Carlos Castán
En
todos los entierros hay un desconocido, alguien de aire grave en quien nadie se
fija demasiado, que no es de la familia y permanece todo el tiempo con las manos
atrás. Siempre me había preguntado por estos seres, de dónde salían, cuál sería
su vida. En los viejos álbumes de fotos de la casa de Ágata los encontré a todos
retratados, uno por uno, adheridos a aquellas páginas negras. Muchas veces iba a
verla. Yo era joven, ella no. Y además estaba enferma, pero su pelo olía siempre
a pétalos morados y la casa entera tenía el perfume de los libros salvados de un
incendio. Todo ese verano fue mi oasis de sombra. Nos acostábamos en una alcoba
oscura y luego ella preparaba café. Me gustaba ir allí, era todo tan secreto… Por
las ventanas, a través de una maraña de ramas muertas, podía divisarse toda una
posguerra detenida. Apenas hablaba, Ágata. Me enseñaba tesoros que escondía en los
cajones de sus mil armarios: óleos diminutos, soldados de oro, azucareros chinos,
pero sobre todo aquellas fotografías de desconocidos.
Era todo tan secreto que cuando murió nadie pudo decirme
nada, y una tarde en que fui a verla a principios del otoño me encontré en el patio
de la casa con una mesita de faldas negras llena de condolencias y tarjetas de visita
con una esquina doblada. Me esforcé en sentir dolor, pero la sorpresa y el deseo
reventado como un globo pesaban de momento mucho más.
Tras dudar un poco, decidí subir al velatorio. Quise
ser el desconocido de turno en ese entierro, quizá porque estuve seguro de repente
que, de ese modo, por un extraño mecanismo que nunca perseguí entender, mi imagen
pasaría a formar parte de aquellos álbumes oscuros en la estantería de la sala,
como una mariposa muerta. Y mi alma entonces, o algo parecido, se quedaría a descansar
para siempre cerca de la alcoba, en aquella penumbra fresca con olor a agua de rosas.
A veces notaba cómo alguno de los familiares de Ágata
me miraba de reojo, pero nadie se decidió a hacerme preguntas, de manera que toda
la tarde pude permanecer allí, como un centinela que guarda los restos de un general
acribillado, con aire grave, los ojos llorosos, las manos atrás.
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