Álvaro Cepeda Samudio
Al salir de la universidad el profesor me ha dicho:
“Tiene que tener su libro para la próxima reunión; no volveré a admitirlo si no
trae el libro”. Yo hubiera querido decirle que todavía no tengo el dinero, que veintiocho
dólares no son fáciles de juntar, y sobre todo hubiera querido decirle que si llego
a comprarlo ya no podré volver a la pequeña librería donde Sandy trabaja y pasarme
todo el tiempo que quiera leyendo los capítulos que él va nombrando durante las
clases. En vez de todo esto, le he dicho como siempre: “No se preocupe por mí, profesor,
lo tendré seguro para el jueves”. Y como siempre, él me ha contestado apuntándome
con su paraguas cerrado: “Está bien, pero ya sabe: no se olvide”. El profesor ha
esperado que cambien las luces del faro y ha atravesado la ancha avenida. Le he
seguido con la vista hasta que su figura alta y gris se ha hundido entre la gente
que hace girar los torniquetes del subway. Luego, como si realmente yo tuviera algo
que hacer, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, me he echado a andar
apresuradamente hacia el seminario donde tengo que encontrarme con el ruso que está
estudiando teología. Todavía falta más de una hora para que el ruso salga, pero
yo camino de prisa. No es que me moleste el frío pues la nieve no ha acabado de
caer y mis ropas están todavía tibias de las aulas: es que quiero llegar a alguna
parte. No, hoy no esperaré al ruso para irnos al cine. Me he venido a mi cuarto
a juntar todo el dinero que pueda encontrar pues he decidido que tengo que comprar
ese libro. Además es un libro que siempre me ha gustado tener. Capítulos y capítulos
sobre los colores. Hay páginas enteras llenas de colores, de sólo colores, sin texto
de ninguna clase, sólo colores que se explican por sí mismos. Pero no he podido
juntar más de veinte dólares. Es a lo más que llego siempre que me decido a comprarlo.
Veinte dólares es mucho más que la mitad del valor del libro y ahora recuerdo que
Sandy me ha dicho que ella puede hacer que me lo entreguen si alguna vez puedo llevar
más de la mitad de lo que cuesta. Recojo todo el dinero que he desordenado sobre
la mesa y lo envuelvo en la carátula de un New Yorker que me ha regalado
el ruso. En la prisa por ver cuánto dinero tenía me he olvidado de que tengo hambre.
Para ir a la librería tengo que pasar por el restaurante de Mack.
“¿Qué hay, Mack?”
“No mucho, Mack”.
“¿Sabes una cosa,
Mack? Voy a comprar ese libro por fin”.
“Lo siento, Mack,
vas a perder tu dinero. ¿Por qué no lo apuestas a ‘My Love’, Mack”?
“Bonito nombre,
Mack, pero esta vez voy a comprar ese libro. El profesor me ha dicho que no podré
volver a clases si no lo compro”.
“¿Y qué: no te he
dicho mil veces que Columbia no sirve, Mack?; ni una sola victoria esta temporada,
ni una sola. Y el domingo al hoyo otra vez con Cornell. No sé para qué sigues en
Columbia, Mack. No he tenido que pagar la comida pues la he apostado con el griego
a que Columbia acabará con Cornell el domingo.
Antes de llegar
a la librería tengo todavía que pasar a ver a Johnny Saxon, que tiene su bar en
la 148. Mr. Saxon es el mejor cocinero de arroz del mundo. Este es un dato muy importante.
“Mr. Saxon, hoy
voy a comprar ese libro”.
“No te creo, Al”.
“¿Ve este paquete?
Pues tengo veinte dólares en él, y voy a comprar ese libro, Mr. Saxon”.
“¿Pero no me dijiste
que ya sabías todo lo que el libro decía de los colores?”
“Sí, pero tengo
que comprarlo”.
“No entiendo, Al”.
“Hasta luego, Mr.
Saxon. Cuando regrese traeré el libro para que lo vea”.
Ahora tengo que
cruzar la calle y preguntarle a la taquillera del Del Mar cuándo van a mostrar por
fin películas argentinas. La taquillera me dice lo mismo: que la próxima semana.
Está bien. Le digo que no volveré a redactarle los avisos si no traen películas
argentinas.
Sandy está como
siempre detrás del pequeño mostrador atestado de pocket-books y yo me paro frente
a la vitrina y golpeo despacio sobre el vidrio helado. Sandy tiene un grueso libro
en las manos y parece muy interesada en lo que dice este libro extraño que yo no
había visto antes. Mr. Schneider aparece frente a la vitrina con su sweater a cuadros
y los lentes al final de su larga nariz. Mr. Schneider está hablándome pero yo no
puedo oír sus palabras. No importa. Yo le contesto con igual seriedad y por unos
momentos continuamos nuestra conversación sin oírnos. Mr. Schneider alza los brazos
y se da vuelta y me deja solo del lado afuera de su librería.
Sandy no se ha dado
cuenta de que yo he entrado en la tienda y sólo cuando me oye hablarle a Mr. Schneider
levanta la vista del libro que ha estado leyendo.
“¿Qué va usted a
hacer cuando sea millonario, Mr. Schneider?”
“Con compradores
como tú nunca tendré un centavo”.
“¿Y para qué necesita
usted el dinero, Mr. Schneider?”
“¿Para qué lo necesitas
tú? ¿Para qué te sirve a ti?”
“Yo no lo necesito,
a mí no me sirve para nada, por eso no me preocupo en buscarlo. ¿Y tuvo hoy noticias
de mi novia, Mr. Schneider? Ojalá que este año crezca un poco más. ¿En cuántos años
cree usted que estará lista para casarse conmigo?”
Y Mr. Schneider
ha comenzado a hablar de su pequeña hija que ha mandado a un pueblo de la Florida.
Yo le oigo encantado los mismos cuentos, las mismas cartas que me lee todos los
días y miro los retratos de siempre. Es una muchachita preciosa que me manda saludos
en sus cartas y es además mi novia de siete años.
“Sandy: vengo a
comprar el libro”.
Sandy deja de leer
y dice con deliciosa sorpresa: “No, no puede ser, Al”.
“Sí, veinte dólares
en este paquete y ocho más cualquier día de éstos”.
Sandy rompe la carátula
gruesa del último New Yorker y comienza a ordenar en la registradora el dinero
poniendo las monedas y los billetes en sus compartimientos. Mientras ella guarda
el dinero yo me he puesto a hojear el libro grande que ha dejado sobre los pocket-books.
“¿Qué es esto, Sandy?”
“Son los cuentos
de Saroyan”.
“¿Quién es Saroyan?”
“Es un armenio que
nació en Fresno”.
“¿Dónde es eso?”
“California. Los
cuentos son extraordinarios”.
“No sabía”.
“Ha hecho cosas
extraordinarias en el teatro y en la novela también. ¿No has oído hablar de ‘La
comedia humana’”?
“Si, es una película
con Mickey Rooney”.
“No, es un libro
de Saroyan”.
“¿Y de ‘El tiempo
de tu vida’”?
“Sí, es una película
con James Cagney”.
“No, es un drama
de Saroyan”.
El libro es grande
y con dibujos limpios en verde, rojo y amarillo. Pienso que me gustaría tener este
libro para ver todos estos dibujos que ilustran los cuentos. Hay una muchacha gorda
que está tocando el piano con manos regordetas y ágiles en un cuento que se llama
“Sweetheart, Sweetheart, Sweet heart”. Antes hay una muchacha y un hombre que miran
un tren desde una ventana y en el suelo hay cuadros. Este hombre debe estar mostrándole
los trenes a la muchacha. El libro está lleno de dibujos y de cuentos.
“Me gustan los dibujos.
Si los cuentos son como los dibujos, me gustaría tener este libro”.
“Sí, son como los
dibujos pero es muy caro. No podrás comprarlo”.
“¿Cuánto cuesta?”
“¿Por qué no vas
a la biblioteca de la universidad y lo prestas: por qué no lees todos los libros
que quieras en esa forma?; todos lo hacen”.
“Así no me gusta.
Así no pueden gustarme los cuentos y hasta los dibujos me parecerían feos. Para
que me guste un libro tiene que ser mío. En un libro de la biblioteca no podría
encontrar todas las cosas que hay en los libros que yo compro. Los libros que compran
las bibliotecas son escritos para los que van a leer en las bibliotecas, en cambio…”
“Pero si es la misma
edición”.
“No importa”.
“No seas loco”.
“¿Por qué?”
“¿Cómo que por qué?”
“Fíjate, por ejemplo,
Faulkner les agrega páginas y personajes a sus novelas cuando uno no lo está viendo,
así que cuando tú lees un libro de él por segunda vez encuentras cosas que antes
no había, y es por eso: porque él agrega páginas cuando uno no está en casa. En
cambio, como los libros en las bibliotecas siempre están bien vigilados, Faulkner
no puede meterse a agregarles cosas a sus novelas”.
“Ahora estás peor”.
“No, Faulkner siempre
está metiendo cosas nuevas en los libros que uno ha comprado. Tal vez Saroyan tenga
la misma costumbre, por eso es que quiero comprar este libro de cuentos”.
“Pero es muy caro.
Tú no tienes dinero y debes comprar el otro libro, el de los colores”.
“¿Cuánto cuesta
este libro de Saroyan, Mr. Schneider?”
“No sé, Al, ¿por
qué no le preguntas a Sandy?”
“¿Cómo espera usted
llegar a ser otro millonario en Nueva York, si no sabe el precio de sus libros,
Mr. Schneider?”
“¡Oh, no!”
“Voy a comprar el
libro de cuentos éste, Sandy”.
“Está bien. Como
quieras. Vale doce dólares”.
“Eso quiere decir
que aún nos queda dinero para irnos al cine y después al bar de Johnny Saxon”.
“No, Al, esta vez
no voy a acompañarte”.
“¿Por qué?”
“¿Pero no ves que
así no llegarás nunca a ninguna parte?”
“¿Y quién te ha
dicho a ti que yo quiero llegar a alguna parte?”
El libro de Saroyan
es un bello libro. No hay duda. Afuera, las luces han comenzado a encenderse y la
nieve ha dejado de caer. En el bar de Johnny Saxon los banquitos rojos han comenzado
a ser ocupados por la gente de siempre.
“Mr. Saxon, siento
decirle que no compré el libro de los colores pero mire esta belleza: lleno de cuentos
de Saroyan”.
Johnny Saxon levanta
la vista de los resultados de esa tarde en Jamaica y me dice:
“Ya lo sabía”.
“Mr. Saxon, Sandy
vendrá dentro de un momento, en cuanto cierren la librería; ¿qué tal si apostamos
una botella a que Columbia acaba con Cornell el domingo?”
“De acuerdo”.
Mientras espero
a Sandy, que ha de venir como siempre, Mr. Saxon hojea el libro de Saroyan. Yo pienso
en el profesor, en la universidad y en mi amigo el ruso que tampoco tardará en venir.
Y de pronto comienzo
a pensar cómo serán los cuentos de Saroyan.
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