Stanley Weinbaum
Jarvis se estiró tan cómodamente como pudo en el angosto espacio del
cuartel general del Ares.
–¡Aire respirable! –dijo con alegría–. ¡Parece tan espeso
como puré después del tenue airecillo de ahí afuera!
Señaló con la cabeza el paisaje marciano que se extendía,
llano y desolado a la luz de la luna más próxima, más allá del cristal de la
claraboya.
Sus tres compañeros lo miraron con simpatía: Putz, el
ingeniero, Leroy, el biólogo, y Harrison, el astrónomo y capitán de la
expedición. Dick Jarvis era el químico del famoso equipo, la expedición Ares,
los primeros seres humanos que pusieron pie en el misterioso vecino de la
Tierra, el planeta Marte. Esto ocurría, desde luego, en los viejos tiempos,
menos de veinte años después de que el loco estadunidense Doheny perfeccionara
el combustible atómico a costa de su vida, y sólo un decenio después de que el
igualmente loco Cardoza llegara en un cohete atómico a la Luna. Eran auténticos
pioneros, estos cuatro del Ares. Excepto media docena de expediciones selenitas
y el desventurado vuelo de Lancey hasta la seductora órbita de Venus, eran los
primeros hombres que experimentaban una gravedad distinta de la terrestre y,
por supuesto, la primera tripulación que se apartó con éxito del sistema
Tierra-Luna. Y merecían aquel éxito cuando uno considera las dificultades y
molestias que debieron arrostrar: los meses pasados en cámaras de aclimatación
en la Tierra, aprendiendo a respirar un aire tan tenue como el de Marte, la
hazaña de hacer frente al vacío en el diminuto cohete impulsado por los
caprichosos motores a reacción del siglo XXI y, sobre todo, el tener que
enfrentarse con un mundo absolutamente desconocido.
Jarvis se estiró de nuevo y se llevó una mano a la punta
despellejada de su nariz, mordida por la escarcha. Suspiró satisfecho.
–Bien –estalló Harrison bruscamente–, ¿vamos a enterarnos
por fin de lo que ocurrió? Te llevas todo lo de a bordo en un cohete auxiliar,
no tenemos noticias tuyas durante diez días y por fin Putz te recoge cerca de
un hormiguero fantástico con un extravagante avestruz como compañero.
¡Desembucha, hombre!
–¿Desembucha? –inquirió Leroy perplejo–. ¿Desembuchar
qué?
–Quiere decir hablar –explicó Putz gravemente–, echar
fuera.
Jarvis, muy serio, tropezó con la mirada divertida de
Harrison.
–Exactamente, Karl –dijo, asintiendo a la explicación de
Putz–. Voy a echar fuera, a soltarlo todo.
Carraspeó satisfecho y empezó.
–De acuerdo con las órdenes, vi cómo Karl se dirigía
hacia el norte y entonces entré en mi cubículo volador y me dirigí al sur.
Recordarás, capitán, que teníamos órdenes de no posarnos en el suelo, sino
simplemente de observar buscando lugares interesantes. Puse las dos cámaras en
funcionamiento cuando volaba bastante alto, a unos seiscientos metros, por un
par de razones: primero porque así las cámaras tenían más campo y segundo
porque los propulsores funcionan con tanta rapidez en este semivacío que aquí llaman
aire que sólo servirían para levantar polvo.
–Ya sabemos todo eso por Putz –gruñó Harrison–. Pero me
gustaría que hubieras salvado las películas, habrían pagado el costo del
barquichuelo. ¿Recuerdas cómo el público se agolpaba para ver las primeras
películas sobre la Luna?
–Las películas están a salvo –replicó Jarvis–. Bien
–continuó–, como dije, avancé un buen trecho; tal como nos figurábamos, a menos
de doscientos kilómetros por hora, las alas no ofrecen mucha sustentación en
este aire, y aun así tuve que hacer uso de los cohetes.
“De este modo, con la velocidad, la altitud y la
confusión creada por los cohetes, la visión no era demasiado buena. Sin embargo
podía distinguir lo bastante para apreciar que estaba volando sobre una
extensión más de esta llanura gris que examinamos durante toda la primera
semana de nuestro planetizaje: las mismas protuberancias bulbosas y la misma
alfombra ilimitada de los pequeños animales-plantas restantes, o biópodos como
los llama Leroy. Así pues, seguí navegando, comunicando mi posición cada hora
aun sin saber si me oían”.
–¡Yo te oía! –espetó Harrison.
–Unos trescientos kilómetros al sur –continuó Jarvis,
imperturbable–, la superficie cambiaba hasta convertirse en una especie de baja
meseta, un desierto de arena color naranja. Imaginé que teníamos razón en
nuestra suposición y que esta llanura gris sobre la cual nos posamos era
realmente el Mare Cimmerium, y el desierto anaranjado la región llamada
Xanthus. Si estaba en lo cierto, llegaría a otra llanura gris, el Mare Chronium,
al cabo de unos trescientos kilómetros, y luego a otro desierto anaranjado, Thyle
Uno o Dos. Y eso fue lo que hice.
–Putz comprobó nuestra posición hace semana y media
–gruñó el capitán–. Vamos al grano.
–Ya voy –contestó Jarvis–. A unos treinta kilómetros al
interior de Thyle, lo crean o no, crucé un canal.
–Putz fotografió un centenar. A ver si oímos algo nuevo.
–¿Y vio también una ciudad?
–Más de una veintena, si llamas ciudades a esos montones
de barro.
–Bien –prometió Jarvis–, de ahora en adelante voy a
contar unas cuantas cosas que Putz no vio –se frotó la nariz y continuó–: sabía
que contaba con dieciséis horas de luz en esta estación, por lo que, a las ocho
horas de haber salido decidí regresar. Todavía estaba volando sobre Thyle, no
estoy seguro de si sobre Uno o Dos, cuando, de pronto, el motor preferido de
Putz falló.
–¿Falló? ¿Cómo? –preguntó Putz solícito.
–El dispositivo atómico se debilitó. Empecé a perder
altura y me di un trastazo en el centro mismo de Thyle. Además di con la nariz
contra la ventanilla.
Se frotó compungidamente el apéndice dañado.
–¿No trataste de lavar la cámara de combustible con ácido
sulfúrico? –preguntó Putz–. Algunas veces, el plomo suministra una radiación
secundaria.
–Lo intenté nada menos que diez veces –dijo Jarvis
malhumorado–. Además, el trastazo aplastó el tren de aterrizaje y desbarató los
propulsores. Suponiendo que hubiera podido poner el cacharro en funcionamiento,
¿qué habría conseguido? Quince kilómetros así y el suelo se habría ido
fundiendo a mi paso –se frotó de nuevo la nariz–. Suerte que aquí un kilo pesa
menos de medio. De lo contrario, me habría hecho añicos.
–¡Yo podría haberlo arreglado! –exclamó el ingeniero–.
Apuesto a que no era nada serio.
–Probablemente no –convino Jarvis en tono sarcástico–.
Simplemente se negaba a volar. Nada grave, pero no me quedaba más elección que
esperar a ser recogido o tratar de volver a pie: mil trescientos kilómetros
cuando quizá quedaban veinte días para salir del planeta. ¡Sesenta y cinco
kilómetros por día! Bueno –concluyó–, preferí andar. Tenía las mismas
posibilidades de ser recogido y eso me mantenía ocupado.
–Te habríamos encontrado –dijo Harrison.
–No lo dudo. Pero el caso es que me preparé un arnés con
algunas correas del asiento, me eché el tanque de agua a la espalda, me equipé
con un cinto de municiones, una pistola y algunas raciones de hierro y me puse
en marcha.
–¡El tanque de agua! –exclamó el bajito biólogo Leroy–.
¡Pero si pesa un cuarto de tonelada!
–No estaba lleno. Pesaba unos ciento diez kilos según el
peso de la Tierra, lo que aquí representa unos cuarenta kilos. Además, mi
propio peso personal de ochenta kilos es aquí en Marte de sólo treinta y dos
kilos, por lo que, con tanque y todo, yo venía a pesar lo que en la Tierra.
Pensé en todo eso cuando emprendí la marcha. ¡Ah, desde luego me equipé con
saco de dormir para poder aguantar las ventosas noches de Marte!
“Y me puse en marcha, avanzando con bastante rapidez.
Ocho horas de luz significan treinta kilómetros o más. Resultaba aburrido,
desde luego, eso de ir pataleando sobre la blanda arena del desierto sin nada
que ver, ni siquiera los biópodos reptantes de Leroy. Al cabo de una hora
llegué a un canal: una enorme zanja tan recta como la vía de un ferrocarril.
Estaba seco pero allí había habido agua alguna vez. La zanja estaba cubierta
con lo que parecía ser un bonito césped verde. Con la diferencia de que cuando
me acerqué, el césped se apartó para dejarme paso”.
–¿Cómo dices? –exclamó Leroy.
–Sí, era un pariente de tus biópodos. Atrapé uno, una
hojita que parecía de hierba, casi tan larga como uno de mis dedos, con dos
delgadas patitas.
–¿La trajiste? –preguntó Leroy ávidamente.
–La solté. Tenía que avanzar y seguí caminando entre
aquella hierba que se abría ante mí y se cerraba detrás. Finalmente desemboqué
de nuevo en el desierto anaranjado de Thyle.
“Avanzaba echando pestes de la arena que me hacía caminar
con tanto cansancio y, de vez en cuando, maldiciendo el caprichoso motor tuyo,
Karl. Exactamente antes del crepúsculo llegué al borde de Thyle y lancé una
mirada sobre el gris Mare Chronium. Y comprendí que tendría que caminar por
allí cientos de kilómetros, y luego el largo camino de aquel desierto de
Xanthus y del Mate Cimmerium. ¿Creen que aquello me hacía gracia? Empecé a maldecirlos
por no ir a recogerme”.
–¡Lo estábamos intentando, idiota! –dijo Harrison.
–Pues no servía de nada. Bueno, me imaginé que podría
aprovechar lo que quedaba de luz diurna para bajar por el acantilado que marca
el límite de Thyle. Encontré un sitio fácil para el descenso y me dejé ir. El Mare
Chronium era el mismo tipo de lugar que éste: unas absurdas plantas sin hojas y
un montón de reptantes. Les eché un vistazo y saqué mi saco de dormir. Hasta
entonces no había tropezado con nada digno de mención en este mundo semimuerto;
nada peligroso, quiero decir.
–Pero, ¿lo encontraste? –inquirió Harrison.
–¡Que si lo encontré…! Ya te enterarás cuando lo cuente.
Bueno, estaba a punto de dormirme cuando de pronto oí la más espantosa
algarabía.
–¿Qué es algarabía? –inquirió Putz.
–Quiere decir griterío confuso –explicó Leroy–. O sea,
algo que no se entiende.
–Eso es –aprobó Jarvis–. No entendía qué estaba
ocurriendo y me asomé para averiguarlo. Había allí un jaleo como el de una
bandada de cuervos que quisiera devorar a un montón de canarios: silbidos,
graznidos, trinos, gritos y no sé cuántas cosas más. Rodeé un grupo de troncos,
y allí estaba Tweel.
–¿Tweel? –preguntó Harrison.
–¿Tuil? –dijeron Leroy y Putz.
–Aquel avestruz estrambótico –explicó el narrador–. Por
lo menos Tweel es lo más parecido que puedo pronunciar sin farfullar. Algunas
veces él decía algo que sonaba como “Trriweerrlll”.
–¿Qué estaba haciendo? –preguntó el capitán.
–Se lo estaban comiendo, Y por supuesto chillaba como
cualquiera habría hecho en su caso.
–¿Comiendo? ¿Quién?
–Lo averigüé más tarde, todo lo que pude ver entonces fue
un lío de negros brazos como cuerdas enrolladas en torno de lo que parecía ser,
como Putz les ha descrito, un avestruz. Naturalmente yo no iba a intervenir; si
ambas criaturas eran peligrosas, habría una menos de la que preocuparme.
“Pero aquella cosa parecida a un ave estaba librando una
buena batalla. Sin dejar de gritar, asestaba certeros golpes con un pico de
unos treinta centímetros. Vislumbré un par de veces qué había al final de
aquellos brazos –dijo Jarvis, estremeciéndose–. Pero lo que me decidió a
intervenir fue observar una bolsita o caja negra que pendía del cuello de aquel
ser semejante a un pájaro. ¡Era inteligente!, supuse, o estaba domesticado. En
cualquier caso, la decisión estaba tomada, saqué mi automática y disparé contra
lo que podía distinguir de su antagonista.
“Los tentáculos se aflojaron, una fétida oleada de negra
corrupción chorreó, y aquella cosa, con un repugnante ruido de succión, se
contrajo y desapareció por un agujero que había en el suelo. La otra criatura
lanzó una serie de graznidos, se tambaleó sobre unas patas tan gruesas como
palos de golf y se volvió de pronto para hacerme frente. Mantuve mi arma lista
y los dos nos observamos.
“El marciano no era un ave, realmente. No era ni siquiera
parecido a un ave, excepto a primera vista. Cierto que tenía un pico y unos
cuantos apéndices con plumas, pero el pico no era realmente un pico. Era algo
flexible; pude ver cómo la punta se doblaba lentamente de un lado a otro; era
casi como un cruce entre pico y trompa. Tenía pies de cuatro dedos y cosas –manos,
podría decirse–de cuatro dedos. Su cuerpecillo redondeado se prolongaba en un
largo cuello que terminaba en una diminuta cabeza, culminada por aquel pico.
Era un par de centímetros más alto que yo y… bueno, Putz lo vio”.
El ingeniero asintió.
–Sí, lo vi.
Jarvis continuó:
–Así pues, nos quedamos mirándonos. Finalmente la
criatura prorrumpió en una serie de tableteos y gorjeos y alargó sus manos
vacías hacia mí. Supuse que aquello era un gesto de amistad.
–Quizás estaba mirando la nariz tan hermosa que tienes y
pensó que eras hermano suyo –sugirió Harrison.
–No hace falta que te muestres tan chistoso. El caso es
que me guardé la pistola y dije: “No se preocupe”, o algo por el estilo.
Aquella cosa se acercó y nos convertimos en camaradas.
“Por entonces el sol estaba ya bastante bajo y comprendí
que lo mejor sería encender un fuego o meterme en mi saco. Me decidí por el
fuego. Elegí un lugar al pie del acantilado de Thyle, donde la roca podría
reflejar un poco de calor sobre mi espalda, y empecé a romper ramitas de la
desecada vegetación de Marte. Mi compañero captó la idea y trajo un brazado.
Fui a sacar una cerilla, pero el marciano rebuscó en su bolsa y extrajo algo
que tenía el aspecto de un carbón al rojo; lo acercó al montón de leña y el
fuego prendió, al instante. Ya saben el trabajo que nos cuesta a nosotros
encender fuego en esta atmósfera.
“Pero lo principal es esa bolsa suya –continuó el
narrador–. Era un artículo manufacturado, amigos míos; se presionaba en un
extremo y se abría de par en par; se apretaba por el centro y se cerraba tan
perfectamente que no podía verse la línea de unión. Mucho mejor que las
cremalleras.
“Bueno, permanecimos un rato mirando el fuego hasta que
decidí intentar alguna especie de comunicación con el marciano. Me señalé a mí
mismo y dije ‘Dick’; él captó la alusión inmediatamente, extendió hacia mí una
huesuda garra y repitió ‘Dick’. Luego lo apunté a él, y la criatura exhaló ese
silbido que he llamado Tweel; no puedo imitar su acento. Las cosas se sucedían
bien; para remachar los nombres, repetí ‘Dick’ y luego, apuntando a él, ‘Tweel’.
“Ya habíamos establecido el contacto. Él produjo algunos
castañeteos que sonaban a negación y dijo algo así como “P-p-p-proot”, y otros
diez o doce sonidos distintos.
“Pero no podíamos conectar. Ensayé con ‘roca’ y con ‘estrella’,
con ‘árbol’ y con ‘fuego’, y no sé con cuántas cosas más; por más que probé, no
pude conseguir una sola palabra. Pasados un par de minutos todos los nombres cambiaban
y si eso es un lenguaje, yo soy el Preste Juan. Finalmente renuncié y lo llamé
Tweel. Aquello pareció bastar.
“Pero Tweel había captado algunas de mis palabras.
Recordaba dos o tres, lo que supongo es una gran proeza si uno está
acostumbrado a un lenguaje que hay que ir haciendo a medida que se aprende.
Pero yo no podía comprender el objetivo de su charla; o me fallaba algún punto
sutil o simplemente, y más bien me inclino por esto último, no pensábamos del
mismo modo.
“Tengo otras razones para creerlo. Al cabo de un rato
renuncié a la cuestión del lenguaje y probé con las matemáticas. Arañé en el
suelo dos más dos igual a cuatro y lo demostré con guijarros. De nuevo Tweel
captó la idea y me informó que tres más tres sumaban seis. Una vez más
parecíamos ir yendo a alguna parte.
“Así pues, sabiendo que Tweel tenía por lo menos una
educación de escuela primaria, dibujé un círculo para el Sol, señalándolo
previamente. Después bosquejé Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Hecho esto,
señalando a Marte, extendí mis manos en una especie de abrazo para indicar que
Marte era lo que nos rodeaba. Me esforcé en poner en claro la idea de que mi
hogar estaba en la Tierra.
“Tweel comprendió mi diagrama perfectamente. Acercó el
pico a mi dibujo y, con gran profusión de trinos y chillidos, añadió Deimos y
Fobos a Marte y luego incluyó la Luna en la órbita de la Tierra. ¿Se dan cuenta
de lo que significa esto? ¡Significa que la raza de Tweel utiliza el
telescopio, que son seres civilizados!”
–¡No prueba nada de eso! –atajó Harrison–. La Luna es
visible desde aquí como una estrella de quinta magnitud. Pueden percibir sus
fases a simple vista.
–Por lo que se refiere a la Luna, sí –dijo Jarvis–. Pero
no has captado del todo mi argumento. ¡Mercurio no es visible! Y Tweel estaba
enterado de la existencia de Mercurio, puesto que colocó la Luna en el tercer
planeta, no en el segundo. Si no supiese nada de Mercurio, habría puesto la
Tierra como segundo y Marte como tercero, en lugar de cuarto. ¿Comprenden?
–¡Hum! –dijo Harrison.
–El caso es que proseguí con mi lección –continuó
Jarvis–. Las cosas iban bastante bien y parecía como si pudiera meterle la idea
en la cabeza. Señalé el círculo que en mi diagrama representaba la Tierra,
luego me señalé a mí mismo y por último me señalé a mí mismo y luego a la
Tierra, que resplandecía con un verde brillante casi en el cenit.
“Tweel soltó un tableteo tan excitado que estuve seguro
de que había comprendido, se puso a dar saltos y de pronto se señaló a sí mismo
y luego al cielo, y después a sí mismo y al cielo de nuevo. Apuntó al centro de
su cuerpo y luego a Arcturus, apuntó a su cabeza y luego a Spica, apuntó a sus
pies y luego a media docena de estrellas, mientras yo me limitaba a mirarlo
boquiabierto. Luego, repentinamente, dio un salto tremendo. ¡Muchachos, qué
brinco! Salió disparado lo menos a treinta metros. Vi como daba la vuelta y
bajaba directamente hacia mi cabeza hasta clavarse en el suelo sobre el pico
igual que una jabalina, Y allí estaba él, clavado en el centro de mi círculo
que representaba al Sol”.
–Cosa de locos –comentó el capitán–. Simplemente cosa de
locos.
–Eso es lo que pensé yo también. Me quedé mirándolo
boquiabierto mientras él sacaba la cabeza de la arena y se ponía en pie.
Imaginando que no había comprendido mi explicación se la repetí. Terminó de la
misma manera, con la nariz de Tweel metida en el centro de mi croquis.
–Quizá se trate de un rito religioso –sugirió Harrison.
–Puede ser –dijo Jarvis dubitativamente–. Bueno, así
estábamos. Podíamos cambiar ideas hasta cierto punto y para de contar. Entre
nosotros había algo diferente, inconexo; no dudo de que Tweel me juzgaba tan
chiflado como yo a él. Lo que ocurría es que nuestras mentes consideraban el
mundo desde distintos puntos de vista y quizás el punto de vista de él era tan
justo como el nuestro. Pero no podíamos ir de acuerdo, eso es todo. Sin
embargo, a pesar de todas las dificultades, Tweel me era simpático y tengo una
extraña seguridad de que yo le era simpático a él.
–¡Locuras! –repitió el capitán–. No son más que
fantasías.
–¿Sí? Pues espera a que te cuente, Algunas veces he
pensado que quizá nosotros… –hizo una pausa y luego continuó su narración–: lo
cierto es que por fin me di por vencido y me metí en mi saco para dormir. El
fuego no me había dado mucho calor, pero en aquel maldito saco me asfixiaba. Al
cabo de cinco minutos no podía resistir. Lo abrí un poco y me fastidié. Los
cuarenta grados bajo cero me golpearon uno tras otro en la nariz para completar
el porrazo que había sufrido en la caída del cohete.
“Volví a cubrirme y seguí durmiendo. Cuando desperté por
la mañana y salí del saco comprobé que Tweel había desaparecido. Sin embargo,
casi inmediatamente, oí una especie de gorjeo y le vi llegar lanzado,
deslizándose por aquel acantilado de tres pisos de Thyle hasta clavarse con el
pico junto a mí. Me señalé a mí mismo y luego hacia el norte y él se señaló a
sí mismo y hacia el sur, pero cuando recogí mi impedimenta y me puse en marcha,
se vino conmigo.
“¡Muchachos, qué manera de viajar la de aquella criatura!
Cada treinta metros, un salto; surcaba el aire como una lanza y se quedaba
clavado en el suelo con el pico. Parecía sorprenderse de mi pesada andadura,
pero al cabo de algunos momentos se adaptó lo mejor que pudo, salvo que cada
pocos minutos daba uno de sus saltos y clavaba su nariz en la arena a pocos
metros de mí y se reunía de nuevo conmigo. Al principio me sentía nervioso al
ver aquel pico apuntándome como una lanza, pero lo cierto es que siempre
terminaba clavándose a mi lado en la arena.
“De este modo recorrimos el Mare Chronium. Es un sitio
muy parecido a éste: las mismas plantas estrambóticas y los mismos pequeños
biópodos verdes creciendo en la arena o apartándose para dejarle paso a uno.
Charlábamos; no porque nos comprendiéramos, pero ya saben lo que quiero decir,
sólo por lograr la sensación de tener compañía. Canté canciones y sospecho que
Tweel las cantó también; por lo menos, algunos de sus trinos y gorjeos sugerían
algún ritmo.
“De vez en cuando, para variar, Tweel desplegaba su
muestrario de palabras inglesas. Apuntaba a cualquier protuberancia y decía ‘roca’,
y apuntaba luego a un guijarro y decía lo mismo; o bien me tocaba un brazo y
decía ‘Dick’ y luego lo repetía. Parecía divertirse enormemente con el hecho de
que la misma palabra significase la misma cosa aunque se dijera dos veces
seguidas, o que la misma palabra pudiera aplicarse a dos objetos diferentes. Me
pregunté si su lenguaje no sería como el idioma primitivo de algunos pueblos de
la Tierra, como el de los negritos, ya saben, que no tienen palabras genéricas:
ninguna palabra para comida o agua u hombre; sólo palabras para comida buena y
comida mala, o agua de lluvia y agua de mar, u hombre fuerte y hombre débil.
Son demasiado primitivos para comprender que el agua de lluvia y el agua de mar
son simplemente aspectos distintos de la misma cosa. Pero no era ése el caso
con Tweel. Más bien era como si fuésemos misteriosamente distintos de un modo u
otro: nuestras mentes eran extrañas entre sí. Y sin embargo nos teníamos simpatía.
–Eso es por la soledad –comentó Harrison–. Por eso se
tenían tanta simpatía.
–Bueno, yo te tengo simpatía –replicó Jarvis
malignamente–. El caso es –continuó– que no quiero que se formen la idea de que
Tweel era algún chiflado. En realidad, no estoy tan seguro de que no pudiera
enseñar uno o dos trucos a nuestra tan alabada inteligencia humana. ¡Oh!, sé
muy bien que no era un superhombre intelectual, pero no olviden que consiguió
entender algo de mi funcionamiento mental y en cambio yo no tuve el menor
vislumbre del suyo.
–Porque él no tenía tal funcionamiento –sugirió el
capitán, mientras Putz y Leroy parpadeaban atentamente.
–Podrán juzgarlo cuando termine mi relato –dijo Jarvis–.
Bueno, seguimos andando todo el día por el Mare Chronium y también el día
siguiente. ¡Mare Chronium, Mar del Tiempo! Al acabar aquella marcha, estaba a
punto de darle la razón a Schiaparelli cuando lo bautizó con este nombre, era
tan monótono, sólo aquella llanura gris e interminable de plantas extravagantes
y sin otro signo de una vida distinta, que casi me alegré al ver el desierto de
Xanthus hacia el anochecer del segundo día.
“Estaba bastante agotado, pero Tweel, al que, por cierto,
jamás vi comer ni beber, parecía estar tan campante como siempre. Creo que él
podría haber cruzado el Mare Chronium en un par de horas con aquellos terribles
saltos suyos, pero permanecía pegado a mí. Una o dos veces le ofrecí agua;
aceptó mi taza y sorbió el líquido con su pico para luego, cuidadosamente,
volver a lanzarlo a la taza y devolvérmela con toda gravedad.
“Justamente cuando avistamos Xanthus empezó a soplar una
de esas desagradables tormentas de arena. No era quizá tan fuerte como la que
tuvimos aquí, pero ahora debía caminar contra ella. Me protegí la cara con la
visera transparente de mi saco y me defendí bastante bien. Tweel utilizaba
algunos apéndices plumosos que le crecen como un bigote en la base del pico
para taparse los orificios nasales, y otro escudo similar para protegerse los
ojos”.
–¡Es una criatura del desierto! –exclamó el biólogo
Leroy.
–¿Eh? ¿Cómo?
–No bebe agua, se adapta a las tormentas de arena…
–Eso no prueba nada. No se puede desperdiciar ni una sola
gota de agua en esta píldora desecada llamada Marte, en la Tierra lo habríamos
calificado todo de desierto –hizo una pausa–. Cuando cesó la tormenta de arena,
un viento suave nos dio en la cara. De improviso, como llevadas por esa tenue
brisa, unas pequeñas esferas, transparentes y muy livianas, empezaron a
deslizarse desde los acantilados de Xanthus. Intrigado, partí unas cuantas y
comprobé que estaban vacías, sólo que al romperlas desprendían un olor
nauseabundo. Pregunté a Tweel y por su respuesta, un “no, no, no” rotundo,
supuse que compartía mi misma ignorancia sobre las esferas. Siguieron flotando
como vilanos o como pompas de jabón, y nosotros seguimos nuestro camino hacia
Xanthus. En una ocasión Tweel apuntó a una de las bolas de cristal y dijo “roca”,
pero yo estaba demasiado cansado para discutir con él. Posteriormente descubrí
lo que había querido decir.
“Al anochecer llegamos al pie de los acantilados de
Xanthus. Decidí dormir en la meseta pues pensé que tan peligrosa podría ser la
arena de Xanthus como la vegetación del Mare Chronium. De hecho no había
descubierto una sola señal de amenaza, excepto aquella cosa negra y tentacular
que atrapara a Tweel y que por lo visto no se movía en absoluto, sino que
atraía a las víctimas que estaban a su alcance. No podía atraerme a mí mientras
estuviera durmiendo, más teniendo en cuenta que Tweel permanecía en vela, limitándose
a estar sentado pacientemente toda la noche. Me hubiera gustado saber cómo
aquella extraña criatura de brazos negros pudo atrapar a Tweel, pero no había
modo de preguntárselo a este último. Lo averigüé más tardé; es algo diabólico.
“Recorrimos el acantilado buscando un sitio fácil por
donde trepar. Por lo menos lo buscaba yo. Tweel podría haber saltado el
obstáculo fácilmente, porque los acantilados eran más bajos que los de Thyle,
quizás unos veinte metros. Al fin dimos con un lugar adecuado y empecé a
trepar, maldiciendo el voluminoso tanque de agua amarrado a mi espalda y lo
mucho que dificultaba mi escalada. De pronto oí un sonido que creí reconocer.
“Ya saben cuán engañosos resultan los sonidos en este
aire tan tenue. Un disparo suena como el descorche de una botella. Pero esta
vez no había dudas: era el zumbar de un cohete. En efecto, a unos quince
kilómetros hacia el oeste, entre yo y la puerta de sol, estaba nuestra segunda
nave auxiliar”.
–Era yo –dijo Putz–. Te estaba buscando.
–Sí, lo comprendí. Pero, ¿de qué me servía? Me aferré al acantilado
y grité mientras hacía señas con una mano. Tweel vio también la navecilla y se
puso a trinar y a graznar saltando hasta lo alto de la barrera y elevándose
luego en el aire. Y mientras yo miraba, el aparato desapareció zumbando entre
las sombras del sur.
“Trepé hasta lo alto del acantilado. Tweel aún seguía
apuntando y graznando excitadamente, elevándose hasta el cielo y cayendo luego
en barrena para hundir su pico en el suelo. Apunté hacia el sur y hacia mí
mismo y dije ‘sí, sí, sí’, pero en cierto modo conjeturé que él pensaba que
aquella cosa volante era un allegado mío, probablemente un pariente. Quizá
cometí una injusticia contra su intelecto; ahora sé que fue así.
“Me sentía amargamente decepcionado por mi fracaso en
llamar la atención. Dispuse mi saco de dormir y me metí dentro, porque
arreciaba el frío de la noche. Tweel hundió el pico en la arena, alzó las patas
y los brazos y se quedó como uno de los arbustos sin hojas que hay por aquí.
Creo que permaneció de este modo toda la noche”.
–¡Mimetismo protector! –exclamó Leroy–. ¿Lo ves? ¡Es una
criatura del desierto!
–Por la mañana –continuó Jarvis–, nos pusimos de nuevo en
marcha. No habíamos avanzado más de cien metros por Xanthus cuando vi una cosa
rara, una cosa que estoy seguro de que Putz no ha fotografiado.
“Una línea de diminutas pirámides de no más de quince
centímetros de altura se extendía por toda la superficie de Xanthus que yo
podía abarcar con la vista. Pequeños edificios hechos de pequeñísimos
ladrillos, edificios huecos y truncados, o por lo menos rotos en la cúspide y
vacíos. Se los señalé a Tweel y pregunté ‘¿Qué?’, pero él lanzó algunos
graznidos negativos para indicar, supongo, que no lo sabía. Así pues,
continuamos, siguiendo la fila de pirámides.
“¡Muchachos, seguimos aquella línea durante horas! Al
cabo de un rato, noté una cosa rara: las pirámides se iban haciendo mayores. El
mismo número de ladrillos en cada una, pero los ladrillos eran mayores.
“Al mediodía me llegaban ya al hombro. Miré algunas:
todas iguales, rotas en la cúspide y vacías. Examiné también un ladrillo o dos;
eran sílice, y tan viejos como la creación misma”.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Leroy.
–Estaban gastados, con las aristas redondeadas. El sílice
no se estropea fácilmente, ni siquiera en la Tierra, y con este clima…
–¿Qué edad les calculas?
–Cincuenta mil… cien mil años. ¿Cómo podría decirlo? Las
pirámides pequeñas que vimos por la mañana eran más antiguas, quizá diez veces
más. Se desmoronaban, ¿Qué edad podrían tener? ¿Medio millón de años? ¿Quién
sabe? –Jarvis hizo una pausa–. Bueno –continuó–, seguimos la línea. Tweel
apuntaba a las pirámides y dijo “roca” una o dos veces, pero esa era una
palabra que había repetido con mucha frecuencia. Además, en cierto modo, tenía
más o menos razón.
“Traté de sonsacarlo. Señalé a una pirámide y le pregunté
‘¿Gente?’, indicándonos a nosotros dos; repuso con una especie de cloqueo
negativo y dijo: ‘No, no, no. No uno uno dos. No dos dos cuatro’, mientras se
frotaba el estómago. Lo miré fijamente y él continuó con la musiquilla: ‘No uno
uno dos. No dos dos cuatro’”.
–¡Esa es la prueba irrefutable! –exclamó Harrison–.
¡Locuras!
–Eso crees, ¿eh? –inquirió Jarvis sarcásticamente–. Pues
bien, yo me figuré algo muy distinto. “No uno uno dos”. Por supuesto no lo
captas todavía, ¿verdad?
–En absoluto. Ni creo que lo captes tú.
–Yo creo que sí. Tweel estaba utilizando las pocas
palabras inglesas que conocía para enunciar una idea muy compleja. Permíteme
que te pregunte, ¿en qué te hacen pensar las matemáticas?
–Pues… en astronomía. O… en lógica.
–Eso es “No uno uno dos”. Tweel estaba diciéndome que los
constructores de las pirámides no eran gente, o que no eran inteligentes, que
no eran criaturas dotadas de razón. ¿Me comprendes?
–¡Uf, que me aspen!
–Probablemente te asparán.
–¿Por qué –intervino Leroy –se frotaba el estómago?
–Está claro, mi querido biólogo. Porque allí es donde
tiene el cerebro. No en su diminuta cabeza, sino en el centro de su cuerpo.
–¡Es imposible!
–No, en Marte no lo es. Esta flora y esta fauna no son
terráqueas, tus biópodos lo demuestran –Jarvis sonrió burlonamente y siguió su
narración–: Como quiera que sea, seguimos caminando por Xanthus y ya mediada la
tarde sucedió otra cosa rara. Las pirámides se acabaron.
–¿Se acabaron?
–Sí, y el misterio radicaba en la última, ya casi de tres
metros. ¿No comprenden? Quienquiera que fuese, el que la construyó estaba
todavía dentro. Lo habíamos seguido desde sus orígenes de medio millón de años
antes hasta la actualidad.
“Tweel y yo nos dimos cuenta casi al mismo tiempo. Monté
mi pistola, en la que tenía un cargador de balas explosivas y Tweel, rápido
como un prestidigitador, sacó de su bolsa un curioso y pequeño revólver de
cristal. Se parecía mucho a nuestras armas, con la diferencia de que la culata
era mayor para acomodarse a su mano. Empuñamos nuestras armas mientras nos acercábamos
a la última pirámide.
“Tweel fue el primero en ver el movimiento. Las hileras
superiores de ladrillos estaban siendo desplazadas y, de pronto, se deslizaron
a un lado con un ligero crujido. Y entonces… algo… algo empezó a salir.
“Apareció un largo brazo de un gris plateado y detrás un
cuerpo blindado. Blindado, quiero decir, recubierto de escamas de un gris
plateado y mate. El brazo sacó al cuerpo de aquel hueco; la criatura quedó
tendida en la arena.
“Era una criatura indescriptible: cuerpo como con un solo
orificio que recordaba vagamente a una boca y dotado en ambos extremos de dos
brazos: flexible uno, rígido y aguzado el otro. Nada de más miembros, nada de
ojos, oídos, nariz, en fin, lo que se dice nada. Aquella cosa se arrastró unos
cuantos metros, metió su puntiaguda cola en la arena, se enderezó y se quedó
sentada.
“TweeI y yo permanecimos a la expectativa. Al cabo de
unos diez minutos nos llegó un leve crujido, un crepitar como el de un papel
que se arruga, y su brazo se movió hasta el agujero de la boca de donde
extrajo… ¡un ladrillo! El brazo colocó cuidadosamente el ladrillo en el suelo y
la cosa quedó de nuevo inmóvil.
“Otros diez minutos… otro ladrillo. Se trataba
simplemente de uno de los ladrilleros de la naturaleza, Yo estaba a punto de
apartarme y seguir caminando cuando Tweel apuntó a la cosa y dijo: ‘Roca’.
Contesté con un ‘hum’ y él lo repitió de nuevo. Luego, con acompañamiento de
algunos de sus trinos, dijo ‘No… no’, y lanzó dos o tres aspiraciones
sibilantes.
“Lo curioso es que comprendí lo que quería decir.
Pregunté: ‘¿No respira?’, y expliqué con gestos la palabra. Tweel quedó
entusiasmado; dijo: ‘¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no respira!’ Luego dio un salto y
terminó clavando la nariz a un paso del monstruo.
“Ya pueden imaginar lo turbado que quedé. El brazo se
alzaba en busca de un ladrillo y temí ver a Tweel atrapado y prensado, pero no
ocurrió nada de eso, Tweel se colocó junto a la criatura y el brazo agarró el
ladrillo y lo colocó pulcramente junto al primero. Tweel le rozó el cuerpo y
dijo: ‘Roca’ y yo tuve bastantes agallas para acercarme y mirar.
“De nuevo Tweel tenía razón. La criatura era roca y no
respiraba”.
–¿Cómo lo sabes? –inquirió Leroy, encendidos de interés
sus negros ojos.
–Porque soy químico. ¡La bestia estaba hecha de sílice!
Debía de haber silicio puro en la arena y ella vivía a sus expensas. ¿Lo
comprenden? Nosotros, Tweel y esas plantas de ahí fuera, incluso los biópodos,
son vida de carbono; en cambio, aquella cosa vivía por un conjunto diferente de
reacciones químicas. ¡Era vida de silicio!
–¡Vida silícea! –gritó Leroy–. Lo había sospechado y
ahora tenemos la prueba. Tengo que ir a verlo. Tengo que…
–¡Está bien, está bien! –dijo Jarvis–. Puedes ir a verlo.
El caso es que la cosa estaba allí, viva y sin embargo no viviente, moviéndose
cada diez minutos sólo para sacar un ladrillo. Esos ladrillos eran sólo su
material de desecho. ¿Comprendes, franchute? Nosotros somos carbono y nuestro
material de desecho es dióxido de carbono; esta cosa es silicio y su desecho es
dióxido de silicio, es decir, sílice. Pero el sílice es un sólido, de aquí los
ladrillos. La bestia los construye y cuando los ha colocado, se traslada a un
nuevo emplazamiento para comenzar otra vez. No es de extrañar que produjese
aquellos crujidos. ¡Una criatura viva de medio millón de años!
–¿Cómo sabes la edad? –preguntó Leroy frenéticamente.
–Seguimos el rastro de las pirámides desde el principio,
¿no es así? Si no fuese éste el constructor original de las pirámides, la serie
habría terminado en algún sitio antes de que lo encontráramos a él, ¿no les parece?
Habría terminado y empezado de nuevo con las pirámides pequeñas. Me parece que
es bastante simple.
“Pero él se reproduce… o trata de hacerlo, Antes de
extraer el tercer ladrillo proyectó con un nuevo crujido un enjambre de
aquellas bolitas de cristal. Son sus esporas, o huevos, o semillas, o como
queramos llamarlas. Fueron flotando sobre Xanthus como habían flotado sobre
nosotros en el Mare Chronium. También tengo el presentimiento de cómo
funcionan; esto lo digo para que tomes nota, Leroy. Creo que la cáscara de
cristal de sílice no es más que una cubierta protectora, como la cáscara de un
huevo, y que el principio activo es el olor que hay dentro. Es una especie de
gas que ataca al silicio y, si la cáscara se rompe cerca de un depósito de este
elemento, se inicia una reacción que desemboca en una bestia como la que les he
descrito.
–¡Habrá que probarlo! –exclamó el bajito francés–.
Debemos romper una para ver.
–¿Sí? Bueno, pues yo lo hice. Rompí unas cuantas contra
la arena. ¿Quieren volver dentro de unos diez mil años para ver si planté
algunos monstruos constructores de pirámides? Será muy probable que para esa
fecha puedan comprobarlo –Jarvis se detuvo e hizo una inspiración profunda–.
¡Cielos! ¡Qué criatura tan absurda! ¿Se la imaginan? Ciega, sorda, sin nervios,
sin cerebro; simplemente un mecanismo y, sin embargo…. inmortal. Limitada a
hacer ladrillos, a construir pirámides mientras existan el silicio y el oxígeno.
E incluso después se limitará a pararse, no morirá. Y si los accidentes que se
produzcan dentro de un millón de años le aportan de nuevo su comida, allí
estará dispuesta a caminar de nuevo, en tanto que los cerebros y civilizaciones
formarán parte del pasado. Una extraña bestia, pero encontré otra más rara aún.
–Si la encontraste, debió ser en sueños –gruñó Harrison.
–Tienes razón –dijo Jarvis lacónicamente–. En cierto modo
tienes razón. ¡La bestia de los sueños! Es el mejor nombre para ella, y es la
más hostil, y terrorífica creación que uno pueda imaginar. Más peligrosa que un
león, más insidiosa que una serpiente.
–¡Cuéntame! –rogó Leroy–. ¡Tengo que ir a verla!
–No, a ese diablo no –hizo de nuevo una pausa–. Bien
–continuó–, Tweel y yo abandonamos a la criatura de las pirámides y seguimos
caminando por Xanthus. Yo estaba cansado y bastante triste por el hecho de que
Putz no me hubiese recogido y los cloqueos de Tweel me atacaban los nervios,
así como sus picados en barrena. Así pues, me limitaba a caminar sin decir
palabra, hora tras hora, por aquel monótono desierto.
“Hacia media tarde avistamos una línea oscura en el
horizonte. Yo sabía lo que era. Era un canal; lo había sobrevolado en el cohete
y eso significaba que sólo habíamos recorrido un tercio de la extensión de
Xanthus. Bonita idea, ¿no? Y sin embargo, aún disponía de tiempo para llegar en
la fecha marcada.
“Nos acercamos al canal lentamente; yo recordaba que este
canal estaba bordeado por una amplia franja de vegetación y que la Ciudad de
Cieno estaba en la orilla.
“Ya he dicho que estaba cansado. No hacía más que pensar
en una buena comida caliente, y de allí mis reflexiones se fueron encadenando:
pensé en lo bonito y hogareño que me parecería incluso Borneo después de este
loco planeta, en el pequeño y viejo Nueva York y, finalmente, en una muchacha a
la que conozco allí: Fancy Long. ¿La conocen?
–Una cantante –dijo Harrison–. He cantado el estribillo
de muchas de sus canciones. Bonita rubia; baila y canta en la hora de la Hierba
Mate.
–Esa es –aprobó Jarvis–. La conozco bastante bien, sólo
como amigos, ¿eh?, aunque acudió a vernos despegar en el Ares. Iba pensando en ella
mientras nos acercábamos a aquella línea de plantas elásticas.
“Y entonces exclamé: ‘¡Qué diablos…!’, y me quedé mirando
fijamente. Allí estaba Fancy Long, de pie bajo uno de aquellos árboles
retorcidos, tan clara como el día, sonriendo y saludándome con el brazo tal
como yo recordaba que había hecho cuando despegamos.
–Definitivamente se ve que estás loco –comentó el
capitán.
–Muchacho, en aquellos momentos casi te habría dado la
razón. Parpadeé, me pellizqué, cerré los ojos, luego volví a mirar, y allí
seguía estando Fancy Long sonriendo y saludando con el brazo. Tweel también
veía algo; graznaba y cloqueaba, pero yo apenas lo oía. Permanecía inmóvil
mirando a la muchacha, demasiado estupefacto para hacerme preguntas.
“No estaba a seis metros de ella cuando Tweel me alcanzó
con uno de sus saltos. Me agarró por un brazo, gritando: ‘¡No, no, no!’, con su
voz más aguda. Traté de sacudírmelo, era tan liviano como si estuviese hecho de
bambú, pero él clavó sus garras y chilló. Finalmente recobré algo de cordura y
me detuve a menos de tres metros de la muchacha. Allí estaba ella, con un
aspecto tan sólido como la cabeza de Putz”.
–¿Cómo dices? –preguntó el ingeniero.
–Sonreía y movía el brazo, movía el brazo y sonreía, y yo
estaba allí tan callado como Leroy, mientras Tweel cloqueaba y parloteaba.
“Comprendía que aquello no podía ser real, y sin embargo
allí estaba ella.
“Finalmente dije: ‘¡Fancy! ¡Fancy Long!’ Ella seguía
sonriendo y ondeando el brazo, pero con un aspecto tan real como si yo no la
hubiese dejado a una distancia de ochenta millones de kilómetros. Tweel había
sacado su pistola de cristal y estaba apuntando contra la muchacha. Lo agarré
por el brazo, pero intentó apartarme. La señaló y dijo: ‘¡No respira! ¡No
respira!’ y comprendí que quería decir que aquella Fancy Long no estaba viva.
¡Muchachos, la cabeza me daba vueltas!
“Sin embargo, se me ponía la carne de gallina al ver cómo
Tweel apuntaba su arma contra la muchacha. No sé cómo permanecí allí quieto
viéndolo afinar la puntería, pero lo hice. Apretó el gatillo, se produjo un
pequeño escape de vapor y Fancy Long desapareció. En su lugar pude ver uno de
esos retorcidos horrores negros en forma de brazos. Era la misma bestia que
antes había atrapado a Tweel.
“¡La bestia de los sueños! Permanecí allí mareado,
viéndola morir mientras Tweel trinaba y silbaba. Por fin, él me tocó el brazo,
señaló a aquella cosa que se retorcía y dijo: ‘Tú uno uno dos, él uno uno dos’.
Después que lo hubo repetido ocho o diez veces, capté el significado. ¿Lo capta
alguno de ustedes?”
–¡Sí! –chilló Leroy–. ¡Yo lo entiendo! Quiere decir que
tú piensas en algo, la bestia lo adivina y tú ves aquello en que estás
pensando. Un perro hambriento vería un gran hueso con carne. O lo olería, ¿no
es así?
–Exactamente –dijo Jarvis–. La bestia de los sueños
utiliza los anhelos y deseos de su víctima para atrapar a la presa. El pájaro,
en la estación de celo, querría ver a su pareja; el zorro, que busca su presa,
querría ver un indefenso conejo.
–¿Cómo consigue eso la bestia? –inquirió Leroy.
–¿Y cómo voy a saberlo? ¿Cómo se las arregla en la Tierra
una serpiente para hipnotizar a un pájaro y atraerlo hasta sus mandíbulas? ¿Y
no son capaces los peces de las profundidades de atraer a sus víctimas hasta la
propia boca? ¡Cielos! –exclamó Jarvis con un estremecimiento–. ¿No ven lo
insidioso que es el monstruo? Ahora estamos advertidos, pero en adelante no
podemos confiar ni siquiera en nuestros propios ojos. Podrían estar viéndome, o
yo podría ver a uno de ustedes, y otra vez pudiera darse el caso de que aquello
no fuese sino otro de esos negros horrores.
–¿Cómo se dio cuenta tu amigo? –preguntó el capitán
bruscamente.
–¿Tweel? Es lo que me pregunto yo también. Quizás él
estaba pensando en algo que no era posible que me interesara y cuando empecé a
acercarme comprendió que yo veía algo distinto y cayó en la cuenta. O tal vez
la bestia de los sueños sólo puede proyectar una visión única, y Tweel vio lo
que yo vi… o nada. No pude preguntárselo. Pero eso es otra prueba de que la
inteligencia de Tweel es igual que la nuestra, si no superior.
–¡Te digo que estás chiflado! –exclamó Harrison–. ¿Qué te
hace pensar que su intelecto pueda compararse con el humano?
–Muchas cosas. Primero la cuestión de la bestia de las
pirámides. Él nunca había visto ninguna; por lo menos eso es lo que dijo; sin
embargo, la reconoció como un autómata de silicio.
–Puede haber oído hablar de él –objetó Harrison–. Ya
sabes que él vive por aquí cerca.
–¿Y qué me dices respecto al lenguaje? Yo no pude
formarme ni la menor idea del suyo y él, en cambio, aprendió seis o siete
palabras del mío. ¿Y se dan cuenta de las ideas tan complejas que supo enunciar
sirviéndose simplemente de seis o siete de esas palabras? El monstruo de las
pirámides, la bestia de los sueños… En una sola frase me dijo que uno era un
autómata inofensivo y el otro un poderosísimo hipnotizador. ¿Qué opinan de eso?
–¡Hum! –dijo el capitán.
–Todo lo “hum” que quieras, pero, ¿podrías haber hecho
eso sabiendo sólo seis palabras de inglés? ¿Podrías haber conseguido incluso
más, como lo consiguió Tweel, y decirme que otra criatura era de una especie de
inteligencia tan diferente de la nuestra, que la comprensión resultaba
imposible, mucho más imposible que entre Tweel y yo?
–¿A qué clase de criaturas te refieres?
–Eso vendrá más tarde. Lo que quiero recalcar es que
Tweel y su raza son merecedores de nuestra amistad. En algún sitio de Marte, ya
verán como tengo razón, hay una civilización y una cultura semejantes a la
nuestra, y la comunicación es posible entre ellos y nosotros; Tweel lo
demuestra. Puede que eso exija años de pacientes ensayos, porque sus mentes nos
resultan extrañas, pero menos extrañas que las mentes con que topé más tarde…
si son mentes.
–¿A qué te refieres?
–A la gente que hay en las ciudades de barro a lo largo
de los canales –Jarvis frunció el ceño y continuó luego su narración–: Yo creía
que la bestia de los sueños y el monstruo de silicio eran los seres más
extraordinarios concebibles, pero estaba equivocado. Las criaturas a las que
voy a referirme son todavía menos comprensibles que cualquiera de las otras
dos, y desde luego mucho menos comprensibles que Tweel, con quien cabe la
posibilidad de trabar amistad e incluso, a fuerza de paciencia y concentración,
llegar a un intercambio de ideas.
“El caso es –prosiguió– que abandonamos a la moribunda
bestia de los sueños, dejándola retirarse a su cubil, y avanzamos hacia el
canal. El suelo estaba recubierto por una alfombra de aquellas raras hierbas
andadoras que se apartaban a nuestro paso. Cuando llegamos a la orilla, vimos
que por el canal fluía un débil hilo de agua amarilla. La ciudad de barro que
había divisado desde el cohete estaba aproximadamente a unos dos kilómetros a
la derecha y sentía curiosidad por echarle un vistazo.
“Ofrecía el aspecto de estar deshabitada, pero, por si
había criaturas emboscadas con propósitos hostiles, Tweel y yo empuñábamos
nuestras armas. Dicho sea de paso, la de Tweel era un artilugio interesante. La
examiné después del episodio de la bestia de los sueños: disparaba una pequeña
esquirla de cristal, envenenada supongo, y calculo que en un cargador había por
lo menos cien proyectiles. La propulsión era a vapor, vapor puro y simple”.
–¿Vapor? –exclamó Putz–. ¿Qué clase de vapor?
–De agua, por supuesto. El cristal de la empuñadura
transparentaba dos cámaras, una llena de agua y la otra de un líquido espeso y
amarillento. Cuando Tweel apretaba la empuñadura, porque en realidad no había
ningún gatillo o disparador, una gota de agua y una gota de aquella materia
amarillenta penetraban en la cámara de combustión, y el agua se convertía en
vapor. No es tan difícil; creo que podríamos utilizar el mismo principio. El
ácido sulfúrico concentrado calentaría el agua casi hasta el punto de ebullición,
y lo mismo lo harían la cal viva, el potasio o el sodio…
“Naturalmente, su arma no tenía el alcance de la mía,
pero no resultaba tan mala en este aire enrarecido. Además, contenía tantos
proyectiles como una pistola de vaquero en una película del oeste y era eficaz,
por lo menos contra la vida marciana. Yo la probé, disparando contra una de
aquellas plantas extravagantes, y que me aspen si la planta no se marchitó y se
desplomó. Por eso creo que las esquirlas de cristal estaban envenenadas.
“El caso es que seguimos andando hacia la ciudad de
barro. Empezaba a preguntarme si los constructores de la ciudad serían los que
habían excavado los canales. Señalé a la ciudad y luego al canal, pero Tweel
dijo ‘No, no, no’ y con un ademán señaló hacia el sur. Interpreté que con aquel
gesto quería decir que era otra raza la que había creado el sistema de canales,
quizá la gente de Tweel. No lo sé; tal vez haya otra raza inteligente en el
planeta, o una docena. Marte es un pequeño mundo raro.
“A unos cien metros de la ciudad cruzamos una especie de
carretera, una simple senda de barro apisonado y, sorpresa, vimos avanzar por
ella a uno de los constructores de montecillos.
“¡Muchachos!, cuesta trabajo hablar de seres tan
fantásticos, parecía un barril trotando sobre cuatro patas. No tenía cabeza: el
extremo superior del cuerpo era un diafragma tan tenso como la piel de un
tambor. Amén de las patas el cuerpo, rodeado por completo de una hilera de
ojos, proyectaba otros cuatro tentáculos.
“Y eso era todo. El extraño ser pasó como un rayo junto a
nosotros empujando una carretilla. Ni siquiera advirtió nuestra presencia,
aunque me pareció observar que sus ojos se modificaban un poco al pasar a
nuestra altura.
“Un momento más tarde se acercó otro, empujando una
carretilla vacía. Y luego un tercero, que también nos ignoró. Bueno, yo no iba
a consentir que un montón de barriles jugando al tren me tratase con tal
menosprecio, así que, cuando se acercó el cuarto, me planté en medio del
camino, dispuesto a apartarme de un salto si aquella cosa no se paraba.
“Pero se detuvo y lanzó una especie de redoble. Yo
extendí las manos y dije: ‘Somos amigos’. ¿Y qué creen que hizo la cosa
aquella?”
–Imagino que responder: “encantado de conocerlo” –sugirió
Harrison.
–No me habría sorprendido más de haber hecho esto.
Redobló sobre su diafragma y atronó de pronto: “somos amigos”. Y, sin más,
empujó malignamente su carretilla contra mí. Me aparté de un salto y me quedé
mirando como un estúpido a aquella cosa que se alejaba. Un minuto más tarde
otro de aquellos barriles pasó a la carrera. No se detuvo, sino que simplemente
redobló: “somos amigos” y siguió corriendo. ¿Cómo había aprendido la frase?
¿Estaban todas aquellas criaturas comunicadas entre sí? ¿Eran todas ellas
partes de algún organismo central? Lo ignoro, aunque creo que Tweel sí lo sabe.
“Como quiera que sea, las criaturas continuaban pasando
junto a nosotros, cada una de ellas saludándonos con la misma frase. Llegó a
ser cómico; nunca pensé encontrar tantísimos amigos en esta bola dejada de la
mano de Dios. Finalmente miré a Tweel con un gesto de perplejidad; imagino que
me comprendió, porque dijo: ‘Uno uno dos sí, dos dos cuatro, no’. ¿Entienden?”
–Claro –dijo Harrison–. Debe tratarse de una rima
infantil marciana.
–Nada de eso. Estaba ya acostumbrándome al simbolismo de
Tweel e interpreté su declaración de esta manera: “Uno uno dos, sí”: las
criaturas eran inteligentes; “dos dos cuatro, no”: su inteligencia no era de
nuestro tipo, sino algo distinto, más allá de la lógica del dos y dos son
cuatro. Tal vez me equivoqué, tal vez había querido dar a entender que sus
mentes eran de grado inferior, capaces de concebir las cosas simples, “uno uno
dos, sí”, pero no cosas más difíciles, “dos dos cuatro, no”. Pero creo, por lo
que vimos más tarde, que mi interpretación había sido correcta.
“Al cabo de pocos momentos las criaturas volvieron
corriendo. Traían ahora las carretillas llenas de piedras, arena, trozos de
plantas gelatinosas y desperdicios por el estilo. Zumbaban sus amistosos
saludos, que realmente no lo parecían tanto y seguían corriendo. Supuse que el
cuarto era mi primer conocido y decidí tener otra charla con él. Me planté en
su camino y aguardé.
“Se acercó lanzando su ‘somos amigos’ y se detuvo. Me
quedé mirándolo; cuatro o cinco de sus ojos se fijaron en mí. Probó otra vez su
contraseña y dio un empujón a su carretilla, pero permanecí firme. Y entonces
la repugnante criatura alargó uno de sus brazos y dos dedos que parecían pinzas
me apretaron la nariz”.
Harrison estalló en una salvaje risotada.
–Quizás esas cosas poseen un afinado sentido de la
belleza –proclamó entusiasmado.
–Ríe cuanto quieras –gruñó Jarvis–. Yo había recibido ya
un golpe en la nariz y la tenía escocida por la escarcha. No pude por menos que
gritar un “¡ay!” de dolor y hacerme a un lado. La criatura siguió su camino,
pero a partir de entonces el saludo de todas ellas fue “somos amigos. Ay”.
¡Extravagantes bestias!
“Tweel y yo seguimos la carretera. Esta se hundía
simplemente en una abertura y bajaba como una vieja contramina. De un lado a
otro pasaba a toda prisa la gente-barril, saludándonos con su eterna frase.
“Miré hacia el interior. En algún sitio, allá abajo, se
divisaba un poco de luz y sentí curiosidad por verla. No parecía una antorcha,
ya me comprenden, sino que tenía el aspecto de una luz más civilizada y pensé
que aquello podría proporcionarme una pista en cuanto al índice de desarrollo
de aquellos seres. Así pues, entré y Tweel me siguió pisándome los talones, no
sin antes proferir unos cuantos cloqueos y graznidos.
“La luz era curiosa. Chisporroteaba y resplandecía como
un viejo arco voltaico, pero procedía de una sola varilla negra empotrara en la
pared del corredor. Era eléctrica, sin duda alguna. Por lo visto, las criaturas
estaban bastante civilizadas.
“Luego vi otra luz que lucía sobre algo resplandeciente y
me acerqué a mirar, pero se trataba sólo de un montón de arena brillante. Me
volví hacia la entrada para marcharme y creí que me la había tapado el diablo.
“Supuse que el corredor era curvo o que me había metido
por un pasillo lateral, Desanduve el camino en la dirección que intuí correcta
y todo lo que encontré fueron más corredores sumidos en la penumbra. ¡Aquello
era un laberinto! No había más que retorcidos pasillos que corrían en todas
direcciones, alumbrados por alguna que otra luz. De vez en cuando pasaba una
criatura corriendo, a veces con una carretilla, a veces sin ella.
“Al principio no me preocupé mucho, Tweel y yo sólo
habíamos avanzado unos cuantos metros desde la entrada. Pero cada paso que
dábamos parecía internarnos más y más en las profundidades. Finalmente decidí
seguir a una de las criaturas que llevaba una carretilla vacía, pensando que
ella tendría que salir en busca de sus materiales, pero la verdad era que
corría sin rumbo de un pasillo a otro. Cuando empezó a dar vueltas alrededor de
una de las pilastras como un danzarín japonés, me di por vencido, deposité mi
tanque de agua en el suelo y me senté.
“Tweel estaba tan desconcertado como yo. Apunté hacia
arriba y él dijo ‘No, no, no’ en una especie de desvalido trino. Y no podíamos
conseguir ninguna ayuda de los nativos; no nos prestaban atención en absoluto,
excepto para asegurarnos que éramos amigos, ay.
“¡Cielos! No sé cuántas horas o cuántos días vagamos por
allí. Me quedé dormido dos veces de puro agotamiento. En cuanto a Tweel, nunca
parecía sentir esta necesidad. Tratamos de avanzar únicamente por los
corredores que ascendían, pero la verdad es que tan pronto subían como se
hundían en las profundidades. La temperatura en aquel maldito hormiguero era
constante; no se podía distinguir el día de la noche y después de mi primer
sueño no supe si había dormido una hora o trece, por lo cual no podía decir por
mi reloj si era medianoche o mediodía.
“Vimos muchísimas cosas extrañas. Había máquinas que
funcionaban en algunos de los corredores, pero no parecía que estuviesen
haciendo nada, simplemente ruedas que giraban. Y en varias ocasiones vi a dos
bestias-barriles con un pequeño creciendo entre ambas”.
–¡Partenogénesis! –se entusiasmó Leroy–. Partenogénesis
por injertos, como los tulipanes.
–Así será, si tú lo dices, franchute –convino Jarvis–.
Aquellas cosas no nos prestaban la mínima atención, excepto, como ya he dicho,
para saludarnos. Parecían no tener ninguna clase de vida hogareña, sino que se
limitaban a correr con sus carretillas y a traer desechos. Por fin descubrí lo
que hacían con éstos.
“Acertamos a dar con un corredor que avanzaba hacia
arriba largo trecho. Tenía el presentimiento de que debíamos estar cerca de la
superficie cuando, de pronto, el pasillo desemboca en una cámara abovedada, la
única que habíamos visto. La verdad es que tuve ganas de ponerme a bailar
cuando vi algo que se asemejaba a la luz del día a través de una rendija del
techo.
“En aquella habitación había una especie de máquina,
simplemente una enorme rueda que giraba con lentitud, Una de las criaturas
estaba en aquel momento arrojando sus desechos bajo la rueda. Ésta los aplastó
con un crujido –arena, piedras, plantas– convirtiéndolo todo en un polvo que
voló hacia alguna parte. Mientras mirábamos, otros descargaban sus carretillas,
repitiendo el proceso. Eso parecía ser todo. Aparentemente no había razón alguna
para todo aquello, pero eso es característico de este chiflado planeta. Y aún
presenciamos otro hecho más increíble, si cabe.
“Una de las criaturas, después de haber arrojado su
carga, apartó su carretilla a un lado y tranquilamente se arrojó ella misma
bajo la rueda. Vi cómo era aplastada y me quedé tan estupefacto, que no pude
exhalar el menor sonido. Pero un momento después otra la seguía. Hacían aquello
de un modo perfectamente metódico; una de las criaturas sin carretilla se hizo
cargo de la carretilla abandonada.
“Tweel no parecía sentirse sorprendido; le señalé al
suicida siguiente, y se limitó a hacer el encogimiento de hombros más humano
que pueda imaginarse, como si estuviera diciendo: ‘¿Qué puedo hacer respecto a
eso?’
“Luego vi otra cosa más. En algún sitio más allá de la
rueda había algo brillante sobre una especie de pedestal bajo. Me acerqué; era
un cristal del tamaño aproximado de un huevo que resplandecía como el más
fabuloso brillante. La luz que irradiaba me dio en las manos y en la cara casi
como una descarga estática y entonces noté algo curiosísimo. ¿Recuerdan aquella
verruga que tenía en el pulgar izquierdo? ¡Miren! –Jarvis extendió la mano–. Se
secó y se desprendió, así, con esa sencillez. Y en cuanto a mi zarandeada
nariz, el dolor desapareció como por ensalmo. Aquella cosa tenía la propiedad
de fuertes rayos X o radiaciones gamma, sólo que en mayor proporción; destruía
los tejidos enfermos y dejaba indemnes los sanos.
“Estaba pensando el regalo que sería llevar aquello a la
madre Tierra cuando me interrumpió un gran alboroto. Retrocedimos al otro lado
de la rueda con tiempo para ver cómo volcaba una de las carretillas. Por lo
visto, algún suicida se había descuidado.
“De pronto las criaturas empezaron a zumbar y a redoblar
alrededor de nosotros y su ruido era claramente amenazador. Un grupo avanzó
hacia donde estábamos; retrocedimos por lo que creí que era el pasillo por
donde habíamos entrado, y entonces se lanzaron detrás de nosotros, unos con sus
carretillas, otros sin ellas. ¡Extravagantes brutos! Había todo un coro de ‘somos
amigos, ay’. No me gustaba el ‘ay’; era demasiado sugestivo.
“Tweel había sacado su pistola de cristal; yo me
desprendí de mi tanque de agua para tener más libertad de movimiento. Y saqué
la mía. Retrocedimos corredor arriba con unas veinte bestias-barriles
persiguiéndonos. Cosa rara: las que entraban con carretillas cargadas se movían
a pocos centímetros de nosotros sin concedernos una mirada.
“Tweel debió haberse fijado en eso. De pronto sacó aquel
encendedor suyo de carbón al rojo y tocó una carretilla cargada de pedazos de
plantas. ¡Bum! Toda la carga empezó a arder y la estúpida bestia siguió
empujándola sin aflojar el paso. Pero de cualquier modo causó alguna
perturbación entre nuestros ‘somos amigos’, y luego noté que el humo subía y
bajaba en remolinos junto a nosotros. Así descubrimos la entrada.
“Agarré a Tweel y nos precipitamos afuera, perseguidos
por unas veinte bestias. La luz del día me pareció el paraíso, aunque noté en
seguida que el Sol estaba a punto de ponerse. Mal síntoma, porque no podría
sobrevivir sin mi saco térmico en una noche marciana. Las cosas iban empeorando
rápidamente. Nos acorralaron en un ángulo entre dos montículos, y allí nos
detuvimos. Ni yo ni Tweel habíamos disparado; no tenía objeto irritar a los
brutos. Se detuvieron a corta distancia y empezaron sus zumbidos acerca de la
amistad y de los ayes.
“Luego las cosas empeoraron más. Un barril acudió con una
carretilla y todos la rodearon y se fueron apartando con puñados de dardos de
cobre de unos tres centímetros de longitud y de aspecto bastante aguzado. Y de
pronto uno de los dardos me pasó rozando la oreja. Había que disparar o morir.
“Durante algún tiempo lo hicimos bastante bien.
Liquidamos a los que estaban más cerca de la carretilla y conseguimos reducir
los dardos a un mínimo, pero de pronto hubo un tormentoso estruendo de ‘amigos’
y ‘ayes’ y todo un ejército salió de su cueva.
“Muchachos, estábamos atrapados y yo lo sabía. Luego caí
en la cuenta de que Tweel no lo estaba. Podría haber dado un salto sobre el
montículo que teníamos detrás como quien no quiere la cosa. ¡Se quedaba por mí!
“Me habría echado a llorar si hubiese tenido tiempo.
Tweel me había sido simpático desde el principio, pero aun suponiendo que
tuviese que estarme agradecido por haberlo salvado de la bestia de los sueños,
ya había hecho bastante por mí, ¿no? Lo agarré por el brazo y dije ‘Tweel’ y
señalé arriba, y él comprendió. Dijo ‘No, no, Dick’ y avanzó con su pistola de
cristal.
“¿Qué podía hacer yo? De cualquier modo me quedaría
convertido en un témpano cuando se pusiera el sol, pero aquello no podría
explicárselo. Dije: ‘Gracias, Tweel. Eres todo un hombre’. Y sentí que no le
estaba haciendo ninguna clase de cumplido. ¡Un hombre!
“Hay pocos hombres con suficientes agallas para hacer lo
que él estaba haciendo.
“Así pues, empezamos a disparar con nuestras respectivas
pistolas y los barriles no dejaban de lanzar dardos y acercarse a nosotros
proclamando que éramos amigos. Yo había renunciado a toda esperanza. Pero de
pronto un ángel descendió del cielo en forma de Putz y con sus cohetes
inferiores hizo añicos a los barriles.
“Lancé un grito y me precipité hacia el cohete; Putz
abrió la puerta y entré, riendo, llorando y gritando. Sólo al cabo de un
momento me acordé de Tweel; miré en torno con el tiempo suficiente para verlo
alzarse en uno de sus vuelos en picado por encima del montículo y alejarse.
“Tuve una larga discusión con Putz para que lo siguiera.
Pero cuando el cohete se elevó, la oscuridad ya había descendido; ya saben cómo
llega aquí: como cuando se apaga una luz. Volamos sobre el desierto y
descendimos a ras de suelo un par de veces. No logramos encontrarlo; él podía
viajar como el viento y todo lo que conseguí o que me imaginé conseguir a las
llamadas que lancé fue un débil trino, un gorjeo que llegaba del sur. Tweel se
había ido y ¡que me aspen, me gustaría que no lo hubiese hecho!”
Los cuatro hombres del Ares se quedaron silenciosos,
incluso el sarcástico Harrison. Por último, el bajito Leroy rompió el silencio:
–Me gustaría ver todo eso –murmuró.
–Sí –dijo Harrison–. Y el curaverrugas. Una lástima que lo
perdieras; podría tratarse de la cura del cáncer que la humanidad lleva
esperando desde hace siglo y medio.
–¡Oh, en cuanto a eso…! –Masculló Jarvis sombríamente–.
Fue por lo que empezó la pelea –se sacó de un bolsillo un objeto
resplandeciente–: Aquí está.
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