Rosa Beltrán
Tengo un amante 24 años mayor
que yo que me ha enseñado dos cosas. Una, que no puede haber pasión verdadera si
no se traspasa algún límite, y dos, que un hombre mayor sólo puede darte dinero
o lástima. Rex no me da dinero; tampoco lástima. Por eso dice que nuestra pasión,
que ha rebasado los límites, corre el peligro de comenzar a extinguirse en cualquier
momento.
Noche
primera
Hasta antes de conocerlo yo había asistido a dos presentaciones
de libros y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado cuando
no ocurre nada es cuando realmente están ocurriendo las cosas. Y esa vez ocurrieron
del siguiente modo: yo estaba sola, en medio de un salón atestado, preguntándome
por qué había decidido torturarme de esa forma cuando me di cuenta de que Rex, un
famoso escritor a quien sólo conocía de nombre, estaba sentado junto a mí. Cuando
terminó la lectura del primer participante, aplaudí. Acto seguido, Rex levantó la
mano, increpó al participante, volvió a acomodarse en su asiento. Con pequeñísimas
variantes ésta fue la dinámica de aquella presentación: se leían ponencias, se aplaudía
y Rex alababa o destrozaba al hablante, comentando siempre con alguna de las Grandes
Figuras que tenía cerca. Alguien leía, Rex criticaba, otro más leía, Rex criticaba,
yo aplaudía. Si el minimalismo es previsibilidad y reducción de los elementos al
menor número de variantes posible, ésta fue la presentación más minimalista en la
que he estado. Terminada la penúltima intervención a cargo de una autora feminista,
Rex criticó, yo aplaudí, fui al baño. Lo oí decir que la estupidez humana no podía
caer más bajo. Al regresar, antes de que se diera por terminado el acto, noté que
Rex tenía puesta la mano abierta sobre mi asiento y distraído conversaba con alguien.
Cuando señalé el sitio en el que había estado sentada y en el que ahora su mano
autónoma y palpitante aguardaba como un cangrejo, Rex clavó la mirada en mí y dijo:
“la puse ahí para que se mantuviera caliente”. Dos horas después estábamos haciendo
el amor, frenéticamente. Así se dice: “frenéticamente”. También: “enloquecidamente”.
En el amor todo son frases prestadas y uno nunca está seguro de decir lo que quiere
decir cuando ama. Pero cuando uno quiere con todas sus fuerzas no estar allí y no
puede hacerlo, ¿cómo se dice?
Noche
tercera
Lo primero que tengo que admitir es que no sé muy
bien en qué consiste el decadentismo nihilista porque nunca antes de conocer a Rex
me lo había planteado. Según él, ese término define a la Generación X, la más decadente
y desdichada de las generaciones de este siglo, a la que desafortunadamente pertenezco.
Yo no hice nada para pertenecer a ella. Pero si quisiera ponerme en el plan en el
que según Rex debiera, podría arrepentirme sólo de un hecho: haberme sentado junto
a él, un escritor tan famoso, en una presentación de libros. La regla de oro entre
los asistentes a este tipo de actos es que nadie se involucre con nadie y que las
amistades, si es que prospera alguna, estén cimentadas en el más puro interés (te
doy, me das; te presento, me presentas; te leo, me lees) o en el descuido. Rex dice
que toda relación que no provenga del alcohol es falsa.
Noche
séptima
Hoy Rex y yo decidimos algo muy original: que nadie,
nunca, se había amado como nosotros. Y para confirmarlo, usamos las frases que usan
todos los amantes. Un sólo ser en dos cuerpos distintos. Dos almas gemelas entre
una multitud de extraños. Cien vaginas distintas y un sólo coño verdadero.
Noche
décima
Ocurrió desde la primera vez, pero me había olvidado
de contarlo. Estábamos en el momento culminante, haciendo el amor frenéticamente,
como he dicho, y de pronto el cuarto se nos llenó de visitas. La primera que llegó
fue la Extremadamente Delgada De Cintura. Rex comenzó a hablar de esta antigua amante
suya porque mi postura se la recordaba. Era decidida, ardiente y pelinegra. Había
que cogerla muy fuerte de la cintura, a la Extremadamente Delgada, porque si no
era capaz de despegar. “Así”, dijo, apretándome. “¡Ah, cómo subía y bajaba aquella
mujer!”, añadió, mientras me sostenía, nostálgico. Pero luego de un rato, levantando
el índice, me advirtió:
–Podrán imitarla muchas, pero igualarla, ninguna.
Y hundido en esta reflexión fue a servirse un whisky.
Al cabo de unos minutos en los que yo misma, una vez caída en una especie de ensueño,
pensaba en la pasión tan grande entre Rex y yo, él rompió el silencio:
–Eran unas cuclillas perfectas –dijo, refiriéndose
a aquella otra mujer–. Mírame: se me pone la carne de gallina nada más de recordarlo.
Era verdad: la blancura enfermiza de la piel a la
que por años no le había dado el sol se había llenado de puntitos.
–Como un émbolo de carne –dijo, casi en estado de
trance–. Arriba y abajo, fuera de ella, sobre mí, dando unos alaridos impecables.
Según Rex aquella mujer de las cuclillas tuvo un excelente
performance: lo hizo tocar el cielo, sin exagerar, unas seis veces. El mismo
día de su entrega, antes de despedirse, la Extremadamente Delgada De Cintura le
pidió que le hiciera el amor por detrás.
–Quería hacerme una ofrenda –me explicó Rex, conmovido–
un regalo.
Después de esta confesión, para mí insólita, se hizo
de nuevo un silencio. Creí que la historia de Rex era una forma más bien oblicua
de pedirme algo, así que me abracé a una almohada y me ofrecí, en cuatro patas,
de espaldas a él. “No te muevas”, me dijo, y unos segundos más tarde sentí el flash
de una cámara. Esperé un poco más, pero nada ocurrió, y tras angustiosos minutos
oí que alguien junto a mí roncaba.
Noche
69
–¿Por qué me gusta tanto que me hables de tus antiguas
amantes? –mentí.
–Porque la carne es la historia –me explicó
Rex, muy serio–. Aunque esto muy pocos lo entienden.
Y luego, acercándose a mi oído me dijo, bajito:
–La carne por la carne no existe.
Noche
104
Dos semanas después me trajo la foto. Junto con una
carta que decía: (“adoro la negra estrella de tu frente, pero adoro mil veces más
a la otra, la impúdica, ese insondable abismo que nos une”). Todo lo demás eran
loas interminables: a mis senos, más blancos y bellos que los de Venus emergiendo
del océano; a mis nalgas, redondas, plenas como una pintura de Ingres; a mis muslos,
inspiración de Balthus, a mi espalda perfecta y a mi vientre. A cada centímetro
de mi cuerpo, siempre en comparación con otras. Nunca, nadie había sido más hermosa
que yo: ni los labios, mejillas, cabellos, ni los largos cuellos que me antecedieron
podían competir conmigo, según Rex. Freud dice que en toda relación sexual hay en
la cama al menos cuatro. En nuestro caso, había cuando menos veinte. O treinta.
O eso creí al principio. Poco a poco fui dándome cuenta de que si hubieran llegado
las ex amantes de Rex a instalársenos al cuarto habríamos tenido que salirnos por
falta de espacio.
–¿No sería bueno que usáramos condón? –sugerí.
Pero Rex fue categórico:
–¿Qué habría sido de los Grandes Amantes de la Historia
de haberse andado con esas mezquindades? –dijo.
Acto seguido se levantó de la cama, se vistió y salió
azotando la puerta.
Noche
386
Por alguna razón, me siento obligada a aclarar que
tuve una infancia feliz, que mi padre me quiso mucho y que no fue machista. O tal
vez sí, tal vez fue tan machista como otros. Pero esto nada tiene que ver entre
Rex y yo. Lo que me pasa con él es cuestión de simple polaridad: los hombres buenos
me aburren, igual que a todas las mujeres de mi generación que, como he dicho, es
la X. Esto lo he podido constatar. La “corrección política” no es más que una forma
cínica de la hipocresía. Es la pretensión de asepsia en los guantes de médicos con
el bisturí oxidado. Y el mundo no es un quirófano.
Noche
514
Por las noches, después de despedirnos, Rex pone mi
nombre debajo de su lengua. Allí lo guarda y paladea, como si fuera un chocolate.
Para mí, en cambio, sus gestos se diluyen. Cuando no está, su cuerpo sobre mí desaparece.
Sólo puedo recordar su voz. Como en una película que vi donde los personajes se
dan cita por teléfono sin encontrarse jamás, Rex se me ha vuelto una presencia sonora,
incorpórea. Rex es la forma de sus palabras. Y sus palabras, el amor que le han
inspirado las mujeres que llegaron antes de mí.
Noche
702
Ayer trajo más mujeres al cuarto. Los nombres me sorprenden
más que ellas mismas, me hacen imaginar mil y una posibilidades. La Que Lloró Con
Ciorán; La Escorpiona; La Amada Inmóvil; La Monja Desatada. Todas con una historia
y un modo de hacer el amor muy específicos.
–Mis mujeres fueron siempre voluntariosas –dice Rex–.
Sabían elegir sus posiciones. Arriba, o con las piernas cruzadas, de lado, cada
cual según su gusto y preferencias.
Mi papel no hablado era imitarlas. Y más aún: superarlas.
Si improvisaba algún gesto, Rex me llevaba sutilmente a la postura de alguna de
ellas, La Mujer De Alcurnia Ancestral, por ejemplo, muy derechita sobre él aunque
viendo al mundo con mirada desdeñosa, y me contaba su historia. Nunca llegué a conocer
sus nombres verdaderos.
–Es por respeto –dijo Rex–. Para evitar que un día
vayan a toparse por la calle.
Una tarde, haciendo el amor, tuve un levísimo atisbo
de improvisación y al emprender, besando, el camino de su ingle a sus párpados me
comparó con Eva. “La primera mujer”, pensé orgullosa, y en respuesta caminé desnuda
por todo el cuarto antes de que llegara Jehová y me corriera del paraíso.
Noche
996
Había perdido la cuenta de la frecuencia con que nos
veíamos, dada la relatividad con que había empezado a transcurrir el tiempo y los
caprichos de Rex habían crecido, como es lógico. Para llevarlos a cabo comenzó a
posponer sus viajes y conferencias, lo que no era poca cosa dados los ingresos que
percibía o, más bien, que dejaba de percibir por estar conmigo. Inventaba pretextos
cada vez más inverosímiles para no llegar a las citas, para estar lejos de su familia,
y comenzó a ejercer sus funciones amatorias como un corredor de bolsa de Wall Street,
a tiempo y de modo implacable. Yo era su amante, dijo, se debía a mí. ¿Qué otra
cosa podía hacer sino corresponder con el mismo fervor a semejante entrega? De la
noche a la mañana me vi obligada a superar las cuclillas de la Extremadamente Delgada,
a sostener las piernas en vilo, por horas, como la Escorpiona, a perfeccionar los
tiempos de La Rana o a quedarme quieta de perfil, como La Cucharita De Canto. Más
frecuentemente, sin importar mi cansancio, debía moverme con frenesí extremo, agitando
la melena al viento, como La Medusa De Ayer, la amante que más trabajo le había
dado olvidar. Junto con los efectos de mi gimnasia amatoria debía soportar el hambre
por horas, incluso días completos, pálida y ojerosa, sostenida sólo del comentario
de Chateaubriand de que la Verdadera Amante ha de resistir los embates como una
ciudad en ruinas. Por si esto fuera poco, uno de los días en que habíamos hecho
el amor durante horas, sin dar tregua a los días anteriores, Rex decidió prender
la tele del cuarto de hotel donde nos citábamos. Casi muero de espanto al ver el
estoicismo con que Sharon Stone, totalmente desnuda y sentada sobre su amante, se
ponía una corbata alrededor del cuello y, sin dejar de moverse, aguantaba la respiración
mientras él, hundido en el más puro gozo, la estrangulaba durante el coito.
–Déjale ahí –dijo Rex, sirviéndose otro whiskito–
no vayas a cambiarle.
Y luego, mirándome con intención:
–Así luego podemos tomar algunas ideas.
Me levanté como pude y, adolorida, caminé al servibar.
Me explicó lo que haría conmigo cuando entrara al baño, cuando me agachara, intentando
–inútilmente– vestirme, cuando horas después, me durmiera. “No habrá tregua”, advirtió.
Tomé una lata de Coca-Cola y la acerqué a mi oído.
A través de ella pude oír el bombardeo virtual de una ciudad imaginaria.
Noche
1000 y una
Ayer, por la tarde, quise ponerle un ultimátum: o
ellas o yo. Fue un momento de desesperación, lo reconozco. Estaba agotada de competir
contra otras, quería ser amada por mí. “¡Pero si tú las contienes a todas!”, dijo
Rex, emocionado. En ocasiones como ésa siento que no puedo defraudarlo. Lo peor
que puede ocurrir es que llegue el día de mañana y que yo, solícita, me vea obligada
a superar el placer de las noches anteriores. Lo segundo peor es que, agotado el
repertorio, Rex me vea por fin tal como soy y decida entonces que ha llegado el
momento fatal de hacerme formar parte del inventario.
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