Álvaro Cepeda Samudio
La
sala es una sala antigua de una casa
antigua. En el centro una mesa larguísima que se extiende casi hasta el gran
ventanal que forma el fondo de la habitación. Este ventanal es de hojas gruesas
y pesadas y está cerrado, hace muchos años, con dos largas y anchas platinas de
hierro aseguradas en los extremos con candados inmensos que nadie ha abierto
nunca. Este ventanal da al mar.
La mitad de la
pared de la derecha está ocupada por un altar de madera. Los nichos, donde
deberían estar las imágenes, están apretujados de muñecas.
A la izquierda
hay dos puertas: una hacia el fondo, cerca del ventanal, y la otra en el
extremo opuesto. El espacio entre las dos puertas está ocupado por una vitrina
en cuyos entrepaños hay retazos de tela de todos los colores; ovillos de hilo,
madejas de lana y canastas de costura, y un armario ancho sobre el cual hay
colocada una lámpara antigua de cristal. Este es el único adorno de la sala.
Todos los
espacios libres de las paredes están ocupados por jaulas de madera y alambre
delgado. Las jaulas están vacías.
La sala, que
hace mucho tiempo debió estar amoblada, está ahora también casi vacía. Dos o
tres mecedoras y dos o tres sillas cerca de la mesa grande.
Sobre la mesa
se amontonan pedazos de tela y muñecas, muchas muñecas. Hay muñecas por todas
partes. Pero no tiradas de cualquier manera sino cuidadosamente colocadas: en
nítidos montones, o sentadas, o recostadas o paradas.
Las muñecas son
de trapo, cosidas a mano, hechas de retazos de telas de colores y calidades
diferentes. Pero las cabezas son todas iguales: el pelo hecho de flecos de lana
amarilla y las caras aplanadas de cretona floreada: sobre la cretona están
bordadas las bocas y los puntos rectos de las narices, pero ninguna tiene ojos.
Al comenzar el
diálogo, Juana, que tiene el pelo rubio y largo, amarrado en un grueso moño
sobre la nuca, está de espaldas a la cámara, sentada en el extremo inmediato de
la mesa y trabaja atentamente formando una cabeza de muñeca.
De las otras
dos mujeres una está cosiendo una cabeza al cuerpo de una muñeca y la otra está
ordenando muñecas terminadas sobre un pliego de papel grueso de envolver
haciendo un paquete de muñecas.
Juana es quizás
joven: las otras mujeres no tienen edad que pueda nombrarse exactamente: el
tiempo se ha detenido alrededor y dentro de ellas.
A Juana no se
le ve nunca de frente, siempre de espaldas: no tiene ojos.
M.– ¿Cuántas
mandamos esta vez? (Envolviendo las muñecas).
R.– ¿Acaso
importa? (Enhebrando una aguja).
M.– Una docena?
¿O más?
R.– Una o mil:
es igual (termina de enhebrar, hace nudo).
M.– Vamos a
mandar una docena, así el paquete no es muy grande y Pablo tendrá más voluntad
de venderlas. (Acaba de envolver el papel).
Juana.– Pablo
tiene voluntad. No importa lo grande del paquete: siempre las vende.
R.– ¿Las vende?
(muy bajo, cosiendo).
Juana.– (para
de moverse) Sí, las vende (pausa) no sé cómo hace, realmente no sé cómo hace,
pero siempre las vende. No he llevado la cuenta pero debe haber vendido miles.
Siempre me digo: voy a comenzar a llevar la cuenta de las muñecas que hacemos;
por ninguna razón especial, ¿saben?, por curiosidad, por pensar en algo, para
llevar la cuenta de algo, pero me olvido. Comienzo con mucho cuidado y llego a
contar seis o siete: pero luego, cuando enhebro la lana los dedos van perdiendo
la memoria: es tan suave la lana; cuento perfectamente la cretona: es áspera:
pero en cuanto me dedico a enhebrar la lana me distraigo y pierdo la cuenta
(Martha va con el paquete a la estantería.) (Pausa) ¿Tú llevas la cuenta
Martha?
M.– No Juana:
¿para qué? (se vuelve).
Juana.– Verdad:
¿para qué? pero Pablo si debe llevar la cuenta: ¿No crees?
R.- Pablo sí, y
yo: yo también llevo la cuenta. La he llevado todo este tiempo y la voy a
seguir llevando. Aunque no sé para qué, no sé para qué. Martha también debería
llevarla.
Juana.– No creo
que sea necesario: Pablo no nos va a engañar.
R.– No es por
Pablo, es por nosotras. Para no engañarnos nosotras mismas.
Juana.–
¿Engañarnos nosotras? ¿Engañarnos cómo?
R.– Como nos
hemos estado engañando todos estos años. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años Martha?
M.– No sé
Regina, no sé. No importa, eso no importa. (Pausa) Creo que con una docena es
suficiente.
R.– Una o mil:
cualquier cantidad es suficiente. ¿Cuándo va a ser suficiente Martha? ¿Cuándo?
M.– No sé,
Regina: no me preguntes lo que tu deberías saber ya.
R.– Es por eso
que te pregunto: porque no lo sé. Porque no sé para qué continuamos (pausa). Es
tan inútil como querer clausurar el mar con esos pobres candados: está ahí
Martha, está ahí.
Juana.– Sí: yo
lo siento. No ahora, es cierto, es cierto, pero hay algunos días cuando lo
siento y creo oír la voz del Padre cuando trataba de explicármelo, de decirme
cómo era. Hoy está bravo Juana, ¿lo oyes? Cuando el viento lo molesta, ¿el
viento sí sabes ya cómo es Juana?, cuando el viento le echa encima toda la
tierra de los barrancos se pone bravo y quiere romper el malecón y meterse
entre la casa. (pausa). El padre. Siempre me explicaba todas las cosas el
padre.
M.– Yo también
te he explicado muchas cosas Juana.
R.– Pero no
todas Martha. No le has explicado todas: no le has explicado lo más importante:
lo que he estado esperando todos estos años que le digas.
Juana.– No hay
nada que Martha no me haya explicado. Cuando el Padre tenía que irse a La
Gabriela, ¿recuerdas?, y nos dejaba solas con Isabel, ¡pobre Isabel que no
podía con nosotras! Martha me enseñaba montones de cosas; siempre cosas, porque
los ruidos, los ruidos y los olores, me los decía el Padre. Algunas veces, casi
siempre, ¿verdad Martha?, me confundía toda y los nombres se me volvían un
enredo porque tú querías que aprendiera todo a la vez y todo en desorden. Pero
con las telas eras diferente: siempre te gustaron las telas, Martha.
M.– Sí, siempre
me gustaron.
Juana.– Cuando
Isabel nos vestía para dormir; ¿dormir?, aunque el Padre ha pasado horas y
horas tratando de explicármelo, no lo he comprendido nunca bien. Aún no lo
comprendo. Bueno. Cuando Isabel nos ponía los camisones y el cuarto comenzaba a
llenarse de aquel olor que el Padre decía: los playones Juana, están eructando
los playones: te venías a mi cama y me decías: toca Juana toca, madapolán. Me
envolvías en el toldillo y me decías: punto, Juana, esto es punto: está lleno
de hoyitos. (pausa). Otras veces me llevabas al cuarto de los baúles, que olía
a guardado, como decía el Padre, a guardado y a bolitas; las bolitas olorosas
aquellas que una vez guardé con las otras que el Padre nos traía y se fueron
poniendo chiquitas y más chiquitas y un día ya no estaban. Yo las tocaba todos
los días y los dedos me quedaban impregnados del olor largo rato, hasta que
Isabel me encontraba y me llevaba a lavar las manos, diciendo siempre: niña,
hueles otra vez a escaparate. Me llevabas a ese cuarto y me acercabas a la cara
un puñado de tela suave más suave que la lana, que me gustaba mucho; y me
decías: charmé, Juana, ¿verdad que es rico? Y luego me hacías tocar un bulto
redondo y me decías: este lado es raso, chilla, y este terciopelo, pero es más
rico el charmé, ¿verdad Juana?
Algunas veces,
cuando me dejaban sola con Isabel y el Padre y dejaba de oírles por mucho
tiempo, antes de que esto sucediera, siempre me buscabas y me abrazabas, lo
hacías a propósito, para que yo entendiera que ibas a alguna parte, y me
decías: organdí, pica, pica mucho, pero es lindo, o antes de que Isabel me
llevara, invariablemente, a la sala grande y pusiera los discos en la vitrola
porque “nosotras también vamos a tener baile esta noche niña”, me tomabas las
manos y me las frotabas sobre tu cuerpo diciéndome: satín, Juana, satín: estoy
contenta; tú también, ¿verdad?
M.– Hace tanto
tiempo eso.
R.– Pero no
tanto como para olvidarlo definitivamente. Para olvidar que una vez fuimos
seres humanos. Que hubiéramos podido ser felices. Que todavía podríamos serlo
si tuviéramos el coraje de intentarlo.
M.– ¿Intentar
qué Regina?
R.– Ser felices
otra vez.
M.– ¿Otra vez?
¿En qué hemos sido felices alguna vez?
R.– Antes de la
huelga: antes de que el odio acabara con esta casa. Antes de que tú, y
solamente tú, porque todo se hubiera podido arreglar de otra manera: sí, de
otra manera: decidieras que para este apellido todo había terminado: que a
nosotras también nos habían matado: que debíamos pagar con nuestra vida una
culpa que no tenemos. (pausa) Es demasiado gratuito este sacrificio Martha.
M.– No es un
sacrificio: es nuestro deber.
R.– ¿Deber?
Nuestro deber esperar la muerte entre estas cuatro paredes mientras allí está
el mar, allí mismo, detrás de esa ventana endeble que tú has querido convertir
en una tapia de acero que no se puede traspasar, en un símbolo de orgullo
idiota, que debió acabarse con el Padre.
M.– Cuando
vuelva el Padre…
R.– No Martha,
tú no, tú no.
Juana.– Cuando
vuelva el Padre él abrirá la ventana Regina, sólo él tiene las llaves.
R.– No Martha,
tú no tienes derecho a creerlo. Juana está bien. Pero tú no. ¿O es que de tanto
repetirlo, de tanto mantener ese engaño has llegado a creerlo también? No puede
ser Martha: yo no lo acepto; ¿me entiendes? no lo acepto Martha. (pausa)
Mírame, o es que tú tampoco tienes…
M.– ¡Regina!
R.– Regina, yo
soy Regina, Martha, no Juana.
M.– Ya Regina,
ya. ¿No es suficiente?
R.– Yo lo
acepté Martha: lo he aceptado sin protestas, sin discutir tu decisión aunque no
estuve de acuerdo, aunque no estoy aún de acuerdo, porque siempre pensé que si
tú lo hacías, si tú decidías encerrarte dentro de este mundo absurdo, irreal,
tú que de las tres eras la única que con una sola palabra hubieras podido
libertarte de la promesa que le hiciste al Padre, que todavía puedes hacerlo
porque Pablo esperará siempre esa palabra que ahora sé que no habrás de
pronunciar nunca, lo acepté porque creí que era por amor a los dos. No sólo a
Juana, sino a los dos (pausa). Pero no para perpetuar el odio del Padre.
M.– Cállate
Regina, cállate ya.
Juana.– No la
regañes Martha. (pausa) Siempre te pones así cuando hay que mandar muñecas,
Regina. A mí me pasa lo mismo: me duele un poco separarme de ellas. Sabes,
nunca te lo he dicho pero les pongo nombres, los nombres de nosotras y el de
Isabel, y cuando llega Pablo por ellas es como si nos separaran, como si nos
llevara y nos repartiera entre esas gentes que no conocemos y que las compran y
que no sabemos que hacen con ellas: si las tratan bien y las cuidan como las
cuidamos nosotras: saber eso me alegraría; o si las dejan tiradas en un rincón
y no se acuerdan de ellas, o las abandonan a sol y lluvia y las destrozan:
imaginar eso me entristece, me da ese vacío en el estómago y esa falta de aire
en la garganta: tristeza, como decía el Padre, eso es tristeza, Juana. (pausa)
Yo sé Regina: yo te entiendo. Martha no. Ella se preocupa por otras cosas. Por
eso te grita. (pausa) Como cuando decidió que había que vender los santos del
altar y tú ibas llenando de muñecas los sitios donde estaban a medida que Pablo
se los iba llevando, para que siquiera esas muñecas se quedaran con nosotras.
R.– Así Juana:
la casa está llena de muñecas que se quedarán para siempre con nosotras.
Juana.– Eso te
gusta, ¿verdad Regina?
R.– Sí.
Juana.– Cuando
vuelva el Padre, Regina, ya no tendremos que vender más las muñecas. Las
haremos para nosotras, para quedarnos con ellas. (pausa) Tal vez ya no
tendremos tiempo para hacer muñecas de trapo, la cretona es trapo también como
decía Martha cuando encontrábamos una tela que raspaba la cara: todo lo que no
es rico es trapo: y el Padre siempre está vestido de trapo: el peor trapo de
todos porque es duro: decía siempre Martha cuando el Padre se despedía de
nosotras los días que no iba a La Gabriela. Pero tócale el pecho Juana, seda. Y
como yo no alcanzaba con la cara el pecho tan alto del Padre, al abrazarlo me
quedaba confundida: la mitad de la cara trapo y la otra mitad seda.
R.– Cuando no
iba a la Gabriela el Padre se vestía de kaki, Juana; los otros días de lino.
(pausa) ¿No te lo dijo nunca Martha?
Juana.– No,
Martha nunca me decía el nombre de los trapos.
R.– ¿Y cómo
sabes el de la cretona entonces?
Juana.– Isabel.
La noche anterior no había venido a cambiarnos para dormir y tampoco vino en la
mañana a arreglarnos para el desayuno.
Cuando el Padre
se sentó a la mesa y preguntó por nosotras, alguien le dijo que estábamos en el
cuarto porque Isabel no había vuelto todavía y que había pasado toda la noche
afuera. Cuando el Padre fue a buscarnos aún teníamos puestos los camisones. No
ha venido Isabel, dijimos. El Padre contestó simplemente, y creo que casi
riéndose: los carnavales, hijas, los carnavales. Ya el Padre había salido para
la Gabriela cuando llegó Isabel y yo la oí que cantaba algo mientras nos
vestía. Cuando me tomó en los brazos para bajarme de la cama y ponerme sobre el
taburete y comenzar a vestirme, sentí en todo el cuerpo su traje áspero. Le
dije: estás vestida de trapo Isabel, pero ella me contestó: de cretona, niña,
de cretona floreada. Yo la palpé toda, con las manos abiertas, buscando las
flores, pero no las encontré.
M.– A mí nunca
me has preguntado nada Juana.
R.– Cómo te iba
a preguntar si nunca te quedabas con ella.
M.– Para mí fue
más difícil verla crecer: era casi un martirio.
R.– Hubo muchas
noches que llegué a pensar que no la querías.
M.– Que no la
quería (pausa) Qué sabes tú. Para mí todo fue muy sencillo: le dabas el cariño
que te sobraba, tal vez con lástima.
R.– Con lástima
no. ¿Lástima a ella que fue siempre lo más importante en la vida del Padre?
Lástima a ella que con el solo tacto de sus dedos abatía toda la reciedumbre y
fortaleza del Padre, que era más que un hombre: era una raza. Lástima a ella
por quien el Padre esperaba a que todos en la casa estuvieran dormidos para
llegar en silencio hasta el cuarto y pasar la noche entera frente a su cama
mirándola fijamente, tratando de adivinar, con una angustia que nadie le vio
jamás, que nadie siquiera fue capaz de sospechar que el Padre pudiera sentir,
tratando de adivinar si ella dormía, o estaba despierta, o si soñaba y cómo
serían sus sueños.
M.– Entonces
era envidia, fue por envidia que te dedicaste a cuidarla tanto.
R.– No por
envidia: quería que fuera igual a nosotras, eso es todo, que todas fuéramos
iguales para que el cariño del Padre nos cubriera a todas.
M.– ¿Y cuando
viste que era inútil, cuando comprendiste que nunca podría ser igual a
nosotras?
R.– Entonces
deseé tanto ser como ella.
Juana.– Es que,
sabes Regina, nunca, o casi nunca, fue necesario preguntar: el Padre parecía
siempre adivinar los nombres que no sabía, o las sensaciones para las que no
tenía palabras y él me buscaba las palabras para poder nombrarlo todo.
R.– Ahora
comprendo; ahora comprendo, Martha.
M.– Tú no
comprendes nada: tú no querías al Padre.
R.– No lo
quería, es cierto. yo quería a la Madre.
M.– La Madre
(pausa). La Madre no es ni siquiera un recuerdo. (pausa) ¿Cómo podías quererla?
R.– Es un
recuerdo. Un recuerdo que no dejó nadie, que nadie ha alentado nunca. Un
recuerdo que he creado yo; que he ido formando, penosamente muchas veces, con
los pedazos de recuerdos de las otras personas que la conocieron y que se han
empeñado en borrar, que dirigidas por el Padre se dieron a la minuciosa tarea
de desterrar de esta casa cualquier vestigio de la Madre (pausa). He registrado
cada gaveta, cada rincón, cada baúl, cada grieta de la casa, buscando a la
Madre para formar ni recuerdo (pausa).
Esperé por
muchos años una palabra de Isabel. pero nunca la dijo nunca mencionó a la
Madre.
Juana.– Sí, sí
la mencionó Regina cuando aquella vez se me dio por abrir las jaulas de los
pájaros para sentir cómo se escapaban, aleteando, entre mis dedos, y cuando el
Padre a la hora de la comida me preguntó: ¿quieres que vuelva a llenar las
jaulas de pajaritos Juana? y yo le contesté: No; esa noche Isabel se quedó un
largo rato conmigo, sentada en la sillita de mimbre, al lado de mi cama y de
pronto dijo: eres como tu madre, niña, igualita a tu madre.
R.– Sí, así
debe ser seguramente Juana.
M.– Es por eso
que la quieres, porque aún la madre, la única memoria que hay de la Madre en
esta casa le pertenece a ella.
R.– Sí la
quiero Martha (pausa). Tú, es cierto, le has enseñado los nombres de las cosas,
has guiado sus manos sobre todos los objetos de la casa pero sólo de esta casa.
Has limitado su vida, primero a toda la casa y luego a este solo cuarto donde
esperas que termine todo.
M.– ¿Qué otra
cosa podía hacer? Con la ida del Padre, ¿cómo podría protegerla en forma
diferente?
R.– Dejándola
vivir.
M.–. Vivir,
vivir. (Pausa). No recuerdas acaso cuando estábamos vivas, como tú dices: no
recuerdas los regresos a la casa, los inesperados regresos que a ti te ponían
furiosa, si acabamos de llegar, por qué quieres volver tan pronto, decías; y yo
no podía hablar porque el llanto se tragaba las palabras; alguien, como
siempre, acababa de preguntarme con maldad, siempre con maldad, y tu hermana la
menor, ¿por qué no la trajeron? Y tú pretendes que yo deje que la maldad de la
gente la mate.
R.– Digo:
dejarla que ella viva. No amarrándola a este engaño, a esta mentira que un día
se te va a volver real; que ya se te está volviendo real; y eso es lo que me da
miedo.
M.– Ojalá;
ojalá; así ya no será necesario el esfuerzo de insistir en la vuelta del Padre
todos los días para que no se olvide nunca; coser estas muñecas y hacer que
Pablo las recoja cada semana para justificar esta espera mientras se termina de
vaciar la casa, de empeñar o de vender la última cuchara, el último vestido, la
última lámpara…
R.– Y entonces
qué: ¿entonces qué Martha?
M.– Entonces
sabremos.
R.– Sabremos
qué: que habrán acabado con su vida y con la tuya. Yo no cuento. Son ustedes
dos; eres tú quien la está empujando, por amor, tal vez, no sé, ya no estoy
segura, a una oscuridad más tremenda que la suya. Su oscuridad es suficiente
luz para ella. Martha: no la acabes de cegar con tus propios ojos.
M.– ¡No lo
digas! ¡No lo digas! ¡No lo digas!
Juana.– Sí, sí
te he preguntado Regina. No cosas, ni olores, ni sensaciones, es cierto. Pero
sí te he preguntado: fuiste tú quien me enseñó mujer; me hacía poner los dedos
en la cabeza y recorrer las trenzas hasta las cintas anchas de tafetán y me
decías: mujer; y un día que Isabel me estaba bañando alargué las manos hasta
tocarle los hombros y la fui conociendo hasta la cintura. Le dije con tanto
asombro que no supo qué contestarme enseguida: cuántas mujeres eres tú Isabel.
Un rato después oí su voz, por primera vez triste, y como desorientada: niña,
qué vamos a hacer contigo, niña, sin tu madre.
M.– Qué otra
cosa puedo hacer, Regina; es como una niña pequeña.
R.– Contra ella
nada.
M.– Todo lo que
hagamos será contra ella.
R.– ¿Acaso no
es peor lo que estamos haciendo, lo que te estoy ayudando a hacer?
M.– Mantenerla
viva es lo que estamos haciendo.
R.– No, no la
estamos manteniendo viva Martha: la estamos condenando.
M.– ¿Condenando
a qué?
R.– A la peor
de las muertes.
M.– La estamos
salvando de la crueldad. Juana no conocerá la crueldad.
R.– Lo que
estamos haciendo es más cruel: cuando se derrumbe este mundo irreal que has
creado alrededor de ella, que habrá de derrumbarse, Martha, será incapaz de
resistir la realidad y la habrás matado en la forma más cruel.
M.– No se
derrumbará.
R.– Se está
derrumbando ya, y tú lo sabes.
M.– Yo lo
mantendré. De alguna manera lo mantendré.
R.– Cómo?
M.– No sé,
ahora no sé, pero lo mantendré. No lo sabía cuando lo decidí, pero hemos vivido
todos estos años en la forma que escogí. Lo he mantenido hasta ahora y lo
seguiré manteniendo.
R.– No hemos
vivido: nos hemos estado muriendo. (pausa) – Y eso es lo que me aterra: ella es
la más joven. ¿Qué va a pasar después?
M.– Nada: para
ella no habrá después.
R.– ¡Martha!
M.– Para ella
no habrá después.
Regina, que ha
estado cambiando de sitio las jaulas vacías, sin propósito alguno, mientras
habla con Martha, se vuelve sorprendida al decir “¡Martha!”. No ha sido un
grito, es como un gemido animal. Como algo que se sabía desde hace mucho tiempo
pero que no se ha aceptado, algo que se sabe irremediable, que no se puede
cambiar pero que, sin embargo, se va a tratar de impedir aunque todo lo que se
haga será inútil. Regina repite una y otra vez “Martha, Martha, Martha”, como
pidiendo una explicación, como haciendo una pregunta cuya respuesta se conoce
demasiado bien, pero que voluntariamente no quiere aceptarse. Regina se aferra
tercamente al nombre de su hermana y lo repite como tendiendo una barrera
protectora, como tratando de detener a Martha, que está quieta en su mecedora,
mirando inexpresivamente a Regina, con las manos inmóviles sobre una muñeca a
medio hacer que descansa en sus piernas.
Regina, sin
dejar de mirar a Martha y sin dejar de repetir su nombre, se acerca a Juana, la
toma por los hombros y la levanta con gran ternura mientras le dice en voz muy
baja, inaudible para Martha:
R.– Ven, Juana,
ven conmigo: vamos a abrir la ventana paraque veas el mar: tú puedes verlo,
sólo tú puedes verlo: solamente tú tienes ojos para verlo: tú y las muñecas.
Martha se pone
de pie, camina hasta la mesa y se detiene en el sitio donde ha estado sentada
Juana durante toda la acción. Regina lleva a Juana hasta el fondo de la
habitación y la empuja suavemente hacia el ventanal.
R.– Abre la
ventana, ábrela Juana.
Juana,
vacilante, a tientas, como una ciega, recorre con las manos las platinas, los
postigos, siguiendo el tacto, llega hasta los candados al extremo derecho del
gran ventanal, y sin ningún esfuerzo los abre, los desengancha de las aldabas y
los deja caer en el suelo. Al abrir el ventanal, sin que realmente se vea la
acción de abrirla, simplemente el movimiento sugerido, la imagen desaparece de
la pantalla y ésta se queda totalmente blanca unos instantes mientras irrumpe,
tremendo, el sonido del mar, del viento. La pantalla se oscurece. Al regresar
la imagen el escenario es el mismo, pero ahora, al recorrer la cámara las caras
de las muñecas, éstas tienen ojos: unos ojos inmensos y redondos y en todas las
jaulas hay pájaros. Martha y Regina están en los mismos sitios, solamente Juana
ha desaparecido.
Se abre una de
las puertas y entra Pablo. Regina viene hacia él desde el fondo de la
habitación: el ventanal está abierto de par en par.
R.– Ahora sí
podrás vender las muñecas: todas tienen ojos.
Martha, sin ver
a Pablo, sin oír a Regina, toma en sus manos la muñeca que Juana acaba de
terminar y ve los dos ojos inmensos y redondos: la sostiene frente a ella y con
los dedos de la mano derecha comienza un movimiento como tratando de borrarle
los ojos a la muñeca. Continuando con este movimiento se sienta en el sitio que
ha ocupado Juana, de espaldas a la cámara, a Regina y a Pablo. Sigue este
movimiento hasta que se disuelve la imagen. Juana es quizás joven: las otras
mujeres no tienen edad que pueda nombrarse exactamente: el tiempo se ha
detenido alrededor y dentro de ellas.
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