Emilia Pardo Bazán
Al
divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa
María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero
trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció,
y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.
Eran las torres “únicas” de aquella “única” iglesia
en que el sacristán le había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de
las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto
pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo
y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.
Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales
y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar
plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos
de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de
la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces,
porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades…
Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando
a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con
la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda
de la primera cara conocida… Una de esas caras inconfundibles, distintas de las
demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo…
Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos
que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos
son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron
los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad… Caras, caras… En algunas
caras se resume toda vida de hombre.
Y
el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento… Según avanzaba hacia el
centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto el barrio de las Fruterías,
veía la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle,
y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo.
Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte, registraba
los soportales, de siempre misteriosa penumbra… Los paletos devolvían con insolencia
la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le rio en sus narices,
provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero para depositar su maleta
de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:
–¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño?
¿Uno gordo, cano él?
–No, señor… Esto es fonda… y la dirige una bilbaína.
–Y don Saturio, ¿dónde anda?
–No le puedo decir al señor…
El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande,
puerilmente orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él
los andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho,
le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media horita en el café de las
Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre resonante estarivé, unas mozas pintorreadas,
de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante
perdedero… Y las caras revocadas de blanquete de las mozas –¡hacia dónde habrían
rodado ellas!– hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero… ¡Sí; le hubiesen
suscitado emoción pura, romántica!
Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio
escaparate… pero el vidrio, que antes dejaba ver las cabezas de los parroquianos
paladeando el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados
simétricamente, con el precio fijo en grandes cifras: “12.50; 7.95.” Al frente,
el rótulo: La Última Moda. Sombrerería.
El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca
de un café, que no podía faltar… Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo,
profuso en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que el humo del
tabaco empezaba a amortiguar.
–La mesa más cerca del vidrio…
Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando distraídamente
la tostada embebida de rancia manteca, el viajero esperaba… Era domingo; las amigas
campanas del Hinojo llamaban a misa; la gente no tenía más remedio que pasar por
allí; avizoraría las caras, cuando desfilasen ante él…
Advirtió al mozo:
–Al retirar el servicio del café, tráigame una botella
de Martel y una copa.
Sentía el cuerpo desazonado; la fría modorra de las
noches de tren entumecía sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo
en su estómago dispéptico… Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor y fatiga para
juntar un peto que le permitiese morir descansadamente donde había nacido… La felicidad
que se prometía estaba en aquel momento representada por las caras, las caras en
que iba a revivir la esperanza, la frescura aterciopelada de los días en que la
vida no pesa. Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo
que causan unos rasgos fisonómicos –no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados
del padre o de la madre, no–; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión
de la gran sirena del pasado, infinitamente divino…
Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el
vidrio caras y caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y
barbudas, caras inteligentes y bestiales; caras de señoritas cuajadas en un mohín
de pudor pretencioso, caras de señoritos fumadores que sacan los labios en gesto
de bravata y chunga… Y el viajero, dando cuerda a su energía a puros sorbos de coñac,
no acababa de ver pasar, risueña, bucles al viento, su juventud, su propia juventud
ensoñadora…
¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban
desfilando hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes
del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!
Al fin le pareció… ¡Sí, era indudable: reconocía varias
caras!… ¡Las reconocía… como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo
e invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas
por el cincel! Aquella señora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por el
peso de un embarazo tardío, era… ¡Santo Dios!, la espiritual, la ingrávida Lucía
Garcés… su pareja de vals en los bailecillos del Casino… Aquel viejo de marchitas
mejillas, de ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino
Polvorosa, el tenorio alegre y varonil, el seductor de oficio de la ciudad… Aquella
consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que llevaba de cada mano un chicarrón…
debía de ser, sin duda, la coqueta Antoñita Monluz, que arrojaba, desde su florida
ventana, ramitas de romero a los muchachos. Y la que iba a su lado, conversando
con ella… –¡Jesús! ¡Se concibe!–, era su antigua rival, su prima hermana Carmen
Monluz, que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas, Antoñita le
había quitado un excelente novio… Recordaba el viajero perfectamente el gesto de
odio, desprecio y desafío con que se miraban las dos primas cuando la casualidad
las hacía encontrarse; las frases insultantes que se decían; las hablillas del pueblo,
exaltado por la historia, hecho un hervidero de chismes… Y ahora, las rivales iban
mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó que ambas
mujeres departían sobre los precios de los alimentos, muy pacíficas, comadreando,
lamentándose solo de la carestía…
El viajero sintió una angustia honda, una desolación
de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca… No le importaría,
en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne corruptible.
Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el corazón, era otro cambio,
el de lo que se adivina y se trasluce en una fisonomía; el cambio íntimo, el desaparecer,
sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes y les
presta su valor y significación misteriosa, superior –¡él, por lo menos, lo había
creído!– al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta…
Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en
el espejo que tenía enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba
trasmanar el alma de antaño. La expresión de la juventud, cándida, preguntadora,
amorosa, no estaba allí. Si se buscaba a sí mismo –y de fijo se buscaba– en las
caras ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; ¡el yo de entonces
no existía!
¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado! Llevaba
consigo un muerto, y acababa de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia
de un turbio espejo de café.
Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la
fonda. Preguntó a qué hora salía el primer tren… A las doce; faltaban cuarenta minutos.
–¡A la estación! –gritó al mozo que empuñaba el asa
de su maleta.
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