Gustavo Adolfo Bécquer
Hace mucho tiempo que tenía
ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión,
lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado
a capricho volar la pluma.
Yo
creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en
sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos
eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre
las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento
con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos
llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
–Herido va el
ciervo… herido va… no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven
señor comienza por donde otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor
golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas,
azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente
de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las
cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir
de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia,
y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo,
el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para
cortarle el paso a la res.
Pero
todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante
y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había
salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía
a la fuente.
–¡Alto!…
¡Alto todo el mundo! –gritó Iñigo entonces–. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y
la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando
la pista a la voz de los cazadores.
En
aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola,
el primogénito de Almenar.
–¿Qué
haces? –exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro
en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos–. ¿Qué haces, imbécil? Ves que
la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro
y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que
he venido a matar ciervos para festines de lobos?
–Señor
–murmuró Iñigo entre dientes–, es imposible pasar de este punto.
–¡Imposible!
¿Y por qué?
–Porque
esa trocha –prosiguió el montero– conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de
los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente
paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis
vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos
reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta
fuente misteriosa, pieza perdida.
–¡Pieza
perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima
en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido
mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se
distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta;
déjame… déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo… ¿Quién sabe si no le
daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez
y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar
los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo
y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron
en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían
inmóviles y consternados.
El
montero exclamó al fin:
–Señores,
vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por
detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta
aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el
capellán con su hisopo.
II
–Tenéis la color
quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre
tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res
herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais
a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta
sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis
la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol
se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo,
en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas
horas lejos de los que más os quieren?
Mientras
Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de
su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después
de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre
la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no
hubiera escuchado una sola de sus palabras:
–Iñigo,
tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus
faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste
más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive
entre sus rocas?
–¡Una
mujer! –exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
–Sí
–dijo el joven–, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar
ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi
semblante. Voy, pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que
envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce,
ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El
montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al
escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos… Éste, después
de coordinar sus ideas, prosiguió así:
–Desde
el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos,
y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado
huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
Tú
no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña,
y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas
que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como
puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes
y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en
torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con
los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan,
y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago.
En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre
el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse
en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo
allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares
y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los
álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan
los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal
espíritu del hombre.
Cuando
al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca
para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde
de la fuente, a buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó
sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña…
muy extraña… los ojos de una mujer.
Tal
vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una
de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas…
no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en
mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos
como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por
último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño… pero no, es verdad; le he hablado
ya muchas veces como te hablo a ti ahora… una tarde encontré sentada en mi puesto,
vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una
mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas
brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas
que yo había visto… sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía
clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos…
–¡Verdes!
–exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en
su asiento.
Fernando
lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó
con una mezcla de ansiedad y de alegría:
–¿La
conoces?
–¡Oh,
no! –dijo el montero–. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme
llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio
o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo
que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro
os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus
ondas.
–¡Por
lo que más amo! –murmuró el joven con una triste sonrisa.
–Sí
–prosiguió el anciano–; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas
de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha
visto nacer.
–¿Sabes
tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los
besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres
de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré
dejar yo de buscarlos!
Dijo
Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados
de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
–¡Cúmplase
la voluntad del Cielo!
III
–¿Quién eres
tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y
ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu
litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche
profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El
sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por
su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose
poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre
una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las
aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas
a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su
existencia.
Ella
era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos
caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de
sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus
pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando
el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas
palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera
onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
–¡No
me respondes! –exclamó Fernando al ver burlada su esperanza–. ¿Querrás que dé crédito
a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero
saber si puedo amarte, si eres una mujer…
–O
un demonio… ¿Y si lo fuese?
El
joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se
dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por
su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
–Si
lo fueses… te amaría… te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta
más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
–Fernando
–dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música–, yo te amo más aún
que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy
una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres
superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como
ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo
no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor,
como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz
de comprender mi caso extraño y misterioso.
Mientras
ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura,
atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la
roca.
La
mujer de los ojos verdes prosiguió así:
–¿Ves,
ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que
se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales… y yo…
yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de
delirio y que no puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras
frentes como un pabellón de lino… las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles;
el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven… ven.
La
noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago;
la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad
como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven, ven…
Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer
misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle
un beso… un beso…
Fernando
dio un paso hacía ella… otro… y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban
a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve… y vaciló…
y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las
aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de
plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
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