Julio Cortázar
Puede
pasar en La Rioja, en una provincia que se llame La Rioja, en todo caso pasa de
tarde, casi al comienzo de la noche aunque ha empezado antes en el patio de una
estancia cuando el hombre ha dicho que el viaje es complicado pero que al final
descansará, que finalmente va para eso porque se lo han aconsejado, que se va
para pasar quince días tranquilos en Mercedes. Su mujer lo acompaña hasta el
pueblo donde tiene que comprar los boletos, también le han dicho que le
conviene comprar los boletos en la estación del pueblo y asegurarse de paso que
los horarios no han cambiado. Desde la estancia, con esa vida que llevan, se
tiene la impresión de que los horarios y tantas otras cosas deben cambiar
frecuentemente en el pueblo, y muchas veces es cierto. Más vale sacar el auto y
bajar al pueblo aunque el tiempo sea ya un poco justo para alcanzar el primer
tren en Chaves.
Son más de las cinco cuando llegan a la
estación y dejan el auto en la plaza polvorienta, entre sulkys y carretas
cargadas de fardos o de bidones; no han hablado mucho en el auto, aunque el
hombre ha preguntado por unas camisas y su mujer le ha dicho que la valija está
preparada y que no hay más que meter los papeles y algún libro en el
portafolios.
–Juárez sabía los horarios –ha dicho el
hombre–. Me explicó cómo tengo que viajar a Mercedes, dijo que es mejor sacar
los boletos en el pueblo y comprobar la combinación de los trenes.
–Sí, ya me contaste –ha dicho la mujer.
–De la estancia a Chaves debe haber por lo
menos sesenta kilómetros en auto. Parece que el tren que va a Peúlco pasa por
Chaves a las nueve y minutos.
–El auto se lo dejás al jefe de la
estación –ha dicho su mujer, entre preguntando y decidiendo.
–Sí. El tren de Chaves llega pasada
medianoche a Peúlco, pero parece que en el hotel hay siempre piezas con baño.
Lo malo es que no da mucho tiempo para descansar porque el otro tren sale a eso
de las cinco de la mañana, habrá que preguntar ahora. Después hay un buen tirón
hasta llegar a Mercedes.
–Queda lejos, sí.
No hay mucha gente en la estación, algunos
paisanos que compran cigarrillos en el quiosco o esperan en el andén. La
boletería está al final del andén, casi al borde de las playas de desvío. Es un
salón con un mostrador sucio, paredes llenas de carteles y de mapas, y hacia el
fondo dos escritorios y la caja de hierro. Un hombre en mangas de camisa
atiende el mostrador, una muchacha manipula un aparato telegráfico en uno de
los escritorios. Ya es casi de noche pero no han encendido la luz, aprovechan
hasta lo último la claridad marrón que pasa lentamente por la ventana del
fondo.
–Habrá que volver en seguida a la estancia
–dice el hombre–. Falta cargar el equipaje y no sé si tengo bastante nafta.
–Sacá los boletos y nos vamos –dice la
mujer, que se ha quedado un poco atrás.
–Sí. Esperá que piense. Entonces yo voy
primero hasta Peúlco. No, quiero decir que hay que sacar el boleto desde donde
dijo Juárez, no me acuerdo bien.
–No te acordás –dice la mujer, con esa
manera de hacer una pregunta que no es nunca del todo una pregunta.
–Siempre es igual con los nombres –dice él
con una sonrisa de fastidio–. Se te vuelan justo en el momento de decirlos. Y
después otro boleto desde Peúlco hasta Mercedes.
–Pero por qué dos boletos diferentes –dice
la mujer.
–Me explicó Juárez que son dos compañías y
por eso hacen falta dos boletos, pero en cambio en cualquier estación te venden
los dos y da lo mismo. Una de esas cosas de los ingleses.
–Ya no son más ingleses –dice la mujer.
Un muchacho moreno ha entrado en la
boletería y está averiguando algo. La mujer se acerca y se apoya con un codo en
el mostrador, y es rubia y tiene una cara cansada y hermosa como perdida en un
estuche de pelo dorado que alumbra vagamente su contorno. El boletero la mira
un momento, pero ella no dice nada como esperando que su marido se acerque para
comprar los boletos. Nadie se saluda en la boletería, está tan oscuro que no
parece necesario.
–Aquí en este mapa se ha de ver –dice el
hombre yendo hacia la pared de la izquierda–. Mirá, tiene que ser así. Nosotros
estamos…
Su mujer se acerca y mira el dedo que
vacila sobre el mapa vertical, buscando dónde posarse.
–Ésta es la provincia –dice el hombre– y
nosotros estamos por aquí. Espera, es aquí. No, debe ser más al sur. Yo tengo
que ir para allá, ésa es la dirección, ves. Y ahora estamos aquí, me parece.
Da un paso atrás y mira todo el mapa, lo
mira largamente.
–Es
la provincia, ¿no?
–Parece
–dice la mujer–. Y vos decís que estamos aquí.
–Aquí,
claro. Éste tiene que ser el camino. Sesenta kilómetros hasta esa estación,
como dijo Juárez, el tren tiene que salir de ahí. No veo otra cosa.
–Bueno,
entonces sacá los boletos –dice la mujer.
El
hombre mira un momento más el mapa y se acerca al boletero. Su mujer lo sigue,
vuelve a apoyarse con un codo en el mostrador como si se preparara a esperar
mucho tiempo. El muchacho termina de hablar con el boletero y va a consultar
los horarios en la pared. Se enciende una luz azul en el escritorio de la
telegrafista. El hombre ha sacado la cartera y busca dinero, elige algunos
billetes.
–Tengo
que ir a…
Se
vuelve a su mujer que está mirando un dibujo en el mostrador, algo como un
antebrazo mal dibujado con tinta roja.
–¿Cómo
era la ciudad adonde tengo que ir? Se me escapa el nombre. No la otra, quiero
decir la primera. Yo voy con el auto hasta la primera.
La
mujer levanta los ojos y mira en dirección del mapa. El hombre hace un gesto de
impaciencia porque el mapa está demasiado lejos para que sirva de algo. El
boletero se ha acodado en el mostrador y espera sin hablar. Usa anteojos verdes
y por el cuello abierto de la camisa le brota un chorro de pelos cobrizos.
–Vos
habías dicho Allende, creo –dice la mujer.
–No,
qué va a ser Allende.
–Yo
no estaba cuando Juárez te explicó el viaje.
–Juárez
me explicó los horarios y las combinaciones, pero yo te repetí los nombres en
el auto.
–No
hay ninguna estación que se llame Allende –dice el boletero.
–Por
supuesto que no hay –dice el hombre–. Adonde yo voy es a…
La
mujer está mirando otra vez el dibujo del antebrazo rojo, que no es un
antebrazo, ahora está segura.
–Mire,
quiero boleto de primera para… Yo sé que tengo que ir en auto, es hacia el
norte de la estancia. ¿Entonces vos no te acordás?
–Tienen
tiempo –dice el boletero–. Piensen tranquilos.
–No
tengo tanto tiempo –dice el hombre–. Ya mismo tengo que ir en el auto hasta…
Justamente necesito un boleto desde ahí hasta la otra estación donde se combina
para seguir a Allende. Ahora usted dice que no es Allende. ¿Cómo no te acordás,
vos?
Se
acerca a su mujer, le hace la pregunta mirándola con una sorpresa casi
escandalizada. Por un momento está a punto de volver al mapa y buscar, pero
renuncia y espera, un poco inclinado sobre su mujer que pasa y repasa un dedo
sobre el mostrador.
–Tienen
tiempo –repite el boletero.
–Entonces…
–dice el hombre–. Entonces, vos…
–Era
algo como Moragua –dice la mujer como si preguntara.
El
hombre mira hacia el mapa, pero ve que el boletero mueve negativamente la
cabeza.
–No
es eso –dice el hombre–. No puede ser que no nos acordemos, si justamente
mientras veníamos…
–Siempre
pasa –dice el boletero–. Lo mejor es distraerse hablando de cualquier cosa, y
zas el nombre que cae como un pajarito, hoy mismo se lo decía a un señor que
viajaba a Ramallo.
–A
Ramallo –repite el hombre–. No, no es a Ramallo. Pero a lo mejor mirando una
lista de las estaciones…
–Están
ahí –dice el boletero mostrando el horario pegado en la pared–. Ahora que eso
sí, son como trescientas. Hay muchos apeaderos y estaciones de carga, pero lo
mismo tienen su nombre, no le parece.
El
hombre se acerca al horario y apoya el dedo al comienzo de la primera columna.
El boletero espera, se quita un cigarrillo de la oreja y lame la punta antes de
encenderlo, mirando hacia la mujer que sigue apoyada en el mostrador. En la
penumbra tiene la impresión de que la mujer sonríe, pero se ve mal.
–Hacé
un poco de luz, Juana –dice el boletero, y la telegrafista estira el brazo
hasta la llave de la pared y una lámpara se enciende en el cielo raso
amarillento. El hombre ha llegado a la mitad de la segunda columna, su dedo se
detiene, vuelve hacia arriba, baja otra vez, se aparta. Ahora sí la mujer
sonríe francamente, el boletero la ha visto a la luz de la lámpara y está seguro,
también él sonríe sin saber por qué, hasta que el hombre gira bruscamente y
vuelve al mostrador. El muchacho moreno se ha sentado en un banco al lado de la
puerta y es alguien más ahí, otro par de ojos paseándose de una cara a otra.
–Se
me va a hacer tarde –dice el hombre–. Si por lo menos vos te acordaras, a mí se
me van los nombres, ya sabés cómo estoy.
–Juárez
te había explicado todo –dice la mujer.
–Dejalo
tranquilo a Juárez, yo te estoy preguntando a vos.
–Había
que tomar dos trenes –dice la mujer–. Primero ibas con el auto hasta una
estación, me acuerdo que dijiste que le dejarías el auto al jefe.
–Eso
no tiene nada que ver.
–Todas
las estaciones tienen jefe –dijo el boletero.
El
hombre lo mira pero tal vez ni siquiera ha oído. Está esperando que su mujer se
acuerde, de pronto parecería que todo depende de ella, de que se acuerde. Ya no
le queda mucho tiempo, hay que volver a la estancia, cargar el equipaje y salir
hacia el norte. De golpe el cansancio es como ese nombre que no recuerda, un
vacío que pesa cada vez más. No ha visto sonreír a la mujer, solamente el
boletero la ha visto. Todavía espera que ella se acuerde, la ayuda con su
propia inmovilidad, apoya las manos en el mostrador, muy cerca del dedo de la
mujer que sigue jugando con el dibujo del antebrazo rojo y lo recorre
suavemente ahora que sabe que no es un antebrazo.
–Tiene
razón –dice mirando al boletero–. Cuando uno piensa demasiado se le van las
cosas. Pero vos, a lo mejor…
La
mujer redondea los labios como si quisiera sorber algo.
–A
lo mejor me acuerdo –dice–. En el auto hablamos de que primero ibas a… ¿No era
Allende, verdad? Entonces era algo como Allende. Fijate de nuevo en la a
o en la h. Si quieres me fijo yo.
–No,
no era eso. Juárez me explicó la mejor combinación… Porque hay otra manera de
ir, pero entonces hay que cambiar tres veces de tren.
–Es
demasiado –dice el boletero–. Ya con dos cambios basta, y toda la tierra que se
junta en el vagón, para no hablar del calor.
El
hombre hace un gesto de impaciencia y da la espalda al boletero, se interpone
entre él y la mujer. Alcanza a ver de costado al muchacho que los mira desde el
banco, y gira un poco más para no ver al boletero ni al muchacho, para quedarse
completamente solo contra la mujer que ha levantado el dedo del dibujo y se mira
la uña barnizada.
–Yo
no me acuerdo –dice el hombre en voz muy baja–. Yo no me acuerdo de nada, lo
sabés. Pero vos sí, pensá un momento. Vas a ver que te acordás, estoy seguro.
La
mujer vuelve a redondear los labios. Parpadea dos, tres veces. La mano del
hombre le ciñe la muñeca y aprieta. Ella lo mira, ahora sin parpadear.
–Las
Lomas –dice–. A lo mejor era Las Lomas.
–No
–dice el hombre–. No puede ser que no te acuerdes.
–Ramallo,
entonces. No, ya lo dije antes. Si no es Allende tiene que ser Las Lomas. Si
quieres me fijo en el mapa.
La
mano suelta la muñeca, y la mujer se frota la marca en la piel y sopla
levemente encima. El hombre ha agachado la cabeza y respira con trabajo.
–Tampoco
hay una estación Las Lomas –dice el boletero.
La
mujer lo mira por sobre la cabeza del hombre que se ha doblado todavía más
contra el mostrador. Sin apurarse, como tanteando, el boletero le sonríe
apenas.
–Peúlco
–dice bruscamente el hombre–. Ahora me acuerdo. Era Peúlco, ¿verdad?
–Puede
ser –dice la mujer–. A lo mejor es Peúlco, pero no me suena mucho.
–Si
va a ir en auto hasta Peúlco tiene para un rato –dice el boletero.
–¿Vos
no creés que era Peúlco? –insiste el hombre.
–No
sé –dice la mujer–. Vos te acordabas hace un rato, yo no presté mucha atención.
A lo mejor era Peúlco.
–Juárez
dijo Peúlco, estoy seguro. De la estancia a la estación hay como sesenta
kilómetros.
–Hay
mucho más –dice el boletero–. No le conviene ir en auto hasta Peúlco. Y cuando
esté allá, ¿para dónde sigue?
–¿Cómo
para dónde sigo?
–Se
lo digo porque Peúlco es un empalme y nada más. Tres casas locas y el hotel de
la estación. La gente va a Peúlco para cambiar de tren. Ahora, si usted tiene
algún negocio que hacer allá, eso es otra cosa.
–No
puede quedar tan lejos –dice la mujer–. Juárez te habló de sesenta kilómetros,
de manera que no puede ser Peúlco.
El
hombre tarda en contestar, una mano apoyada contra la oreja como si estuviera
escuchándose por dentro. El boletero no ha desviado los ojos de la mujer y
espera. No está seguro de que ella le haya sonreído al hablar.
–Sí,
tiene que ser Peúlco –dice el hombre–. Si está tan lejos es que es la segunda
estación. Tengo que sacar boleto hasta Peúlco, y esperar el otro tren. Usted
dijo que era un empalme y que había un hotel. Entonces es Peúlco.
–Pero
no queda a sesenta kilómetros –dice el boletero.
–Claro
que no –dice la mujer, enderezándose y alzando un poco la voz–. Peúlco sería la
segunda estación, pero lo que mi marido no recuerda es la primera, y esa sí
queda a sesenta kilómetros. Juárez nos lo dijo, creo.
–Ah
–dice el boletero–. Bueno, en ese caso usted tendría que ir primero a Chaves y
tomar el tren para Peúlco.
–Chaves
–dice el hombre–. Podría ser Chaves, claro.
–Entonces
de Chaves se va a Peúlco –dice la mujer, casi preguntando.
–Es
la única manera de ir desde esta zona –dice el boletero.
–Ya
ves –dice la mujer–. Si estás seguro de que la segunda estación es Peúlco…
–¿Vos
no te acordás? –dice el hombre–. Ahora estoy casi seguro, pero cuando dijiste
Las Lomas también pensé que podría ser ésa.
–Yo
no dije Las Lomas, dije Allende.
–Allende
no es –dice el hombre–. ¿No dijiste Las Lomas, vos?
–Puede
ser, me parecía que en el auto habías hablado de Las Lomas.
–No
hay ninguna estación Las Lomas –dice el boletero.
–Entonces
habré dicho Allende, pero no estoy segura. Será Chaves y Peúlco como le parece
a usted. Sacá boleto de Chaves a Peúlco, entonces.
–Claro
–dice el boletero, abriendo un cajón–. Pero desde Peúlco… Porque ya le dije que
no es más que un empalme.
El
hombre ha buscado en la cartera con un movimiento rápido, pero las últimas
palabras le detienen la mano en el aire. El boletero se apoya en el borde del
cajón abierto y vuelve a esperar.
–Desde
Peúlco quiero boleto para Moragua –dice el hombre, con una voz que se va
quedando atrás, que se parece a su mano tendida en el aire con el dinero.
–No
hay ninguna estación que se llame Moragua –dice el boletero.
–Era
algo así –dice el hombre–. ¿Vos no te acordás?
–Sí,
era algo así como Moragua –dice la mujer.
–Con
eme hay unas cuantas estaciones –dice el boletero–. Quiero decir, desde Peúlco.
¿Se acuerda cuánto duraba el viaje más o menos?
–Toda
la mañana –dice el hombre–. Unas seis horas, o quizá menos.
El
boletero mira un mapa sujeto por un vidrio en el extremo del mostrador.
–Podría
ser Malumbá, o a lo mejor Mercedes –dice–. A esa distancia no veo más que esas
dos, tal vez Amorimba. Amorimba tiene dos emes, a lo mejor es ésa.
–No
–dice el hombre–. No era ninguna de esas.
–Amorimba
es un pueblo chico, pero Mercedes y Malumbá son ciudades. Con eme no veo ninguna
otra en la zona. Tiene que ser una de ésas si usted toma el tren en Peúlco.
El
hombre mira a la mujer, arrugando lentamente los billetes en la mano todavía
tendida, y la mujer redondea los labios y se encoge de hombros.
–Yo
no sé, querido –dice–. A lo mejor era Malumbá, no te parece.
–Malumbá
–repite el hombre–. Vos creés entonces que es Malumbá.
–No
es que yo crea. El señor te dice que desde Peúlco no hay más que ésa y
Mercedes. A lo mejor es Mercedes, pero…
–Yendo
desde Peúlco tiene que ser Mercedes o Malumbá –dice el boletero.
–Ya
ves –dice la mujer.
–Es
Mercedes –dice el hombre–. Malumbá no me suena, pero en cambio Mercedes… Yo voy
al hotel Mundial, a lo mejor usted me puede decir si está en Mercedes.
–Sí
que está –dice el muchacho sentado en el banco–. El Mundial está a dos cuadras
de la estación.
La
mujer lo mira, y el boletero espera un momento antes de acercar los dedos al
cajón donde se alinean los boletos. El hombre se ha doblado sobre el mostrador
como para alcanzarle mejor el dinero, y a la vez vuelve la cabeza y mira hacia
el muchacho.
–Gracias
–dice–. Muchas gracias, don.
–Es
una cadena de hoteles –dice el boletero–. Perdóneme, pero en Malumbá también
hay un Mundial, si vamos a eso, y seguro que en Amorimba, aunque ahí no estoy
seguro.
–Entonces…
–dice el hombre.
–Haga
la prueba, total si no es Mercedes siempre puede tomar otro tren hasta Malumbá.
–A
mí me suena más Mercedes –dice el hombre–. No sé por qué pero me suena más. ¿Y
a vos?
–A
mí también, sobre todo al principio.
–¿Cómo
al principio?
–Cuando
el joven te dijo lo del hotel. Pero si en Malumbá también hay un hotel Mundial…
–Es
Mercedes –dice el hombre–. Estoy seguro de que es Mercedes.
–Sacá
los boletos, entonces –dice la mujer como desentendiéndose.
–De
Chaves a Peúlco, y de Peúlco a Mercedes –dice el boletero.
El
pelo oculta el perfil de la mujer, que está mirando otra vez el dibujo rojo en
el mostrador, y el boletero no puede verle la boca. Con la mano de uñas
pintadas se frota lentamente la muñeca.
–Sí
–dice el hombre después de una vacilación que dura apenas–. De Chaves a Peúlco,
y de ahí a Mercedes.
–Va
a tener que apurarse –dice el boletero, eligiendo un cartoncito azul y otro
verde–. Son más de sesenta kilómetros hasta Chaves y el tren pasa a las nueve y
cinco.
El
hombre pone el dinero sobre el mostrador y el boletero empieza a darle el
vuelto, mirando cómo la mujer se frota lentamente la muñeca. No puede saber si
sonríe y poco le importa, pero lo mismo le hubiera gustado saber si sonríe
detrás de todo ese pelo dorado que le cae sobre la boca.
–Anoche
llovió tupido del lado de Chaves –dice el muchacho–. Mejor se apura, señor, los
caminos estarán barrosos.
El
hombre guarda el vuelto y se pone los boletos en el bolsillo del saco. La mujer
se echa el pelo hacia atrás con dos dedos y mira al boletero. Tiene los labios
juntos como si sorbiera alguna cosa. El boletero le sonríe.
–Vamos
–dice el hombre–. Tengo el tiempo justo.
–Si
sale en seguida va a llegar bien –dice el muchacho–. Por las dudas llévese las
cadenas, debe estar pesado antes de Chaves.
El
hombre asiente, y saluda vagamente con la mano en dirección del boletero.
Cuando ya ha salido, la mujer empieza a caminar hacia la puerta que se ha
cerrado sola.
–Sería
una lástima que al final se hubiera equivocado, ¿no? –dice el boletero como
hablándole al muchacho.
Casi
en la puerta la mujer vuelve la cabeza y lo mira, pero la luz llega apenas
hasta ella y ya es difícil saber si todavía sonríe, si el golpe de la puerta al
cerrarse lo ha dado ella o es el viento que se levanta casi siempre con la
caída de la noche.
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