Emilio S. Belaval
Para Miguel
Meléndez Muñoz
Isabelita Pirinpín se gradúa de maestrita rural, sin
una sola onda permanente en la cabeza, ni más afeites que unas cuantas lecciones
de pedagogía. Su escuela está más allá de cinco pasos de quebrada y es una casilla
de madera montada en socos altos. En el pueblo la enjaquiman un caballo manso, montada
en el cual, Isabelita Pirinpín despierta, madrugada tras madrugada, las marimonas
del amanecer. Desde las quebradas la saludan las voces salmodiadoras de las lavanderas
jíbaras:
–Monona que es la maestrita, mi niña
doña Isabelita.
–Paese una motita de alfilerillo,
mi niña doña Isabelita.
–Tié muslito de paloma, mi niña doña
Isabelita.
Cuando Isabelita Pirinpín arrepecha
por la última cuesta que esconde su escuelita, hay una bandada de cotisueltos que
se descuelgan de los árboles y rodean la mansa cabalgadura de la maestrita, con
la palabra atropellada por el contento:
–Hoy le truje una piñuela pa que
se afilore la trensa, doña Isabelita.
–Aquí teño un sorsal de pata punsó
pa su jaulita del pueblo, doña Isabelita.
–Miste las raíses de betónica que
me le pidieron ayel, doña Isabelita.
Aunque su cartilla no le exigía muchas
imágenes literarias, Isabelita Pirinpín gustaba de imaginar que la lavandera de
quebrada era una rezagada de nuestra mitología india, sostenida aún por el oscuro
milagro de la espuma del jabón prieto y el jibaritiño era como un pedacito de romance
enderezado en dos patitas flacas.
El primer día que Isabelita Pirinpín
llegó a su escuelita rural hizo el más importante pronunciamiento de su carrera
pedagógica:
–Niños, yo he venido aquí a enseñarles
a ustedes cómo se puede llegar a ser un buen ciudadano norteamericano.
En la escuelita no quedó una sola
cara con un pedacito de risa, ni un solo pie que no se trenzara debajo del banco.
En la cuesta cesaron de pronto los chirridos de los chamorros y las chirrías. Es
una buena muchacha Isabelita Pirinpín.
Por tres semanas consecutivas, Isabelita
Pirinpín se pasa hablando de un primoroso país, donde los ciudadanos reciben diariamente
un celestial pienso de avena cuáquera; donde los niñitos no tienen la cara terrosa
como los jiguillos, sino mejillas de rubio melocotón. Si los jibaritiños vivieran
allí podrían jugar entre olorosas ovejas en vez de jugar entre cabritos malolientes.
Los congresistas eran como unos doctos pastores, que cochaban los imperiales vellones
de su rebaño hasta un capitolino prado donde hacían graciosas cabriolas de pensamiento
las cuatro libertades del hombre:
–¿No te gustaría vivir en un país
así, Panchito?
–No, doña Isabelita.
–¿Por qué, tonto?
–A mí me gusta más vivil aquí, doña
Isabelita.
–¡Pero es que este país es tan pequeñito!;
y tú, Paulita, ¿no te gustaría tener una ovejita blanca que te acompañara todos
los días a la escuela?
–A mí me gustan más los cabritos,
doña Isabelita.
¡Isabelita Pirinpín no es una maestrita
tonta aunque tenga algunos pájaros dentro de la cabeza! La chica se da cuenta que
el jibaritiño es un tipo conflictivo de educando que está lleno de apegos sombríos.
Tiene además las orejas llenas del trémulo pitorreo de la cuesta, donde aprende,
en burlona competencia con el abecedario de su maestrita, el áspero silabario que
san Pedrito le enseña a los clérigos, para que se rían los bobitos. Por si el conflicto
proviene de un incipiente germinar de la conciencia de una vieja raza agrícola,
por tres semanas más Isabelita Pirinpín se dedica a transformar los modestos predios
de su ruralato en unos lustrosos manzanares, trillados por grandes tractores que
abren surcos reventones que llegan más allá del horizonte. La empecinada cuesta
del barrio queda convertida en una ancha carretera por donde trotan majestuosamente
los mejores y más grandes agricultores del mundo:
–¿No te gustaría tener una finca
como esa cuando tú fueras grande, Tomasito?
–No, doña Isabelita.
–¿Por qué, tonto?
–A mí me gustaría más la tomatera
de mi paí, doña Isabelita.
–¡Pero es que aquí los tomates se
dan tan pequeños!; y tú, Fidelina, ¿no te gustaría tener siempre a mano una linda
manzana para merendar en la escuela?
–A mí me gustan más los caimitos,
doña Isabelita.
Parece que Henry A. Wallace le cogió
miedo al exagerado optimismo pictórico de la maestrita porque se cayó de la mesa
el campanillazo de las tres.
Sentadita en su balconcito de pueblo,
Isabelita Pirinpín se pone a reflexionar seriamente sobre las experiencias de sus
primeras seis semanas de maestrita rural. Es una buena muchacha Isabelita Pirinpín.
Por toda una media noche repasa sus notas, consulta sus circulares, reconstruye
sus imágenes simplificadas, para corregir las fallas que pudiera tener su ingenua
metodología.
Después que la otra media noche le
prendió del mosquitero treinta caritas taimadas que pasaban burlescamente de la
risa al susto, del susto a la desconfianza, de la desconfianza a la malicia, a la
madrugada siguiente Isabelita Pirinpín se encajó entre sus petulantes moñitos de
maestrita rural una veleidosa horquillita de reformista.
Por tres semanas más Isabelita Pirinpín
no habla de ningún grande país, surgido de la dilatada poemática de Walt Whitman,
sino de un pequeño país donde los ciudadanos tal vez podrían recibir diariamente
un terrenal pienso de maíz católico, donde los niñitos no tendrían caritas de rubio
melocotón sino mejillas de cetrino caimito; cuando los jibaritiños vivieran allí
podrían jugar entre cabritos ingenuos en vez de jugar entre ovejitas insolentes.
Los legisladores serían como unos doctos cabreros, que cocharían las coloniales
pelambres de su rebaño, hasta una capitalina abra, donde harían graciosas cabriolas
de pensamiento las cuatro libertades del hombre:
–¿Y pa que silven esas cuatro libertades,
doña Isabelita?
–Para salvarnos definitivamente de
la tiranía, de la ignorancia, hasta de la miseria –contestó con admirable acento
la maestrita rural. Es una buena muchacha Isabelita Pirinpín. A fuerza de sublime
ingenio, la maestrita logra simplificar aún más sus imágenes para instaurar en la
recelosa sesera de sus colisueltos, la inmolada utopía de América. Un mismo pájaro
carpintero había construido toda la economía americana. Para que todos los hombres
se sintieran iguales, la paciente ave tuvo el prudente cuidado de hacer todos los
bohíos del continente con un mismo número de pajitas. Los jibarititos del barrio
quedaron convertidos en graciosos emigrantes que venían de todas partes del mundo,
a vivir en la linda tierra donde se habían instalado las cuatro libertades:
–Adígame, doña Isabelita, con las
libertades esas, ¿naide le pué quital la finca a mi pai?
–Se la pueden quitar, hijo –murmuró
la maestrita, sorprendida por la candorosa interpretación. Parece que Summer Welles
le cogió miedo al imprevisto rubor de la maestrita porque se cayó de la mesa el
campanillazo de las tres.
Isabelita Pirinpín es una muchacha
leal incapaz de estafarle un solo granito de su paz al más modesto gorrión de la
cuesta. ¿Qué podía importarle a un jíbaro su derecho a la reunión pacífica si el
agente federal le quitaba la finca? Para que ningún jibaritiño perdiera su finca
en el futuro, Isabelita Pirinpín hace florecer por todos los sumideros de su ruralato
una bien diversificada huerta, capaz de hurgarle el encanto al propio san Isidro
Labrador. En la huerta de Isabelita Pirinpín las lechugas quedaron convertidas en
comadres coquetonas que usaban anchas sayas verdes; la coliflor era una chismosa
que hablaba mal de la espinaca; los tomates colorados le tiraban indirectas a los
tayotes pálidos, los cebollines se mofaban de las cebolletas, las coles de los culantros,
los ajises bravos de los ajises dulces. Hasta el limoncillo hacía chistes, para
hacer llorar de risa a una berenjena que se había quedado viuda. Día tras día creció
la huerta de Isabelita Pirinpín; mañana tras mañana, el primer pensamiento de todo
el saloncito fue para la nueva hojita que había nacido la noche anterior. Llegó
por fin el viernes en que todos los frutos y las legumbres de la huerta se arrellenaron
dentro de la canasta que Isabelita Pirinpín había logrado tejer con blandos mimbres
de sueño, para ir al mercado.
La canasta no llegó al pueblo porque
Isabelita Pirinpín decidió que se la comieran los propios jíbaritiños con el fin
de mejorar su dieta. Es una buena muchacha Isabelita Pirinpín. Destapa su canasta
llena de lindos símiles vegetales, y acomete con un risueño ardor la explicación
de uno de los más serios problemas de la ciudadana: la dieta balanceada. La canasta
grande se vacía en tres canastitas pequeñas. La canastita más flaca se llama desayuno,
la más redondita se llama almuerzo, la más gordita se llama cena. Todos los días,
Isabelita Pirinpín se propone depositar en cada canastita lo que debe ser la dieta
balanceada de un jibaritiño al día siguiente. El desayuno, claro está, lo constituía
un revoltillo de huevo con unas lonjitas de jamón, un jugo de naranjas, café, crema,
hasta unos panecillos tostados:
–Qué bueno es desayunar así, ¿verdad?
Todavía sentimos el gusto que deja un desayuno tan bien preparado. Pero aquí está
la segunda cestita, donde está el almuerzo de mañana. ¿Qué será esto que viene tan
envuelto? ¡Ah, qué sorpresa!; dos emparedados de jamón y queso, un poco de ensalada:
¡mira, Paulita, aquí están los tomates que le decían bromas a los tayotes!; un guineo
con mermelada y un vaso grande de leche. ¿Quién quiere coger esta cestita para almorzar?
–¡¡Yo!! –saltaron audazmente veinte
voces niñas en el primer lindero del estrago.
–Con un almuerzo así cualquier niñito
puede estudiar bien, ¿verdad? ¡Que lástima que los padres de Puerto Rico no se preocupen
más por lo que deben comer sus hijos! ¡Qué rico sabe el guineo cuando se le unta
mermelada! y el vaso de leche, ¡qué bigotito más mono le deja a los niños cuando
la beben! Pero, todavía nos queda la canastita de la cena. Esta es la más gordita
de las tres. Vamos a ver lo que encontramos dentro. Tú, Sunchita, ¿no sientes ganas
de saber lo que hay aquí? ¡Casi nada! Una sopita de apio, un buen pedazo de carne
con vegetales verdes, hasta un purroncito de arroz caliente. ¡Qué delicia! Hay otra
botellita con otro vaso de leche. ¿Quién quiere coger la cestita para llevársela
a su mamá?
–¡¡Yo!! –rugieron treinta voces niñas,
dentro del incontenible frenesí que patalea detrás de todo milagro. Isabelita Pirinpín
no pudo ocultar un pequeño mohín de soberbia ante el patético hilillo de baba que
pendía de treinta boquitas convulsas. Parece que esta vez el propio Franklin Delano
Roosevelt sintió asco de tanta canasta vacía, porque se cayó de la mesa el campanillazo
de las once. Cuando Isabelita Pirinpín toma la pluma para escribir un comentario
sobre el método empleado, se da cuenta que hay cuatro de sus cotisueltos bostezándole
al suelo:
–¿Qué hacen ustedes ahí, niños? ¿Por
qué no se van a almorzar?
–Nojotros no tenemos aonde almorsal,
doña Isabelita.
–¿Cómo? No, no es posible. ¿Y los
otros niños?
–Están pol la cuesta a vel si consiguen
unas frutas.
–Pero ustedes no pueden estudiar
si… ¿Qué desayuno toman antes de venir a la escuela?
–Café puya, doña Isabelita.
–Y…
–Pol la taldesita nos dan funche
con bacalao o un guiso de gandules con yautía.
Los ojos de Isabelita Pirinpín tienen
que mover cien veces las sensuales alas de sus pestañas, para que las lágrimas no
le roben el poco de respetabilidad que el espanto aún le ha permitido a sus mejillas.
Ya no son las piernas las que se le resisten a soportar el peso de su cintura. Es
que la cintura no le aguanta los hombros, ni los hombros la cabeza, ni la cabeza
la moñera, ni la moñera la veleidosa horquillita de reformista. Es una buena muchacha
Isabelita Pirinpín. Saca de su modesta fiambrerilla de maestrita rural unos emparedados,
dos huevos cocidos, el guineo, la mermelada, el sazonado café de su propia dieta
y durante media hora se dedica a alimentar a los cuatro desgraciados, a quienes
había logrado deslumbrar con la suculenta descripción de una dieta balanceada. Aquella
tarde aunque la cuesta la está esperando para vapulearla seriamente, Isabelita Pirinpín
llega al pueblo casi sin sentir la linda matadura que empieza a mancharle una de
sus blancas nalgas.
Sentadita en su balconcito de pueblo,
Isabelita Pirinpín siente que una tímida nubecilla le camina por la conciencia;
ya no es el ingenuo temor, que a veces suele nublarle el entendimiento a una maestrita
rural, de que en ella fracase la pedagogía. Lo que tiene realmente preocupada a
nuestra maestrita rural es la desproporción que empieza a notar entre su cartilla,
prometedora de todas las bienandanzas terrenales, y un jibaritiño depauperado. Aunque
su cartilla no le exigía muchas imágenes literarias, Isabelita Pirinpín llega a
concluir que el jibaritiño es un niño hambriento sostenido por la exuberancia de
un paisaje. Isabelita Pirinpín empieza a descubrir, en el paisaje que rodea a su
escuelita rural, un valor moral superior a su ovejita de trapo y a su manzana de
cera. ¿Por qué había que robarle a su arisco educando los símbolos poéticos que
fascinaban su alma de niño, haciéndole olvidar la miseria que le rodeaba?
El próximo lunes, Isabelita Pirinpín
llega a su escuelita rural en plan revolucionario. Ha comprado en el pueblo una
caja de tizas de color; empieza a llenar su pizarrita de pajaritos nativos que miran
a los jibaritiños con ojillos maliciosos. San Pedrito, emocionado, se tira de la
cuesta para prestarle a la maestrita el áspero silabario con que ha enseñado a chillar
a treinta generaciones de clérigos y bobitos. Tiene que salir huyendo la blanca
oveja de María ante los cabezazos que le propina el díscolo cabrito de Paulita.
Se silabea con el amoroso glú glú de las chorreras, con los unicordes chirridos
de las chiririas, con el dulce mugir del viento alrededor de la negra lora. Parece
que el inspector se olió algo, porque se presentó de inspección, a la semana siguiente.
El inspector encuentra que la escuelita
está un poco revuelta, que el novedoso intento de la maestrita de buscar equísonos
en la fonética agreste de la cordillera, crea en la lectura algunas guturaciones
disonantes; pero el inspector se encuentra con la agradable sorpresa de que Isabelita
Pirinpín es la maestrita más mona que tiene todo su distrito. Algún que otro momentico,
mientras hojea la minuta de las observaciones diarias, sus comedidos párpados gordos
se fijan inquietos en la endeble figurilla de Isabelita Pirinpín: ¿Será posible
que se hubiera colado en el departamento una tórtola socialista? Pero la mirada
de Isabelita Pirinpín es tan limpia, está tan llena de lealtad su alma de marisabidilla,
que el inspector sonríe tranquilizado:
–Estas observaciones suyas sobre
la dieta balanceada no le van a gustar mucho a la superintendenta de Economía Doméstica.
–Pero es que usted no sabe lo horrible
que resulta en la práctica la divulgación de esa dieta.
–Comprendo, comprendo. Además esa
cosa de las tres canastitas, a mí siempre me ha parecido un poco ridícula; tan ridícula
como los renglones de la ovejita blanca que son obra mía.
–Perdone usted. Yo no sabía…
–Oh, no tiene por qué apurarse. Mi
vanidad en esto no podría pasar más allá de la de un mero copista. Su nota última
sobre la necesidad de respetar en el niño jíbaro su sentimiento de la naturaleza
me ha impresionado mucho. Yo le prometo estudiarla con toda sinceridad y le mandaré
mis comentarios por correo.
Después que Isabelita compartió con
él su modesta fiambrerilla de maestrita rural, todavía el inspector se portó más
afable:
–En lo que hay que insistir es en
los problemas de la higienización, y claro, en el inglés. Esto del inglés es muy
importante para el Departamento. Hay apropiaciones cuantiosas que dependen de eso.
¿Usted me entiende?
–Entiendo, sí –contestó con oficial
emoción la subalterna, agradecida de la confidencia. El inspector se marchó encantado
de su inspección. Aunque la mocosilla tenía algunas ideas peligrosas sobre educación
rural, parecía una muchacha discreta, capaz de agradecer una buena marca. Luego
aquellos moñitos apretados y aquellas pestañas sensuales todavía hacían más interesante
el caso bajo observación. Por su parte, Isabelita Pirinpín no pudo menos que alabar
al exquisito tacto de aquel hombre, que podía encaramar un dril blanco hasta un
barrio de Puerto Rico sin que se le pronunciara una sola arruga. Su curiosidad de
mujer tuvo tiempo de observar que a fuerza de vaselina el inspector había salvado
de su grave compostura, una onda pestolásica que lucía bastante bien en la cabeza
de un educador.
No hay maestrita rural que no viva
dinamizada por la palabra docta de su inspector. A la mañana siguiente, Isabelita
Pirinpín llega a su escuelita decidida a higienizar cuanto barrio tuviera que cruzar
su linda matadura. La maestrita rural pronuncia en aquella ocasión una de sus más
emocionadas arengas. Hasta los camarones de la quebrada salieron a la orilla a aplaudir
aquella hermosa pieza de nuestra pedagogía rural. Un ciudadano norteamericano, orgulloso
de su ciudadanía, tiene que ser un cuerpo limpio que viva pendiente del inmortal
efluvio de civismo que despide una ducha:
–Pero es que en el barrio no jay
aonde bañalse, doña Isábelita –se atrevió advertir tímidamente un cachombroso de
la última fila. La inoportuna aclaración le recuerda a Isabelita Pirinpín que la
ducha era tal vez una licencia poética demasiado abstracta para la zona rural de
Puerto Rico. Pero su alma se siente tan agradecida al exquisito tacto del inspector,
que no han de pasar tres segundos sin que la maestrita empiece a situar los flacos
cuerpecillos de sus jibaritiños entre todos los saltos de agua o los líquenes empozados
de las quebradas. Esta vez los que rompieron a aplaudir fueron los caracolitos conductores
de la bihlarzia, soñando con la suculenta ración de hígado tierno que les depararía
nuestra escuela rural.
El primer día de inspección, Isabelita
Pirinpín se encontró con la matrícula a mitad y la otra mitad, cada uno con la sanguijuela
del susto pegada del dedo grande del pie. La maestrita empieza su requisitoria con
una dulzura inexorable: registro individual de uñas, sarro, legañas, amén de una
inquieta mirada a la cerilla y a la piojera:
–¿Por qué siempre llevas el ombligo
por fuera? –le pregunta a uno de los más espigados.
–Es que me ha crecido la barriga
y se me ha queao la bombacha.
–¡Pues tienes que ponerte otra, hijito!
–le ordenó la maestrita, casi en un grito. El jibaritiño bajó la cabeza con un estupor
inexplicable. Hasta ese momento el jibaritiño no había tenido oportunidad de pensar
que él es uno de los pocos niños que habitan la tierra que cuenta con una sola bombacha
para todo un curso. La maestrita ha dicho una de esas cosas irremediables que después
duelen toda una vida. Es una buena muchacha Isabelita Pirinpín. Coge al confuso
jibaritiño y lo estruja contra su corazón, le estampa en la cara a medio lavar cuatro
besos aromados y logra a través del bonito remiendo que siempre puede hilvanar,
en el corazón de un niño jíbaro la piedad de una maestrita rural, que el jibaritiño
le perdone la necia crueldad que le ha hecho cometer la nueva circular de su departamento.
Descenso doloroso de otra tarde en
que la matadura del alma apenas permite que se sienta, la matadura de una nalga
blanca. Ha roto la quietud del paisaje la misma orquestrica trivial de los chamarros
y las chirirías; en cada gancho hábil hay un zorzal de pata punsó enarcando su letra
colora. Sin embargo, a Isabelita Pirinpín cada colgante de la cuesta le parecía
una mano enemiga, que quería derribarla hacia atrás, para desnucarle todo su lindo
ardor de marisabidilla.
Sentadita en su balconcito de pueblo,
Isabelita Pirinpín no puede olvidar la carita del jibaritiño abochornado. Una desazón
superior a su modesto intelecto de maestrita rural, la tiene sujeta a una interrogación
lacerante: ¿Cómo podría ella higienizar a un niño vestido de harapos, que vivía
hacinado dentro de un bohío angosto, rodeado de aguas contaminadas? ¿Cómo era posible
que el inspector no se hubiera dado cuenta del fondo de miseria que circundaba a
la escuelita rural de Puerto Rico? El inspector había asentido a algunas innovaciones.
Tal vez el inspector podría asentir otra vez. A lo mejor él sabía también de la
inutilidad sangrienta de vestir a un niño hambriento con el suntuoso ropón de la
ciudadanía más lujosa que conoce el mundo. Si al menos ella pudiera hablar de esta
nueva desproporción con su inspector. Aquella noche es la primera noche que Isabelita
Pirinpín se acuesta sin saber cómo va a empezar sus lecciones al día siguiente.
Pero al día siguiente, como todos
los días, Isabelita Pirinpín tiene que arrepechar por la única cuesta que esconde
a su escuelita, y como todos los días hay una bandada de cotisueltos que se descuelgan
de los árboles con la palabra atropellada por el contento:
–Miste lo que le trujimos hoy, doña
Isabelita.
–Es el primer Julián Chiví que llega
este año, doña Isabelita.
–Lo demos cogió picoteando un gajo
de calambreñas, doña Isabelita.
Isabelita Pirinpín toma en sus manos
al timorato pajarillo como si fuera la respuesta providencial a uno de sus más insondables
problemas de maestrita rural. Esa misma mañana, Isabelita Pirinpín le informa a
su clase la maravillosa noticia que este año ha traído Julián Chiví.
Como sabían todos los jibaritiños
de Puerto Rico el Julián Chiví es un terrible andariego. El último septiembre que
el pajarillo salió de Puerto Rico, sintió curiosidad por ver tierras nuevas y volando,
volando, vuela que te vuela Julián Chiví, llega a una majestuosa ciudad que parecía
hecha de mármol. Julián Chiví es un pájaro curioso que se pasa todo el día curioseando
aquella hermosa ciudad que él no había visto nunca. Cuando llega la noche, Julián
Chiví cae extenuado a los pies de un obelisco. Julián Chiví cree que va a morir,
busca entre las nubes la estrecha puertecita por donde los pajaritos suelen entrar
en el cielo. De pronto, Julián Chiví ve que se le acerca un noble señor, que tiene
el pelo tan blanco como el almidón y usa un corto calzón de raso. El noble señor
toma entre sus dedos amistosos al pobre Julián Chiví, lo calienta, lo acaricia:
–¿Quién es usted, señor, que con
tanto cariño me trata? –le pregunta el asombrado pajarillo al noble señor.
–Yo soy Jorge Washington y esta es
mi ciudad, pajarillo. Como sabes volar tan bien, quiero decirte unas palabras para
que tú se las digas en mi nombre a todos los jibaritiños de Puerto Rico. Yo te pido,
Julián Chiví, que les digas a los niñitos de los campos de Puerto Rico que es mi
deseo que todos ellos aprendan inglés, para que cuando vengan a mi ciudad, yo pueda
hablar con ellos.
¡Ah el inglés! Hasta los pajaritos
de la cuesta debían aprender inglés. Ningún niño podía sentirse libre si no hablaba
inglés, porque el inglés era el idioma de la libertad. Ningún jibaritiño tenía que
cogerle miedo a los múcaros si hablaba inglés, porque el inglés era el idioma de
los fuertes. Es una buena muchacha Isabelita Pirinpín. Por semanas y semanas su
santo ardor de marisabidilla ha vuelto a componer imágenes, ha rebuscado vocablos,
ha echado a volar garzones, vencejos y guabairos, para que cuando venga el inspector,
Panchito o Paulita puedan recitar esas inefables cuartetas con que los jibaritiños
de mi país aprenden el inglés. Isabelita Pirinpín se da cuenta que día tras día
algo armónico se va rompiendo dentro de su saloncito de clase. Ya no era la graciosa
pugna de un habla contra una lengua, dentro de una misma aspiración lingüística,
donde trata de imponer su estilística tosca un lenguaje trasmitido; ahora lo que
había era el forcejeo de un idioma contra otro, tratando de apoderarse del espíritu
de un niño:
–Pero, ven aquí, Panchito, ¿por qué
no tratas de pronunciar mejor?
–Es que el inglés ese me da un gagueteo
y un desasosilio que ya no entiendo ná de ná.
Con una gran sorpresa, Isabelita
Pirinpín descubre que el jibaritiño se defendía del inglés como un dislocamiento.
Parecía imposible que aquel diminuto ser, que todo lo había perdido antes de nacer,
defendiera un idioma con tan misteriosa contumacia. El jibaritiño tartamudeaba amoscado,
con el pescuezo molesto por una preocupación que no provenía únicamente de la dificultad
del texto, o de la novedad de la palabra, sino también de la repugnancia de una
conciencia arcaica de hacer una doble permuta de las ideaciones seculares de su
vernáculo:
–Por Dios, Paulita, ¡cómo es posible
que una carita como la tuya no se alegre con esta palabra tan bonita! Fíjate bien:
flower, flower. ¿Tú sabes lo que es eso, verdad?
–Será una flol.
–¿Por qué, pues, no te gusta esta
palabrita? ¡Piensa en las flores que nos rodean! ¡En esos ramos de astromelias que
me trajiste ayer! ¿No te recuerdan esta simpática palabrita del inglés?
–No, doña Isabelita.
¡Ah, el inglés! Bien lo había expresado
con su ingenua palabra el imbecilizado jibaritiño que no lograba pronunciarlo: en
aquel saloncito se había desatado tal gaguera y reinaba tal desasosiego que algunas
veces el propio Harold L. Ickes tiraba violentamente por la ventana el campanillazo
de las tres.
Isabelita Pirinpín apenas tiene alas
con que volar sobre la hostilidad que la rodea. Sólo la palabra cordial, ennoblecida
con la confidencia oficialesca de su inspector, la tiene en pie. Acostumbrada al
habla cariñosa de sus jibaritiños, sufre como una condenada, viendo los ojillos
miedosos que ahora la miran desde unas caritas torcidas. Cuando pasa por la cuesta,
los zorzales de pata punsó le vuelven la espalda despectivamente. Hay cuatro quebradas
que han dejado de saludarla. Una tarde, sin embargo, el ultraje fue mayor; desde
la copa de los árboles más altos, unas vocecillas familiares enhebraron este diálogo
burlón:
–¿Tú no conoses a Guasintón
Uno que come salchichón?;
–Yo conosco a Juan Cintrón
Uno con pasa de tiburón.
–¿Tú no conoses a Guasintón
Uno que come salchichón?;
–Yo conosco a Juan Cintrón
Uno que come chicharrón
–¿Tú no conoses a Guasintón
Uno que bebe agua de limón?;
–Yo conosco a Juan Cintrón
Uno que bebe agua con ron.
Isabelita Pirinpín recibe la ofensa
de que ha sido víctima su heroico imaginismo, con una resignada compunción. De sus
sensuales pestañas se desprende una lágrima que rueda hasta la beatífica crin de
su mansa cabalgadura. No bien aparece esta primera lágrima en su carita cansada,
cuando todo el paisaje que la rodea tiembla de sincero dolor. Los cotisueltos arrepentidos
se descuelgan de los árboles y lloran agarrados a las floridas piernas de su maestra.
Los pajaritos benéficos de la cuesta, revolotean en torno de ella, llenándole la
moñera de tiernos arrumacos. Hasta san Pedrito le promete aprender inglés, para
ayudarla a terminar con la gaguera que se ha apoderado de su saloncito.
Pero ya el desconcierto que camina
por la conciencia de Isabelita Pirinpín es de tal espesor, que no logran restablecerle
su paz la candorosa adhesión del paisaje, ni de las almas. El resto de la tarde
Isabelita Pirinpín le suelta la rienda a su caballo manso, y deja que por su noble
angustia de maestrita rural, cabecee largamente el abierto contrasentido que existe
entre su cartilla de maestrita rural y el mundo empobrecido que la rodea. Los pinceles
voraces de crepúsculo la están esperando para complicarle su pequeña lealtad de
reformista con una proyección de imágenes brutales. Por la cresta espinosa de una
cordillera, Isabelita Pirinpín ve una legión de hombres pálidos que caminan, arrastrando
penosamente una carga de hijos hambrientos que llevan agarrados al pescuezo, a los
hombros y a las piernas. Todo el fulgor del crepúsculo no es suficiente para colorear
estas figuras trashumantes, que le sirven de famélico andamiaje, a la mortal pesadumbre
de un desahuciado. Los hombres caminan en silencio, buscando con ojos enloquecidos
un pedazo de tierra donde aposentar la tremenda carga de hijos que les acompañan.
Los niños tienen la cara terrosa de aquel que no conoce otro alimento que no sea
el café puya, el funche con bacalao, o el guiso de gandules con yautía; sus cortos
bombachos raídos dejan al descubierto un ombligo deforme. Las nubes empiezan a alarmarse
de la crudeza del cuadro que desfila frente a los bonitos ojos de la maestrita rural.
Las nubes tienen el suficiente poder en un cielo del trópico para dibujar las más
mentirosas linduras. Sin embargo Isabelita Pirinpín tiene los ojos fascinados por
la espeluznante marcha de los hombres sin tierra. La maestrita rural empieza a reconocer
algunas caras de los hijos que van agarrados al pescuezo de los hombres. Es necesario
que todo el cielo se estremezca de ira, para que los hombres lleguen a una cuesta
donde ya las nubes no podrán tragárselos. Isabelita Pirinpín ve los hombres derrengados
que caen de rodillas sobre la cuesta. Los niños lloran de hambre alrededor de los
padres exhaustos. San Pedrito lanza un grito desesperado, llamando en auxilio de
los derrengados a todos los pajarillos de la cuesta. Desgraciadamente cuando los
pájaros acuden, sólo traen unos granitos de calambreñas para alimentar a los niños.
Con un severo pavor, Isabelita Pirinpín
se da cuenta que las linduras mentirosas de las nubes han perdido una batalla en
su pequeño corazón de maestrita rural, que en aquella tarde se ha sellado una extraña
alianza entre ella y la miseria que rodea a su escuelita rural. Hay un pedazo de
su corazón, austeramente alborotado, que ya no le permitirá ninguna complicidad
en el jugueteo que se trae su cartilla con el alma de un niño hambriento, a quien
se deslumbra con manzanitas de cera, ovejitas de trapo, canastitas vacías y pajaritos
migratorios, para que su pequeña conciencia agrícola arranque las raíces que aún
tenga sembradas en la tierra y no piense más en el rescate. Todo el interés era
producir en masa un jibaritiño bilingüe que pudiera entender la voz de un capataz
en dos idiomas, aunque viviera en el fanguito de San Juan o en el pulguero de Harlem.
Para Isabelita Pirinpín era clara la obligación moral de su escuelita de sostener
la vieja conciencia agrícola del jibarito. Había que volver a asociar el jibaritiño
con la tierra para hacer posible el rescate. El raid poético la tiene exaltada.
Tal vez esté un poco amedrentada de su propio hallazgo. Tal vez necesite de alguien
que le diga que no está tan llena de pájaros su cabeza como ella teme que esté.
Por eso cuando se le aparece el inspector,
con su espejeante dril blanco y su adusta honda pestolásica, el inspector le parece
un arcángel almidonado que ha descendido del mismo cielo calenturiento de su último
raid para aconsejar a una maestrita rural. El inspector viene con un cuco automóvil
de dos asientos a llevarse a la maestrita más mona de su distrito, a dar un paseo
por esos caminitos oscuros, entretejidos de flamboyanes, que tan bien le sientan
a los agobiados nervios de un inspector. Isabelita Pirinpín está soñando y no se
da cuenta que los ojos de su inspector empiezan a mirarla con un poco menos de comedimiento
entre los párpados gordos; la chica se echa un chal por los hombros, y se marcha
con su compañero de profesión a informarle de su último hallazgo:
–Me he convencido que nuestro plan
para las escuelas rurales tiene que sufrir un cambio radical.
–¡Pero, Isabelita!, compadézcase
usted de mí. ¿Cómo pretende hablarme de eso en una noche tan bonita?
–Usted tiene que saber de estas cosas
más que yo; usted no sabe lo que yo he sufrido tratando de… usted… –Isabelita Pirinpín
se encuentra con la boca sellada por uno de esos besos glotones que siempre tiene
a mano un inspector, para que le agradezcan su marca. El rubor de la endeble mujercita
es tal, que siente que se le van incendiando una por una las trescientas puntas
perfumadas que tiene el alfilerillo de su pequeña carita. Por un momento, se siente
ella otra alma descalza que camina de un extremo a otro de la cordillera, atada
al tobillo por la misma miseria que arrastran sus jibaritiños. Es necesario que
la noche proteste, que los luceros indignados amenacen con una huelga, que la campana
de la universidad empiece a voltear como una loca, para que Isabelita Pirinpín reaccione
al mínimo derecho constitucional que tiene toda mujer de ser besada solamente por
el hombre que a ella le guste. Aunque la chica huye indignada del cuco automovilito,
algo profundo se ha desmoronado dentro de ella, algo muere para siempre de su confianza
juvenil, de su linda lealtad de reformista, de las nobles inquietudes de su modesto
intelecto de maestrita rural. La venialidad del inspector le demuestra que toda
la tolerancia, el exquisito tacto del inspector, no tenía otro fin que el de procurarse
para sus glotones labios la vulgar gracia mujeresca de unos cuantos besos comprados.
Al final del curso Isabelita Pirinpín
tuvo una marca deficiente. El inspector la acusó de haber pretendido desprestigiar,
en el alma de sus educandos, la augusta confianza que todo jibaritiño bilingüe debe
sentir por su ciudadanía.
Las cinco quebradas siguen en el
mismo sitio: en ellas todavía hay voces de lavanderas jíbaras que salmodian al paso
de la maestrita rural:
–¡Monona que es la maestrita rural,
mi niña doña Isabelita! –sólo que ahora lo dicen más por piedad que por entusiasmo.
Porque van dirigidas a una Isabelita Pirinpín que tiene hondas manchas de sol en
su cutis de alfilerillo, cuatro callos en cada nalga, y una fatiga tan grande en
el alma, que los que conocimos a la maestrita como una de las criaturas más monas
que tenía nuestra universidad, cuando la vemos hoy nos parece un espectro, una empobrecida
más en este trágico platanal de empobrecidos que se llama Puerto Rico.
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