Dominique Vernay
Pasé
de mala madre a vieja cascarrabias sin darme cuenta. De mis dos hijas una me
ignora y la otra me atosiga. A veces pienso que fuimos una de esas familias que
llaman “disfuncionales” (me gusta la palabra, aunque familia de mierda sea lo
primero que me viene a la cabeza). De ahí lo dicho anteriormente.
La atosigadora sube a verme dos veces al día; dos
visitas cortas para comprobar que me tomo las pastillas y que la asistenta
cumple con las tareas que ella misma le va asignando. Luego, unas regañinas
cuyos pretextos sólo puedo suponer. Nada más entrar ella, apago el sonotone y
me limito a mover la cabeza en señal de aprobación a todo lo que me dice. Es la
mejor manera de que no terminemos discutiendo. Un sistema que nos va bien a las
dos.
Sin embargo, cuando me visita la otra (tres veces
al año) procuro tener las pilas del sonotone bien cargadas, me arreglo y
preparo una buena merienda. Después de los besos de rigor (casi mortis) pasamos
a la salita, pero entre bocado y bocado de mantecado sólo me llega el
chisporroteante silencio de su incomodidad, rencor e impaciencia.
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