Eduardo Goligorsky
Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados
y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición
en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna
encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas.
El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado
y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas
figuritas encerradas en un bloque plástico y trasparente que últimamente se veían
en las vidrieras.
Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos
hacía sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella
eran producto de la imaginación de Fermín.
–¡Dejate de embromar! –se reía la Rufina cada vez que él mencionaba
el tema.
–Qué voy a hacer con esos ruidos mientras duermo. Vos sí que
roncaste anoche. No pude pegar un ojo.
Pero claro que la Rufina chasqueaba la lengua en sueños, como
ahora mismo, mientras él se volvía otra vez en la cama pensando que su hombro entumecido
era la causa del insomnio.
Ese día había sido como todos los otros de trabajo agotador
en el molino harinero. Las bolsas parecían haberle pesado más sobre las espaldas,
como si una columna de aire denso y caliente se hubiera añadido a la carga habitual.
Y no había ocurrido nada que pudiese preocuparle. A la tarde pasó por el café, antes
de volver a la casa, y discutió con los muchachos, pero sin ponerse nervioso ni
entusiasmarse demasiado. Que cómo formaría San Lorenzo el domingo; que si la última
carta del Hombre era auténtica, que si había noticias de Roque, que estaba preso
por la pateadura que le pegó a su mujer cuando la encontró en el centro, muy agarrada
del brazo de otro tipo. Bah, macanas.
Pero ahora no podía dormir.
La transpiración le chorreaba por todo el cuerpo. Un mosquito
pasó zumbando. Fermín esperó listo para pegarle un manotazo apenas sintiese el cosquilleo
de las patas sobre su piel. El mosquito se fue y a él ni siquiera le quedó ese desahogo.
Alguien tenía encendida la radio, y Fermín se entretuvo un momento tratando de descifrar
lo que cantaba esa voz gangosa. Se puso más nervioso cuando no entendió nada. El
cachorro de don Pedro empezó a ladrar. Al rato todos los perros del barrio estaban
aullando.
Dio otra vuelta en la cama y rozó sin querer la pierna desnuda
de la Rufina. Esta interrumpió un chasquido de la lengua, y Fermín pensó que al
fin y al cabo sería una suerte si ella se despertaba. Entonces tendría quien lo
acompañara en su insomnio. Pero la Rufina se separó de él y siguió durmiendo.
Carajo, se dijo Fermín, mañana voy a estar abombado cuando
vaya al galpón. Y si se me cae una bolsa y el capataz chilla me van a sobrar motivos
para perder el sueño.
A pesar de sus esfuerzos, Fermín Sosa siguió despierto. Porque
sin que él lo sospechara, el rayo estaba enfocado sobre su cuerpo.
Afuera todas las casitas tenían las luces apagadas. La radio
había enmudecido, y había cesado el coro de los perros. En el cielo sin luna, sobre
la cabeza insomne de Fermín Sosa, brillaban los infinitos cuerpos del espacio, cuyos
nombres él ignoraba. Apenas sabía algo acerca de la existencia de Marte, porque
era colorado, y se lo habían mostrado cuando era pibe, y le habían dicho que era
el planeta de la guerra, y en alguna revista había leído que tenía unos habitantes
muy raros; Y después estaba Venus, que brillaba mucho y tenía alguna relación con
el amor; y las Tres Marías, que eran tres; y la Cruz del Sur, que quién no la conocía.
Pero no lo habría creído si le hubieran dicho que más allá de los resplandores y
parpadeos que alcanzaba a ver las pocas veces que levantaba los ojos al cielo de
la noche, había otros mundos, otros planetas, otras estrellas, otras galaxias.
Fermín Sosa lo ignoraba, y sin embargo un rayo que se desplazaba
fuera del tiempo y del espacio, atravesando los abismos siderales desde una galaxia
que no aparecía en ningún mapa astronómico, había venido a posarse y a actuar sutil
y silenciosamente sobre un punto de su cuerpo, el cuerpo intrascendente de Fermín
Sosa.
La sala era espaciosa, y a través de la cúpula trasparente
se veía un límpido cielo amarillo, cerca de cuyo cenit flotaban dos satélites violetas.
En el centro de la sala había dos columnas negras, brillantes y lisas, sobre las
cuales estaban montadas dos esferas también negras, aparentemente del mismo material
que las columnas. Del interior de las esferas brotaban unas vibraciones tenues y
melodiosas.
–El rayo genético ha establecido contacto –anunció la vibración
que emergía de la primera esfera, cuyo ocupante tenía a su cargo el control del
proyector de radiaciones de la Sala Galáctica.
–¿Cómo reacciona el sujeto? –preguntó la vibración de la segunda
esfera, en la que se hallaba el operador de la computadora.
–Bien, sin cambios.
–Es interesante –comentó la vibración de la segunda esfera–
Por primera vez realizamos un experimento en el que no se han analizado previa y
exhaustivamente todos los factores. Y la presencia de esa incógnita, que sin embargo
es el elemento fundamental de la experiencia, me hace sentir… no sé… supongo que
son emociones que nuestros antepasados primitivos clasificaban como intranquilidad,
inseguridad, algo que ahora no podemos definir exactamente.
–Es cierto –respondió la vibración de la primera esfera– Intranquilidad…
inseguridad… es desconcertante y al mismo tiempo agradable.
–¿Qué sentirá ahora el sujeto?
–Probablemente nada. De acuerdo con las pruebas de laboratorio,
la radiación genética no provoca reacciones perceptibles.
–¿Pero podemos saber acaso si el sujeto reacciona como los
organismos artificiales de nuestros laboratorios?
–Todo lo que se refiere al sujeto es una incógnita. Aun así,
las computadoras demuestran que los organismos artificiales reproducen todas las
combinaciones posibles de materia viva.
–Nuestro primer contacto directo con un ser de otro planeta…
–dijo la vibración de la segunda esfera, y su ritmo se alteró brevemente en una
nota que para un oído humano habría sido un signo de emoción–. Un planeta acerca
del cual no sabemos nada.
–Sabemos, por lo menos, que allí hay una forma superior de
vida, inteligente y activa –replicó la vibración de la primera esfera–. Así lo demostraron
las computadoras después de analizar millones de mundos. Y la pantalla del proyector
indica que las radiaciones son absorbidas normalmente.
–De cualquier modo, mañana conoceremos los resultados.
–Sí, mañana –asintió la vibración de la primera esfera–. Pero
ese mañana nuestro equivale a treinta años en el planeta del sujeto. Un lapso suficiente
para que él procree y para que los poderes latentes de la célula irradiada se manifiesten
en su hijo. Esta criatura tendrá una inteligencia ilimitada, independiente del nivel
mental del sujeto padre. Será el adelantado de nuevos seres, y revelará a su mundo
todas las posibilidades de la ciencia y de la técnica. Entonces los elegidos elaborarán
instrumentos para responder a nuestro mensaje. Intercambiaremos experiencias y conocimientos,
y después… el gran salto para el encuentro de las civilizaciones.
–Todo eso mañana.
–Dentro de treinta años para ellos –insistió la vibración
de la primera esfera–. Nuestra pantalla mantendrá un enlace permanente, primero
con el sujeto, luego con la célula en marcha hacia la fecundación, y por fin con
el ser engendrado. Mientras la luz brille en la pantalla, sabremos que el proceso
sigue su marcha.
–Sólo nos queda esperar.
–Hubiese sido mejor tratar a una cantidad mayor de sujetos
–dijo la vibración de la segunda esfera–. Nos habríamos asegurado así mayores probabilidades
de éxito.
–Algún día eso será posible. Por ahora sólo contamos con un
proyector, capaz de modificar un solo organismo, y si fracasamos, pasarán diez días,
trescientos años para ese mundo, antes de que encontremos un nuevo sujeto.
Fermín Sosa ya se había resignado a no dormir esa noche. El
calor no cedía y el insomnio lo había puesto tan nervioso que le palpitaban las
sienes.
Se preguntó si faltaba mucho para que aclarase. Abrió bien
los ojos y escudriñó la esfera del despertador, cuyo tic-tac era cada vez más estridente.
La pintura luminosa se había gastado hacía mucho tiempo, y aunque algunos números
todavía parecían manchitas fosforescentes en la oscuridad, no pudo ver las agujas.
Dio media vuelta. Le molestaban las sábanas, empapadas de
sudor. Envidió a la Rufina, que dormía tan serenamente que ya ni siquiera chasqueaba
la lengua.
De pronto, sintió ganas de acariciar a la Rufina. Hacía dos
noches que no la abrazaba, recordó. Los últimos días había vuelto muy cansado del
trabajo, y por la mañana apenas si tenía tiempo de lavarse, tomar unos mates con
galleta y salir para el molino. Ahora, en cambio, a pesar del insomnio, un calorcito
familiar se le insinuaba en el bajo vientre.
Tosió un par de veces, para ver si la Rufina se despertaba.
Pero ella no abriría los ojos aunque la casa se viniera abajo.
Después se revolvió en la cama con fuerza, estirando intencionadamente
las piernas y los brazos y empujando a la Rufina. Ella chasqueó la lengua, como
si empezara a inquietarse. Pero siguió durmiendo.
Un hijo. Sin saber por qué, Fermín pensó que lo que deseaba
en ese momento no era un revolcón sin consecuencias, sino algo distinto, más sólido,
que se prolongase en un fruto. Que la Rufina quedase o no embarazada siempre había
sido para él una contingencia librada al destino, pero en ese instante la idea adquiría
un significado nuevo, solemne.
Fermín no estaba acostumbrado a luchar contra sus impulsos.
Cuando tendió la mano hacia la Rufina lo hizo con decisión, como si aquel fuese
un acto que podría cambiar su vida.
Sus dedos se cerraron sobre el hombro redondo, carnoso, y
deslizaron hacia abajo el camisón, al mismo tiempo que acariciaban la piel húmeda
y suave. Apoyó los labios sobre el cuello de la Rufina, aspiró el perfume tenue
del pelo e hizo un poco de presión con los dientes.
La Rufina se volvió instintivamente hacia él y lo abrazó.
Los dos cuerpos quedaron un momento en contacto, inmóviles, y al fin ella onduló
las caderas para indicar que esta vez sí se había despertado.
–La célula activada ha comenzado a desplazarse anunció la
vibración de la primera esfera– Entramos en la segunda parte del experimento. El
contacto se mantiene sin modificaciones en la pantalla.
Se quedaron abrazados.
–Vamos a tener un hijo, ¿sabés? –dijo Fermín.
–¿Cómo?
–Un hijo –insistió Fermín– Estoy seguro de que vamos a tener
un hijo.
–Dios te oiga –murmuró la Rufina.
Lo besó en la boca, con dulzura, y suspiró.
De pronto él sintió deseos de verla, de contemplar ese cuerpo
que pronto empezaría a combarse maravillosamente.
–Espera un momento –dijo.
Bajó de la cama, buscó a tientas los fósforos en la mesa de
luz, encendió uno, y lo acercó a la lámpara de queroseno que colgaba sobre la cabecera.
Al principio la claridad iluminó apenas la cara de Fermín
y una parte de la pared, pero luego fue creciendo con un brillo radiante, más y
más intenso, que se transformó al fin en la refulgencia de una bola de fuego enceguecedora.
–¡Fermín! –gritó la Rufina con los ojos desencajados, cubriéndose
el rostro con el antebrazo, sin atinar a moverse a pesar de que la lámpara chisporroteaba
sobre su cabeza–. ¡La lámpara va a estallar, Fermín! ¡Fermín!
Hubo una cascada de fuego que se volcó sobre la cama y sobre
la Rufina. Una llamarada brotó de la lámpara como de la boca de un cañón, desparramando
fragmentos de metal y de vidrio que acribillaron la cara de Fermín.
Chorreando sangre, él se abalanzó sobre el cuerpo que se retorcía
en el techo, envuelto en una monstruosa enredadera de fuego que estiraba sus llamas
hacia el cielo raso, deslizándose por las paredes de madera y cartón, restallando,
crepitando, rugiendo. Desde afuera llegaban gritos, pero ahora en el cuarto sólo
había silencio y fuego, y un olor acre y nauseabundo a carne quemada.
En un planeta que aún no figuraba en ninguna carta astronómica,
la luz de una pantalla osciló brevemente, y se apagó.
–Algo ha fallado –anunció la vibración de la primera esfera–.
La célula de la experiencia genética ya no existe.
–Quizás el mundo elegido no estaba preparado para recibir
al nuevo ser –comentó la vibración de la segunda esfera–. Esperaremos diez días
y veremos qué ocurre entonces.
De un diario de Buenos Aires:
…y el incendio se extendió en pocos minutos por las casas
de madera y cartón prensado de la villa de emergencia, dejando sin techo a 78 familias.
Las autoridades que investigan las causas del siniestro han
tomado declaración a numerosos testigos, y todo parece indicar que el fuego fue
provocado por el estallido de una lámpara de queroseno en el rancho ocupado por
Fermín Sosa, argentino, de 37 años, y su compañera Rufina Godoy, de 32 años. Los
moradores del rancho señalado como lugar de origen del incendio perecieron al no
poder escapar de la trampa mortal de las llamas.
No hubo otras víctimas,
pero se calcula que los daños materiales…
No hay comentarios:
Publicar un comentario