron del conversor en
perfectas condiciones, al menos aparentemente. Estará usted en manos
absolutamente competentes. La señorita Stanley es el operador de conversores
mejor calificado del Sistema Solar. Ha tenido experiencias en la mayoría de los
otros planetas. Por eso está aquí.
Allen sonrió a la señorita y Fowler vio
una expresión que cruzaba fugazmente por el rostro de la mujer, expresión que
podía ser lástima, rabia, o pura y simplemente miedo. Pero sólo había durado un
momento y ahora ella le devolvía la sonrisa al joven que estaba de pie frente
al escritorio. Sonreía de un modo formal, como una maestra de escuela, casi
como si se odiara por hacerlo.
–Esperaré con ansias mi conversión –dijo
Allen.
Y el modo como lo dijo hizo que todo
pareciera una broma, una enorme e irónica broma.
Pero no lo era.
Era un asunto serio, mortalmente serio.
Fowler sabía que de estas pruebas dependía el destino del hombre en Júpiter. Si
las pruebas tenían éxito, el hombre tendría acceso a los recursos del
gigantesco planeta. El hombre se apoderaría entonces de Júpiter, como se había
apoderado ya de los planetas más pequeños. Pero si fracasaban…
Si fracasaban, el hombre seguiría
encadenado e imposibilitado por la terrible presión, la titánica fuerza de
gravedad y los extraños procesos químicos del planeta. Seguiría confinado en
las cúpulas, incapaz de poner los pies en el exterior, incapaz de verlo con el
ojo desnudo, obligado a confiar en los torpes tractores y en los televisores,
obligado a trabajar con torpes maquinarias y herramientas o con torpes robots,
tan torpes como ellos.
Porque el hombre, desprotegido y en su
forma original, hubiera sido aplastado instantáneamente por la terrorífica
presión atmosférica de Júpiter, de 1200 kilogramos por centímetro cuadrado,
presión que hacía que la del fondo del mar pareciera, por comparación, el
interior de una campana de vacío.
Ni siquiera la más resistente aleación
metálica que el hombre podía elaborar tenía posibilidades de sobrevivir bajo
semejantes presiones y las lluvias alcalinas, que arrasaban permanentemente la
superficie del planeta. El metal se hacía quebradizo y escamoso, desmoronándose
como arcilla o desintegrándose en pequeños arroyuelos o fangosos charcos de
sales amoniacales. Sólo incrementando la fuerza y resistencia de ese metal,
aumentando su tensión molecular, podía lograrse que soportara el peso de las
miles de millas cúbicas de turbulentos y asfixiantes gases que componían la
atmósfera. Y una vez logrado esto, había que revestir todo con una capa de
cuarzo puro, para impermeabilizarlo de las lluvias, el amoníaco líquido que
caía como una amarga lluvia.
Fowler se detuvo a escuchar los motores
del subsuelo de la cúpula, motores que funcionaban sin pausa, sumiéndola en un
zumbido incesante. Tenían que funcionar y seguir funcionando, pues si se
detenían, la energía que fluía hacia las paredes metálicas de la cúpula se
interrumpiría, la tensión molecular disminuiría, y ése sería el final de todo.
Towser se irguió debajo del escritorio de
Fowler y comenzó a rascarse otra pulga, mientras una de sus patas golpeaba
rítmicamente contra el suelo.
–¿Algo más? –preguntó Allen.
Fowler sacudió negativamente la cabeza.
–Tal vez haya algo que usted desee hacer –dijo–.
Tal vez…
Había estado a punto de decir “usted
quiera escribir una carta”, pero se había contenido a tiempo.
Allen miró su reloj.
–Estaré allí a tiempo –dijo, y giró
rápidamente en dirección a la puerta.
Fowler sabía que la señorita Stanley lo
estaba observando, y no sentía ningún deseo de volverse y enfrentar su mirada.
Revolvió desmañadamente los papeles de su escritorio.
–¿Hasta cuándo va a seguir adelante con
esto? –le preguntó la señorita Stanley, articulando cada palabra con despectiva
brusquedad.
Entonces, él se volvió en su silla y se
enfrentó a ella. Los labios de la mujer estaban apretados hasta formar una
delgada línea recta, su cabello estaba recogido más tirante que nunca, dando a
su rostro una extraña y casi alarmante apariencia de mascarilla mortuoria.
Fowler trató que su voz sonara fría y
controlada.
–Tanto tiempo como sea necesario –dijo–.
Mientras haya alguna esperanza.
–Seguirá sentenciándolos a muerte –dijo
ella–. Seguirá enviándolos allá afuera, a enfrentarse con Júpiter. Va a seguir
acá sentado, seguro y cómodo, mientras los manda a morir allá afuera.
–No hay lugar para sentimentalismos,
señorita Stanley –dijo Fowler, tratando de ocultar el tono furioso de su voz–.
Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Usted sabe que el hombre, en
su forma original, no puede enfrentarse a Júpiter. La única posibilidad es
convertir al hombre en la clase de ser que sí puede hacerlo. Ya lo hemos hecho
en otros planetas.
“Si unos pocos hombres mueren, pero
tenemos éxito, el precio es pequeño. En todas las épocas los hombres han desperdiciado
su vida en cosas estúpidas, por razones estúpidas. ¿Por qué deberíamos vacilar,
entonces, ante una pequeña muerte, en algo tan grandioso como esto?”
La señorita Stanley estaba sentada tensa y
erguida, con las manos plegadas sobre la falda y la luz le caía sobre su
cabello cano, mientras Fowler la contemplaba tratando de imaginar lo que
estaría sintiendo, lo que estaría pensando. No era exactamente que le temiera,
pero no se sentía cómodo cuando ella estaba cerca. Esos agudos ojos azules
veían demasiado, sus manos parecían competentes en demasía. Debería haber sido
la tía de alguien, sentada en su mecedora con las agujas de tejer. Pero no lo
era. Era la mejor operadora de Conversores del Sistema Solar, y no le agradaba
el modo en que él estaba haciendo las cosas.
–Algo anda mal, señor Fowler –declaró.
–Precisamente –concordó Fowler–. Por eso
envío al joven Allen solo. Él puede averiguar qué es lo que anda mal.
–¿Y si no lo averigua?
–Enviaré a algún otro.
Ella se levantó lentamente de su silla, en
dirección a la puerta; luego se detuvo frente al escritorio.
–Algún día –dijo– llegará a ser un gran
hombre. Jamás pierde una oportunidad, y esta es su mayor oportunidad. Lo supo
desde el momento en que erigieron esta cúpula para las pruebas. Si el proyecto
se lleva a cabo, usted ascenderá un grado o dos. No importa cuántos hombres
mueran, usted ascenderá un grado o dos.
–Señorita Stanley –dijo él, y su voz era
cortante– el joven Allen debe salir enseguida. Por favor, asegúrese de que su
máquina…
–Mi máquina –le dijo ella, glacialmente– no
tiene la culpa. Opera con base en las coordenadas dispuestas por los biólogos.
Él quedó sentado, encorvado ante su
escritorio, escuchando cómo los pasos de ella se alejaban por el corredor.
Lo que ella había dicho era cierto, por
supuesto. Los biólogos habían establecido las coordenadas. Pero los biólogos
podían haberse equivocado: aunque sólo fuera una diferencia del espesor de un
cabello, una digresión infinitesimal, y el convertir enviaría al exterior algo
que no era lo que ellos habían calculado enviar. Un mutante que podía
resquebrajarse, enloquecerse, desmoronarse bajo la tensión de alguna situación
totalmente imprevista.
Porque el hombre no sabía mucho de lo que
sucedía afuera. Sólo lo que sus instrumentos le decían que sucedía. Y las
muestras en que se basaban esos instrumentos y maquinarias no eran más que
muestras, pues Júpiter era increíblemente vasto, y las cúpulas muy pocas.
Hasta la recopilación de datos acerca de
los Galopadores, aparentemente la forma de vida más desarrollada del planeta,
les había llevado a los biólogos más de tres años de estudios intensivos, más
dos años de comprobaciones para confirmar los resultados. Un trabajo que en la
Tierra hubiera demandado una o dos semanas. Pero, en este caso, era un trabajo
que no podía hacerse en la Tierra en modo alguno, porque las formas de vida joviana
no podían ser trasladadas a la Tierra. La presión atmosférica de Júpiter no
podía ser reproducida fuera del planeta, y a la presión atmosférica y
temperatura de la Tierra, los Galopadores se hubieran esfumado en una bocanada
de gas.
El trabajo tenía que hacerse si el Hombre
pretendía desplazarse por Júpiter bajo la forma vital de los Galopadores.
Porque antes de que el conversor pudiera cambiar a un Hombre, transformándolo
en otra forma de vida, cada una de las características físicas de esa forma de
vida debía conocerse, concreta y absolutamente, sin posibilidad de error.
Allen no regresó.
Los tractores que registraron
minuciosamente el terreno adyacente no hallaron rastros de él a menos que una
silueta escurridiza avistada por uno de los conductores hubiera sido el
desaparecido terrícola con forma de galopador.
Los biólogos sonrieron con sus más
despectivas sonrisas académicas cuando Fowler sugirió que tal vez las
coordenadas estuvieran erradas. Destacaron minuciosamente que las coordenadas
funcionaban. Cuando se colocaba un hombre en el conversor y se accionaba el
interruptor, el hombre se convertía en un galopador. Es más, el hombre salía de
la máquina y se alejaba hasta perderse de vista en la densa atmósfera exterior.
Alguna minucia, había sugerido Fowler,
alguna ínfima desviación con respecto a lo que era en realidad un galopador,
algún error insignificante. Si existiera algo así, habían dicho los biólogos,
llevaría años detectarlo.
Y Fowler supo que tenían razón.
De modo que ahora eran cinco hombres en
vez de cuatro, y Harold Allen había salido al exterior en vano. En cuanto al
conocimiento, era absolutamente como si no hubiera ido.
Fowler se inclinó sobre su escritorio para
buscar el archivo de personal, un delgado fajo de papeles prolijamente unidos
por un gancho. Era algo que aborrecía, pero que debía hacer. De algún modo
debía averiguar el motivo de estas extrañas desapariciones. Y el único modo de
hacerlo era enviar más hombres al exterior.
Permaneció sentado un momento, escuchando
al viento que aullaba sobre la cúpula, la eterna tormenta rugiente que asolaba
el planeta con su torbellino de hirviente ira.
¿Habría alguna amenaza allá afuera?, se
preguntó. ¿Algún peligro que desconocían? ¿Algo que acechaba para devorar a los
galopadores, sin diferenciar a los galopadores reales de los que habían sido
hombres? Para los devoradores no existiría ninguna diferencia, por supuesto.
¿O se habría cometido una equivocación
fundamental al seleccionar a los galopadores como la forma de vida más adecuada
para sobrevivir en la superficie del planeta? Él sabía que la evidente
inteligencia de los galopadores había sido uno de los factores determinantes.
Porque si el ser en que el hombre se convertía carecía de inteligencia, el
mismo hombre no podría mantener su propia inteligencia bajo esa forma durante
mucho tiempo.
¿Habrían permitido los biólogos que ese
factor pesara demasiado, usándolo para compensar algún otro que tal vez fuera
insatisfactorio, desastroso incluso? No parecía probable: obstinados como eran,
conocían su trabajo.
¿O el proyecto sería imposible, y estaría
condenado al fracaso desde el principio? La conversión a otra forma de vida
había funcionado en otros planetas, pero eso no significaba que debía funcionar
en Júpiter. Tal vez la inteligencia del hombre no pudiera desempeñarse
adecuadamente a través de los órganos sensoriales de una forma de vida joviana.
Tal vez los galopadores fueran tan extraños que no existía un campo común donde
el conocimiento humano y la concepción joviana de la existencia pudieran
reunirse y trabajar en conjunto.
¿O tal vez la falla residiera en el
hombre, fuera inherente a la raza? Alguna aberración mental que, sumada a lo
que encontraban afuera, les impidiera regresar. Aunque tal vez no fuera una
aberración, al menos no en el sentido humano. Quizá fuera solamente una
característica mental humana, aceptada por lo común en la Tierra, la que
chocaba violentamente con la existencia joviana, poniendo en peligro el
equilibrio síquico del hombre.
Fowler oyó el sonido de garras que
tamborileaban sobre el piso del corredor, y sonrió con cansancio. Era Towser,
de regreso de otra visita a su amigo el cocinero.
Towser entró al cuarto llevando un hueso.
Meneó el rabo mirando a Fowler y se dejó caer debajo del escritorio, con el
hueso entre las patas. Durante un largo momento sus viejos ojos reumáticos
miraron a su amo y Fowler extendió una mano para acariciar sus hirsutas orejas.
–¿Aún me quieres, Towser? –preguntó
Fowler, y Towser movió la cola, golpeándola contra el piso.
–Eres el único –dijo Fowler.
Se enderezó y volvió a girar hacia el
escritorio. Su mano se extendió para recoger otra vez el fichero de personal.
¿Bennett? Bennett tenía una chica
esperándolo en la Tierra.
¿Andrews? Andrews planeaba volver al
Tecnológico de Marte tan pronto ganara lo suficiente para mantenerse allí
durante un año.
¿Olson? Olson estaba muy próximo a
jubilarse. Todo el tiempo les contaba a los muchachos cómo iba a establecerse a
cultivar rosas.
Con cuidado, Fowler dejó el fichero sobre
el escritorio.
Sentenciar a sus hombres a muerte. La
señorita Stanley lo había dicho, mientras sus labios apenas se movían en su
rostro apergaminado. Enviarlos afuera a morir mientras él, Fowler, se quedaba
allí sentado, seguro y cómodo.
En toda la cúpula estarían diciendo lo
mismo, sin duda, especialmente ahora que Allen no había regresado. Por supuesto
que no se lo dirían en la cara. Ni siquiera el hombre o los hombres que llamara
a su despacho para informarles que serían los siguientes, se lo dirían.
Pero él podría verlo en sus ojos.
Otra vez recogió el archivo. Bennett, Andrews,
Olson. Había otros, pero no tenía sentido continuar.
Se inclinó hacia adelante y presionó el
pulsador de su intercomunicador.
–¿Sí, señor Fowler?
–Comuníqueme con la señorita Stanley, por
favor.
Esperó que la señorita Stanley lo
atendiera, oyendo a Towser roer desganadamente su hueso. Los dientes de Towser
estaban gastados.
–Aquí la señorita Stanley.
–Sólo quería decirle, señorita Stanley,
que se prepare para dos más.
–¿No tiene miedo –le preguntó la señorita
Stanley –de quedarse sin hombres? Si los manda de a uno, le durarán más, le
darán el doble de satisfacción.
–Uno de ellos –dijo Fowler– será un perro.
–¡Un perro!
–Sí, Towser.
Oyó que la voz de ella se hacía glacial,
inundada de una repentina y fría ira.
–¡Su propio perro! Ha estado con usted
todos estos años…
–Ese es el asunto –dio Fowler–. Towser se
sentiría muy desdichado si me fuera sin él.
No
era el Júpiter que había conocido en las pantallas de televisión. Había
esperado que fuera diferente, pero no así. Había esperado un infierno de lluvias
amoniacales y pestilentes gases y el ensordecedor y rugiente tumulto de la
tormenta. Había esperado torbellinos de nubes y nieblas y el centelleante
rezongo de los monstruosos truenos.
Pero no había esperado que el denso
aguacero se viera reducido a una suave llovizna neblinosa que ondulaba en
sombras huidizas sobre el césped rojo y purpúreo. Ni siquiera había supuesto
que los serpenteantes relámpagos serían destellos de puro éxtasis cruzando
aquel cielo coloreado.
Mientras esperaba a Towser, Fowler
flexionó los músculos de su cuerpo, asombrado por la pareja y suave fuerza que
había en ellos. No era un mal cuerpo, decidió, e hizo una mueca al recordar
cómo se había compadecido de los galopadores al verlos en la pantalla de
televisión.
Porque le había resultado difícil imaginar
un organismo vivo basado en hidrógeno y amoniaco, en lugar de agua y oxígeno,
difícil creer que una forma de vida como esa pudiera conocer el mismo
estremecimiento vital que conmovía a la humanidad. Difícil de concebir una vida
que se desarrollara en la densa vorágine de Júpiter, sin saber, por supuesto,
que visto a través de ojos jovianos, Júpiter no era un torbellino en absoluto.
El viento lo acariciaba con suaves dedos,
y Fowler recordó, con un sobresalto, que de acuerdo con los parámetros
terrestres. aquel viento era un rugiente huracán que aullaba a trescientos
veinte kilómetros por hora, cargado de gases letales.
Agradables aromas inundaron su cuerpo. Y
sin embargo, no eran aromas, porque no era una sensación olfatoria tal como la
recordaba. Era como si todo su cuerpo se empapara de la sensación de lavanda… y
sin embargo no era lavanda. Supo que era algo para lo que no tenía palabras,
sin duda el primero de muchos enigmas de terminología. Porque las palabras que
conocía, los símbolos ideales que le habían servido como terrícola, le
resultarían inútiles como joviano.
La compuerta lateral de la cúpula se abrió
y Towser salió a los tropezones; al menos creyó que era Towser.
Comenzó a llamar al perro, moldeando en su
mente las palabras que quería decir. Pero no pudo decirlas. No había modo de
decirlas. No tenía con qué decirlas.
Por un momento su mente fue un torbellino
de oscuro terror, un pánico ciego que envolvía su cerebro en bocanadas de
temor.
¿Cómo hablan los jovianos? ¿Cómo?
De repente fue consciente de Towser,
intensamente consciente del torpe y ansioso acto de aquel hirsuto animal que lo
había seguido desde la Tierra a tantos planetas. Fue como si lo que era Towser
hubiera salido de él y llegado por un momento al cerebro de Fowler.
Y de la burbujeante bienvenida que sentía,
llegaron las palabras:
–Hola, compañero.
No eran palabras en realidad, era algo
mejor que palabras. Eran imágenes simbólicas en su cerebro, comunicadas por
medio de imágenes que tenían matices de significado mucho más sutiles que las
palabras.
–Hola, Towser –dijo.
–Me siento bien –dijo Towser–. Como cuando
era un cachorro. Últimamente me he sentido bastante inservible. Con las patas
endurecidas y los dientes casi reducidos a nada. Era difícil roer un hueso con
esos dientes. Además, las pulgas me volvían loco. Antes no solía prestarles
mucha atención. Una pulga más o menos no hacía diferencia en mis viejos
tiempos.
–Pero… pero… Fowler balbuceaba con
torpeza. ¡Estás hablándome!
–Seguro –contestó Towser–. Siempre te
hablé, pero no podías oírme. Trataba de decirte cosas, pero nunca lo logré.
–Algunas veces te comprendía –dijo Fowler.
–No muy bien –dijo Towser–. Sabías cuando
quería comida o bebida, o cuando deseaba salir, pero eso era todo lo que comprendías.
–Lo siento –dijo Fowler.
–Olvídalo –le dijo Towser–. Te corro una
carrera hasta el acantilado.
Fowler vio el acantilado por primera vez,
aparentemente a muchos kilómetros de distancia, pero de una extraña belleza
cristalina que centelleaba a la sombra de las nubes multicolores.
Fowler vaciló.
–Está muy lejos…
–¡Oh, vamos! –lo instó Towser, y comenzó a
correr en dirección al acantilado.
Fowler lo siguió, probando sus piernas,
probando las fuerzas de su nuevo cuerpo, dudando un poco al principio,
asombrado un minuto más tarde, y corriendo luego con un regocijo absoluto que
se unía a la hierba roja y purpúrea y al ondulante vapor de lluvia que caía
sobre la tierra.
Mientras corría fue consciente de una
sensación de música, una música que latía dentro de su cuerpo, que manaba a
través de todo su ser, elevándolo en alas de una plateada ligereza. Una música
como la que podría surgir de un campanario en una soleada colina en primavera.
A medida que se aproximaba a la colina, la
música se hizo más profunda e inundó el universo con un rocío de sonido mágico.
Y entonces supo que la música provenía de la gorgoteante cascada que caía por
la ladera resplandeciente del acantilado.
Pero sabía que no era una caída de agua,
sino de amoniaco, y que el acantilado era blanco porque era oxígeno
solidificado. Fowler patinó hasta detenerse en el lugar donde la cascada se
abría en un resplandeciente arcoíris de cientos de colores. Eran literalmente
cientos, porque aquí, según observaron, no había matices de un color primario
hasta otro, tal como los ve el ojo humano, sino una gama claramente
diferenciada que descomponía el prisma hasta su última y esencial
clasificación.
–La música –dijo Towser.
–¿Sí, qué hay con ella?
–La música –dijo Towser –son las
vibraciones del agua al caer.
–Pero Towser, tú no sabes nada de
vibraciones.
–Sí, sé –lo contradijo Towser–. Acaba de
surgir en mi mente.
Fowler tragó saliva mentalmente.
–¡Surgir en tu mente!
Y de repente, apareció en su cerebro una
fórmula, la fórmula del proceso que haría que los metales toleraran la presión
de Júpiter.
Atónito, contempló la cascada con fijeza,
y velozmente, su mente aprehendió los colores y los colocó en la secuencia
exacta del espectro. Así de simple. Surgido de la nada. Surgiendo de la nada,
porque él no sabía nada de metales ni de colores.
–Towser –gritó–. ¡Towser, algo nos está
sucediendo!
–Sí, ya sé –dijo Towser.
–Es nuestro cerebro –dijo Fowler–. Lo
estarnos usando en su totalidad, hasta el último rincón. Estamos usándolo para
elaborar cosas que debimos haber sabido siempre. Tal vez los cerebros de los
seres de la Tierra son lentos y obnubilados por naturaleza. Tal vez seamos los
débiles mentales del universo. Tal vez estarnos hechos de modo tal que
podríamos hacer las cosas de la manera más difícil.
Y, con la nueva agudeza y claridad de
pensamiento que parecía invadirle, Fowler supo que no sería sólo una cuestión
de colores en una cascada o de metales que resistirían la presión de Júpiter.
Sentía otras cosas, cosas no muy claras. Un vago susurro que sugería grandiosas
posibilidades, misterios que trascendían la barrera del pensamiento humano, que
trascendían incluso la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica construida
por el razonamiento. Algo que cualquier cerebro podría lograr si usara todo su
poder de raciocinio.
–Aún somos terrestres –dijo–. Sólo
estarnos empezando a comprender algunas de las cosas que sabremos, unas pocas
de las cosas que se nos negaron corno seres humanos, tal vez porque éramos
seres humanos. Porque nuestros cuerpos humanos eran inferiores. Pobremente
equipados para pensar, pobremente equipados en algunos sentidos que uno
necesita tener para saber. Tal vez careciéramos incluso de algunos sentidos
necesarios para lograr el verdadero conocimiento.
Se volvió a contemplar la cúpula, una
diminuta silueta oscura empequeñecida por la distancia.
Allí había hombres que no podían ver la
belleza de Júpiter, hombres que pensaban que un torbellino de nubes y una densa
lluvia oscurecían la paz del planeta. Ciegos ojos humanos. Pobres ojos. Ojos
que no podían ver la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la
tormenta. Cuerpos que no podían sentir el estremecimiento producido por la
conmovedora música de la caída de agua.
Hombres que marchaban en soledad, en
terrible soledad, hablando por medio de sus lenguas como un grupo de boy scouts
que se comunica torpemente por medio de señales, incapaces de alcanzar y tocar la
mente de otro, como él podía alcanzar y llegar a la mente de Towser. Impedidos
para siempre de lograr un contacto íntimo y personal con los demás seres
vivientes.
Él, Fowler, había esperado el terror
inspirado por las cosas desconocidas de la superficie, había esperado
acobardarse ante la amenaza de lo desconocido, se había acorazado contra la
repulsión que le causaría una situación no terrícola.
Pero, en vez de eso, había hallado algo
más grandioso que todo lo conocido por el hombre. Un cuerpo ágil, más seguro.
Un sentimiento de regocijo, un sentido más profundo de la vida. Una mente más
aguda que ni siquiera los soñadores de la tierra podían imaginar.
–Vamos –lo urgió Towser.
–¿Dónde quieres ir?
–A cualquier parte –dijo Towser–. Vámonos
simplemente, y veremos a dónde llegamos. Tengo una sensación… una sensación.
–Sí, lo sé –dijo Fowler.
Porque él también tenía la misma
sensación. La sensación de un destino superior. Una cierta sensación de
grandeza. La certeza de que en algún lado, más allá del horizonte, lo
aguardaban aventuras y cosas más grandes aún que la aventura.
Los otros cinco también lo habrían
sentido. Habrían sentido la urgencia de ir y ver, la compulsivoa sensación de
que los aguardaba una vida de plenitud y sabiduría.
Por eso, Fowler lo supo, no habían
regresado.
–No regresaré –dijo Towser.
–No podemos abandonarlos –dijo Fowler.
Fowler dio uno o dos pasos en dirección a
la cúpula, luego se detuvo.
De regreso a la cúpula. De regreso a ese
cuerpo doloroso, cargado de veneno, que había dejado atrás. Antes no le había
parecido doloroso, pero ahora sí.
De regreso a su mente confusa, a su
pensamiento turbio. De regreso a las bocas chasqueantes que articulaban señales
que los otros entendían. De regreso a unos ojos que ahora le parecían peor que
la ceguera. De regreso a la sordidez, a arrastrarse, a la ignorancia.
–Quizás algún día –dijo, murmurando para
sí.
–Tenemos muchas cosas para hacer y ver –dijo
Towser–. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas…
Sí, descubrirían cosas. Civilizaciones,
quizá. Civilizaciones que harían que la del hombre pareciera minúscula en
comparación. Descubrirían belleza y, lo que era más importante, podrían
comprender esa belleza. Y una camaradería que nadie había conocido antes… que
ningún hombre, ni ningún perro habían conocido antes.
Y la vida. Los apremios de la vida plena
después de lo que parecía una existencia narcotizada.
–No puedo regresar –dijo Towser.
–Ni yo –dijo Fowler.
–Volverían a convertirme en perro –dijo
Towser.
–Y a mí –dijo Fowler –en hombre.
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