Eduardo Vaquerizo
Se
lo llevaron esta mañana. Daba un poco de pena las últimas semanas, sentando en su
silla frente a la ventana, apenas sin poder moverse, dejando que los rayos del sol
de la mañana le calentasen la piel, esa piel arrugada, tan vieja. Sin embargo su
cabeza estaba bien, no podía casi hablar, pero eso era por el pecho, el pulmón que
le quedaba casi corroído del todo no le daba aliento suficiente con el que hablar.
Mentalmente estaba sano, muy sano. Mi padre siempre había tenido la cabeza llena
de números, de ideas, de esas raras, aquellas que florecían en los viejos tiempos.
Sabía incluso leer, fíjate en esos viejos tomos amarillentos, colección nova, antiquísimos.
Solo pensar en desgastar la vista en ellos me cansa. Aunque ahora estaba muy separado
de los tiempos era divertido. Se pillaba unos rebotes morrocotudos viendo la tele,
empezaba a despotricar contra la programación actual. No sé qué tiene de malo, a
mí me gustan las ejecuciones, son divertidas y educativas, y la niña también le
gustan, se ríe mirándolas.
Por una parte da pena, a pesar que estaba ya muy mal,
era lo único que me quedaba de mi juventud, aquellos años locos y felices, me gustaba
sentarme frente a él y recordarle mucho más joven, los dos paseando por el Retiro
un domingo, viendo los títeres, el sol, las barcas, mucha gente riendo. Por otra
parte, tenía que hacerlo, es lo normal, además de él dijeron que tenía un coeficiente
1,4, muy alto, no se puede desperdiciar un coeficiente 1,4. Yo apenas llego al uno.
La niña, jugaban juntos… hoy me ha preguntado por él, ¿Dónde está el abuelo? Pobre,
tendrá que aprender que yo soy lo único que le queda.
Nos hemos quedado sin su pensión, y volver a trabajar,
no… no lo logro, lo he intentando todo menos venderme… tampoco es que me fueran
a dar mucho, pero ahora las cosas cambiarán, tendremos dinero hasta para un médico
y un colegio.
Es triste, no debería estar contenta, al fin y al cabo
a él le hubiera gustado ayudarnos, me lo decía, que, si no fuera por la parálisis,
por el asma, se levantaría y le ajustaría no sé qué cuentas a no sé cuántos opresores.
No se daba cuenta el pobre de los beneficios de esta sociedad, la competitividad
que nos hace mejores. Me acuerdo cómo se cabreó el día que Juan se marchó. Luego
me arrepentí, por el dinero claro, pero entonces me sentí orgullosa de él. Hacía
poco que había llegado a casa a vivir con nosotros. Juan se había mantenido al margen,
refunfuñando, yo sabía que aquello no duraría, que Juan no tardaría en cabrearse
de haber traído a mi padre a casa, a pesar de que su pensión era mayor que su sueldo
de economista o quizás por eso mismo. Siempre se metía con él, cuando no le oía,
claro. ¡Viejo de mierda! Era lo más suave. El viernes vino tarde, bebido, él y los
de la oficina habían estado de cañas. Sabía lo que iba a pasar, lo sabía, sin embargo
le dejé entrar, no sé por qué, quizás porque no me sentía tan desamparada con mi
padre en casa. Entró y la emprendió a golpes con todo, incluida yo misma. No era
la primera vez, sólo que la rabia era mayor, los golpes más sañudos. No sabía ni
dónde estaba, tendida en un charco de mi propia sangre bajo la mesa de la cocina,
sin embargo lo vi perfectamente. Erguido, todavía fuerte pese a su vejez, plantándole
cara a Juan, a la mala bestia de Juan. Bastó una mirada para acojonarlo, yo sentía
la furia de mi padre, una furia que no era sólo contra Juan, de alguna manera él
era un símbolo de todo, la amargura de su vida actual. Fue rápido con el taburete,
golpeó a Juan justo en la cabeza, partiendo el plástico, cómo disfrute de ese momento…
a pesar que sabía que Juan se marcharía llevándose su sueldo, el futuro de la niña.
Un momento de felicidad por años de terribles sacrificios. Con la pensión y el sueldo
malvivíamos, sólo con la pensión fue duro, muy duro.
A veces lo pienso… ¿Descansarán? ¿Sentirán? ¿Qué será
de sus pensamientos tras la muerte? Dicen que no sienten nada, están muertos, pero
dicen tantas mentiras, como que aquellas sustancias con las que trabajó mi padre
eran inocuas. Tantos años después le comieron por dentro destruyendo sus nervios,
sus pulmones, pero no su cabeza, su mirada altiva y clara aún en la silla de ruedas
mientras lo limpiaba, le daba de comer, como desafiando a la misma muerte.
Creo
que él lo sabía, lo sospechaba, y por supuesto se oponía. Si hubiera tenido fuerzas
para matarse quizás lo hubiera hecho cuando la niña y yo estuviéramos fuera, para
que al encontrarle estuviese ya demasiado frío. Era a lo único que temía.
Con su sueldo ahora viviremos mejor, casi tendremos
suficiente para una casa mejor, debería estar feliz, pero no lo estoy. Debería sentirme
a gusto, una muerte eficaz para la sociedad, como dice el anuncio de la tele. Solo
que la gente de la tele siempre es feliz y las personas reales, rara vez.
Por lo menos fueron rápidos, vinieron en cuanto les
llamé, apenas dos minutos y estaban aquí con aquel tanque helado que desprendía
vaho blanco. Me hicieron firmar y después se pusieron a trabajar. No quise mirar,
abracé a la niña y fuimos a la otra habitación. No paraba de decirme “él quería
lo mejor para nosotras”, “él quería lo mejor para nosotras”, “él quería lo mejor
para nosotras”, “él quería lo mejor para nosotras”. Se lo llevaron y un señor trajeado,
muy amable, nos pidió los datos de la cuenta, y acordamos la cantidad, el sueldo
mensual por su trabajo. No sé si hice bien en contratar con esa compañía. Hay varias,
no entiendo mucho, quizás en otra me hubieran pagado más, Juan hubiera sabido sacar
mejor partido, pero mejor que esté lejos, que no haya vuelto en estos diez años.
Le pregunté tímidamente en qué consistía aquel trabajo, qué iban a hacer con él
y el señor trajeado me explicó que era algo completamente legal: el trabajo post
mortem. Se toma el cerebro todavía sin daños de un recién fallecido, se le alimenta
por métodos artificiales, se le mantiene vivo y se le reprograma hasta que se convierte
en un potente ordenador biológico. Luego su uso concreto es difícil de determinar.
Su padre, dado su alto coeficiente de computación trabajará en proyectos grandes,
junto a enormes baterías de cerebros en paralelo que investigan o diseñan.
También me dijo con una sonrisa deslumbrante que no
sufrían, que en realidad su personalidad se perdía con la muerte y la reprogramación,
y que el seguir llamándole persona y pagándole un sueldo era consecuencia de leyes
anticuadas, pero que se mantenían porque de alguna manera ayudaban a otras personas,
como nosotras. Le creí, al principio sin dudas, luego tuve pesadillas, recordé las
mentiras que personas trajeadas nos han contado en múltiples ocasiones y empecé
a dudar, a imaginar que mi padre despertaba en una oscuridad total, un silencio
de piedra, la ausencia de todo estímulo, con pensamientos extraños taladrándole
la consciencia, obligado a pensar por caminos cambiantes, sin sueño, sin descanso,
en una eternidad muy parecida a un infierno, quizás recordando esos últimos momentos,
cuando ya la muerte se le echaba encima con un peso intolerable, y me miraba con
pánico, la única vez que vi pánico en sus ojos orgullosos, pánico no de la muerte,
sino de lo que habría tras ella.
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