Martha Bátiz Zuk
Me confundo entre la gente
que camina en silencio, que protesta mostrando fotografías, pancartas. No me atrevo
a leer los mensajes… Me distraen los sollozos. Me alegra, si algo puede alegrarme
ahora, haber ocultado mi rostro tras las gafas oscuras, haber recogido mi cabello
bajo una gorra cualquiera, no traer nada que me identifique. Me tranquiliza que
nadie se vuelva a mirarme, porque mis ojos se quebrarían de vergüenza. No me da
miedo pensar en lo que harían conmigo. Me da miedo lo que a ellos les hicieron.
Es un aniversario más, y la plaza se llena de recuerdos.
Los míos son distintos, pero no puedo decírselo a nadie. Vine porque quise unirme
a su protesta. A su empeño por no olvidar, aunque nada de lo que anida en mi memoria
se parece a lo que sucedió aquí. Que los tanques cerraron el camino, dicen. Que
eran muchos, que venían tan cerca unos de otros que no había manera de esquivarlos,
de encontrar espacio para huir. Atrás sólo quedaban los edificios plenos de francotiradores,
paredes viejas; no sé si entonces habrán olido a orines pero ahora sí, percibo ese
tufo ácido, añejo. Me imagino que sería fácil perder control sobre el cuerpo cuando
el miedo invade así de pronto, con la certeza de una muerte violenta. Me pregunto
si entre la sangre de los muertos también se mezclaron lágrimas y orina… No me atrevo
a preguntarles a quienes estuvieron aquí y vivieron para contarlo, para decir lo
que ahora sabemos todos. Sólo a ellos les consta a qué huele la muerte cuando ataca.
Cómo suena su voz: voz de balas, explosiones que ensordecen y con gritos y gemidos
hacen un tatuaje dentro de las orejas, y nunca más se puede dormir en paz.
Tanques y soldados los rodearon sin dejarles un solo
espacio para respirar. Tenían la misma edad que yo ahora, pero sabían mucho más
de la vida, porque nunca he tenido hambre, ni temido la cárcel, ni me arrancaron
a mis seres amados para torturarlos en lugares oscuros y fétidos y luego desaparecerlos.
Tampoco pregunto qué es peor, si saber con certeza que alguien murió en esta plaza,
de forma rápida –ojalá–, o tener la incertidumbre de qué pasó entre cuatro paredes
escondidas. Preguntarse cuántas horas tuvo que soportarse el dolor; no saber en
dónde acabó de pudrirse la persona que todavía se echa de menos, y cuya ausencia
una vez más se llora hoy.
Mi país luce tan distinto… Hace tanto no andaba sus
calles que me perdí buscando caminos que antes conocía de memoria. Me pregunto qué
dirá él cuando sepa que vine. Qué le diré cuando estemos juntos de nuevo. Y mira,
es que tenía que ir a la plaza… No debería preocuparme por dar explicaciones.
Debería preocuparme por pedirlas, pero no tendré valor. Me tiemblan las rodillas
y hasta la brisa me hace creer que perderé el equilibrio. Clavo los ojos hacia el
asfalto que se ahogó en sangre: debe haber sido difícil correr resbalando entre
charcos escarlata. La sangre huele a metal. Las balas son metal. La mezcla tuvo
que ser insoportable. Cuántos zapatos extraviados en una prisa que no ayudó… Y mientras
tanto, recuerdo. Aquella tarde me regalaron un juego de magia, y él de inmediato
se lo apoderó para jugar conmigo. Se llevaba un foco a la oreja y el foco se encendía,
pero sólo en la oreja suya, en la mía no, y yo no podía dejar de reír. De entre
sus dedos salían monedas que luego volvían a desaparecer frente a mis ojos, y largos
pañuelos de colores anudados uno detrás del otro. De un sombrero salió mi perrita
Susa, tan frágil y pequeña…
Él podía calmar mis pesadillas, frenar mi llanto,
cumplir mis caprichos, y además hizo magia para mí toda la tarde. La mejor de mis
tardes. Y la peor para la señora que va junto a mí y reza por su hijo. Me detengo
y repaso mi memoria. No. No vi cuándo dio la orden. Debe haber sido mientras estaba
distraída, tal vez abrazando a Susa y buscándole nombre. Mi padre era también
mi madre porque ella murió antes de que yo pudiera extrañar su piel. Y creí que
no la había necesitado, pero ahora, en este lugar, me quedo quieta de repente porque
al fin comprendo que uno no se acostumbra nunca a semejantes ausencias; me lo dicen
los pasos de cada una de las personas que pasa a mi alrededor. Pero yo sé dónde
está su cuerpo; sé que murió en paz; la morfina le quitó el dolor. A los muertos
de la plaza, en cambio, no los consoló nadie. Ni siquiera yo sé dónde están, y si
alguien podría saberlo debiera ser yo, yo entre esta multitud vestida de negro y
de blanco y de gris, pero mi padre no habla de eso. Hace como que no pasó nada;
como si ya respirar en otro idioma fuera normal para ambos. Quisiera decirle a aquella
mujer a quien la pena le dobla la espalda que lo lamento mucho, que le ofrezco disculpas,
aunque signifique poco, porque mientras su hijo moría atrapado entre francotiradores
y tanques mi padre hacía magia para mí en casa, y durante mucho tiempo yo no supe
nada de lo sucedido, y luego demoré meses en decidirme a venir.
No sé cómo veré las manos de mi padre al volver. Todavía
su abrazo me confortaba antes de marcharme a escondidas para regresar aquí. Me arrodillo
frente a un altar con velas, cientos de velas y flores, y rezo por quienes murieron
bajo el régimen que encabezó la persona que más amo. Rezo por ellos; por él; por
mí. Ahora fluye el llanto, porque también aquel día perdí algo. Nos quitaste
la Patria, papá, pienso, sabiendo que nunca seré capaz de decírselo. Me quitaste
mi ciudad, mi gente, mi nombre. Nos desangraste a todos, y me descalzo
para sentir la textura de este suelo seco, tibio de beber rayos de sol, cansado
de absorber dolores. Descalza me alejo, sin volverme hacia el altar, ni alzar la
cara, pero sé que la gente sigue llegando. Me parece que el país entero se ha congregado
y mi corazón late tan fuerte que va a delatarme. Mírenme, soy la hija del asesino
que tanto odian. Y yo quisiera odiarlo también, pero no puedo, porque es lo
único que tengo. A pesar de todo, sus brazos me tejieron un hogar fuera de esta
tierra que era mía y ya nunca lo será. No estoy sola, pero sí vacía. Extraviada.
Perdónenme, musito, y miro algunos niños: ellos ya comprenden la importancia
de no olvidar. Perdónenlo, suplica mi boca mordiendo los labios tan fuertemente
que pronto percibo el sabor de mi sangre. Es justo que me lleve de aquí este gusto
acre. Es justo que me lleve en los pies el polvo de mis calles. Así no olvidaré
lo perdido. Y aunque mi cuerpo no pertenezca a ninguna parte, mientras me alejo
algo me dice que es verdad, que no me equivoco: en este instante mi corazón pertenece
aquí, porque yo tampoco puedo dejar de llorar.
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