Eliseo Diego
Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante
de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad.
En el extremo silencioso se le escucha rasgarlo. Jacques, el corsario, está a la
proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña
la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas
cavadas espesamente de lianas. Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden,
pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el
barco se encora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alcanza
el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.
“¿Este?”. “Sí, ese” –dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel
que la fina llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea
en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su
helado silencio.
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