Emilia Pardo Bazán
El
pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas
de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada,
la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror
misterioso.
Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero,
bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas
y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea
encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.
Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en
la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y
con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un
pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de
la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió
el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería,
ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.
Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea,
y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de
las sombras.
La capa vasta, flotante, color de
humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía
hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía
acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si
recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero
le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso
no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla
psíquica.
–¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú?
–articuló ansiosamente, interrogando–. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo
me honra acudiendo a mi invocación?
El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara.
En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La
voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.
–No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese
sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado
vosotros.
El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro,
invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría,
lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia
antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe
en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío… es el Tiempo,
¡el Tiempo soberano!
–Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir
a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes
que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida… Durante toda
ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir.
Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir
“uno más”, dije “uno menos”. Ahora mismo acabas de robarme un año… ¡Me lo ha anunciado
la lengua de bronce de ese reloj!
–En suma: ¿quieres librarte de mí? –exclamó el espectro.
–De tu poder infinito… Nada te resiste: eres el vencedor.
Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla
ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!
–¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya
no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en
qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para
no volver… En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles
fórmulas de Suleimán, hijo de David.
–No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba…
Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.
–¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con
lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que
consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado;
una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la
estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados,
el cuerpo tembloroso del pensador.
–Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya
eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas heroicas.
Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir
las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre
el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.
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