Emilio S. Belaval
El
cuplé de la pulguita empezó a labrar la desgracia del buen hospedero. Cada noche
la moza se subía más la falda en busca de la mimosa pulguita y crecía el ardor del
corralón de la Caleta. En nombre de la moral cristiana, el coadjutor solicitó el
desalojo de la cupletista. La moza tuvo que darle la vuelta a la catedral y arrojarse
en los brazos de la calle de la Luna. En la casa de los dos zaguanes la recibieron
la primera noche, viéndola tan llorosa de cara y arrogante de busto, pero a la mañana
siguiente, el padre Caneja ordenó que la cupletista siguiera calle abajo. El empresario
se ofreció a buscarle alojamiento en algún sitio respetable hasta conseguir el perdón
de la Iglesia. Era garrida la moza, con su falda de campánula y su pata de payesa
y aquellas pestañas de muñeca, más diestras en el garrotín que en el volapié.
La Hospedería del Francés estaba destinada a servirle
de escenario a un suceso del cual habría de hablar la gente luengos años. La primera
atracción del establecimiento era el talante galano del hospedero: un pulido cincuentón
con bigote de lechuguino y cierta discreta obesidad cabalgando sobre unas nerviosas
piernas de caballista. La piel de su cara conocía todos los frascos de tocador de
la peluquería “La Gran Fortuna” y su aliento recogía perfumes de una caja de pastillas
con gominas de violetas.
Cuando la cupletista cruzó la cancela de su hospedería,
el francés se inclinó ante ella con la serena cortesanía que puede lucir en una
ocasión memorable una raza acostumbrada durante toda su historia a bregar con pasiones
inmortales. Aquella no era la visita de un ser terrenal largamente estropeado por
la malicia de una pulguita trepadora, sino la aparición de un ser ideal, en trato
secreto con la diosa del amor. Por unos momentos contempló a la beldad con el deleite
propio de un antiguo paseante del Museo del Louvre. La cupletista era una pieza
magnífica, y aunque un poco oscurecida por las modas españolas, capaz de convertirse
en una gran dama. Con peor talle y pestañas más cortas había llegado a emperatriz
de Francia, Eugenia de Montijo.
El buen hospedero no cejó en las zalemas y postines hasta
dejar instalada a su huéspeda en el rincón más umbrío de su hospedería. Los jazmines
de una tupida enredadera caían sobre las almohadas de la durmiente y la opacidad
de las persianas le permitían a una deidad en refajillo dormir su siesta sin ser
perturbada por algún ojillo avieso. Después de colocar en el velador su único florero
de cristal tallado, el hospedero bajó a la floristería china del Paseo de la Princesa
a comprarle a su huéspeda un ramo de claveles. Esta irrupción novelesca del ramo
de claveles en un cuento supuesto a ser verídico, no podría explicársela el lector
si no recuerda que la Hospedería del Francés estaba ubicada en la calle de la Luna.
Calle Luna ha sido siempre el reducto lírico de la Plaza
Fuerte; calle artesana y fantasmona, con tres casas de murciélagos y dos casas de
aparecidos. Hasta hace poco, decían los vecinos de la calle de San Francisco, que
a pesar de sus sombrererías de copa, calle de la Luna era una calle chata, buena
para puertas de cocheras y portillos de hortelanos y los de la calle del Sol añadían
que el humor sublunar sólo le sentaba bien a los entresuelos de entretenidas. Cualquier
otra calle se hubiera ofendido ante tales menosprecios, mas la genial calle de la
Luna no le hacía caso al chismorreo de sus hermanas: ella era la puerta chica de
una catedral, y con su gracia de rapaciña había logrado subírsele a las barbas a
san Cristóbal.
Cuando los relojeros catalanes lograban ajustar el horario
de la plaza, los árabes, con sus ojos de tórtola, levantaban una cuadra entera y
se la llevaban en sus hules caravaneros. Las otras cuadras podían entonces dedicarse
a sus sedentarios menesteres; la más cercana al atrio se poblaba de beatas jóvenes
en busca de novenas de san Antonio; la fronteriza al Consulado de Alemania le abría
sus fondas opíparas a los mayorales y muleros que venían tras su caldo de tigre
y sus buches de bacalao; la reclinada sobre la Barandilla temblaba bajo el taconeo
de los tenientillos del Cuartel de San Francisco; la que se ocultaba del Cuarto
de Vigilancia empezaba temprano a aderezar sus trenzas con flores de cañandonga.
Era una calle levantisca y conspirona. En ella tenía el
teniente alcalde una jaula de turbamultas y tumbadillos; la teosofía una imprenta;
el sánscrito una academia. Los masones habían horadado todas las medianerías, y
desde la época de los compontes, en la calle de la Luna, se podía andar lo mismo
por la tierra que por el aire. Los zapateros de los sótanos leían el Diccionario
filosófico y las Reflexiones de un paseante solitario. Si alguna puñalada
inoportuna obligaba al señor juez de Instrucción a penetrar en la calle, empezaban
a moverse de balcón a balcón las rechiflas de las cachaquitas:
–Ay, Estefanía, que anoche un hombre se me asomó por la
claraboya y me tiró un gato muerto en la cama.
–Tendrás que darle parte a la autoridad.
–Me dijo el escribano que la autoridad no intervendría
hasta que me tiraran un gato vivo.
Las más procaces de todas eran las hermanas Pérez Escalante
–alcahuetas por detrás y chismosas por delante–, hijas realengas de un sargento
español, quien dejó una impresionante historia en la calle del Amor:
–Ay, Ursifinia, ¿qué ven tus ojos que yo no veo?
–Veo, veo, veo: un caballero.
–¿De qué color son sus ojos?
–Color carnero.
–¿Te fijaste si es lampiño?
–No, Paulona, luce una linda barba de mochuelo.
El señor juez de Instrucción alzaba su bastón de olivo
con borla de veludillo, en ánimo de romperle la crisma al ovillejo, pero el aira
gesto se perdía ante un visillo con corredera. A fin de no seguir comprometiendo
su dignidad de magistrado, dejaba el arresto a ojo de guindilla.
Mas, por la noche, la luna se acordaba que aquella era
su calle. Un estaño fluido y espejeante tendía su velo fantasmal sobre los techos
de teja, los balcones de hierro, los arcos árabes. Había cisternas que recogían
en sus aguas la visión agorera de unos cráteres azules tendidos más allá del ensueño.
Viejos mitos entrecruzaban sus luces mágicas en los biombos chinos, los cáñamos
bíblicos de las luces de aceite, en las panderetas béticas. Arrullos de cinco lenguas
pegaban los ojos de los niños con cantos de dragones paternales, huríes de sándalo,
puentes de piedra y domos de cobre, selvas negras y cisnes blancos, caballos aderezados
y collares estremecidos por la danza. Hacía la media noche la calle se tornaba cabalística
y amorosa. Alguna árabe escultórica, trabajada por la guzla del viento sanjuanero,
le prestaba sus ojos enigmáticos a las constelaciones vivas del desierto. Parejas
del buen amor caminaban dando tumbos hacia el quemadero de las brujas. En la Hospedería
del Francés los lunares de una cupletista parecían dos insectos dorados esperando
a que abrieran las rosas de una pasión.
Huéspeda hermosa, mal para la bolsa. La alcoba de la cupletista
estaba ahora empapelada con paneles de amorcillos y festones de cornucopias. La
huéspeda apenas recordaba ya los tiempos pecaminosos en que había sido cupletista.
El francés no cesa en mostrar inequívocas prendas de su adoración. En el paño más
poblado de amorcillos del empapelado apareció ese monumental ropero de cedro, con
hojas de espejo y cornisa de espigas, sin el cual jamás hubiera podido escribirse
la historia de una pasión crepuscular.
La primera noche, al tender la huéspeda sus toscas camisolas
de algodón y gruesos refajos de encaje de bolillo, el ropero dio un respingo como
si le hubieran maculado sus olorosas entrañas. A punto estaba de morderle la mano
a la cupletista, cuando los espejos tomando compasión del sonrojo de la moza, copiaron
otros encantos, no por más recatados, menos dignos de la pintura galante. Algún
sortilegio hubo de mediar en el lance porque dentro del ropero empezaron a aparecer
chapines de raso, enaguas de nansú, manteletas de encajes de Bruselas, gargantillas
de lágrimas venecianas. La huéspeda no se podía explicar aquel misterio; registró
el ropero de arriba a abajo sin encontrar otro motivo de sobresalto que dos festivas
cabezas de fauno repujadas sobre la tapa de un cofre de ónice; pero, aunque no se
desprendía de la llave un solo instante, y las cuatro campanitas de la cerradura
se oían por toda la casa, el ropero seguía surtiéndose, noche tras noche. Más por
superstición que por recato, se abstuvo de usar el milagroso ajuar.
Una noche, sin embargo, la intriga venció su superstición
de hembra romera. La intriga la produjo un corsé de raso con varillaje de plumas
de faisán y forro de gamuza, sobre el cual se encintaba un almohadoncillo de crin
de caballo brindado por veinte yardas de popelina. Cuando asomó al espejo, se sintió
morir de placer. Mejor que moza garrida de pechos montaraces y lunares silvestres,
parecía una figulina de La Ilustración. Al sentarse en el sofá, tropezó
con un francés jadeando cerca de sus rodillas:
–¡Oh!, madame, madame, ¡señora!, permítame poner a sus
plantas todo mi corazón de enamorado, mi mano de esposo, mi fortuna.
Las horquillas de plata se hicieron sólo para sujetar
pensamientos caseros. Ahora la huéspeda es una madamita pulcra y coquetona y su
marido la contempla con cierto deleite de profeta. Por las tardes hunde sus chorreras
de encaje en el telar o se sumerge en la balzacia, tratando de dorar su ocio de
pajarita; a la hora de la cena se despoja de sus largos mitones de encaje, antes
de servirle la colación de cebollas con crema de queso, a los cuatro abonados de
la hospedería –un profesor de estrategia celeste, un consignatario de pastas italianas,
un contable de la Casa Hepp y un prendero filipino.
La Hospedería del Francés estaba viviendo uno de sus momentos
más gloriosos. El olor de la mujer bonita camina más que la copla que la alaba,
y en la tradición de las plazas artilladas, el run run de las castañuelas se deja
sentir sobre el estruendo de la pólvora. Los madrigales y las risas movían una ronda
de fraques y brocados dignos de un salón de fin de siglo. Hasta las once de la noche
se hacían juegos de mano y epigramas; pero después de las once, los espejos ruborizados
tenían que volverse de espaldas.
No hubo de tardar mucho el cierre de la hospedería. El
duende de los celos le puso en una oreja al devoto marido que si es bonita la mujer
que reparte la sopa, más tentaciones reparte que tronchos de col y tallarines. El
mismo duende le susurró en la otra oreja, la necesidad de enrejar toda la casa,
instalando en el zaguán una madriguera de murciélagos. La madamita alabó la prudencia
de su esposo, por no estar ella muy segura de no haberse excedido en la cuquería,
y contrario a lo esperado en un caso como este, le tomó estima a los celos de su
marido. Ahora la madamita es una mujer apacible, peinada en trenzas cándidas, una
mujer hacendosa que ayuda a su marido a contar las onzas de oro de la arquilla.
Más por precaución que por incuria, tomaba largos baños de sales aromáticas, temerosa
de aquel extraño picor arrebujado en su fama de cupletista. Demás está decir que
cuanta pulga penetró en aquella cárcel de amor, murió ahogada.
Hombres maduros, con mozas garridas amarradas a la pata
de la cama, había muchos en la Plaza Fuerte, pero ninguno de ellos tenía la cara
resplandeciente del francés. Los vecinos de la calle de la Luna acabaron por aceptar
la habilidad del hospedero en eso de poner a caminar unas chanclas de glasé en un
remolino de hojas otoñales, y casi llegaron a olvidarse del matrimonio. No obstante,
una madrugada se escuchó un gemido monstruoso en la Hospedería del Francés; pocos
segundos después se escuchó un gemido más prolongado; otros segundos más y el francés,
con todos los hiladillos de su calzón interior desatados, corrió como un loco hacia
el Cuarto de Vigilancia. La calle entera corrió detrás de él, sin una sola conjetura
dándole alas al asunto. Si había pasado, nadie lo sabía.
Lo que había pasado era un lance bastante vulgar, mas
como de lo vulgar no vive el cuento, yo estoy en la obligación de adonarlo todo
con flores de maravilla: La madamita había desaparecido; había desaparecido además
la arquilla de las doblas, aunque todo parecía obra del mismo maleficio. La llave
de la entrada seguía en la faltriquera del marido, los murciélagos dormitando en
su madriguera de cal, ningún vecino la había visto volar por los aires, pero la
damita había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. El último lance
no hubiera llegado a formar expediente, si la desaparición no hubiese sucedido en
la calle de la Luna, una calle aspaventosa, acostumbrada al milagro y a la hipérbole,
una calle imaginera en la cual el tenebrismo español se sentía revitalizado por
la fantasía árabe, la superstición italiana y el romanticismo alemán.
El registro vecindatario empezó en la misma madrugada
de formularse la querella. El Cuarto de Vigilancia tenía por obligación no despegar
sus ojos en la tierra, y en la desaparición de una mujer hermosa con la arquilla
de oro de su marido, no podía ver cosa alguna más arriba de la ceja. Por tratarse
de una dama con unos curiosos antecedentes de cupletista y mujer honesta, el registro
le fue encomendado al famoso agente Pedrito Lacusta, hombre beato de ojo bilioso
y nariz de ventosa, cuyo lóbrego celo en favor de las costumbres cristianas era
temido por todas las hembras livianas de la plaza. La rudeza del registro por poco
produce un levantamiento civil.
Cuando los vecinos de la calle de la Luna fueron sacados
a empellones de sus camas y camastros, los catalanes protestaron en catalán, los
árabes chillaron en árabe, los italianos gorjearon en italiano, los chinos trinaron
en chino, los alemanes amenazaron con volar la plaza, las realengas insultaron en
romance y los cocheros restallaron por los aires sus decires de chalanería. El agente
Pedrito Lacusta recogió el repertorio de insultos más copiosos que recuerda la historia
de la colonización, pero dejó cernidas hasta las letrinas.
La cara del francés era la cara de marido más cándida
registrada en el índice de la Cédula de Gracias, mas el rigor del expediente exigía
descartar la posibilidad de un barba azul, con una mujer descuartizada en cada ropero.
Durante el registro vecindatario, el francés tuvo que sufrir el martirio de contemplar
las amadas prendas de vestir de su cupletista descosidas hasta en sus hilvanes más
ignotos; las losas canarias de su casa desempotradas una tras otra; las paredes
figadas ladrillo por ladrillo. Cada cinco minutos, las malhumoradas campanitas del
ropero anunciaban una nueva sospecha policial. A pesar de la ferocidad desplegada,
el agente Pedrito Lacusta hubo de informarle al teniente fiscal de la Real Audiencia
que aun tratándose de una hembra harto olorosa, no había rastro de su perfume ni
en las carboneras de la plaza, y en el escenario mágico de la desaparición no había
la más leve señal de violencia.
El resultado mezquino de la instrucción le puso los pelos
de punta al Cuarto de Seguridad. ¿Cómo le había sido posible a una mujer escapar
de una ciudad murada sin las autoridades civiles encontrar siquiera una punta de
la escala de seda? El cambio de jurisdicción trajo nuevas sospechas y más escrupulosas
indagaciones. Desde el último levantamiento militar, las guarniciones de las puertas
de la ciudad recordaban las caras de todos los vecinos que entraron y salieron de
la plaza, fueran de Lares o de Laredo, pero ninguna de ellas resultó ser cara de
cupletista. La búsqueda en el litoral marino sólo devolvió una admirable gata marina
y unas cuantas guabinas mañosas. El capitán del puerto envió su palabra de honor
que por sus aguas no había surcado ningún bergantín velero, en cuyos mástiles hubiera
podido posarse una grulla.
El último en preocuparse fue el Cuarto Militar. Los tiempos
no eran de los más felices para que circulara la fantástica noticia de esta evasión.
Los ingenieros militares se metieron debajo de los castillos fortificados a huronear
cualquier hendidura por donde hubiera podido rastrear una lagarta; los zapadores
de la reina, portando hachones de tabonuco, cubrieron la red entera de los túneles
y los fosos interiores, buscando el rastro de una babucha de terciopelo; los paleros
de los hornos militares no encontraron una sola pestaña de mujer en los abastecimientos;
en los polvorines no había una sola gota de polvo que hubiera podido derramarse
de la polvera de una dama. Por orden del señor obispo se miró debajo de las camas,
hasta en el Convento de las Carmelitas. Todo inútil.
Los vecinos de la calle de la Luna sabían que la cupletista
no era la primera persona, ni sería la última, en desaparecer de la Plaza Fuerte.
Hacía muchos años no se habían visto volando por el cielo de la provincia aquellas
águilas andinas, que según la gente antigua, se robaban las hijas de los caciques
de Boriquén. Fugas de presos políticos, raptos de doncellas a golpe de remo, puñaladas
de maridos celosos sepultadas en las letrinas, ejecuciones secretas de mambises
y cipayos, había muchas en la conseja popular. Mas detrás de ellas, el vecino curioso
podía husmear algo antes de aparecer la bola de azufre. El caso de la madamita era
un chiringa sin rabo dando tumbos en el recelo popular. La cupletista era una mujer
española, incapaz de andar en trujimanes con libertadores o sublevados, y el último
prendero que había tratado de robarse la mujer de un Quiñones había muerto en un
perfecto cruce de sable. El marido seguía afirmando, y con él la calle entera, que
su mujer era una dama honesta a la cual él amaba tiernamente. El señor cónsul de
Francia empezaba a mostrar su impaciencia y la nota diplomática andaba en busca
de una valija de corcho.
El francés entró en melancolía y los vecinos de la calle
de la Luna decidieron encontrarle la mujer al francés aunque tuvieran que retar
a las autoridades. Los primeros en apalabrarse fueron los cocheros y los muleros.
–¡Ay, Andrés, bendito!, nuestro vecino el francés ha perdido
su mujer y nadie sabe dónde ha ido a parar su pajarita.
–Tendré un ojo puesto en el camino y otro en la mujer
del vecino.
–Cuanta mujer bien apechugada, y con un lunar junto a
la boca, encuentres en el camino, manda recado con el primer coche que te cruce.
Los trovadores de la calle empezaron a encordar el suceso
para conocimiento de arisquillas y avispados:
En la calle de la Luna
se ha perdido una mujer
y por su suerte infortuna
se está muriendo un francés.
Los segundos en apalabrarse fueron los tres guapos de
la calle, Santos Lamuerte, Maximino Lachanga y Mauleco Manosanta, comprometiéndose
a registrar algunas cuevas donde no podían entrar los agentes de la vigilancia ni
con cota de malla. En el dormitorio sólo para varones de Tana Sánchez, un tuerto
le sopló a Mauleco Manosanta haber visto entrar en el matadero de palomas de las
hermanas Salcedo una dama de mucho velo, bastante pechugona, quien allí iba tras
los contrabandistas de Curazao, cuando estos se reunían a jugar baraja con los soplones
de la Aduana. De un tranco, Mauleco Manosanta le arrancó el velo a la velada; era
una máscara de albayalde con dientes amarillos, quien malentendiendo el ardor del
matón, se quedó temblando de amoroso espanto.
El precarista de la Cueva del Chino le informó a Santos
Lamuerte haber visto salir por la Puerta de San Juan, camino de La Puntilla, una
mujer sola; y aunque se tapaba bastante la cara, el precarista le pudo ver una chorrera
de rizos de tenacillas. Aquella noche todas las mujeres honestas de La Puntilla,
y aun las meritorias, tuvieron que enseñarle el rabo de la trenza a Santos Lamuerte
pero todas podían dar razón de sus malquerencias de casadas o de su tedio de soltería.
El cabo de varas de la disciplinatoria de la calle del Cristo, le susurró a Máximo
Lachanga que en el único sitio donde podría ocultarse una mujer bonita sin ser molestada
por la fama, era en la cripta de la Capilla de San Francisco. Con una vela de cera
encendida dentro de la boca, Maximino Lachanga bajó aquella noche hasta el cementerio
privado de la Primera Orden Franciscana. Sólo el arpa de un angelito de piedra arrullaba
el sueño de los monseñores.
Los tres guapos hicieron un registro siniestro por cuanta
casa de aparecidos, cloaca de trasgos, manglar de pulpos, poza de congrios, varadero
de tiburones, pudiera esconder un cuerpo vivo o muerto, pero en ninguna parte encontraron
la mujer del francés.
Los cocheros, por todos los pueblos de su ruta, le habían
pasado la voz a los mozos de coz, los mozos de coz a los mozos de hoz, los mozos
de hoz a los mozos de haz, pero la búsqueda no progresaba. Por su parte los copleros
habían dejado noticia lírica del suceso entre los bobos de las plazas, los bobos
de las plazas entre los discretos de las esquinas; los discretos de las esquinas
entre los sabios de los atrios y los sabios de los atrios entre los chismosos de
los casinos, y aunque la cadena no se había roto en toda la provincia, nadie sabía
nada de la mujer del francés. Todas las diligencias humanas se habían cumplido;
sin embargo, las cachaquitas de la calle de la Luna seguían frenéticas.
–Ay Martina, ¿apareció la madamita del pobre francés?
–No, Sunchita, ni aparecerá. ¿Quién es el gato que mejor
carne logra en la gatería?
–El que tenga el bigote más largo.
–A lo mejor la cupletista aparece debajo de la cama del
capitán general –por consejo de los oidores de la Real Audiencia, el capitán general
dio un baile en el Palacio de Santa Catalina, incitando a las mujeres de mayor respeto
en la plaza a mirar debajo de las camas.
Era indudable que los vecinos de la Plaza Fuerte no tenían
sus calambres predispuestos en favor de otra muerte sobrenatural. Hacía siglos que
el diablo había salido mal con los españoles. Tirarle de la oreja al diablo ha sido
siempre pasatiempo patriarcal y ameno de criollos y peninsulares. Sin embargo, los
augurios eran que en la muerte de la madamita no habían intervenido los ángeles
sino los diablos de la plaza; que se trataba de una de esas muertes oscuras, coladas
por el hueco de una noche cabalística, para obligar a los mortales a respetar el
brujadario y el humor maligno de Capricornio.
Hostigado por la incredulidad de los contertulianos de
la caleta de la Catedral, el agente Pedrito Lacusta admitió la sobrenaturalidad
del móvil. En una calle donde vivían tantos masones no resultaba extraordinario
un acto de hechicería. El agente aceptó haber olisqueado en el último corsé de la
desaparecida, cierta fragancia, que más parecía de flor de duende, que de bergamota.
Además encontró en la alcoba de la madamita una luz de aceite a medio consumir.
Pedrito Lacusta afirmaba haber leído en los libros negros, que basta depositar en
la oreja de una mujer honesta una gota de aceite que haya alumbrado la media noche,
para que aquella desaparezca de su casa. Aun cuando la ciencia atesorada por el
caletre de un agente no satisfaga las creencias de marisabidillas y bachilleres,
si el agente además resulta un beato virtuoso, su palabra goza de cierto favor capaz
de alborotar cualquier alma cándida colgada en el armario.
El día que los vecinos de la Plaza Fuerte hubieron de
descartar la última probabilidad de una fuga de amantes o un rapto de lujuriantes,
el terror se apoderó de la plaza. En el fondo de cada zaguán apareció una cruz de
madera y en los pretiles de las azoteas una cruz de hierro. El señor obispo pudo
prohibir las novenas de expurgación, mas no pudo detener los exorcismos privados.
Las mujeres honestas dormían con orejeras de cuero y los maridos celosos con unos
sables capaces de partir un diablo en dos mitades, aunque viniera disfrazado de
holandés, inglés o bucanero. Las beatas pasaban frente a la Hospedería del Francés
prendiéndose lazos amarillos en el pecho.
La calle que parecía más inmune al terror urbano era la
propia calle del sortilegio. Pasadas las ánimas, los vecinos de la calle venían
a platicar con el francés como si nada hubiera sucedido. Una vecina con mucha experiencia
en consolación de viudos, Lucía Pacheco por más señas, atendía a las vendas y al
baño de purrón y Manuela Gracián, tenía los fraques del hospedero tan aplanchados
como si hubieran cuarenta francesas pegadas al anafre. La comida del viudo se adobaba
en la vinatería de Paco Trilla, menos la trufa de pato con conejo confeccionada
por las manos elegantes de su consulesa.
Cada día el francés estaba más alicaído; con el bigote
nublado, la barriga sin fajín y la piel con cascarilla de santo, se pasaba horas
enteras sumido en una misteriosa pesadumbre. Pronto hubo de llegar el momento cuando
el francés no podía moverse de la cama. Veinte pechugas de palomas nadaron en el
último sopicaldo que probaron sus labios; treinta palanganas aromáticas trataron
en vano de desalojar de su cabeza el espejismo de la muerte. El francés tenía que
morir, y morir de amor, dentro de la mejor tradición de su hermosa raza, porque
así lo exigía esa literatura romántica aposada en los fosos de las plazas artilladas.
Cundo se supo la noticia de su muerte, la calle entera
se cubrió la cabeza con un manto negro, como si toda ella se hubiera quedado viuda.
Durante toda la noche, los incensaristas de la Catedral envolvieron la calle en
densas volutas de humo santo. Barbudos cejijuntos con hombreras de mayorales y pedernalillos
de yescas, ateos macilentos con ojeras eruditas, golillas con carpetas de hule y
miel de oblea, glosaban las malaventuras que suelen rodear la pasión del hombre.
–Vale más mesonera con legañas que infanzona con guadaña.
–No hay amor que dure diez años ni boca que después lo
cuente.
–Con las trenzas de las bonicas se tejen sudarios.
La muerte sobrenatural es un regalo exquisito del terror
que solo puede aprovechar aquel acostumbrado a mirar a través de las paredes. Indudable
era que el agente Pedrito Lacusta no tenía mucha experiencia en la brega con los
complejos poéticos de una muerte sobrenatural; tampoco la tenían los otros vecinos
de la Plaza Fuerte al pensar, que después del rey, el único llamado a tocar en la
puerta de un matrimonio bien avenido, era el diablo; tampoco mostraron buen juicio
los vecinos de la calle de la Luna, tal vez impresionados por la aparatosa martingala
instalada en torno al caso, aunque para ellos lo que había sucedido era una experiencia
casi cotidiana.
La madamita del francés fue obligada a irse a otro mundo,
un mundo más chico pero más sabroso, poblado por unos seres sutiles de un refinado
humor; unos seres con una mitología de bolsillo, una épica casi desconocida, una
ontología aún sin explorar; entrometidos en la vida sensata como asteriscos de un
misterio creacional. Por eso a nadie ha debido extrañar que a lomo de pulga caminara
hacia una tembladera celeste la madamita del francés.
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