Ednodio Quintero
Al
atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una
extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel
presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la
sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta
resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho
camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego
galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se
atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el
corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del
patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El
caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos,
se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los
ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas
cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones.
Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en
semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del
sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo
volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del
atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario