Gustavo Adolfo Bécquer
I
En Sevilla,
y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta
de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno que, por el lugar
en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede
decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los
ventorrillos andaluces.
Figuraos
una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas
las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos
y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombras el dintel de la
puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. Empotradas en el
muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al
interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma
cuadrangular, aquél imitando un ajimez o una claraboya, se ven, de trecho en
trecho, algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las
caballerías. Una parra añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre
la armazón de maderas que la sostiene, vistiéndose de pámpanos y hojas verdes y
anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de
pino, media docena de sillas de enea desvencijadas y hasta seis o siete mesas
cojas y hechas de tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube
una madreselva agarrándose a las grietas de las paredes hasta llegar al tejado,
de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando
flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo,
señalando los límites de un pequeño jardín, que parece una canastilla de juncos
rebosando flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a
espaldas del ventorrillo forman el fondo obscuro sobre el cual se destacan sus
blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos
de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el
Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por
entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento de
San Jerónimo, el cual asoma por encima de los espesos olivares que lo rodean y
dibuja por obscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul
transparente.
Imaginaos
este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres,
chiquillos y animales formando grupos a cuál más pintoresco y característico:
aquí, el ventero, rechoncho y colorarote, sentado al sol en una silleta baja,
deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en
la boca; allí, un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y
acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las
palmas o golpeando las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas,
con su pañuelo de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el
pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que
impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del
ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y
las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que
disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena moza; un gallo que
cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra
a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y
salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los
caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de
castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las
mesas, y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores
extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir.
Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los
días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una
idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por
su farsa, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.
De
esto ya hace muchos años: diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi
centro natural: comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión
de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y
bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a
mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.
No
queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas
más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí
algo de beber, que no bebí, y cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición
saqué un papel de la cartera de dibujo que llevaba conmigo, afilé un lápiz y
comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarlo y
conservarlo como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.
Desde
luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro
alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos
adormidos, grandes y negros y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía
el dibujo un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la
guitarra con mucho aire, entonaban a coro cantares alusivos a las prendas
personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos
y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares
a los que a su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y
ligeros.
La
muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo llevaba la
voz entre las mujeres y componía las coplas y las decía, acompañada del ruido
de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el
jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su
desenfadado ingenio.
Por
mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún
sentimiento de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones
transparentes y frases enamoradas.
Cuando
terminé mi obra comenzaba a hacerse de noche. Y en la torre de la catedral se
habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas y sus luces
parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina
toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo
largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que
empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y obscuro del cielo. Las muchachas
se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban
gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que
temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación
y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una
vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al
despertar de un sueño agradable.
Luego
que hubieron desaparecido las últimas personas doblé mi dibujo, lo guardé en la
cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho
y ya me disponía a alejarme cuando sentí que me detenían suavemente por el
brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes y que mientras dibujaba
me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había reparado que,
después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que
me encontraba con el objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a
la mujer por quien él parecía interesarse.
–Señorito
–me dijo con un acento que él procuró suavizar todo lo posible–, voy a pedirle
a usted un favor.
–¡Un
favor! –exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones–. Diga
usted; que si está en mi mano es cosa hecha.
–¿Me
quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al
oír sus últimas palabras no pude menos de quedarme un rato perplejo; extrañaba,
por una parte, la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra, el
tono, que no podía decirse a punto fijo si era de amenaza o de súplica. Él hubo
de comprender mi duda y se apresuró en el momento a añadir:
–Se
lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este
mundo, si quiere a alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en
mi pobreza.
No
supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi, hubiera preferido que
viniese en son de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer
que tanto me había impresionado; pero sea por sorpresa del momento, sea que yo
a nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo
alargué sin decir una palabra.
Referir
las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar
nuevamente el dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo
dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las
alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él
llamaba un señorito templao y neto sería tarea dificilísima, por no decir
imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente
de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la
Macarena, y tanto dio en ello que por fin me determiné a que emprendiésemos el
camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró encontró forma de
contarme de pe a pa toda la historia de sus amores.
La
venta donde se había celebrado la función era de su padre, quien le tenía
prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que
también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me
describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que
se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se
ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más
escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de
la ciudad me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se marchó
entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la
noche. Yo permanecí un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me
sentí alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por
decirlo así, de reflejo.
El
siguió cantando a más no poder; uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma
mira qué bonita era:
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando
su voz comenzaba a perderse oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y
vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que lo aguardaba impaciente.
Pocos
días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella
y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y
tan ignorada y tranquila felicidad no se me borró nunca de la memoria.
II
Como he
dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que
olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi
imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente.
Cuando
el azar me condujo de nuevo a la gran ciudad que con tanta razón es llamada
reina de Andalucía una de las cosas que más llamaron mi atención fue el notable
cambio verificado durante mi ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios
enteros habían surgido al contacto mágico de la industria y el capital: por
todas partes fábricas, jardines, posesiones de recreo, frondosas alamedas;
pero, por desgracia, muchas venerables antiguallas habían desaparecido.
Visité
nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y
artísticos; torné a vagar y a perderme entre las mil y mil revueltas del
curioso barrio de Santa Cruz; extrañé en el curso de mis paseos muchas cosas
nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que
han desaparecido no sé por qué y, por último, me dirigí a la orilla del río. La
orilla del río ha sido siempre en Sevilla, el lugar predilecto de mis
excursiones.
Después
que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une
sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la
mirada absorta los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé
revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire
los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle,
donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la
corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.
Me
acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica
vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si
hubiera ido en un bote corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la
memoria, por un lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas
torres; por otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la
ciudad, mitad árabes, mitad romanos; las huertas con sus vallados cubiertos de
zarzas y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y, por
último, San Jerónimo… Al llegar aquí con la imaginación se me representaron con
más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta, y me
figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a las
muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo
vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar
aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación y alegría. Allí
estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que
reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad,
mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, a todas las personas
que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces
como hacía diez años, sentado a la puerta de su venta, liando impasible su
cigarro de papel, sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza,
que antes era gris.
Un
amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que
estuve abstraído con esas ideas durante algunos minutos me sacudió al fin del
brazo; preguntándome:
–¿En
qué piensas?
–Pensaba
–le contesté– en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la
imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve
en San Jerónimo… En este instante concluía una historia que dejé empezada allí
y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que el que yo
le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos –proseguí, dirigiéndome a
mi amigo–, ¿cuándo nos vamos allí una tarde a merendar y a tener un rato de
jarana?
–¡Un
rato de jarana! –exclamó mi interlocutor, con una expresión de asombro que yo
no acertaba a explicarme entonces–; ¡un rato de jarana! Pues digo que el sitio
es aparente para el caso.
–¿Y
por qué no? –le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.
–La
razón es muy sencilla –me dijo, por último–: porque a cien pasos de la venta
han hecho el nuevo cementerio.
Entonces
fui yo el que lo miré con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en
silencio antes de añadir una sola palabra.
Volvimos
a la ciudad y pasó aquel día y pasaron algunos otros más sin que yo pudiese
desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada.
Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin,
pues el inventado no podía concebirla, antojándoseme inverosímil un cuadro de
felicidad y alegría con un cementerio por fondo.
Una
tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no
acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos y emprendí solo el camino
de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y
comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas ya me
parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.
Bien
fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi
ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y
tristeza y noté un silencio que me recordaba la completa soledad como el sueño
recuerda la muerte.
Anduve
un rato sin detenerme, acabé por cruzar las huertas para abreviar la distancia
y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el
convento de San Jerónimo.
Tal
vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los
muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por
lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura
en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era
monótono, las figuras negras y aisladas.
Por
aquí un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo,
sin chasquidos de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre
de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito talar
y oscuro, o un grupo de ancianos mal vestidos o de aspecto repugnante, con
cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los
ojos fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo
que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre,
pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando de ellos
sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede
compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno
inexplicable, las cosas son y no son a la vez, y los sitios en que creemos
hallarnos se transforman, en parte, de una manera estrambótica e imposible.
Por
último, llegué al ventorrillo; lo recordé más por el rótulo, que aún conservaba
escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada; pues en cuanto
al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones.
Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste.
La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia
él, envolviéndolo en una oscura proyección como en un sudario. El ventero
estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años; y
lo conocí por no sé qué, pues en este tiempo había envejecido hasta el punto de
aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi no
representaba apenas cincuenta años, y rebosaba salud, satisfacción y vida.
Senteme
en una de las desiertas mesas; pedí algo de beber, que me sirvió el ventero, y
de una en otra palabra suelta, vinimos al cabo a entrar en una conversación
tirada acerca de la historia de amores, cuyo último capítulo ignoraba todavía,
a pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.
–Todo
–me dijo el pobre viejo–, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde
la época que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de
nuestros ojos, se había criado aquí desde que nació, casi era la alegría de la
casa; nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre; mi
hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un hermano,
después con un cariño más grande todavía. Ya estaba en vísperas de casarse; yo
les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi
tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no
sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad y la deshizo en un
momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta
parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras
todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este
proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.
Un
día llegaron aquí en un carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas
acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la casa de expósitos; me
pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando
al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la
justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto, que logró conseguirlo. No quiero
recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena;
mi hijo quería hacer una locura; yo estaba como atontado, sin comprender lo que
me sucedía… ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque nos quería mucho para irse;
pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de
un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo; yo no sé decir
qué me pasó; creí que se me había acabado el mundo.
Mientras
esto sucedía, comenzose a levantar el cementerio; la gente huyó de estos
contornos, se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda
la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas.
Y
Amparo no era más feliz que nosotros: criada aquí al aire libre, entre el
bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la
sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto
para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra
vez, para hablarle un momento. Todo fue inútil; su familia no quería. Al cabo
la vio, pero la vio muerta. Por aquí paso el entierro. Yo no sabía nada, y no
sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me
decía a voces:
–Esa
es joven como Amparo; como ella, sería también hermosa; ¿quién sabe si será la
misma? Y era; mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la
caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra, y así me lo trajeron. Después
se volvió loco, y loco está.
Cuando
el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos
enterradores, de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea,
venían a echar un trago “a la salud de los muertos”, como dijo uno de ellos,
acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una
lágrima con el dorso de la mano, y fue a servirles.
La
noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el
campo lo mismo. De los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio
agitada por el aire; me pareció la cuerda de una horca, oscilando todavía
después de haber descolgado a un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos rumores
confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una
noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento; las palabras sueltas y
horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego…
No sé; en mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de
desolación, que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso,
imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces
es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de
aquellos lugares
En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba una mano fuera,
por ella la conocí.
Era
el pobre muchacho, que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta,
donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante sin
pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus
labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un
poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.
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