Emilia Pardo Bazán
En
un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los
balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de
sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve
llegar la última hora… Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer
como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al
menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo
más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien
ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son
de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento.
Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística
del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas,
le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía
del tránsito de las cosas…
–Nada es nada –me contestó, comprendiendo instantáneamente
que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu–.
Nada es nada… a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo
viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce
la caída de ese follaje sobre la arena.
El encendimiento enfermo de sus mejillas se avivó, y
entonces me di cuenta de que habría sido muy hermosa, aunque estuviese su hermosura
borrada y barrida, lo mismo que las tintas de un cuadro fino, al cual se le pasa
el algodón impregnado de alcohol. Su pelo rubio y sedeño mostraba rastros de ceniza,
canas precoces… Sus facciones habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba
esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos lentos, descomposiciones
del organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer
en otro tiempo; pero ahora, los afeaba algo peor que los años: una especie de extravío,
que por momentos les prestaba relucir de locura.
Callábamos; pero mi modo de contemplarla
decía tan expresivamente mi piedad, que ella, suspirando por ensanchar un poco el
siempre oprimido pecho, se decidió, y no sin detenerse de vez en cuando a respirar
y rehacerse, me contó la extraña historia.
–Me casé muy enamorada… mi marido era entrado en edad
respecto a mí; frisaba en los cuarenta, y yo solo contaba diecinueve. Mi genio era
alegre, animadísimo; conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que él
no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír con
las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida,
el esposo apasionado y la brillante situación social.
Duró esto un año –el año delicioso de la luna de miel–.
Al volver la primavera, el aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que
el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo
adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No tardé, sin
embargo, en comprender el origen de su transformación: en Reinaldo se habían desarrollado
los celos, unos celos violentos, irrazonados, sin objeto ni causa, y, por lo mismo,
doblemente crueles y difíciles de curar.
Si salíamos juntos, se celaba de que la gente me mirase
o me dijese, al paso, cualquier tontería de estas que se les dicen a las mujeres
jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las
personas que venían a verme; si salía sola yo, los recelos, las suposiciones eran
todavía más infamantes…
Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa
juntos, se celaba de mi semblante entristecido, de mi supuesto aburrimiento, de
mi labor, de un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir
la vista hacia fuera… Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro,
mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender
luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada
de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi
propia familia, porque Reinaldo interpretaba como ardides de traición el deseo de
comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía
a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.
Cierto día, después de una de las amargas escenas de
costumbre, mi marido me advirtió:
–Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio.
Me ha enajenado tu cariño, y aunque tal vez tú no hubieses pensado en engañarme,
en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor.
Las golondrinas que se fueron no vuelven. Pero como yo te quiero, por desgracia,
más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia y fiebre, te advierto que
he pensado el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones, ni quimeras, ni
lágrimas, y una vez por todas sepas cuál va a ser nuestro porvenir.
Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la
alcoba.
Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban.
Reinaldo abrió el cajón del mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el reloj,
pañuelos, y me enseñó un revólver grande, un arma siniestra.
–Aquí tienes –me dijo– la garantía de que tu vida va
a ser en lo sucesivo tranquila y dulce. No volveré a exigirte cuentas ni de cómo
empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni de tus distracciones. Libre eres, como
el aire libre. Pero el día que yo note algo que me hiera en el alma… ese día, ¡por
mi madre te lo juro!, sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy disgustado,
¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la
sien y te despiertas en la eternidad. Ya estás avisada…
Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue
preciso llamar al médico, por lo que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido
y recordé, sobrevino la convulsión. Hay que advertir que les tengo un miedo cerval
a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío. Mis ojos, con
fijeza alocada, no se apartaban del cajón del mueble que encerraba el revólver.
No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo,
que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza, y como, además, sabía la facilidad con
que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinaldo,
cumpliendo su promesa, me dejaba completamente dueña de mí, sin dirigirme la menor
censura, sin mostrar ni en el gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase
mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez
de una voluntad que descansa en una resolución… y víctima de un terror cada día
más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo
de acero del cañón del revólver.
De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos,
creyendo percibir sobre la sien el metálico frío de un círculo de hierro; o, si
conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que
el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me deshacía
los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared… Y esto
duró cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo, en que no di un paso
sin recelar que ese paso provocase la tragedia.
–Y ¿cómo terminó esa situación tan horrible? –pregunté,
para abreviar, porque la veía asfixiarse.
–Terminó… con Reinaldo, que fue despedido por un caballo
y se rompió algo dentro, quedando allí mismo difunto. Entonces, sólo entonces, comprendí
que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!
–¿Y recogió usted el revólver para tirarlo por la ventana?
–Verá usted –murmuró ella–. Sucedió una cosa… bastante
singular. Mandé al criado de Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver,
porque yo continuaba viendo en sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la sien…
Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:
–Señorita, no había por qué tener miedo… Ese revólver
no estaba cargado.
–¿Que no estaba cargado?
–No señora; ni me parece que lo ha estado nunca… Como
que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces,
si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y
luego no se volvió a hablar más del asunto…
–De modo –añadió la cardíaca– que un revólver sin carga
me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a
pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona…
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