Chelo Sierra
Llego
tarde al teatro. Un señor con levita que se parece a Pushkin se acerca a mí y,
con un acento raro, se ofrece a acompañarme hasta la mesa que tengo reservada
para ver el espectáculo. Lo sigo. Apenas unos pasos después, el de la levita se
transforma en una mujer pequeña y cejijunta que me recuerda a la Kalho,
continúo detrás de ella al ritmo de su cojera hasta que, ¡chas!, desaparece;
ahora la que me guía es una señora gordita y con corbata que me dice: esa es tu
mesa, princesa, la de color de fresa. Y me siento: el mago hace un rato que
está sobre el escenario. Dicen que resucita a los muertos, pero yo no me lo
creo.
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