María Fernanda Ampuero
En algún lado hay gallos.
Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con
un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos, cuántos son, si están en
jaula o en corral. Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba
a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la
arena y él se reía y me decía mujercita.
Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis
tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del
gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas
y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito,
sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman
a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una
moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía
a papá, volviera a llamarme mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.
Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras
lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos
que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco
la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos,
las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
Le decían a mi papá:
–Tu hija es una monstrua.
Y él respondía que más monstruos eran ellos y después
les chocaba los vasitos de licor.
–Más monstruo, vos. Salud.
El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces
me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún
hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por
eso, antes de quedarme dormida, me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas.
Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse
cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos.
A veces, papá me despertaba para que tirara a la basura
otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y los amigos le decían que para
qué mierda tenía a la muchacha, que si era un maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado
chorreando sangre. Desde la puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.
Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería
ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a
sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial. No
hay que ser muy inteligente para saber que este es un sitio clandestino, un lugar
refundido quién sabe dónde, y que estoy muy pero que muy jodida.
Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo,
calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le
imagino las uñas del meñique y del pulgar largas. Habla en plural. Aquí hay alguien
más que yo. Aquí hay más gente de rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta
asquerosa tela oscura.
–A ver, nos vamos tranquilizando, que al primer hijueputa
que haga un solo ruido le meto un tiro en la cabeza. Si todos colaboramos, todos
salimos de esta noche enteros.
Siento su panza contra mi cabeza y luego el cañón de
la pistola. No, no bromea.
Una chica llora unos metros a mi derecha. Supongo que
no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se escucha una bofetada.
–A ver, reina. Aquí no me llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya
está apurada por irse a saludar a diosito?
Luego, el gordo de la pistola se aleja un poco. Ha ido
a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis malparidos. Dice también
muy buena selección, buenísima, la mejor en meses. Recomienda no perdérsela.
Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato, de nosotros.
A mi lado escucho una tos ahogada por la tela, una tos
de hombre.
–He escuchado de esto –dice él, muy bajito–. Pensé que
era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los taxistas eligen pasajeros que creen
que pueden servir para que den buena plata por ellos y para eso los secuestran.
Luego los compradores vienen y pujan por sus preferidos o preferidas. Se los llevan.
Se quedan con sus cosas, los obligan a robar, a abrirles sus casas, a darles sus
números de tarjeta de crédito. Y a las mujeres. A las mujeres.
–¿Qué? –le digo.
Escucha que soy mujer. Se queda callado.
Lo primero que pensé cuando me subí al taxi esa noche
fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré los ojos. Había bebido
unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba el hombre por el que tenía
que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre finjo, soy buena fingiendo. Pero
cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué alivio: voy a casa, a llorar a gritos.
Creo que me quedé dormida un momento y, de repente, al abrir los ojos, estaba en
una ciudad desconocida. Un polígono. Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir
el cerebro: se te acaba de joder la vida.
El taxista sacó una pistola, me miró a los ojos, dijo
con una amabilidad ridícula:
–Llegamos, señorita.
Lo que siguió fue rápido. Alguien abrió la puerta antes
de que yo pudiera poner el seguro, me echó el trapo sobre la cabeza, me ató las
manos y me metió en esa especie de garaje con olor a gallera podrida y me obligó
a arrodillarme en una esquina.
Se escuchan conversaciones. El gordo y alguien más y
luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y destapar cervezas. Empieza a
oler a maría y alguna otra de esas mierdas con olor picante. El hombre que está
a mi lado hace rato que ya no me dice que esté tranquila. Se lo debe estar diciendo
a sí mismo.
Mencionó antes que tenía un bebé de ocho meses y un
niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos tipos drogados entrando en la
urbanización privada en la que vive. Sí, está pensando en eso. En él saludando al
guardia de seguridad como todas las noches desde que su carro está en el taller,
mientras esas bestias van atrás, agachados. Él los va a meter en su casa donde está
su hermosa mujer, su bebé de ocho meses y su niño de tres. Él los va a meter a su
casa.
Y no hay nada que pueda hacer al respecto.
Más allá, a la derecha, se escuchan murmullos, una chica
que llora, no sé si la misma que ha llorado antes. El gordo dispara y todos nos
tiramos al suelo como podemos. No nos ha disparado, ha disparado. Da igual, el terror
nos ha cortado en dos mitades. Se escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se
acercan, nos mueven al centro de la sala.
–Bueno, señores, señoras, queda abierta la subasta de
esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me van a poner aquí. Más acá, mi reina.
Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así me gusta. Para que estos caballeros elijan
a cuál de ustedes se van a llevar. Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata
se lleva la mejor prenda. Las armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta,
yo se las guardo. Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.
El gordo nos va presentando como si dirigiera el programa
de televisión más repugnante del mundo. No podemos verlos, pero sabemos que hay
ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos.
Tal vez hay asesinos. O algo peor.
–Daaaaaaamas y caballeeeeeeros.
Al gordo no le gustan los que lloriquean ni los que
dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada no sabes con quién
te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con que se va a pudrir
en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido puñetazos en la barriga.
He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me concentro en los gallos. Tal vez
no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas
tan mujercita, son galleros, carajo.
–Este señor, ¿cómo se llama nuestro primer participante?
¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo, bienvenidooooo, lleva un reloj de marca
y unos zapatos Adidas de los bueeeenos. Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa.
A ver la cartera de Ricardo. Tarjetas de crédito, ohhhhhh Visa Goooooold de Messi.
El gordo hace chistes malos.
Empiezan a pujar por Ricardo. Uno ofrece trescientos,
otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en una urbanización privada en
las afueras de la ciudad: Vistas del Río.
–Allá donde no podemos ni asomarnos los pobres. Allá
vive el amigo Riqui. Sí le puedo decir Riqui, ¿no? Como Riqui Ricón.
Una voz aterradora dice cinco mil. La voz aterradora
se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.
–¡Adjudicado al caballero de bigote por cinco mil!
A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el
gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué
pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además,
qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven. Veintipocos. Podría ser enfermera
o educadora. A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que
abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor
tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con las
lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy.
Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de
carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos.
–Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad.
Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiga Nancy.
Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil,
tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato
que la plata.
–Y el afortunado que se lleva este culito rico es el
caballero del anillo de oro y el crucifijo.
Nos van vendiendo uno a uno. Al chico que estaba a mi
lado, al del bebé de ocho meses y el niño de tres, el gordo ha logrado sacarle toda
la información posible y ahora es un pez gordísimo para la subasta: plata en diferentes
cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario, obras de arte, hijos, mujer. El
tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán y pedirán un rescate. La puja empieza
en cinco mil. Sube hasta diez, quince mil. Se para en veinte. Alguien con quien
nadie se quiere meter ha ofrecido los veinte. Una voz nueva. Ha venido sólo para
esto. No estaba para perder tiempo en pendejadas.
El gordo no hace ningún comentario.
Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los
ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo
haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala,
rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío
mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de un
muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades,
palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos
infinitos. Sé que el gordo está a punto de dispararme.
En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto
la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi
estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír,
a reír, a reír.
El gordo no sabe qué hacer.
–¿Cuánto dan por este monstruo?
Nadie quiere dar nada.
El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo
es barato, chino. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.
–¿Quince, veinte?
Pero nada, nadie.
Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar
carros y luego, mojada, me suben a un carro que me deja, descalza, aturdida, en
la Vía Perimetral.
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