martes, 19 de marzo de 2024

Las muñecas que hace Juana no tienen ojos

Álvaro Cepeda Samudio

 

La sala es una sala antigua de una casa antigua. En el centro una mesa larguísima que se extiende casi hasta el gran ventanal que forma el fondo de la habitación. Este ventanal es de hojas gruesas y pesadas y está cerrado, hace muchos años, con dos largas y anchas platinas de hierro aseguradas en los extremos con candados inmensos que nadie ha abierto nunca. Este ventanal da al mar.

La mitad de la pared de la derecha está ocupada por un altar de madera. Los nichos, donde deberían estar las imágenes, están apretujados de muñecas.

A la izquierda hay dos puertas: una hacia el fondo, cerca del ventanal, y la otra en el extremo opuesto. El espacio entre las dos puertas está ocupado por una vitrina en cuyos entrepaños hay retazos de tela de todos los colores; ovillos de hilo, madejas de lana y canastas de costura, y un armario ancho sobre el cual hay colocada una lámpara antigua de cristal. Este es el único adorno de la sala.

Todos los espacios libres de las paredes están ocupados por jaulas de madera y alambre delgado. Las jaulas están vacías.

La sala, que hace mucho tiempo debió estar amoblada, está ahora también casi vacía. Dos o tres mecedoras y dos o tres sillas cerca de la mesa grande.

Sobre la mesa se amontonan pedazos de tela y muñecas, muchas muñecas. Hay muñecas por todas partes. Pero no tiradas de cualquier manera sino cuidadosamente colocadas: en nítidos montones, o sentadas, o recostadas o paradas.

Las muñecas son de trapo, cosidas a mano, hechas de retazos de telas de colores y calidades diferentes. Pero las cabezas son todas iguales: el pelo hecho de flecos de lana amarilla y las caras aplanadas de cretona floreada: sobre la cretona están bordadas las bocas y los puntos rectos de las narices, pero ninguna tiene ojos.

Al comenzar el diálogo, Juana, que tiene el pelo rubio y largo, amarrado en un grueso moño sobre la nuca, está de espaldas a la cámara, sentada en el extremo inmediato de la mesa y trabaja atentamente formando una cabeza de muñeca.

De las otras dos mujeres una está cosiendo una cabeza al cuerpo de una muñeca y la otra está ordenando muñecas terminadas sobre un pliego de papel grueso de envolver haciendo un paquete de muñecas.

Juana es quizás joven: las otras mujeres no tienen edad que pueda nombrarse exactamente: el tiempo se ha detenido alrededor y dentro de ellas.

A Juana no se le ve nunca de frente, siempre de espaldas: no tiene ojos.

M.– ¿Cuántas mandamos esta vez? (Envolviendo las muñecas).

R.– ¿Acaso importa? (Enhebrando una aguja).

M.– Una docena? ¿O más?

R.– Una o mil: es igual (termina de enhebrar, hace nudo).

M.– Vamos a mandar una docena, así el paquete no es muy grande y Pablo tendrá más voluntad de venderlas. (Acaba de envolver el papel).

Juana.– Pablo tiene voluntad. No importa lo grande del paquete: siempre las vende.

R.– ¿Las vende? (muy bajo, cosiendo).

Juana.– (para de moverse) Sí, las vende (pausa) no sé cómo hace, realmente no sé cómo hace, pero siempre las vende. No he llevado la cuenta pero debe haber vendido miles. Siempre me digo: voy a comenzar a llevar la cuenta de las muñecas que hacemos; por ninguna razón especial, ¿saben?, por curiosidad, por pensar en algo, para llevar la cuenta de algo, pero me olvido. Comienzo con mucho cuidado y llego a contar seis o siete: pero luego, cuando enhebro la lana los dedos van perdiendo la memoria: es tan suave la lana; cuento perfectamente la cretona: es áspera: pero en cuanto me dedico a enhebrar la lana me distraigo y pierdo la cuenta (Martha va con el paquete a la estantería.) (Pausa) ¿Tú llevas la cuenta Martha?

M.– No Juana: ¿para qué? (se vuelve).

Juana.– Verdad: ¿para qué? pero Pablo si debe llevar la cuenta: ¿No crees?

R.- Pablo sí, y yo: yo también llevo la cuenta. La he llevado todo este tiempo y la voy a seguir llevando. Aunque no sé para qué, no sé para qué. Martha también debería llevarla.

Juana.– No creo que sea necesario: Pablo no nos va a engañar.

R.– No es por Pablo, es por nosotras. Para no engañarnos nosotras mismas.

Juana.– ¿Engañarnos nosotras? ¿Engañarnos cómo?

R.– Como nos hemos estado engañando todos estos años. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años Martha?

M.– No sé Regina, no sé. No importa, eso no importa. (Pausa) Creo que con una docena es suficiente.

R.– Una o mil: cualquier cantidad es suficiente. ¿Cuándo va a ser suficiente Martha? ¿Cuándo?

M.– No sé, Regina: no me preguntes lo que tu deberías saber ya.

R.– Es por eso que te pregunto: porque no lo sé. Porque no sé para qué continuamos (pausa). Es tan inútil como querer clausurar el mar con esos pobres candados: está ahí Martha, está ahí.

Juana.– Sí: yo lo siento. No ahora, es cierto, es cierto, pero hay algunos días cuando lo siento y creo oír la voz del Padre cuando trataba de explicármelo, de decirme cómo era. Hoy está bravo Juana, ¿lo oyes? Cuando el viento lo molesta, ¿el viento sí sabes ya cómo es Juana?, cuando el viento le echa encima toda la tierra de los barrancos se pone bravo y quiere romper el malecón y meterse entre la casa. (pausa). El padre. Siempre me explicaba todas las cosas el padre.

M.– Yo también te he explicado muchas cosas Juana.

R.– Pero no todas Martha. No le has explicado todas: no le has explicado lo más importante: lo que he estado esperando todos estos años que le digas.

Juana.– No hay nada que Martha no me haya explicado. Cuando el Padre tenía que irse a La Gabriela, ¿recuerdas?, y nos dejaba solas con Isabel, ¡pobre Isabel que no podía con nosotras! Martha me enseñaba montones de cosas; siempre cosas, porque los ruidos, los ruidos y los olores, me los decía el Padre. Algunas veces, casi siempre, ¿verdad Martha?, me confundía toda y los nombres se me volvían un enredo porque tú querías que aprendiera todo a la vez y todo en desorden. Pero con las telas eras diferente: siempre te gustaron las telas, Martha.

M.– Sí, siempre me gustaron.

Juana.– Cuando Isabel nos vestía para dormir; ¿dormir?, aunque el Padre ha pasado horas y horas tratando de explicármelo, no lo he comprendido nunca bien. Aún no lo comprendo. Bueno. Cuando Isabel nos ponía los camisones y el cuarto comenzaba a llenarse de aquel olor que el Padre decía: los playones Juana, están eructando los playones: te venías a mi cama y me decías: toca Juana toca, madapolán. Me envolvías en el toldillo y me decías: punto, Juana, esto es punto: está lleno de hoyitos. (pausa). Otras veces me llevabas al cuarto de los baúles, que olía a guardado, como decía el Padre, a guardado y a bolitas; las bolitas olorosas aquellas que una vez guardé con las otras que el Padre nos traía y se fueron poniendo chiquitas y más chiquitas y un día ya no estaban. Yo las tocaba todos los días y los dedos me quedaban impregnados del olor largo rato, hasta que Isabel me encontraba y me llevaba a lavar las manos, diciendo siempre: niña, hueles otra vez a escaparate. Me llevabas a ese cuarto y me acercabas a la cara un puñado de tela suave más suave que la lana, que me gustaba mucho; y me decías: charmé, Juana, ¿verdad que es rico? Y luego me hacías tocar un bulto redondo y me decías: este lado es raso, chilla, y este terciopelo, pero es más rico el charmé, ¿verdad Juana?

Algunas veces, cuando me dejaban sola con Isabel y el Padre y dejaba de oírles por mucho tiempo, antes de que esto sucediera, siempre me buscabas y me abrazabas, lo hacías a propósito, para que yo entendiera que ibas a alguna parte, y me decías: organdí, pica, pica mucho, pero es lindo, o antes de que Isabel me llevara, invariablemente, a la sala grande y pusiera los discos en la vitrola porque “nosotras también vamos a tener baile esta noche niña”, me tomabas las manos y me las frotabas sobre tu cuerpo diciéndome: satín, Juana, satín: estoy contenta; tú también, ¿verdad?

M.– Hace tanto tiempo eso.

R.– Pero no tanto como para olvidarlo definitivamente. Para olvidar que una vez fuimos seres humanos. Que hubiéramos podido ser felices. Que todavía podríamos serlo si tuviéramos el coraje de intentarlo.

M.– ¿Intentar qué Regina?

R.– Ser felices otra vez.

M.– ¿Otra vez? ¿En qué hemos sido felices alguna vez?

R.– Antes de la huelga: antes de que el odio acabara con esta casa. Antes de que tú, y solamente tú, porque todo se hubiera podido arreglar de otra manera: sí, de otra manera: decidieras que para este apellido todo había terminado: que a nosotras también nos habían matado: que debíamos pagar con nuestra vida una culpa que no tenemos. (pausa) Es demasiado gratuito este sacrificio Martha.

M.– No es un sacrificio: es nuestro deber.

R.– ¿Deber? Nuestro deber esperar la muerte entre estas cuatro paredes mientras allí está el mar, allí mismo, detrás de esa ventana endeble que tú has querido convertir en una tapia de acero que no se puede traspasar, en un símbolo de orgullo idiota, que debió acabarse con el Padre.

M.– Cuando vuelva el Padre…

R.– No Martha, tú no, tú no.

Juana.– Cuando vuelva el Padre él abrirá la ventana Regina, sólo él tiene las llaves.

R.– No Martha, tú no tienes derecho a creerlo. Juana está bien. Pero tú no. ¿O es que de tanto repetirlo, de tanto mantener ese engaño has llegado a creerlo también? No puede ser Martha: yo no lo acepto; ¿me entiendes? no lo acepto Martha. (pausa) Mírame, o es que tú tampoco tienes…

M.– ¡Regina!

R.– Regina, yo soy Regina, Martha, no Juana.

M.– Ya Regina, ya. ¿No es suficiente?

R.– Yo lo acepté Martha: lo he aceptado sin protestas, sin discutir tu decisión aunque no estuve de acuerdo, aunque no estoy aún de acuerdo, porque siempre pensé que si tú lo hacías, si tú decidías encerrarte dentro de este mundo absurdo, irreal, tú que de las tres eras la única que con una sola palabra hubieras podido libertarte de la promesa que le hiciste al Padre, que todavía puedes hacerlo porque Pablo esperará siempre esa palabra que ahora sé que no habrás de pronunciar nunca, lo acepté porque creí que era por amor a los dos. No sólo a Juana, sino a los dos (pausa). Pero no para perpetuar el odio del Padre.

M.– Cállate Regina, cállate ya.

Juana.– No la regañes Martha. (pausa) Siempre te pones así cuando hay que mandar muñecas, Regina. A mí me pasa lo mismo: me duele un poco separarme de ellas. Sabes, nunca te lo he dicho pero les pongo nombres, los nombres de nosotras y el de Isabel, y cuando llega Pablo por ellas es como si nos separaran, como si nos llevara y nos repartiera entre esas gentes que no conocemos y que las compran y que no sabemos que hacen con ellas: si las tratan bien y las cuidan como las cuidamos nosotras: saber eso me alegraría; o si las dejan tiradas en un rincón y no se acuerdan de ellas, o las abandonan a sol y lluvia y las destrozan: imaginar eso me entristece, me da ese vacío en el estómago y esa falta de aire en la garganta: tristeza, como decía el Padre, eso es tristeza, Juana. (pausa) Yo sé Regina: yo te entiendo. Martha no. Ella se preocupa por otras cosas. Por eso te grita. (pausa) Como cuando decidió que había que vender los santos del altar y tú ibas llenando de muñecas los sitios donde estaban a medida que Pablo se los iba llevando, para que siquiera esas muñecas se quedaran con nosotras.

R.– Así Juana: la casa está llena de muñecas que se quedarán para siempre con nosotras.

Juana.– Eso te gusta, ¿verdad Regina?

R.– Sí.

Juana.– Cuando vuelva el Padre, Regina, ya no tendremos que vender más las muñecas. Las haremos para nosotras, para quedarnos con ellas. (pausa) Tal vez ya no tendremos tiempo para hacer muñecas de trapo, la cretona es trapo también como decía Martha cuando encontrábamos una tela que raspaba la cara: todo lo que no es rico es trapo: y el Padre siempre está vestido de trapo: el peor trapo de todos porque es duro: decía siempre Martha cuando el Padre se despedía de nosotras los días que no iba a La Gabriela. Pero tócale el pecho Juana, seda. Y como yo no alcanzaba con la cara el pecho tan alto del Padre, al abrazarlo me quedaba confundida: la mitad de la cara trapo y la otra mitad seda.

R.– Cuando no iba a la Gabriela el Padre se vestía de kaki, Juana; los otros días de lino. (pausa) ¿No te lo dijo nunca Martha?

Juana.– No, Martha nunca me decía el nombre de los trapos.

R.– ¿Y cómo sabes el de la cretona entonces?

Juana.– Isabel. La noche anterior no había venido a cambiarnos para dormir y tampoco vino en la mañana a arreglarnos para el desayuno.

Cuando el Padre se sentó a la mesa y preguntó por nosotras, alguien le dijo que estábamos en el cuarto porque Isabel no había vuelto todavía y que había pasado toda la noche afuera. Cuando el Padre fue a buscarnos aún teníamos puestos los camisones. No ha venido Isabel, dijimos. El Padre contestó simplemente, y creo que casi riéndose: los carnavales, hijas, los carnavales. Ya el Padre había salido para la Gabriela cuando llegó Isabel y yo la oí que cantaba algo mientras nos vestía. Cuando me tomó en los brazos para bajarme de la cama y ponerme sobre el taburete y comenzar a vestirme, sentí en todo el cuerpo su traje áspero. Le dije: estás vestida de trapo Isabel, pero ella me contestó: de cretona, niña, de cretona floreada. Yo la palpé toda, con las manos abiertas, buscando las flores, pero no las encontré.

M.– A mí nunca me has preguntado nada Juana.

R.– Cómo te iba a preguntar si nunca te quedabas con ella.

M.– Para mí fue más difícil verla crecer: era casi un martirio.

R.– Hubo muchas noches que llegué a pensar que no la querías.

M.– Que no la quería (pausa) Qué sabes tú. Para mí todo fue muy sencillo: le dabas el cariño que te sobraba, tal vez con lástima.

R.– Con lástima no. ¿Lástima a ella que fue siempre lo más importante en la vida del Padre? Lástima a ella que con el solo tacto de sus dedos abatía toda la reciedumbre y fortaleza del Padre, que era más que un hombre: era una raza. Lástima a ella por quien el Padre esperaba a que todos en la casa estuvieran dormidos para llegar en silencio hasta el cuarto y pasar la noche entera frente a su cama mirándola fijamente, tratando de adivinar, con una angustia que nadie le vio jamás, que nadie siquiera fue capaz de sospechar que el Padre pudiera sentir, tratando de adivinar si ella dormía, o estaba despierta, o si soñaba y cómo serían sus sueños.

M.– Entonces era envidia, fue por envidia que te dedicaste a cuidarla tanto.

R.– No por envidia: quería que fuera igual a nosotras, eso es todo, que todas fuéramos iguales para que el cariño del Padre nos cubriera a todas.

M.– ¿Y cuando viste que era inútil, cuando comprendiste que nunca podría ser igual a nosotras?

R.– Entonces deseé tanto ser como ella.

Juana.– Es que, sabes Regina, nunca, o casi nunca, fue necesario preguntar: el Padre parecía siempre adivinar los nombres que no sabía, o las sensaciones para las que no tenía palabras y él me buscaba las palabras para poder nombrarlo todo.

R.– Ahora comprendo; ahora comprendo, Martha.

M.– Tú no comprendes nada: tú no querías al Padre.

R.– No lo quería, es cierto. yo quería a la Madre.

M.– La Madre (pausa). La Madre no es ni siquiera un recuerdo. (pausa) ¿Cómo podías quererla?

R.– Es un recuerdo. Un recuerdo que no dejó nadie, que nadie ha alentado nunca. Un recuerdo que he creado yo; que he ido formando, penosamente muchas veces, con los pedazos de recuerdos de las otras personas que la conocieron y que se han empeñado en borrar, que dirigidas por el Padre se dieron a la minuciosa tarea de desterrar de esta casa cualquier vestigio de la Madre (pausa). He registrado cada gaveta, cada rincón, cada baúl, cada grieta de la casa, buscando a la Madre para formar ni recuerdo (pausa).

Esperé por muchos años una palabra de Isabel. pero nunca la dijo nunca mencionó a la Madre.

Juana.– Sí, sí la mencionó Regina cuando aquella vez se me dio por abrir las jaulas de los pájaros para sentir cómo se escapaban, aleteando, entre mis dedos, y cuando el Padre a la hora de la comida me preguntó: ¿quieres que vuelva a llenar las jaulas de pajaritos Juana? y yo le contesté: No; esa noche Isabel se quedó un largo rato conmigo, sentada en la sillita de mimbre, al lado de mi cama y de pronto dijo: eres como tu madre, niña, igualita a tu madre.

R.– Sí, así debe ser seguramente Juana.

M.– Es por eso que la quieres, porque aún la madre, la única memoria que hay de la Madre en esta casa le pertenece a ella.

R.– Sí la quiero Martha (pausa). Tú, es cierto, le has enseñado los nombres de las cosas, has guiado sus manos sobre todos los objetos de la casa pero sólo de esta casa. Has limitado su vida, primero a toda la casa y luego a este solo cuarto donde esperas que termine todo.

M.– ¿Qué otra cosa podía hacer? Con la ida del Padre, ¿cómo podría protegerla en forma diferente?

R.– Dejándola vivir.

M.–. Vivir, vivir. (Pausa). No recuerdas acaso cuando estábamos vivas, como tú dices: no recuerdas los regresos a la casa, los inesperados regresos que a ti te ponían furiosa, si acabamos de llegar, por qué quieres volver tan pronto, decías; y yo no podía hablar porque el llanto se tragaba las palabras; alguien, como siempre, acababa de preguntarme con maldad, siempre con maldad, y tu hermana la menor, ¿por qué no la trajeron? Y tú pretendes que yo deje que la maldad de la gente la mate.

R.– Digo: dejarla que ella viva. No amarrándola a este engaño, a esta mentira que un día se te va a volver real; que ya se te está volviendo real; y eso es lo que me da miedo.

M.– Ojalá; ojalá; así ya no será necesario el esfuerzo de insistir en la vuelta del Padre todos los días para que no se olvide nunca; coser estas muñecas y hacer que Pablo las recoja cada semana para justificar esta espera mientras se termina de vaciar la casa, de empeñar o de vender la última cuchara, el último vestido, la última lámpara…

R.– Y entonces qué: ¿entonces qué Martha?

M.– Entonces sabremos.

R.– Sabremos qué: que habrán acabado con su vida y con la tuya. Yo no cuento. Son ustedes dos; eres tú quien la está empujando, por amor, tal vez, no sé, ya no estoy segura, a una oscuridad más tremenda que la suya. Su oscuridad es suficiente luz para ella. Martha: no la acabes de cegar con tus propios ojos.

M.– ¡No lo digas! ¡No lo digas! ¡No lo digas!

Juana.– Sí, sí te he preguntado Regina. No cosas, ni olores, ni sensaciones, es cierto. Pero sí te he preguntado: fuiste tú quien me enseñó mujer; me hacía poner los dedos en la cabeza y recorrer las trenzas hasta las cintas anchas de tafetán y me decías: mujer; y un día que Isabel me estaba bañando alargué las manos hasta tocarle los hombros y la fui conociendo hasta la cintura. Le dije con tanto asombro que no supo qué contestarme enseguida: cuántas mujeres eres tú Isabel. Un rato después oí su voz, por primera vez triste, y como desorientada: niña, qué vamos a hacer contigo, niña, sin tu madre.

M.– Qué otra cosa puedo hacer, Regina; es como una niña pequeña.

R.– Contra ella nada.

M.– Todo lo que hagamos será contra ella.

R.– ¿Acaso no es peor lo que estamos haciendo, lo que te estoy ayudando a hacer?

M.– Mantenerla viva es lo que estamos haciendo.

R.– No, no la estamos manteniendo viva Martha: la estamos condenando.

M.– ¿Condenando a qué?

R.– A la peor de las muertes.

M.– La estamos salvando de la crueldad. Juana no conocerá la crueldad.

R.– Lo que estamos haciendo es más cruel: cuando se derrumbe este mundo irreal que has creado alrededor de ella, que habrá de derrumbarse, Martha, será incapaz de resistir la realidad y la habrás matado en la forma más cruel.

M.– No se derrumbará.

R.– Se está derrumbando ya, y tú lo sabes.

M.– Yo lo mantendré. De alguna manera lo mantendré.

R.– Cómo?

M.– No sé, ahora no sé, pero lo mantendré. No lo sabía cuando lo decidí, pero hemos vivido todos estos años en la forma que escogí. Lo he mantenido hasta ahora y lo seguiré manteniendo.

R.– No hemos vivido: nos hemos estado muriendo. (pausa) – Y eso es lo que me aterra: ella es la más joven. ¿Qué va a pasar después?

M.– Nada: para ella no habrá después.

R.– ¡Martha!

M.– Para ella no habrá después.

Regina, que ha estado cambiando de sitio las jaulas vacías, sin propósito alguno, mientras habla con Martha, se vuelve sorprendida al decir “¡Martha!”. No ha sido un grito, es como un gemido animal. Como algo que se sabía desde hace mucho tiempo pero que no se ha aceptado, algo que se sabe irremediable, que no se puede cambiar pero que, sin embargo, se va a tratar de impedir aunque todo lo que se haga será inútil. Regina repite una y otra vez “Martha, Martha, Martha”, como pidiendo una explicación, como haciendo una pregunta cuya respuesta se conoce demasiado bien, pero que voluntariamente no quiere aceptarse. Regina se aferra tercamente al nombre de su hermana y lo repite como tendiendo una barrera protectora, como tratando de detener a Martha, que está quieta en su mecedora, mirando inexpresivamente a Regina, con las manos inmóviles sobre una muñeca a medio hacer que descansa en sus piernas.

Regina, sin dejar de mirar a Martha y sin dejar de repetir su nombre, se acerca a Juana, la toma por los hombros y la levanta con gran ternura mientras le dice en voz muy baja, inaudible para Martha:

R.– Ven, Juana, ven conmigo: vamos a abrir la ventana paraque veas el mar: tú puedes verlo, sólo tú puedes verlo: solamente tú tienes ojos para verlo: tú y las muñecas.

Martha se pone de pie, camina hasta la mesa y se detiene en el sitio donde ha estado sentada Juana durante toda la acción. Regina lleva a Juana hasta el fondo de la habitación y la empuja suavemente hacia el ventanal.

R.– Abre la ventana, ábrela Juana.

Juana, vacilante, a tientas, como una ciega, recorre con las manos las platinas, los postigos, siguiendo el tacto, llega hasta los candados al extremo derecho del gran ventanal, y sin ningún esfuerzo los abre, los desengancha de las aldabas y los deja caer en el suelo. Al abrir el ventanal, sin que realmente se vea la acción de abrirla, simplemente el movimiento sugerido, la imagen desaparece de la pantalla y ésta se queda totalmente blanca unos instantes mientras irrumpe, tremendo, el sonido del mar, del viento. La pantalla se oscurece. Al regresar la imagen el escenario es el mismo, pero ahora, al recorrer la cámara las caras de las muñecas, éstas tienen ojos: unos ojos inmensos y redondos y en todas las jaulas hay pájaros. Martha y Regina están en los mismos sitios, solamente Juana ha desaparecido.

Se abre una de las puertas y entra Pablo. Regina viene hacia él desde el fondo de la habitación: el ventanal está abierto de par en par.

R.– Ahora sí podrás vender las muñecas: todas tienen ojos.

Martha, sin ver a Pablo, sin oír a Regina, toma en sus manos la muñeca que Juana acaba de terminar y ve los dos ojos inmensos y redondos: la sostiene frente a ella y con los dedos de la mano derecha comienza un movimiento como tratando de borrarle los ojos a la muñeca. Continuando con este movimiento se sienta en el sitio que ha ocupado Juana, de espaldas a la cámara, a Regina y a Pablo. Sigue este movimiento hasta que se disuelve la imagen. Juana es quizás joven: las otras mujeres no tienen edad que pueda nombrarse exactamente: el tiempo se ha detenido alrededor y dentro de ellas.

 

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