James Patrick Kelly
Kamala
Shastri regresó a este mundo igual que lo había abandonado: desnuda. Salió del
ensamblador tambaleándose, tratando de mantener el equilibrio en la delicada
gravedad de la Estación Tuulen. La sujeté y, con un solo movimiento, la envolví
con una bata; luego la conduje suavemente hacia el flotador. Tres años en otro
planeta habían transformado a Kamala. Estaba más esbelta, más musculosa. Ahora
tenía las uñas de dos centímetros de largo y cuatro cicatrices de incisiones
paralelas en la mejilla izquierda que quizás respondían a algún concepto
gendiano de la belleza. Este sitio, tan familiar para mí, parecía provocarle
casi un estado de shock. Era como si dudara de las paredes y fuera escéptica
del aire. Había aprendido a pensar como una alienígena.
–Bienvenida –al tiempo que la acompañaba
por el pasillo, el susurro del flotador se transformó en un “wuush”.
Tragó saliva con fuerza y pensé que se
echaría a llorar. Tres años antes lo hubiera hecho. Muchos migradores se
sienten devastados cuando salen del ensamblador. Es porque no hay transición.
Hacía unos segundos Kamala estaba en Gend, el cuarto planeta de la estrella que
nosotros llamamos Épsilon Leo, y ahora estaba aquí, en órbita lunar. Estaba
casi en casa; la gran aventura de su vida había terminado.
–¿Matthew? –dijo.
–Michael –no pude evitar sentirme contento
de que se acordara de mí. Después de todo, me había cambiado la vida.
Desde que llegué a Tuulen para estudiar a
los dinos, he guiado quizás unas trescientas migraciones, de ida y de vuelta.
El de Kamala Shastri es el único escaneo cuántico que he pirateado en mi vida.
Dudo que a los dinos les importe; sospecho que es una infracción que hasta
ellos se permiten cometer de vez en cuando. Sé más de Kamala –al menos, de la
que era hace tres años– que de mí mismo. Cuando los dinos la enviaron a Gend,
su masa era de 50.391,72 gramos y tenía 4,81 millones de glóbulos rojos por mm3.
Sabía tocar el nagasvaram, una especie de flauta de bambú. Su padre era
originario de Thana, cerca de Bombay, y su sabor preferido de fruta de mascar
era melón, y había tenido cinco amantes, y a la edad de once años quería ser
gimnasta pero se había recibido de ingeniera en biomateriales, y a los
veintinueve años se había ofrecido como voluntaria para ir a las estrellas y
aprender a cultivar ojos artificiales. Había demorado dos años en cumplir con
el entrenamiento para la migración; sabía que podía arrepentirse en cualquier
momento, incluso en el mismo instante en que Silloin la transportara por medio
de la señal hiperlumínica. Entendía lo que significaba equilibrar la ecuación.
Yo la conocí el 22 de junio de 2069. Vino
del puerto L1 de Lunex en el transbordador e ingresó por nuestra compuerta
puntualmente, a las 10:15. Era una mujer pequeña, redondeada, con el largo
cabello negro peinado hacia atrás, tirante alrededor del cráneo. Le habían
oscurecido la piel para protegerla de los rayos UV de Épsilon Leo; era del
mismo color negroazulado profundo del crepúsculo. Llevaba puesta una adherente
túnica a rayas y unas zapatillas de velcro que la ayudarían a desplazarse
durante el breve tiempo que pasaría navegando en nuestra microgravedad de 0,2.
–Bienvenida a la Estación Tuulen –le
sonreí y extendí el brazo–. Me llamo Michael –nos estrechamos las manos–. Se
supone que soy sapienciólogo, pero también trabajo de guía local.
–¿Guía? –asintió distraídamente–. Bueno –escudriñaba
un punto detrás de mí, como si estuviera esperando a otra persona.
–Oh, no te preocupes –le dije–. Los dinos
están en las jaulas.
Abrió grandes los ojos, mientras su mano
se separaba lentamente de la mía –¿llamas dinos a los Hanen?
–¿Por qué no? –me reí–. Ellos nos llaman
bebés. Y llorones, entre otras cosas.
Kamala meneó la cabeza, perpleja. La gente
que nunca vio a un dino en persona tiende a formarse una idea novelesca: los
reptiles sabios y nobles que dominan la física hiperlumínica y que introdujeron
en la Tierra las maravillas de la civilización galáctica. Dudo que Kamala
hubiera visto jamás a un dino jugando póker o engullendo a un conejo que lanza
chillidos de dolor. Y nunca había discutido con Linna, que aún no estaba
convencida de que los humanos estuviéramos sicológicamente preparados para ir a
las estrellas.
–¿Ya comiste? –hice un gesto indicando el
corredor que conducía a las salas de recepción.
–Sí… es decir, no –no se movió–. No tengo
hambre.
–Déjame adivinar. Estás demasiado nerviosa
para comer. Estás demasiado nerviosa para hablar, incluso. Desearías que me
callara la boca, que te metiera en la canica y te transportara lejos de aquí.
Que termináramos de una buena vez con esta parte del asunto, ¿eh?
–No me molesta la conversación, en
realidad.
–Ahí vamos. Bueno, Kamala, es mi solemne
deber avisarte que en Gend no hay manteca de maní ni emparedados de jalea. Y
que no hay salpicón de pollo. ¿Cómo me llamo?
–Michael.
–¿Ves? No estás tan nerviosa. No hay un
solo taco, ni una sola porción de pizza de berenjenas. Ésta es tu última
oportunidad de comer como un ser humano.
–Bueno –no sonrió verdaderamente (estaba
demasiado ocupada en demostrar que era valiente), sino se le crispó una de las
comisuras de la boca–. En realidad, no me molestaría tomarme una taza de té.
–Bueno, en Gend sí hay té –me dejó guiarla
hacia la sala de recepción D; sus zapatillas dejaban ligeras marcas en la
alfombra de velcro–. Por supuesto, lo hacen con hojas de césped.
–Los gendianos no tienen césped. Viven
bajo tierra.
–Refresca mi memoria –apoyé la mano en su
hombro; debajo de la túnica, Kamala tenía los músculos rígidos–. ¿Los gendianos
son los hurones o las cosas con bultos anaranjados?
–No se parecen en nada a los hurones.
Atravesamos la puerta burbuja y entramos
en la recepción D, un espacio rectangular y compacto con muebles dispersos, de
baja altura, nada amenazadores. En un extremo había una unidad de cocina; en el
otro, un armario con un sanitario de vacío. El cielorraso era cielo azul; la
larga pared mostraba una imagen en vivo del río Charles y el horizonte de
Boston, asándose al sol de finales de junio. Kamala acababa de finalizar el
doctorado en el MIT.
Opaqué la puerta. Kamala se posó en el
borde de un sillón, como un abadejo a punto de salir volando.
Mientras le hacía el té, se encendió la
pantalla de mi uña. Respondí al llamado y apareció una Silloin en miniatura, en
modo discreto. No me miraba; estaba muy ocupada observando los aparatos de la
sala de control.
–Un problema –zumbó su voz en mi audífono–
muy insignificante, en realidad. Pero tendremos que eliminar a los dos últimos
del cronograma de hoy. Que se queden en Lunex hasta el primer turno de mañana.
¿Podemos retener a esta una hora más?
–Claro –dije–. Kamala, ¿te gustaría
conocer a una Hanen? –transferí a Silloin a la ventana tamaño dinosaurio de la
pared–. Silloin, te presento a Kamala Shastri. Silloin es la que maneja todo
aquí. Yo soy solamente el portero.
Silloin miró por la ventana con el ojo que
tenía más cerca; luego se dio vuelta y escrutó a Kamala con el otro ojo. Para
ser una dino, era de baja estatura, sólo un poco más de un metro de altura,
pero tenía una cabeza enorme que se bamboleaba en su cuello como un melón
haciendo equilibrio sobre un pomelo. Seguramente se había untado con aceite,
porque las escamas plateadas brillaban a más no poder.
–Kamala, ¿aceptas mis más felices
intenciones hacia ti? –levantó la mano izquierda, abriendo los dedos flacos
para dejar expuestas las oscuras medialunas de la membrana atrofiada.
–Claro, yo…
–¿Y nos permites ejecutar esta
transportación?
Kamala se puso rígida.
–Sí.
–¿Tienes preguntas?
Estoy seguro de que tenía varios
centenares, pero en ese momento, posiblemente, estaba demasiado asustada para
preguntar. Mientras se quedaba dudando, yo tercié:
–¿Qué existió primero, el huevo o la
lagartija?
Silloin me ignoró.
–¿Para ti sería excelente comenzar cuándo?
–Está tomando un té –dije, entregándole la
taza–. La llevaré cuando termine. ¿En una hora, digamos?
Kamala se retorció en el sillón.
–No, de veras. No tardaré una…
Silloin nos mostró los dientes, varios de
los cuales eran largos como teclas de piano.
–Sería de lo más apropiado, Michael.
Cerró la comunicación; una gaviota
atravesó volando el espacio donde había estado su ventana.
–¿Por qué hiciste eso? –había severidad en
la voz de Kamala.
–Porque aquí dice que tienes que esperar
turno. No eres la única migradora que vamos a enviar esta mañana –era mentira,
por supuesto; habíamos tenido que reducir el cronograma porque Jodi Latchaw, la
otra sapiencióloga asignada a Tuulen, estaba en la Universidad de Hiparco
presentando nuestra tesis sobre el concepto de identidad de los Hanen–. No te
preocupes, haré que el tiempo vuele.
Por un momento, nos miramos. Yo podría
haberme entregado a una hora de charla superficial; lo hacía con mucha
frecuencia. O podría haberle sonsacado el motivo por el cual se marchaba; sin
duda, tenía alguna abuelita ciega o un primo segundo esperando que ella le
llevara esos ojos artificiales, para no mencionar los potenciales subproductos
que bien podían terminar con la tuberculosis, el hambre y la eyaculación
precoz, bla bla bla. O podría haberla dejado sola en esa habitación, mirando la
pared. Pero la gracia estaba en adivinar hasta dónde llegaba su espanto.
–Cuéntame un secreto –le dije.
–¿Qué?
–Un secreto; ya sabes, algo que no sepa
ninguna otra persona –me miró como si yo fuese un ser recién caído de Marte–.
Mira, dentro de un rato estarás rumbo a un lugar que está a… ¿cuánto?
¿Trescientos diez años luz de distancia? Está previsto que te quedes tres años.
Para cuando regreses, yo podría ser rico, famoso y estar en otro lado;
probablemente nunca nos volveremos a ver. Entonces, ¿qué tienes que perder?
Prometo no contárselo a nadie.
Se recostó en el sofá y apoyó la taza en
el regazo.
–¿Se trata de otro examen, no? Después de
todo lo que me hicieron pasar, todavía no decidieron si deben enviarme o no.
–No. Dentro de un par de horas estarás
rompiendo nueces con los hurones en alguna oscura madriguera de Geden. Soy yo,
charlando.
–Estás loco.
–En realidad, creo que el término técnico
sería logomaníaco. Viene del griego: logos, que significa “palabra”, y manía,
que significa que te faltan dos bits para completar un byte. Me encanta
charlar, nada más. Mira, empezaré yo. Si mi secreto no te parece bastante
jugoso no tendrás que contarme nada.
Mientras bebía el té, sus ojos eran dos
ranuras. Yo estaba bastante seguro de que el asunto que la preocupaba en ese
momento, fuera lo que fuera, no iba a desaparecer en la gran canica azul.
–Me educaron como católico –dije,
acomodándome en una silla delante de ella–. Ya no lo soy, pero el secreto no es
ese. Mis padres me enviaron a la Escuela Secundaria “María, Madre de Dios”;
nosotros la llamábamos “Madiós”. La manejaba una pareja de religiosos ancianos,
el Padre Thomas y su esposa, la Madre Jennifer. El Padre Tom enseñaba física,
donde yo me sacaba 6, principalmente porque él hablaba como si tuviera la boca
llena de nueces. La Madre Jennifer enseñaba teología y tenía la calidez de un
banco de mármol; su apodo era Mamá Madiós.
“Una noche, exactamente dos semanas antes
de mi graduación, el Padre Tom y Mamá Madiós salieron en su Chevy Minimus a
comprar helado. Cuando volvían, Mamá Madiós pasó una luz amarilla y una
ambulancia los embistió en el medio. Como ya te dije, era anciana; tenía ciento
veinte años o algo así. Tendrían que haberle quitado la licencia de conducir en
los ‘50. Murió instantáneamente. El Padre Tom falleció en el hospital.
“Claro, supuestamente debíamos sentirnos
tristes por ellos y creo que yo me sentí un poco así, pero en realidad nunca me
habían gustado mucho y me daba rabia que sus muertes hubieran arruinado las
cosas para mi promoción. Por lo tanto, estaba más fastidiado que triste, pero
también sentía una punzada de culpa por ser tan poco caritativo. Tal vez haya
que crecer como católico para entenderlo. Bueno, el día después de lo ocurrido
nos convocaron a una misa en el gimnasio y ahí fuimos todos, retorciéndonos en
las graderías. El cardenal en persona telepresentó la homilía. Trataba
insistentemente de consolarnos, como si los muertos hubiesen sido nuestros
padres. Le hice un chiste sobre eso al chico que estaba sentado a mi lado, pero
me pescaron y tuve que pasar la última semana de mi último año suspendido pero
asistiendo a clase.
Kamala había terminado el té. Deslizó la
taza vacía dentro de uno de los posavasos empotrados en la mesa.
–¿Quieres más? –le dije.
Se revolvió, inquieta–. ¿Para qué me
cuentas esto?
–Forma parte del secreto –me incliné hacia
adelante–. Mira, mi familia vivía en la calle del Cementerio del Espíritu
Santo, y para llegar a la parada de furgones de la Avenida McKinley yo debía
tomar un atajo que lo atravesaba. Bueno, lo siguiente ocurrió un par de días
después del problema en la misa. Era alrededor de medianoche y yo volvía a casa
de una fiesta de graduación en la que me había dado un par de picos de
perspicacia, o sea que me sentía más sagaz que el rey de los filósofos.
Mientras atravesaba el cementerio, me topé con dos montículos de tierra, uno al
lado del otro. Al principio pensé que eran canteros; después vi las cruces de
madera. Tumbas recientes: aquí yacen el Padre Tom y Mamá Madiós. Las cruces no
decían mucho; eran básicamente estacas cruzadas, pintadas de blanco y
martilladas en la tierra. Los nombres estaban escritos a mano. Por lo que me
imagino, las habían puesto para marcar las tumbas hasta que llegaran las
lápidas. No necesitaba perspicacia para reconocer esa oportunidad única en la
vida. Si las cambiaba de lugar, ¿qué posibilidades había de que alguien se
diera cuenta? No fue problema sacarlas de los agujeros. Emparejé la tierra con
las manos y salí corriendo como si me llevaran los mil demonios.
Hasta ese momento, Kamala había sentido
confusión por mi historia y una leve condescendencia hacia mí. Ahora había un
destello de alarma en sus ojos.
–Qué cosa terrible hiciste –me dijo.
–Absolutamente –le dije–, aunque los dinos
piensan que la idea de plantar cuerpos en los cementerios y marcarlos con
piedras esculpidas es cosa de llorones. Dicen que la carne muerta no tiene
identidad, así que ¿para qué ponerse tan sentimental? Linna pregunta
constantemente por qué no le ponemos cruces a nuestros excrementos. Pero el
secreto tampoco es ese. Bueno, era una noche cálida de mediados de junio, pero
cuanto más corría, más frío se volvía el aire. Veía mi aliento. Y mis zapatos
se ponían cada vez más pesados, como si se estuviesen convirtiendo en piedra.
Cuanto más me acercaba al portón de atrás, más sentía que estaba luchando
contra un fuerte viento, aunque mis ropas no flameaban. Aminoré el paso y
comencé a caminar. Sé que pude haber hecho un esfuerzo y salir, pero mi corazón
latía con fuerza, y entonces oí un susurro, como el que se oye en las
caracolas, y entré en pánico. El secreto, entonces, es que soy un cobarde.
Volví a poner las cruces en sus lugares y nunca volví a acercarme a ese cementerio.
A decir verdad –señalé con un movimiento de cabeza las paredes de la sala de
recepción D de la Estación Tuulen–, cuando llegué a la edad adulta me ocupé de
interponer la mayor distancia posible entre él y yo –Kamala me miró fijamente
mientras yo volvía a reclinarme en la silla–. Historia de la vida real –dije y
levanté la mano derecha. Se quedó perpleja cuando comencé a reír. Una sonrisa
floreció en su rostro oscuro, y de pronto ella también se estaba riendo. Era un
sonido suave y líquido, como un arroyo burbujeando sobre rocas lisas; me hizo
reír más todavía. Tenía los labios gruesos y los dientes muy blancos.
–Tu turno –dije finalmente.
–Oh, no. No podría. –Sacudió la mano–. No
tengo nada tan bueno… –Hizo una pausa y luego frunció el entrecejo–. ¿Ya
contaste esto antes?
–Una vez –dije–. A los Hanen, durante la
preselección psicológica para este trabajo. Pero no les conté la última parte.
Sé cómo piensan los dinos, así que lo terminé cuando cambié las cruces de
lugar. El resto es cosa de bebés –sacudí un dedo hacia ella–. No olvides que
prometiste guardar mi secreto.
–¿En serio?
–Cuéntame de cuando eras pequeña. ¿Dónde
creciste?
–En Toronto –me echó un vistazo
apreciativo–. Hubo algo, pero no fue divertido. Fue triste.
Asentí para animarla y cambié la imagen de
la pared, haciendo aparecer el horizonte de Toronto, dominado por la Torre CN,
el Centro Toronto-Dominion, los Tribunales Comerciales y el King’s Needle.
Kamala giró el cuerpo para admirar el
paisaje y me habló por encima del hombro.
–Cuando tenía diez años, nos mudamos a un
departamento, justo en el centro, en la calle Bloor, para que mi madre
estuviera cerca del trabajo –señaló a la pared y se enderezó para mirarme de
frente–. Es contadora, y mi padre diseñaba empapelados para Imageniería. Era un
edificio enorme; parecía que siempre que entrábamos al ascensor había diez
vecinos que ni sabíamos que teníamos. Un día, cuando volvía de la escuela, una
anciana me detuvo en el vestíbulo. “Niñita”, me dijo, “¿te gustaría ganarte
diez dólares?”. Mis padres me habían advertido que no hablara con extraños,
pero obviamente esta anciana residía en el edificio. Además, tenía un antiguo
par de exopiernas atadas con correas, o sea que yo sabía que, si necesitaba
salir corriendo, podía ganarle. Me pidió que fuera a hacerle unas compras; me
entregó la lista de víveres y una tarjeta de efectivo y me dijo que debía
llevarle todo al departamento 10W. Tendría que haber desconfiado más, porque
todos los comercios del centro hacían entregas a domicilio, pero, como pronto
descubrí, lo único que la anciana quería era tener a alguien con quien
conversar. Y estaba dispuesta a pagar por eso, normalmente cinco o diez
dólares, dependiendo de cuánto tiempo me quedara. Pronto acabé por ir a su
departamento casi todos los días, después de la escuela. Pienso que si mis
padres se hubieran enterado, me habrían obligado a dejar de hacerlo; eran muy
estrictos. No les habría gustado que yo aceptara el dinero. Pero ninguno de los
dos volvía a casa hasta después de las seis, así que era mi secreto, mientras
pudiera guardarlo.
–¿Quién era? –dije–. ¿De qué hablaban?
–Se llamaba Margaret Ase. Tenía noventa y
siete años, y pienso que años atrás había sido una especie de consultora. Su
marido e hija habían muerto y estaba sola. No descubrí mucho de ella; me hacía
hablar a mí casi todo el tiempo. Me preguntaba de mis amigos, de lo que hacía
en la escuela y de mi familia. Cosas así…
Su voz se fue perdiendo, al tiempo que mi
uña comenzaba a encenderse y apagarse. Contesté.
–Michael, me complace pedirte que vengan
aquí –zumbó Silloin en mi oído. Estaba casi veinte minutos adelantada respecto
al cronograma.
–¿Ves? Te dije que íbamos a hacer volar el
tiempo –me puse de pie. Los ojos de Kamala se abrieron mucho–. Estoy listo si
tú lo estás.
Le ofrecí la mano. La tomó y me permitió
que la ayudara a levantarse. Vaciló un momento y percibí lo frágil que era su
determinación. Le rodeé la cintura con el brazo y la conduje al corredor. En la
microgravedad de la Estación Tuulen ya se sentía tan insustancial como un
recuerdo.
–Bueno, cuéntame. ¿Qué fue eso tan triste
que pasó?
Al principio pensé que no me había
escuchado. Siguió avanzando, arrastrando los pies, sin decir nada.
–Eh, no me dejes con la intriga, Kamala
–le dije–. Tienes que terminar la historia.
–No –dijo–. Creo que no.
No lo interpreté como una afrenta
personal. Mi único interés verdadero en la conversación era distraerla. Si ella
no quería distraerse, era por elección propia. Algunos migradores no paraban de
hablar hasta el mismísimo instante en que se introducían en la gran canica
azul, pero muchos otros se quedaban callados en el instante anterior. Se
volvían introvertidos. Tal vez, en su mente, Kamala ya estaba en Gend,
pestañeando bajo la dura luz blanca.
Llegamos a la central de escaneo, el
espacio más amplio de la Estación Tuulen. Inmediatamente delante de nosotros
estaba la canica, recipiente que contenía al conjunto de sensores cuánticos
no-demoledores… CSCN para los inclinados a las siglas. La canica tenía un color
azul lechoso de hielo glacial y el tamaño de dos elefantes. El hemisferio
superior estaba levantado y la mesa de escaneo sobresalía como una brillante
lengua gris. Kamala se aproximó a la canica y tocó su propio reflejo, que se
contorsionaba a lo ancho de la superficie pulida. A la derecha había un banco
acolchado, un nebulizador y un sanitario. Pero yo miré a la izquierda, a la
ventana de la sala de control. Silloin estaba observándonos, con su cabeza
imposible inclinada a un costado.
–¿Es dócil? –zumbó en mi audífono.
Levanté la mano con los dedos cruzados.
–Bienvenida, Kamala Shastri –la voz de
Silloin salió por los parlantes como un susurro tranquilizador–. ¿Estás lista
para abrir tu transportación?
Kamala hizo una inclinación de cabeza
hacia la ventana.
–¿Ahora es cuando debo quitarme la ropa?
–Si fueras tan amable.
Pasó rozándome, hacia el banco.
Aparentemente yo había dejado de existir; ahora la cuestión era entre ella y la
dino. Se desvistió rápidamente, doblando la túnica con prolijidad, acomodando
las zapatillas debajo del banco. Por el rabillo del ojo vi pies pequeños,
muslos rotundos, la hermosa y suave piel oscura de su espalda. Entró en el
nebulizador y cerró la puerta.
–Lista –exclamó.
Desde la sala de control, Silloin activó
los circuitos que llenaban el nebulizador con una densa nube de nanolentes. Las
nanos se adhirieron a Kamala y se desplegaron, revistiendo toda la superficie
de su cuerpo. Al respirarlas, pasaron de sus pulmones al torrente sanguíneo.
Tosió sólo dos veces; la habían entrenado bien. Cuando pasaron los ocho
minutos, Silloin despejó el aire del nebulizador y Kamala emergió. Aún
ignorándome, volvió a mirar de frente a la sala de control.
–Ahora debes ubicarte en la mesa de
escaneo –dijo Silloin– y dejar que Michael te prepare.
Sin vacilar, cruzó la sala hacia la
canica, trepó a la plataforma que estaba junto a ésta, se subió a la mesa y se
acostó boca arriba. La seguí.
–¿Seguro que no quieres contarme el resto
del secreto?
Ella miraba fijamente el techo, sin
pestañear.
–Muy bien –saqué el tubo de aerosol y un
chispero del bolsillo de la cadera–. Esto va a ser igual que como lo
practicaste –usé el tubo de aerosol para volver a pulverizar las plantas de los
pies con nanos. Vi que su vientre subía y bajaba, subía y bajaba. Estaba
profundamente concentrada en el ejercicio de respiración–. Recuerda, mientras
estés en el escaneador, nada de saltar a la soga ni de silbar –no me contestó–.
Ahora respira profundamente –dije, y le di un toque de chispero en el dedo
gordo del pie. Se escuchó un breve chasquido cuando las nanos que tenía en la
piel se entrelazaron, para formar una red, y se endurecieron, fijándola en su
lugar–. Ladridos para los hurones de parte mía –tomé mis aparatos, me bajé de
la plataforma rodante y la puse de nuevo contra la pared.
Con un gemido grave, la gran canica azul
retrajo la lengua. Observé cómo se cerraba el hemisferio superior, tragándose a
Kamala Shastri y luego fui a reunirme con Silloin en la sala de control.
No soy de la escuela de los que piensan
que los dinos huelen mal: otra razón por la que me asignaron a estudiarlos de
cerca. Parikkal, por ejemplo, no tiene ningún olor en especial que yo pueda
detectar. Normalmente Silloin tiene un leve, aunque no desagradable, olor a
vino rancio. Cuando está bajo presión, sin embargo, su aroma se vuelve parecido
al del vinagre y muy punzante. Aquella mañana debe haber sido muy turbulenta
para ella. Respirando por la boca, me acomodé en el banco, frente a mi consola.
Estaban trabajando rápido, ahora que la
canica estaba sellada. Incluso con todo el entrenamiento que tienen, los
migradores suelen ponerse claustrofóbicos muy pronto. Después de todo, tienen
que quedarse acostados en la oscuridad, inmovilizados por la nanoestructura,
esperando ser transportados. Esperando. Mientras emula el escaneo, el simulador
del centro de entrenamiento de Singapur emite un ruido. La mayoría lo compara
con el de una leve lluvia que golpetea la canica; para otros, es estática
radial a volumen alto. Mientras escuchen ese golpeteo, los migradores piensan
que están a salvo. Cuando están en nuestra canica, nosotros lo reproducimos, a
pesar de que el escaneo dura apenas tres segundos y es absolutamente
silencioso. Desde mi ventajosa posición, vi que las ventanas sagital, axial y
coronal habían dejado de titilar, indicando la finalización de la captura de
datos. Silloin estaba chirriando diligentemente para sí; el comunicador no se
molestó en traducir. Era obvio que no estaba diciendo nada que el bebé Michael
necesitara saber. Su cabeza se balanceaba mientras monitoreaba el enorme
despliegue de cifras; sus garras cliqueaban las pantallas sensibles al tacto
que refulgían naranjas y amarillas.
En mi consola había sólo una pantalla que
indicaba la evolución de la migración… y un botón blanco.
No estaba mintiendo cuando dije que yo era
solamente el portero. Mi especialidad es la sapienciología, no la física
cuántica. No hubiese podido hacer nada para solucionar lo que fuera que salió
mal en la migración de Kamala. Los dinos me dicen que el conjunto de sensores
cuánticos no-demoledores es capaz de evadir el Principio de Incertidumbre de
Heisenberg, porque puede medir las cantidades más ínfimamente pequeñas de
espaciotiempo sin colapsar la dualidad onda/partícula. ¿Qué tan pequeñas? Dicen
que nadie puede “ver” nada que tenga sólo 1,62 x 10-33 centímetros de largo,
porque en ese tamaño el espacio y el tiempo se separan. El tiempo deja de
existir y el espacio se vuelve una espuma probabilística aleatoria, una especie
de escupitajo cuántico. Nosotros, los humanos, llamamos a esto la longitud
Planck-Wheeler. También hay un tiempo Planck-Wheeler: 10-45 de segundo. Si algo
ocurre y luego ocurre otra cosa y los dos eventos están separados por un
intervalo de apenas 10-45 de segundo, es imposible determinar cuál de las dos
cosas sucedió primero. Para mí era pura jerga dino… y eso que solamente estamos
hablando del escaneo. Los Hanen usan diferentes tecnologías para crear túneles
artificiales, mantenerlos abiertos con fluctuaciones electromagnéticas de
vacío, hacer pasar la señal hiperlumínica hasta otro extremo y luego ensamblar
al migrador en el punto de destino a partir de partículas elementales.
En mi pantalla de evolución vi que la
señal que estaba mapeando a Kamala Shastri ya se había comprimido y lanzado a
través del túnel. Lo único que teníamos que esperar era que Gend nos confirmara
la recepción. Una vez que nos comunicaran oficialmente que la tenían, yo sería
el encargado de equilibrar la ecuación.
Ruido a lluvia, ruido a lluvia.
Algunas tecnologías de los Hanen son tan
poderosas que pueden alterar la realidad misma. Algún fanático de los viajes
temporales podría emplear los túneles para corromper la historia; el
escaneador/ensamblador podría usarse para crear un billón de Silloins, o de
Michael Burrs. La realidad prístina, no contaminada por semejantes anomalías,
posee lo que los dinos llaman armonía. Antes de que cualquier raza inteligente
logre incorporarse al club galáctico, debe demostrar un total compromiso con la
preservación de esa armonía.
Desde mi llegada a Tuulen para estudiar a
los dinos, había presionado el botón más de doscientas veces. Era lo que tenía
que hacer para conservar mi puesto. Al oprimirlo, enviaba un pulso mortal de
radiación ionizante al córtex cerebral del cuerpo duplicado –y por lo tanto
innecesario– del migrador.
Si no hay cerebro, no hay dolor. La muerte
les sobrevenía en pocos segundos. Sí, las primeras veces que me tocó equilibrar
la ecuación fueron traumáticas. Todavía me seguía pareciendo… desagradable.
Pero este era el precio del pasaje a las estrellas. Si ciertas personas poco
comunes, como Kamala Shastri, pensaban que ese precio era razonable, era
decisión suya, no mía.
–El resultado no es feliz, Michael
–Silloin se dirigía a mí por primera vez desde mi entrada a la sala de
control–. Se están desplegando discrepancias.
En mi pantalla de evolución observé que
las rutinas de verificación de errores comenzaban a dar señales de alerta.
–¿El problema es aquí? –de pronto sentí
que se me formaba un nudo por dentro–. ¿O allá? –si nuestro escaneo original
había quedado anulado, lo único que Silloin tenía que hacer era enviarlo
nuevamente a Gend.
Se produjo un silencio largo, irritante.
Silloin se concentraba en un sector de su consola, como si ésta le estuviera
mostrando a su cría primogénita saliendo del cascarón. El respirador que tenía
entre los hombros se inflaba al doble de su tamaño normal. Mi pantalla indicaba
que Kamala había estado en la canica cuatro minutos más de lo que correspondía.
–Puede ser conveniente recalibrar el
escaneador y comenzar de nuevo.
–Mierda –golpeé la pared con la mano
abierta; sentí que el dolor me repercutía hasta el codo–. Pensé que lo habías
arreglado –cuando la verificación de errores detectaba problemas, la solución
casi siempre era la retransportación–. ¿Estás segura, Silloin? Porque cuando la
metí dentro estaba justo en el límite.
Silloin me dedicó un estornudo que
descartaba esa idea y golpeó las cifras de error con su manita huesuda, como si
quisiera volverlas a la normalidad a fuerza de azotes. Como Linna y los demás
dinos, tiene muy poca paciencia con lo que ella considera nuestros miedos de
llorones a la migración. Sin embargo, a diferencia de Linna, está convencida de
que algún día, después de que hayamos usado las tecnologías Hanen el tiempo
suficiente, aprenderemos a pensar como dinos. Tal vez tenga razón. Tal vez
cuando hayamos viajado por los túneles como chorros de jeringa durante cientos
de años, seremos capaces de desechar alegremente nuestros cuerpos redundantes.
Cuando los dinos y otras razas inteligentes migran, los redundantes se eliminan
por su propia mano… Muy armónico. Trataron de hacerlo con los humanos, pero no
siempre funcionaba. Por eso estoy aquí.
–La necesidad es muy clara. Se prolongará
unos treinta minutos –dijo ella.
Kamala había permanecido sola en la
oscuridad casi seis minutos, más que cualquier otro migrador que yo hubiera
guiado.
–Déjame escuchar lo que está pasando en la
canica.
El sonido de Kamala gritando invadió la
sala de control. A mi entender, ese sonido no parecía humano… se asemejaba más
a un chirrido de neumáticos patinando antes de un choque.
–Tenemos que sacarla de ahí –dije.
–Ese razonamiento es de bebés, Michael.
–Bueno, ella es un bebé, maldita sea –yo
sabía que sacar a los migradores de la canica representaba un gran problema.
También podía pedirle a Silloin que apagara los parlantes y seguir sentado
mientras Kamala sufría. Fue una decisión mía–. No abras la canica hasta que
ponga la plataforma en su lugar –corrí a la puerta–. Y no anules el sonido.
Con el primer resquicio de luz, Kamala
comenzó a chillar. El hemisferio superior parecía levantarse en cámara lenta;
dentro de la canica, Kamala se retorcía para librarse de las nanos. Cuando ya
estaba seguro de que era imposible que gritara más fuerte, gritó más fuerte.
Habíamos logrado algo extraordinario, Silloin y yo: habíamos hecho desaparecer
completamente a la valiente ingeniera en biomateriales, dejando en su lugar a
un animal aterrorizado.
–Kamala, soy yo, Michael.
Sus frenéticos alaridos adquirieron
coherencia, formando palabras.
–¡Basta… no… oh dios mío, que alguien me
ayude! –si hubiera podido, habría saltado al interior de la canica para
soltarla, pero el conjunto de sensores es frágil y no quería correr el riesgo
de causar más problemas. Ambos tendríamos que esperar hasta que el hemisferio
superior se abriera completamente y la mesa de escaneo me entregara a la pobre
Kamala.
–Está bien. No te va a pasar nada, ¿eh? Te
estamos sacando, nada más. Todo está bien.
Cuando la liberé con el chispero, se
abalanzó sobre mí. Nos caímos hacia atrás y casi rodamos por los escalones. Me
aferraba con tanta fuerza que no me dejaba respirar.
–No me maten, no, por favor, no.
Me eché encima de ella.
–¡Kamala! –retorciendo un brazo, me solté
y lo usé para hacer palanca y separarme de ella. Me arrastré como un insecto
hacia un costado, hasta el escalón superior. Ella avanzó torpemente, haciendo
eses en la microgravedad, y se lanzó hacia mí; me clavó las uñas en el dorso de
la mano y me rasguñó, dejándome marcadas unas líneas ensangrentadas–. ¡Kamala,
basta! –le dije por no devolverle el golpe. Emprendí la retirada por los
escalones.
–Desgraciado. ¿Qué están tratando de
hacerme, imbéciles? –lanzó varios resoplidos temblorosos y comenzó a sollozar.
–Por algún motivo, el escaneo se echó a
perder. Silloin está trabajando para solucionarlo.
–La dificultad es oscura –dijo Silloin
desde la sala de control.
–Pero ese no es tu problema –retrocedí
hacia el banco.
–Me mintieron –masculló Kamala, y luego
pareció replegarse sobre sí misma, como si sólo tuviera piel, sin carne ni
huesos–. Me dijeron que no sentiría nada y… ¿sabes cómo es?… es…
Busqué a tientas la túnica –mira, aquí
está tu ropa. ¿Por qué no te vistes? Te sacaremos de aquí.
–Desgraciado –repitió, pero su voz estaba
vacía.
Me permitió bajarla a la fuerza de la
plataforma. Mientras se ponía la túnica con torpeza, conté los nudos de la
pared. Eran del mismo tamaño que las monedas de diez centavos que mi abuelo
solía atesorar y refulgían con una suave bioluminiscencia dorada. Llegué a
contar cuarenta y siete antes de que terminara de vestirse y estuviera lista
para volver a la recepción D.
Antes se había posado, expectante, en el
borde del sofá; ahora se echó pesadamente sobre él.
–¿Y ahora qué? –dijo.
–No sé –fui a la cocina y saqué la jarra
del destilador–. ¿Ahora qué, Silloin? –Me eché agua en el dorso de la mano para
lavarme la sangre. Ardía. Mi audífono permaneció en silencio–. Supongo que hay
que esperar –dije finalmente.
–¿Esperar qué?
–Esperar que Silloin repare…
–No voy a volver a meterme ahí.
Decidí dejar pasar el comentario.
Probablemente era demasiado pronto para discutir con ella, aunque una vez que
Silloin hubiera recalibrado el escaneador, Kamala tendría muy poco tiempo para
cambiar de opinión.
–¿Quieres algo de la cocina? ¿Otra taza de
té, tal vez?
–¿Qué tal ginebra con agua tónica… o mejor
sin agua tónica? –se frotó los ojos–. ¿O unos doscientos mililitros de
serentol?
Traté de fingir que era una broma.
–Sabes que los dinos no nos permiten abrir
el bar para los migradores. El escaneador puede malinterpretar la química
cerebral y tu visita a Gend no sería otra cosa que una borrachera de tres años.
–¿No entiendes? –estaba otra vez al borde
de la histeria–. No voy a ir.
Realmente no la culpaba por la forma en
que se estaba portando, pero lo único que quería hacer en ese momento era
librarme de Kamala Shastri. No me importaba si se marchaba a Gend, o si
regresaba a Lunex, o si viajaba por el arcoíris hasta el Reino de Oz, siempre y
cuando yo no tuviera a compartir la misma habitación con esta miserable
criatura que trataba de hacerme sentir culpable por un accidente en el que yo
no tenía nada que ver.
–Pensé que podía hacerlo –apretó las manos
contra los oídos, como para no oír su propia desesperación–. Desperdicié los
últimos dos años convenciéndome de que podía acostarme ahí y no pensar y que de
pronto me encontraría muy lejos. Me iba a un lugar maravilloso y extraño –emitió
un sonido estrangulado y dejó caer las manos sobre el regazo–. Iba a ayudar a
que la gente recuperara la vista.
–Lo hiciste, Kamala. Hiciste todo lo que
te pedimos.
Meneó la cabeza –no logré no pensar. Ese
fue el problema. Y entonces apareció ella, tratando de tocarme. En la
oscuridad. No había pensado en ella desde… –tuvo un escalofrío– Es culpa tuya,
por hacerme acordar.
–Tu amiga secreta –dije.
–¿Amiga? –Kamala pareció sorprendida por
esas palabras–. No, no diría que era mi amiga. Siempre le tuve un poco de
miedo, porque nunca estuve totalmente segura de lo que quería de mí –hizo una
pausa–. Un día, después de la escuela, subí al 10W. Estaba en su silla, mirando
a la calle Bloor. Estaba de espaldas a mí. Le dije: “Hola, Sra. Ase”. Le iba a
mostrar un prototipo que había escrito, pero ella no decía nada. Rodeé la silla.
Tenía la piel del color de la ceniza. Le tomé la mano. Fue como tocar algo de
plástico. Estaba rígida, dura… ya no era una persona. Se había convertido en
una cosa, como una pluma o un hueso. Salí corriendo; tenía que escapar de ahí.
Subí a nuestro departamento y me escondí de ella –entrecerró los ojos, como si
estuviera observando, juzgando a su yo de la niñez a través de la lente del
tiempo–. Pienso que ahora entiendo lo que quería. Pienso que ella sabía que se
estaba muriendo; posiblemente, quería que estuviera con ella cuando llegara el
fin, o al menos que encontrara su cuerpo después y lo informara. Pero no pude.
Si le decía a alguien que había muerto, mis padres descubrirían nuestra
relación. Tal vez la gente sospecharía que yo le había hecho algo… no lo sé.
Pude haber llamado a Seguridad, pero sólo tenía diez años; tenía miedo de que
me encontraran el rastro. Pasaron un par de semanas y todavía nadie la había
descubierto. A esas alturas, ya era muy tarde para decir algo. Todos me habrían
acusado de haberlo callado mucho tiempo. Por la noche, la imaginaba en su
silla, poniéndose negra y pudriéndose como una banana. Me daba asco; no podía
dormir ni comer. Tuvieron que internarme en el hospital porque la había tocado.
Había tocado a la muerte.
–Michael –susurró Silloin sin ninguna luz
de advertencia–. Se ha formado una imposibilidad.
–Ni bien salí de ese edificio, comencé a
mejorar. Entonces la encontraron. Cuando volví a casa, me esforcé mucho por
olvidar a la sra. Ase. Y lo logré, casi –Kamala se envolvió con los brazos–.
Pero apenas, dentro de la canica, estuve con ella otra vez. No la veía, pero de
algún modo sabía que estaba tratando de tocarme.
–Michael, Parikkal está aquí, con Linna.
–¿No te das cuenta? –lanzó una carcajada
amarga–. ¿Cómo voy a ir a Gend? Estoy alucinando.
–Se ha roto la armonía. Ven aquí, solo.
Sentí la tentación de aniquilar de un
golpe al fastidioso zumbido que tenía en el oído.
–¿Sabes? Nunca le había contado de ella a
nadie.
–Bueno, tal vez de todo esto resultó algo
bueno –le palmeé la rodilla–. Discúlpame un momento –pareció sorprendida de que
me fuera. Me escabullí hacia el corredor y endurecí la puerta burbuja, dejando
a Kamala encerrada.
–¿Qué imposibilidad? –dije, dirigiéndome a
la sala de control.
–¿Ella se complace en reabrir el
escaneador?
–No se complace en absoluto. Más bien
diría que está cagada de miedo.
–Habla Parikkal –mi audífono tradujo su
chirrido mezclado con un leve siseo, como de tocino friéndose–. La confusión
fue en otro lugar. No hay contratiempos que puedan asociarse con nuestra
estación.
Empujé la burbuja para entrar en la
central de escaneo. Vi a los tres dinos del otro lado de la ventana de control.
Sus cabezas se bamboleaban furiosamente.
–Explíquenme –dije.
Nuestras comunicaciones con Gend fueron
interferidas por una falsedad transitoria –dijo Silloin–. Ya recibieron y
reconstruyeron a Kamala Shastri.
–¿Migró? –Sentí que el piso se movía bajo
mis pies–. ¿Y esta que tenemos aquí?
–La simplicidad consiste en cargar a la
redundante en el escaneador y finalizar…
–Tengo noticias para ustedes. No quiere ni
acercarse a la canica.
–Su ecuación no está equilibrada –era
Linna hablando por primera vez. Linna no estaba exactamente a cargo de la estación
Tuulen; era más bien como una socia. En otras oportunidades, Parikkal y Silloin
habían impuesto su opinión por encima de la de ella… o al menos eso pensaba yo.
–¿Qué esperan que haga? ¿Qué le retuerza
el pescuezo?
Hubo un momento de silencio… que no fue
tan tensionante como observarlos echándome miradas significativas a través de
la ventana, ahora con las cabezas perfectamente quietas.
–No –dije.
Los dinos se pusieron a chirriar entre sí;
sus cabezas se entrelazaban y se inclinaban. Al principio me dejaron afuera y
el comunicador quedó en silencio, pero de pronto la discusión restalló en el
audífono.
–Esto es exactamente lo que les estuve
diciendo –dijo Linna–. Estos seres no tienen conciencia de la armonía. Es
erróneo continuar lanzándolos hacia los muchos mundos.
–Puede que tengas razón –dijo Parikkal–.
Pero esa discusión es para después. Ahora la necesidad es equilibrar la
ecuación.
–No hay tiempo. Tendremos que desechar a
la redundante nosotros mismos. –Silloin mostró los largos dientes marrones.
Tardaría tal vez unos cinco segundos en abrirle la garganta a Kamala. Y aunque
Silloin era la dino que nos tenía más simpatía, no tuve dudas de que
disfrutaría del asesinato.
–Yo sostengo que suspendamos las
migraciones humanas hasta que hayamos repensado este mundo –dijo Linna.
Era un ejemplo de la típica
condescendencia de los dinos. Aunque parecían estar discutiendo entre ellos, en
realidad me estaban hablando a mí, planteando la situación de tal manera que
hasta el bebé inteligente podría entenderla. Estaban informándome que yo estaba
haciendo peligrar el futuro de la humanidad en el espacio. Que la Kamala que
estaba en la recepción D ya estaba muerta, sin importar si yo renunciaba o no.
Que había que equilibrar la ecuación y que había que equilibrarla ya.
–Esperen –dije–. Tal vez pueda convencerla
de volver a entrar en el escaneador. – Tenía que escapar de ellos. Me arranqué
el audífono y me lo metí en el bolsillo. Estaba tan apurado por escaparme que,
al salir de la central de escaneo, me tropecé y tuve que agarrarme de algo en
el pasillo. Me quedé parado un segundo, mirando la mano apretada contra la
inclinada entrada a una bodega. Me pareció que estaba observando mis dedos
extendidos por el extremo equivocado de un telescopio. Estaba lejos de mí mismo.
Kamala se había hecho un ovillo en el
sillón, con las rodillas contra el pecho y envueltas en sus brazos, como si
estuviese tratando de encogerse para que nadie advirtiera su presencia.
–Estamos listos –dije escuetamente–.
Estarás en la canica menos de un minuto, te lo garantizo.
–No, Michael.
Tuve la palpable sensación de que me
alejaba de la Estación Tuulen.
–Kamala, estás tirando a la basura una
enorme parte de tu vida.
–Estoy en mi derecho –tenía los ojos
brillosos.
No, no estaba en su derecho. Era una
redundante; no tenía derechos. ¿Qué había dicho de la anciana? Que se había
convertido en una cosa, como un hueso.
–Muy bien, entonces –le hundí un rígido
dedo índice en el hombro–. Vamos.
Ella retrocedió.
–¿Vamos a dónde?
–De vuelta a Lunex. Retuve al
transbordador por ti. Acabo de cancelar la lista de la tarde; ahora tendría que
estar ayudando a otras personas a acomodarse, en vez de estar lidiando contigo.
Se desovilló lentamente.
–Vamos –tiré de ella con fuerza y la puse
de pie–. Los dinos quieren que desaparezcas de Tuulen lo más pronto posible, y
yo también –estaba tan distante que ya no veía a Kamala Shastri.
Asintió y me permitió llevarla, a paso
firme, a la puerta burbuja.
–Y si en el corredor nos encontramos con
alguien, cierra el pico.
–Te estás portando de una manera tan
desagradable… –dijo en un susurro denso.
–Te estás portando como un bebé.
Cuando la compuerta interior se deslizó a
un costado, Kamala advirtió inmediatamente que no había ningún umbilical que
nos conectara con el transbordador. Trató de zafarse de mi mano, pero yo le
clavé el hombro, fuerte. Se lanzó por la compuerta de la cámara de
descompresión, se estrelló contra la compuerta exterior e hizo una carambola
hasta caer de espaldas. Cuando golpeé el interruptor que cerraba la compuerta,
volví en mí. Era yo el que estaba haciendo esta cosa terrible… yo, Michael Burrs.
No pude evitarlo: me reí. Cuando la vi por última vez, Kamala estaba
retorciéndose y arrastrándose por el suelo hacia mí, pero era demasiado tarde.
Me sorprendí de que no comenzara a gritar de nuevo; lo único que se escuchaba
era su feroz respiración.
Ni bien se selló la compuerta interior,
abrí la exterior. Después de todo, ¿cuántas formas de matar existen en una
estación espacial? No había pistolas. Quizás otro la hubiera apuñalado o
estrangulado, pero yo no. ¿Envenenarla? ¿Cómo? Además, yo no pensaba. Estaba
tratando desesperadamente de no pensar en lo que estaba haciendo. Era
sapienciólogo, no médico. Siempre pensé que la exposición al espacio
significaba muerte instantánea. Descompresión explosiva o algo por el estilo.
No quería que sufriera. Estaba tratando de que fuera rápido. Indoloro.
Escuché el resoplido del aire en fuga y
pensé que todo había terminado, que el cuerpo había sido eyectado al espacio.
Ya me había dado media vuelta cuando comenzaron los golpes, frenéticos, como el
latir de un corazón a toda velocidad. Seguramente había encontrado algo de
donde agarrarse. ¡Tum, tum, tum! Era demasiado. Me apoyé contra la compuerta
interior –tum, tum– y fui resbalándome hacia abajo, riendo. Resulta ser que, si
uno vacía los pulmones, es posible sobrevivir a la exposición al espacio por lo
menos un minuto, quizás dos. Me pareció gracioso. ¡Tum! Risible, en realidad.
Había hecho lo mejor posible por ella, había arriesgado mi carrera… ¿y así era
como me devolvía el favor? Cuando apoyé la mejilla contra la compuerta, los
golpes comenzaron a hacerse más débiles. Nos separaban apenas unos centímetros,
la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora Kamala ya sabía todo lo que
había que saber sobre el tema de equilibrar la ecuación. Me estaba riendo con
tantas ganas que casi no podía respirar. Igual que el pedazo de carne que
estaba del otro lado de la compuerta. ¡Muérete ya, puta llorona!
No sé cuánto tiempo demoró. Los golpes se
fueron espaciando. Se detuvieron. Y me transformé en un héroe. Había preservado
la armonía, había permitido que nuestro enlace con las estrellas continuara
abierto. Reí entre dientes, con orgullo. Era capaz de pensar como un
dinosaurio.
Pasé
por la puerta burbuja y entré en la recepción D3
–Es hora de subir al transbordador.
Kamala se había cambiado y vestía una
túnica adherente y zapatillas de velcro. En la pared había diez ventanas
abiertas, por lo menos; el murmullo de las cabezas parlantes inundaba la
habitación. Amigos y parientes que tenían que ser notificados: su amada había
vuelto, sana y salva.
–Tengo que irme –le dijo a la pared–. Los
llamaré cuando aterrice –me dedicó una sonrisa que, por la falta de costumbre,
pareció forzada–. Quiero darte las gracias de nuevo, Michael –me pregunté
cuánto tiempo tardarían los migradores en acostumbrarse a ser humanos de
nuevo–. Me ayudaste muchísimo y yo fui tan… Estaba fuera de mí –echó un vistazo
por la habitación una última vez y tuvo un escalofrío–. Estaba realmente muy
asustada.
–Así es.
Meneó la cabeza.
–¿Tan mal estuve?
Me encogí de hombros y la dejé salir al
corredor.
–Ahora me siento tan tonta… Es decir,
estuve en la canica menos de un minuto y después… –chasqueó los dedos– aparecí
en Gend, como tú dijiste –me rozaba mientras caminábamos; debajo de la túnica,
tenía el cuerpo duro–. En todo caso, me alegro de que tengamos esta oportunidad
de charlar. Realmente tenía la idea de buscarte cuando volviera. Y por cierto
que no esperaba verte aquí.
–Decidí quedarme –la compuerta interior de
la cámara de descompresión se deslizó a un costado–. Es un trabajo que se hace
querer –el umbilical se estremeció mientras se compensaba la presión entre la
Estación Tuulen y el transbordador.
–Tienes migradores esperando –dijo.
–Dos.
–Los envidio –me miró–. ¿Alguna vez
pensaste en ir tú a las estrellas?
–No –le dije.
Kamala me apoyó una mano en la cara.
–Te cambia la vida.
Sentí el pinchazo de sus largas uñas…
garras, en realidad. Por un momento, pensé que tenía intenciones de dejarme la
mejilla surcada de cicatrices iguales a las que tenía ella.
–Ya lo sé –dije.
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