domingo, 17 de marzo de 2024

El viaje

Julio Cortázar

 

Puede pasar en La Rioja, en una provincia que se llame La Rioja, en todo caso pasa de tarde, casi al comienzo de la noche aunque ha empezado antes en el patio de una estancia cuando el hombre ha dicho que el viaje es complicado pero que al final descansará, que finalmente va para eso porque se lo han aconsejado, que se va para pasar quince días tranquilos en Mercedes. Su mujer lo acompaña hasta el pueblo donde tiene que comprar los boletos, también le han dicho que le conviene comprar los boletos en la estación del pueblo y asegurarse de paso que los horarios no han cambiado. Desde la estancia, con esa vida que llevan, se tiene la impresión de que los horarios y tantas otras cosas deben cambiar frecuentemente en el pueblo, y muchas veces es cierto. Más vale sacar el auto y bajar al pueblo aunque el tiempo sea ya un poco justo para alcanzar el primer tren en Chaves.

Son más de las cinco cuando llegan a la estación y dejan el auto en la plaza polvorienta, entre sulkys y carretas cargadas de fardos o de bidones; no han hablado mucho en el auto, aunque el hombre ha preguntado por unas camisas y su mujer le ha dicho que la valija está preparada y que no hay más que meter los papeles y algún libro en el portafolios.

–Juárez sabía los horarios –ha dicho el hombre–. Me explicó cómo tengo que viajar a Mercedes, dijo que es mejor sacar los boletos en el pueblo y comprobar la combinación de los trenes.

–Sí, ya me contaste –ha dicho la mujer.

–De la estancia a Chaves debe haber por lo menos sesenta kilómetros en auto. Parece que el tren que va a Peúlco pasa por Chaves a las nueve y minutos.

–El auto se lo dejás al jefe de la estación –ha dicho su mujer, entre preguntando y decidiendo.

–Sí. El tren de Chaves llega pasada medianoche a Peúlco, pero parece que en el hotel hay siempre piezas con baño. Lo malo es que no da mucho tiempo para descansar porque el otro tren sale a eso de las cinco de la mañana, habrá que preguntar ahora. Después hay un buen tirón hasta llegar a Mercedes.

–Queda lejos, sí.

No hay mucha gente en la estación, algunos paisanos que compran cigarrillos en el quiosco o esperan en el andén. La boletería está al final del andén, casi al borde de las playas de desvío. Es un salón con un mostrador sucio, paredes llenas de carteles y de mapas, y hacia el fondo dos escritorios y la caja de hierro. Un hombre en mangas de camisa atiende el mostrador, una muchacha manipula un aparato telegráfico en uno de los escritorios. Ya es casi de noche pero no han encendido la luz, aprovechan hasta lo último la claridad marrón que pasa lentamente por la ventana del fondo.

–Habrá que volver en seguida a la estancia –dice el hombre–. Falta cargar el equipaje y no sé si tengo bastante nafta.

–Sacá los boletos y nos vamos –dice la mujer, que se ha quedado un poco atrás.

–Sí. Esperá que piense. Entonces yo voy primero hasta Peúlco. No, quiero decir que hay que sacar el boleto desde donde dijo Juárez, no me acuerdo bien.

–No te acordás –dice la mujer, con esa manera de hacer una pregunta que no es nunca del todo una pregunta.

–Siempre es igual con los nombres –dice él con una sonrisa de fastidio–. Se te vuelan justo en el momento de decirlos. Y después otro boleto desde Peúlco hasta Mercedes.

–Pero por qué dos boletos diferentes –dice la mujer.

–Me explicó Juárez que son dos compañías y por eso hacen falta dos boletos, pero en cambio en cualquier estación te venden los dos y da lo mismo. Una de esas cosas de los ingleses.

–Ya no son más ingleses –dice la mujer.

Un muchacho moreno ha entrado en la boletería y está averiguando algo. La mujer se acerca y se apoya con un codo en el mostrador, y es rubia y tiene una cara cansada y hermosa como perdida en un estuche de pelo dorado que alumbra vagamente su contorno. El boletero la mira un momento, pero ella no dice nada como esperando que su marido se acerque para comprar los boletos. Nadie se saluda en la boletería, está tan oscuro que no parece necesario.

–Aquí en este mapa se ha de ver –dice el hombre yendo hacia la pared de la izquierda–. Mirá, tiene que ser así. Nosotros estamos…

Su mujer se acerca y mira el dedo que vacila sobre el mapa vertical, buscando dónde posarse.

–Ésta es la provincia –dice el hombre– y nosotros estamos por aquí. Espera, es aquí. No, debe ser más al sur. Yo tengo que ir para allá, ésa es la dirección, ves. Y ahora estamos aquí, me parece.

Da un paso atrás y mira todo el mapa, lo mira largamente.

–Es la provincia, ¿no?

–Parece –dice la mujer–. Y vos decís que estamos aquí.

–Aquí, claro. Éste tiene que ser el camino. Sesenta kilómetros hasta esa estación, como dijo Juárez, el tren tiene que salir de ahí. No veo otra cosa.

–Bueno, entonces sacá los boletos –dice la mujer.

El hombre mira un momento más el mapa y se acerca al boletero. Su mujer lo sigue, vuelve a apoyarse con un codo en el mostrador como si se preparara a esperar mucho tiempo. El muchacho termina de hablar con el boletero y va a consultar los horarios en la pared. Se enciende una luz azul en el escritorio de la telegrafista. El hombre ha sacado la cartera y busca dinero, elige algunos billetes.

–Tengo que ir a…

Se vuelve a su mujer que está mirando un dibujo en el mostrador, algo como un antebrazo mal dibujado con tinta roja.

–¿Cómo era la ciudad adonde tengo que ir? Se me escapa el nombre. No la otra, quiero decir la primera. Yo voy con el auto hasta la primera.

La mujer levanta los ojos y mira en dirección del mapa. El hombre hace un gesto de impaciencia porque el mapa está demasiado lejos para que sirva de algo. El boletero se ha acodado en el mostrador y espera sin hablar. Usa anteojos verdes y por el cuello abierto de la camisa le brota un chorro de pelos cobrizos.

–Vos habías dicho Allende, creo –dice la mujer.

–No, qué va a ser Allende.

–Yo no estaba cuando Juárez te explicó el viaje.

–Juárez me explicó los horarios y las combinaciones, pero yo te repetí los nombres en el auto.

–No hay ninguna estación que se llame Allende –dice el boletero.

–Por supuesto que no hay –dice el hombre–. Adonde yo voy es a…

La mujer está mirando otra vez el dibujo del antebrazo rojo, que no es un antebrazo, ahora está segura.

–Mire, quiero boleto de primera para… Yo sé que tengo que ir en auto, es hacia el norte de la estancia. ¿Entonces vos no te acordás?

–Tienen tiempo –dice el boletero–. Piensen tranquilos.

–No tengo tanto tiempo –dice el hombre–. Ya mismo tengo que ir en el auto hasta… Justamente necesito un boleto desde ahí hasta la otra estación donde se combina para seguir a Allende. Ahora usted dice que no es Allende. ¿Cómo no te acordás, vos?

Se acerca a su mujer, le hace la pregunta mirándola con una sorpresa casi escandalizada. Por un momento está a punto de volver al mapa y buscar, pero renuncia y espera, un poco inclinado sobre su mujer que pasa y repasa un dedo sobre el mostrador.

–Tienen tiempo –repite el boletero.

–Entonces… –dice el hombre–. Entonces, vos…

–Era algo como Moragua –dice la mujer como si preguntara.

El hombre mira hacia el mapa, pero ve que el boletero mueve negativamente la cabeza.

–No es eso –dice el hombre–. No puede ser que no nos acordemos, si justamente mientras veníamos…

–Siempre pasa –dice el boletero–. Lo mejor es distraerse hablando de cualquier cosa, y zas el nombre que cae como un pajarito, hoy mismo se lo decía a un señor que viajaba a Ramallo.

–A Ramallo –repite el hombre–. No, no es a Ramallo. Pero a lo mejor mirando una lista de las estaciones…

–Están ahí –dice el boletero mostrando el horario pegado en la pared–. Ahora que eso sí, son como trescientas. Hay muchos apeaderos y estaciones de carga, pero lo mismo tienen su nombre, no le parece.

El hombre se acerca al horario y apoya el dedo al comienzo de la primera columna. El boletero espera, se quita un cigarrillo de la oreja y lame la punta antes de encenderlo, mirando hacia la mujer que sigue apoyada en el mostrador. En la penumbra tiene la impresión de que la mujer sonríe, pero se ve mal.

–Hacé un poco de luz, Juana –dice el boletero, y la telegrafista estira el brazo hasta la llave de la pared y una lámpara se enciende en el cielo raso amarillento. El hombre ha llegado a la mitad de la segunda columna, su dedo se detiene, vuelve hacia arriba, baja otra vez, se aparta. Ahora sí la mujer sonríe francamente, el boletero la ha visto a la luz de la lámpara y está seguro, también él sonríe sin saber por qué, hasta que el hombre gira bruscamente y vuelve al mostrador. El muchacho moreno se ha sentado en un banco al lado de la puerta y es alguien más ahí, otro par de ojos paseándose de una cara a otra.

–Se me va a hacer tarde –dice el hombre–. Si por lo menos vos te acordaras, a mí se me van los nombres, ya sabés cómo estoy.

–Juárez te había explicado todo –dice la mujer.

–Dejalo tranquilo a Juárez, yo te estoy preguntando a vos.

–Había que tomar dos trenes –dice la mujer–. Primero ibas con el auto hasta una estación, me acuerdo que dijiste que le dejarías el auto al jefe.

–Eso no tiene nada que ver.

–Todas las estaciones tienen jefe –dijo el boletero.

El hombre lo mira pero tal vez ni siquiera ha oído. Está esperando que su mujer se acuerde, de pronto parecería que todo depende de ella, de que se acuerde. Ya no le queda mucho tiempo, hay que volver a la estancia, cargar el equipaje y salir hacia el norte. De golpe el cansancio es como ese nombre que no recuerda, un vacío que pesa cada vez más. No ha visto sonreír a la mujer, solamente el boletero la ha visto. Todavía espera que ella se acuerde, la ayuda con su propia inmovilidad, apoya las manos en el mostrador, muy cerca del dedo de la mujer que sigue jugando con el dibujo del antebrazo rojo y lo recorre suavemente ahora que sabe que no es un antebrazo.

–Tiene razón –dice mirando al boletero–. Cuando uno piensa demasiado se le van las cosas. Pero vos, a lo mejor…

La mujer redondea los labios como si quisiera sorber algo.

–A lo mejor me acuerdo –dice–. En el auto hablamos de que primero ibas a… ¿No era Allende, verdad? Entonces era algo como Allende. Fijate de nuevo en la a o en la h. Si quieres me fijo yo.

–No, no era eso. Juárez me explicó la mejor combinación… Porque hay otra manera de ir, pero entonces hay que cambiar tres veces de tren.

–Es demasiado –dice el boletero–. Ya con dos cambios basta, y toda la tierra que se junta en el vagón, para no hablar del calor.

El hombre hace un gesto de impaciencia y da la espalda al boletero, se interpone entre él y la mujer. Alcanza a ver de costado al muchacho que los mira desde el banco, y gira un poco más para no ver al boletero ni al muchacho, para quedarse completamente solo contra la mujer que ha levantado el dedo del dibujo y se mira la uña barnizada.

–Yo no me acuerdo –dice el hombre en voz muy baja–. Yo no me acuerdo de nada, lo sabés. Pero vos sí, pensá un momento. Vas a ver que te acordás, estoy seguro.

La mujer vuelve a redondear los labios. Parpadea dos, tres veces. La mano del hombre le ciñe la muñeca y aprieta. Ella lo mira, ahora sin parpadear.

–Las Lomas –dice–. A lo mejor era Las Lomas.

–No –dice el hombre–. No puede ser que no te acuerdes.

–Ramallo, entonces. No, ya lo dije antes. Si no es Allende tiene que ser Las Lomas. Si quieres me fijo en el mapa.

La mano suelta la muñeca, y la mujer se frota la marca en la piel y sopla levemente encima. El hombre ha agachado la cabeza y respira con trabajo.

–Tampoco hay una estación Las Lomas –dice el boletero.

La mujer lo mira por sobre la cabeza del hombre que se ha doblado todavía más contra el mostrador. Sin apurarse, como tanteando, el boletero le sonríe apenas.

–Peúlco –dice bruscamente el hombre–. Ahora me acuerdo. Era Peúlco, ¿verdad?

–Puede ser –dice la mujer–. A lo mejor es Peúlco, pero no me suena mucho.

–Si va a ir en auto hasta Peúlco tiene para un rato –dice el boletero.

–¿Vos no creés que era Peúlco? –insiste el hombre.

–No sé –dice la mujer–. Vos te acordabas hace un rato, yo no presté mucha atención. A lo mejor era Peúlco.

–Juárez dijo Peúlco, estoy seguro. De la estancia a la estación hay como sesenta kilómetros.

–Hay mucho más –dice el boletero–. No le conviene ir en auto hasta Peúlco. Y cuando esté allá, ¿para dónde sigue?

–¿Cómo para dónde sigo?

–Se lo digo porque Peúlco es un empalme y nada más. Tres casas locas y el hotel de la estación. La gente va a Peúlco para cambiar de tren. Ahora, si usted tiene algún negocio que hacer allá, eso es otra cosa.

–No puede quedar tan lejos –dice la mujer–. Juárez te habló de sesenta kilómetros, de manera que no puede ser Peúlco.

El hombre tarda en contestar, una mano apoyada contra la oreja como si estuviera escuchándose por dentro. El boletero no ha desviado los ojos de la mujer y espera. No está seguro de que ella le haya sonreído al hablar.

–Sí, tiene que ser Peúlco –dice el hombre–. Si está tan lejos es que es la segunda estación. Tengo que sacar boleto hasta Peúlco, y esperar el otro tren. Usted dijo que era un empalme y que había un hotel. Entonces es Peúlco.

–Pero no queda a sesenta kilómetros –dice el boletero.

–Claro que no –dice la mujer, enderezándose y alzando un poco la voz–. Peúlco sería la segunda estación, pero lo que mi marido no recuerda es la primera, y esa sí queda a sesenta kilómetros. Juárez nos lo dijo, creo.

–Ah –dice el boletero–. Bueno, en ese caso usted tendría que ir primero a Chaves y tomar el tren para Peúlco.

–Chaves –dice el hombre–. Podría ser Chaves, claro.

–Entonces de Chaves se va a Peúlco –dice la mujer, casi preguntando.

–Es la única manera de ir desde esta zona –dice el boletero.

–Ya ves –dice la mujer–. Si estás seguro de que la segunda estación es Peúlco…

–¿Vos no te acordás? –dice el hombre–. Ahora estoy casi seguro, pero cuando dijiste Las Lomas también pensé que podría ser ésa.

–Yo no dije Las Lomas, dije Allende.

–Allende no es –dice el hombre–. ¿No dijiste Las Lomas, vos?

–Puede ser, me parecía que en el auto habías hablado de Las Lomas.

–No hay ninguna estación Las Lomas –dice el boletero.

–Entonces habré dicho Allende, pero no estoy segura. Será Chaves y Peúlco como le parece a usted. Sacá boleto de Chaves a Peúlco, entonces.

–Claro –dice el boletero, abriendo un cajón–. Pero desde Peúlco… Porque ya le dije que no es más que un empalme.

El hombre ha buscado en la cartera con un movimiento rápido, pero las últimas palabras le detienen la mano en el aire. El boletero se apoya en el borde del cajón abierto y vuelve a esperar.

–Desde Peúlco quiero boleto para Moragua –dice el hombre, con una voz que se va quedando atrás, que se parece a su mano tendida en el aire con el dinero.

–No hay ninguna estación que se llame Moragua –dice el boletero.

–Era algo así –dice el hombre–. ¿Vos no te acordás?

–Sí, era algo así como Moragua –dice la mujer.

–Con eme hay unas cuantas estaciones –dice el boletero–. Quiero decir, desde Peúlco. ¿Se acuerda cuánto duraba el viaje más o menos?

–Toda la mañana –dice el hombre–. Unas seis horas, o quizá menos.

El boletero mira un mapa sujeto por un vidrio en el extremo del mostrador.

–Podría ser Malumbá, o a lo mejor Mercedes –dice–. A esa distancia no veo más que esas dos, tal vez Amorimba. Amorimba tiene dos emes, a lo mejor es ésa.

–No –dice el hombre–. No era ninguna de esas.

–Amorimba es un pueblo chico, pero Mercedes y Malumbá son ciudades. Con eme no veo ninguna otra en la zona. Tiene que ser una de ésas si usted toma el tren en Peúlco.

El hombre mira a la mujer, arrugando lentamente los billetes en la mano todavía tendida, y la mujer redondea los labios y se encoge de hombros.

–Yo no sé, querido –dice–. A lo mejor era Malumbá, no te parece.

–Malumbá –repite el hombre–. Vos creés entonces que es Malumbá.

–No es que yo crea. El señor te dice que desde Peúlco no hay más que ésa y Mercedes. A lo mejor es Mercedes, pero…

–Yendo desde Peúlco tiene que ser Mercedes o Malumbá –dice el boletero.

–Ya ves –dice la mujer.

–Es Mercedes –dice el hombre–. Malumbá no me suena, pero en cambio Mercedes… Yo voy al hotel Mundial, a lo mejor usted me puede decir si está en Mercedes.

–Sí que está –dice el muchacho sentado en el banco–. El Mundial está a dos cuadras de la estación.

La mujer lo mira, y el boletero espera un momento antes de acercar los dedos al cajón donde se alinean los boletos. El hombre se ha doblado sobre el mostrador como para alcanzarle mejor el dinero, y a la vez vuelve la cabeza y mira hacia el muchacho.

–Gracias –dice–. Muchas gracias, don.

–Es una cadena de hoteles –dice el boletero–. Perdóneme, pero en Malumbá también hay un Mundial, si vamos a eso, y seguro que en Amorimba, aunque ahí no estoy seguro.

–Entonces… –dice el hombre.

–Haga la prueba, total si no es Mercedes siempre puede tomar otro tren hasta Malumbá.

–A mí me suena más Mercedes –dice el hombre–. No sé por qué pero me suena más. ¿Y a vos?

–A mí también, sobre todo al principio.

–¿Cómo al principio?

–Cuando el joven te dijo lo del hotel. Pero si en Malumbá también hay un hotel Mundial…

–Es Mercedes –dice el hombre–. Estoy seguro de que es Mercedes.

–Sacá los boletos, entonces –dice la mujer como desentendiéndose.

–De Chaves a Peúlco, y de Peúlco a Mercedes –dice el boletero.

El pelo oculta el perfil de la mujer, que está mirando otra vez el dibujo rojo en el mostrador, y el boletero no puede verle la boca. Con la mano de uñas pintadas se frota lentamente la muñeca.

–Sí –dice el hombre después de una vacilación que dura apenas–. De Chaves a Peúlco, y de ahí a Mercedes.

–Va a tener que apurarse –dice el boletero, eligiendo un cartoncito azul y otro verde–. Son más de sesenta kilómetros hasta Chaves y el tren pasa a las nueve y cinco.

El hombre pone el dinero sobre el mostrador y el boletero empieza a darle el vuelto, mirando cómo la mujer se frota lentamente la muñeca. No puede saber si sonríe y poco le importa, pero lo mismo le hubiera gustado saber si sonríe detrás de todo ese pelo dorado que le cae sobre la boca.

–Anoche llovió tupido del lado de Chaves –dice el muchacho–. Mejor se apura, señor, los caminos estarán barrosos.

El hombre guarda el vuelto y se pone los boletos en el bolsillo del saco. La mujer se echa el pelo hacia atrás con dos dedos y mira al boletero. Tiene los labios juntos como si sorbiera alguna cosa. El boletero le sonríe.

–Vamos –dice el hombre–. Tengo el tiempo justo.

–Si sale en seguida va a llegar bien –dice el muchacho–. Por las dudas llévese las cadenas, debe estar pesado antes de Chaves.

El hombre asiente, y saluda vagamente con la mano en dirección del boletero. Cuando ya ha salido, la mujer empieza a caminar hacia la puerta que se ha cerrado sola.

–Sería una lástima que al final se hubiera equivocado, ¿no? –dice el boletero como hablándole al muchacho.

Casi en la puerta la mujer vuelve la cabeza y lo mira, pero la luz llega apenas hasta ella y ya es difícil saber si todavía sonríe, si el golpe de la puerta al cerrarse lo ha dado ella o es el viento que se levanta casi siempre con la caída de la noche.

 

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