José Ángel Barrueco
El niño actor hizo su
mutis en el escenario. Mientras desarrollaba su personaje, las adversidades
fueron venciéndolo con su equipaje de guerras, sueños frustrados, enfermedades,
aventuras imposibles y amores perdidos como una gota de aceite en el océano.
Los miembros del público, dioses de la farsa, recompensaban alguna de sus
hazañas y castigaban otras. Al término del drama, el hombre, viejo y devastado
por el tiempo, se alejó de escena hacia el proscenio, donde una luz reclamaba
su retirada. Llevaba en su recuerdo la rosa de algún aplauso y la víscera del
corazón como un libro herido por la firma de otra actriz, y estas dos certezas
bastaron para que la obra mereciese la pena.
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