Gustavo Adolfo Bécquer
I
Margarita lloraba
con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían
silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer
en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto
a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla
y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y
todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban;
el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles
del soto.
Así
transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro
de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse
vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron
apareciendo las mayores estrellas.
Pedro
rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada
y como si hablase consigo mismo:
–¡Es
imposible… imposible!
Después,
acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento
más cariñoso y suave:
–Margarita,
para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo
tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara
parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que
va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano
oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el
ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido
el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel
por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: “¿Dónde está
el escudero favorito del conde de Gómara?” Y mi señor callará con vergüenza, y sus
pajes y sus bufones dirán en son de mofa: “El escudero del conde no es más que un
galán de justas, un lidiador de cortesía”.
Al
llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos
en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su
voz se ahogó en un sollozo.
Pedro,
con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
–No
llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para
mi nombre oscuro. El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla,
y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces
volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes,
donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla. Volveré,
te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse
en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
–¡Pedro!
–exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme–. Ve,
ve a mantener tu honra.
–Y
al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante.
Después añadió con acento más sordo y conmovido:
–Ve
a mantener tu honra; pero vuelve… vuelve a traerme la mía.
Pedro
besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles
del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita
siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de
la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde
le aguardaban sus hermanos.
–Ponte
tus vestidos de gala –le dijo uno de ellos al entrar–, que mañana vamos a Gómara
con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
–A
mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver –respondió
Margarita con un suspiro.
–Sin
embargo –insistió el otro hermano–, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta
y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo
y que tus amores se van a la guerra.
II
Apenas rayaba
en el cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara
la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en
numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón
señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos
sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más
allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que
los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse,
cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas
del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras
se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco
que conducía al patio de armas.
La
multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre
en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron
la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz
alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra
de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda
a sus huestes.
A
los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus
escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después
vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un
potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus
calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido
de negro y rojo.
Precedían
al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra
llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus
pulmones.
Cuando
dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a oírse
un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de
largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer
los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las
cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego,
envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo,
formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por
último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas
y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido
de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al
verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso
vocerío se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como
herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla.
Era Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto
y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios
de la corona de Castilla.
III
El ejército de
Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla,
no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde,
una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de
los infieles.
El
conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,
terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en
el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no
ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A
un lado y de pie le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único
que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer
sobre su cabeza la explosión de su cólera.
–¿Qué
tenéis, señor? –le decía–. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate,
y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen
rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro
lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos,
y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto,
yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El
conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como
si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su
inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente,
le dijo con voz grave y reposada:
–He
sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora
he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme
bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de
querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de
nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos;
la pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido
del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de
la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado
de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros,
cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas picas para
recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos; el caballo estaba a
algunos pies de distancia cuando… créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole
de la brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a
las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros
por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto. “Cuando volabais a estrellaros
en la muralla de picas –me dijeron– ibais solo, completamente solo; por eso nos
maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete”.
Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación
el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma
mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo
después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo
esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he
visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire
una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar
mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre
se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate,
de día, de noche… Ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al
pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El
escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor,
no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz
profundamente conmovida:
–Venid…
salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras
sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los
cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda
del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte se
alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima
de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad,
y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve,
los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil
alzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que
desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La
empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había
traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la
Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también,
llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas
a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y
colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con
escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien
y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus
dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones
multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso
de su país, y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí
descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce
a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban
el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para
aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de
saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones
de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de
las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el galopar del hierro contra
el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación
de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas
de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban
a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar
con palabras.
El
conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto
hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a
la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se
mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad
ajena a la suya.
Próximo
a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda
que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas baratijas
que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad
romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro,
ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación
chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas; historias
de amores picarescos, con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban
de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas
tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas,
las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse
de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres
partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para
hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los
lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas
de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando
el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba
éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompaña en la
relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras
y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos
cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz
gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con
el mismo estribillo.
El
conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña,
el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que
embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance
se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al
oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio;
pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta
cantiga:
–I–
La
niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
–Te vas y acaso no tornes.
–Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
–II–
El
conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
–¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
–III–
Su
hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
–Nos has deshonrado, dice.
–Me juró que tornaría.
–No te encontrará si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
–IV–
Muerta
la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no se cubría;
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado
la última estrofa cuando, rompiendo el muro de curiosos que se apartaban con respeto
al reconocerle, el conde llegó a donde se encontraba el romero y, cogiéndole con
fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
–¿De
qué tierra eres?
–De
tierra de Soria –le respondió éste sin alterarse.
–¿Y
dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? –volvió
a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
–Señor
–dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable–:
esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se
refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios
han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en
que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién
toca cumplirla.
V
En un lugarejo
miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he visto
no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento
del conde.
Después
que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita,
y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó
el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al
pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar
la primavera, se cubre espontáneamente de flores.
La
gente del país dice que allí está enterrada Margarita.
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