Julio Cortázar
El centro de la imagen serán los malvones, pero hay
también glicinas, verano, mate a las cinco y media, la máquina de coser,
zapatillas y lentas conversaciones sobre enfermedades y disgustos familiares,
de golpe un pollo dejando su firma entre dos sillas o el gato atrás de una
paloma que lo sobra canchera. Todo eso huele a ropa tendida, a almidón azulado
y a lejía, huele a jubilación, a factura surtida o tortas fritas, casi siempre
a radio vecina con tangos y los avisos del Geniol, del aceite Cocinero que es
de todos el primero, y a chicos pateando la pelota de trapo en el baldío del
fondo, el Beto metió el gol de sobrepique.
Tan
convencional todo, tan dicho que Lucas de puro pudor busca otras salidas, a la
mitad del recuerdo decide acordarse de cómo a esa hora se encerraba a leer a
Homero y Dickson Carr en su cuartito atorrante para no escuchar de nuevo la
operación del apéndice de la tía Pepa con todos los detalles luctuosos y la
representación en vivo de las horribles náuseas de la anestesia, o la historia
de la hipoteca de la calle Bulnes en la que el tío Alejandro se iba hundiendo
de mate en mate hasta la apoteosis de los suspiros colectivos y todo va de mal
en peor, Josefina, aquí hace falta un gobierno fuerte, carajo. Por suerte la
Flora ahí para mostrar la foto de Clark Gable en el rotograbado de La Prensa
y rememurmurar los momentos estelares de Lo que el vierto se llevó. A
veces la abuela se acordaba de Francesca Bertini y el tío Alejandro de Barbara
La Marr que era la mar de bárbara, vos y las vampiresas, ah los hombres, Lucas
comprende que no hay nada que hacer, que ya está de nuevo en el patio, que la
tarjeta postal sigue clavada pare siempre al borde del espejo del tiempo,
pintada a mano con su franja de palomitas, con su leve borde negro.
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