Héctor G. Oesterheld
María
Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando
tronco del árbol.
Se estaba bien allí, a la sombra de
aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho
un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado
Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el
sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando
ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco
parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si
estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le
ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf–tuf–tuf. Hasta María Santos llegó el
ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a
Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos.
El brazo de Marisa descansaba en la
cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes
para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen
hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con
Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno
y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de
María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas,
viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a
Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a
María Santos, la abuela…
Porque María Santos no se adaptaría nunca –hacía
mucho que había renunciado a hacerlo– a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien,
que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo
con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de
acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura… De acuerdo con todo
eso; pero, ¡Marte era tan diferente!…
¡Qué no daría María Santos por un poco de
viento como el de la Tierra, con algún “panadero” volando alto!
–¿Duermes, abuela? –Roberto, el nieto,
viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
–No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
–¿No necesitas nada?
–No, nada.
–¿Seguro?
–Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no
acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse
de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la
juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser
joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por
qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas
enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto no conocía la Tierra; él
había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro,
como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires –la
capital–, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba
lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar
de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad,
en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por
ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba
delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se
cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban
barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más
allá.
Todo le interesaba a Roberto, el almacén
del barrio, la librería, la lechería… ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran
las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían… ¡Como si alguna vez María
Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla
recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se
aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que
araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero
están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un
contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como
si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse
el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf… El tractor llega hasta unos
cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo
sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte,
rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese
pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es
como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos
afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María
Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que
le pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos
rayos blancos…
“¡Panaderos!”
¡Sí, “panaderos”, semillas de cardo,
iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se
encabrita en el viejo pecho: “¡Panaderos!”
No más pastos amarillos: ahora hay una
calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los
bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos…
Callecita de barrio, callecita de
recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina,
con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un
hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de
su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas
tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón
cromado, el colmo de la elegancia.
“Panaderos” en el viento, viento alegre
que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan
redondas…
“Panaderos” como los que perseguía en el
patio de tierra del rancho allá en la provincia.
“¡Panaderos!”
El pecho de María Santos es un gran
tumulto gozoso.
“Panaderos” jugando en el aire, yendo a lo
alto.
Carlos
y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres
se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
–Ha muerto feliz… Mira, parece reírse.
–Sí… ¡Pobre doña María!…
–Fue una suerte que pudiéramos
proporcionarle una muerte así.
–Sí… Tenía razón el que me vendió el
árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al
contrario.
–¡Abuela!… ¡Abuelita!
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