sábado, 30 de abril de 2022

Cuento del hombre que esperaba el tranvía

Fernando Pessoa

 

Era una vez un hombre que esperaba el tranvía.

Estaba esperando al tranvía que llevase el letrero exacto hacia su destino.

Esperó mucho tiempo, como si ya no hubiera tranvías.

Al fin, apareció un tranvía por el final lejano de la calle. Corrió hacia él y era el primero que aparecía. No llevaba el letrero de su destino, pero era el primero que aparecía y ya comenzaba a estar harto de esperar. No venía, ni lleno, ni vacío; no venía, ni rápido, ni lento; era solo el primer tranvía después de esperar mucho rato al tranvía. Dudó pero, al fin, lo dejó pasar.

Al poco, pasó otro tranvía. Ya no era el primero, porque el primero se marchó ya. Venía despacio y vacío. El hombre tuvo la tentación de entrar en aquel tranvía vacío que andaba despacio y había de ser tan cómodo, después de tanto esperar. El letrero no indicaba su destino, pero iba en la misma dirección y vacío y agradable. Dudó, pero también lo dejó pasar.

Al poco, estando más cansado todavía, vio de golpe otro tranvía que llegó a su lado antes de detenerse. Venía lleno y corría muy deprisa. Tampoco este ostentaba el letrero de su destino. Aquel que subiera en él no llegaría con retraso, aunque no lo condujera a donde quería. El hombre dudó, pero también a este lo dejó pasar.

Seguidamente, vino otro tranvía, y de lejos el hombre que esperaba reconoció al guardafrenos y al conductor que venían charlando de nada en la cabecera del tranvía. El vehículo no traía letrero, pues recogía al depósito. El hombre dudó, puesto que conocía al guardafrenos y al conductor e ir con ellos era lo mismo que ir en el tranvía con el letrero de su destino. Pero, tras dudar un momento, dejó de dudar y también lo dejó pasar.

Por fin, cuando el hombre, cansado de esperar, ya se encontraba fatigado, vio un tranvía que portaba el letrero de su destino. No venía ni lento, ni rápido; ni lleno, ni vacío; y no traía gente conocida o desconocida. Para él, solo contaba que traía el letrero de su destino. El hombre no dudó y entró en él. Con ese tranvía llegó a su casa, porque era justamente ese el tranvía que lo llevaba a su casa.

 

Peripecias de junio

Víctor Roura

 

Martes 5. Tomé el pesero en San Ángel. A la altura del Hotel de México un hombre subió, se sentó a mi lado, volteó a verme, sonrió, recargó su cabeza en mi hombro y se quedó dormido. No supe qué hacer, de golpe; pero me dio pena despertarlo. El calor era insoportable. Las ventanillas estaban clausuradas. A punto de llegar a Reforma le dije al hombre que me bajaba en dos esquinas más, que ya era demasiado, que agarrara la onda. Como respuesta, me dio un manazo en mi pierna izquierda. Una muchacha, enfrente, mal disimuló un gesto de disgusto por mi forma de sacudir al durmiente. Una abuelita llevaba a su nieto (supongo) en las rodillas. Me miró con recelo. Moví, de nuevo, al hombre con brusquedad y le dije al conductor que se detuviera en la cuadra siguiente. Una joven, a mi lado opuesto, que acababa de subir, me preguntó si dejaría a mi amigo sólo en la combi. Le dije que era un desconocido.

–Con mayor razón –adujo.

No entendí, pero en el acto la joven recostó también, cómodamente, su cabeza en mi hombro. Cerró los ojos. El conductor dijo, malhumorado, que no le quitara el tiempo y arrancó como si estuviera en el autódromo. Pronto, la joven se quedó dormida. Le tomé su mano. Cuando nuestros dedos se entrelazaban, un señor que venía leyendo el periódico me pegó con su bastón en mi rodilla.

–¡Deje a la muchacha en paz, insolente! –gritó.

Me ofusqué.

Sin embargo, con tranquilidad le dije que no alzara la voz.

–Puede despertar a los bebés –aclaré.

De esta manera, llegamos hasta Indios Verdes. Entonces, cada quien pagó su pasaje. Bajamos silenciosamente, adormilados. Vi cómo se iban, cada uno por separado, por distintos rumbos. Yo me formé en la larga cola para volver a tomar la misma ruta que me regresara hasta la Avenida Reforma.

El sol hizo que me desabrochara dos botones de la camisa.

 

Lunes 11. Desde que abordé la combi, ya venían discutiendo. Ella, una universitaria; él, quizás su profesor. Se decían una y mil leperadas. Nunca me quedó claro si fue ella la que descubrió al amante anudado con otra o si fue él el que atisbó a la amada en plan comprometedor, o si ambos se sorprendieron con diferente pareja. Se insultaban con ardor, con verdadera pasión, con inusitado desdén. Los otros tres pasajeros atendíamos el desaliñado diseño del techo o mirábamos por la ventana, o nos percatábamos de la suciedad de nuestros zapatos negros. En eso, con una rapidez impresionante, ella le asestó una bofetada al amado.

Un silencio atroz nos rodeó.

Ni los coches alrededor hacían ruido. Dejamos de respirar unos minutos. Ella lo miraba con profundo aborrecimiento. Tardó en reaccionar, el profesor. Cuando lo hizo, levantó la mano para devolver el golpe o para estar parejo en la ofensa, vaya uno a saber. Pero ella dijo, calmosamente:

–¡Atrévete, gusano, y mi amante te hará saber lo que es el viaje al otro mundo! –gritó, señalándome.

La sorpresa me hizo enmudecer. El maestro me miró. Yo volví a ver el techo de la combi. Había un animalillo extraño (o era una araña) merodeando justo arriba de la ventanilla derecha.

–¿Pero andas con este cara de hojalatero tercermundista? –espetó el profesor, balbuceando apenas, porque había rencor en su voz.

Los adjetivos no me hicieron mella, sino el tonito. Lo miré, por eso, compasivamente. Moví la cabeza, bostecé y vi por la ventanilla.

–Bajamos en la otra parada, cerdita –le dije a la joven, sin mirarla, con una frialdad que de recordarlo me sudan las manos.

El profesor ni se inmutó.

Yo hubiera hecho lo mismo, tal vez.

Pagué dos pasajes, descendimos de la combi y cerré puerta con violencia. Caminamos un momento sin dirigirnos la palabra. Cuando recuperé el habla, le pregunté su nombre.

–¡Qué te importa! –casi gritó y echó a correr.

Seguramente iba ya con algunas lágrimas en los ojos.

 

Viernes 15. Venía de Ciudad Satélite. Era muy temprano. Apenas las seis y media de la mañana. Somnoliento. Pero me di cuenta de su ascenso. Era linda. Quizás por los dieciocho. Llevaba un payasito rojo y una falda del mismo color. Vendría de hacer aerobics o iría a hacerlos. Tomó asiento enfrente de mí. Verla fue un respiro. El día comenzaba bien.

La muchacha veía constantemente su reloj. De pronto, empezó a sacar ropa de su mochila. En la combi sólo íbamos tres personas, sexo masculino, aparte de ella. Y en un dos por tres, así como el relámpago presagia la tormenta, se bajó el payasito hasta la cintura y se puso una blusa amarilla. No llevaba brasier. Luego, metiendo sus manos diestras por debajo de la falda, acabó por quitarse el payasito, se enfundó un par de medias negras y quedó realmente hermosa. Sacó un estuche y empezó a maquillarse. Se pintó los ojos y los labios, se polveó el rostro, se peinó su largo cabello. Miró su reloj y dijo, sin que hubiese pregunta de por medio, que la disculpáramos, pero tenía que vestirse en esas condiciones para llegar presentable a su trabajo.

Ninguno de nosotros, creo, requería una explicación.

–Descuide –dije, comprensivo.

Después, pagó su pasaje y se bajó a toda prisa en la estación del Metro Cuatro Caminos.

Ya el resto del día no tuvo sentido.

 

Miércoles 20. Hice la parada en Marina Nacional. La pesera se detuvo. Bajó una dama. Educado, le extendí la mano. Sonrió, agradecida. Iba ya a subir, cuando el conductor dijo que a mí no me podía llevar, que lo sentía mucho. Pregunté la razón.

–Porque llevo señoritas, exclusivamente –dijo, con amabilidad.

Vi por las ventanillas.

En efecto, viajaba puro personal femenino.

–Tá bien –dije.

Di las gracias, no sé por qué, y esperé otra combi.

 

Jueves 28. Leía, con cierta incomodidad, el periódico. Un sujeto, en Roma, mató en un restaurante al mesero de un balazo y luego, al salir a la calle, asesinó al primero que encontró en su camino y después, preparando los cartuchos con paciencia, a otro y a otro y a otro, hasta contar diecisiete. Pero fue controlado por la policía, antes de atacar a una ancianita que esperaba un taxi.

–Bajo en el próximo semáforo…

Oyó que una señora decía. Alzó la mirada y fue cuando advirtió que el joven que tenía enfrente la miraba sin pestañear, fijamente.

Se desconcertó un poco.

Volvió a su lectura, incómoda. Aquí, en la colonia Romero Rubio, fue encontrado el cuerpo de un hombre destazado.

El joven, se percató a la perfección, la seguía viendo detenidamente.

Una mujer casi mata a su hija de once años, a punta de palo seco, porque reclamó la sopa hirviendo.

–¿No trae cambio? –preguntó el conductor de la combi.

–No –contestó la señora gorda.

–No es posible, son sólo dos pesos, cómo me da uno de cincuenta, no traigo cambio –dijo el conductor, pesada la voz, devolviéndole el billete.

–Pues no traigo, señor…

–Ni yo, señora, a ver cómo le hace.

El semáforo quedó atrás.

El joven no parpadeaba.

Ella se metió otra vez en el diario.

En una combi que enfilaba rumbo a Río San Joaquín, un joven se bajó la bragueta y amenazó a una señorita. Nadie intervino. Los pasajeros, no más de siete, voltearon hacia las ventanillas…

El joven no desviaba la mirada, no pestañeaba. Sus ojos estaban firmes en los de ella.

“Sólo se llevó mi monedero”, declaró la señorita. “Me asusté mucho, creía que iba a atacarme a golpes”. “Gran susto en una combi pesera”, se leía en el encabezado.

Ella desvió su mirada del diario. Los ojos del joven no pestañeaban.

–No traigo cambio, señora, ya le dije.

–Yo tampoco, señor.

Se metió otra vez en el periódico. Pero ya no leía. Sólo veía letras y fotos, por encimita.

Nadie en la pesera intervenía. Cada quien estaba consigo mismo.

Ella, de pronto, le sostuvo la mirada. Él sonrió, afable, gentil. Ella se encogió de hombros. El joven volvió a sonreír. “Simpático”, pensó ella. Mirada penetrante. Ningún pestañeo.

–Yo le pago, aquí está –dijo un señor que iba al lado del conductor–, cóbrese lo de la señora.

–Gracias, muy amable –dijo la gorda.

El chofer, por fin, se detuvo. La mujer bajó, con lentitud.

–Vieja fea –dijo el joven que no pestañeaba, y le sonrió a ella, quien bajó apresuradamente la vista.

El chofer no dijo nada. Nadie dijo nada.

–Así son las viejas –dijo el joven–. Usted también…

Y la señaló a ella.

Sus ojos volvieron al periódico.

–¡Le estoy hablando! –dijo el joven.

Todos se miraban, sin decir nada.

El joven se bajó la bragueta.

–Mire, damita –dijo el joven.

Nadie dijo nada. Todos voltearon hacia las ventanillas.

–¡Bajo en la siguiente esquina! –gritó ella.

El chofer frenó intempestivamente. Abrió la puerta automática.

–¡Ya váyase, rápido! –apresuró el chofer, sin cobrarle.

Ella se puso de pie, encorvándose.

–¿A dónde vas? –preguntó el joven, sacando con tranquilidad la pistola calibre 45 de la bolsa derecha de su saco–, aún no acaba la historia, la noticia todavía no se ha dado…

Atrás de la combi se oyó un claxonazo, tocado con rudeza.

 

viernes, 29 de abril de 2022

Final

Edmundo Valadés

 

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el automóvil respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.

Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.

El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado.

Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció.

–¡Prepárate al fin de este cuento!

 

Panki y el guerrero

Ciro Alegría

 

Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.

Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.

Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que asomara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.

Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de la panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.

Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estirose hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitose las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.

Mientras tanto, la panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más esa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.

No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.

Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.

Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma no ha surgido más.

 

El diluvio

Enrique Anderson Imbert

 

Zeus, para mejorar la raza humana, ordenó a Eolo y Posidón que anegaran la tierra.

Diluvió. Mares y ríos se juntaron. Inmensas ciudades inmersas.

Los hombres se defendieron construyendo balsas y embarcaciones. Vislumbraban, en el fondo del agua, el techo de sus casas y confiaban en que alguna vez podrían retornar. Entre tanto, remaban sobre sus huertos y se zambullían para coger manzanas; pescaban peces que andaban como pájaros por entre las ramas más altas de los nogales.

Entonces, antes de que Zeus volviera a poner las cosas como estaban, las sirenas acudieron presurosas de todas partes y aprovecharon esa ocasión única para recorrer, con ojos asombrados, las calles sumergidas por donde habían caminado los fabulosos hombres.

 

jueves, 28 de abril de 2022

Crueldad de Cervantes

Marco Denevi

 

En el primer párrafo del Quijote dice Cervantes que el hidalgo vivía con un ama, una sobrina y un mozo de campo y plaza. A lo largo de toda la novela este mozo espera que Cervantes vuelva a hablar de él. Pero al cabo de dos partes, ciento veintiséis capítulos y más de mil páginas la novela concluye y del mozo de campo y plaza Cervantes no agrega una palabra más.

 

Contaba Mi-en-leh

Bertolt Brecht

 

Dos hombres vivían en la misma casa y ocupaban habitaciones diferentes. El mayor dormía en una cama mullida, el menor, sobre un colchón de cuero. Muy de mañana, el mayor arrancaba al joven de su mejor sueño, cuando aún no le apetecía levantarse. En las comidas, el mayor solía arrebatarle al menor lo que este habría preferido. Si el menor quería beber, el mayor solo le daba agua o leche, y cuando el joven se agenciaba a escondidas un poco de licor de arroz, el mayor lo increpaba duramente, en presencia de todo el mundo. Si el otro respondía airado, luego tenía que pedirle perdón públicamente. Por las mañanas, yo veía al mayor arreando al joven desde un caballo. Un día le pregunté al mayor por su esclavo. “Pero si no es ni esclavo”, dijo sorprendido. “Es un campeón y lo estoy entrenando para su combate más importante. Me ha contratado para que lo ponga en forma. El esclavo soy yo”.

 

miércoles, 27 de abril de 2022

Estuvo en la guerra

Edmundo Valadés

 

De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.

Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.

Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo de ataque. Y gritos. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?

Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos…

Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.

La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.

Detuvo el taxi: al hotel.

Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.

Luego, lo de siempre: el silencio largo.

“¿Le pasa algo?”

Pagó. Entró en el hotel. A su cuarto.

Se desplomó sobre la cama.

A gemir la paz definitivamente perdida para él.

 

Viejo remedio

Jaime Alberto Vélez González

 

El diligente cuidador de rebaños no había podido dormir en los últimos días debido a que los lobos, al menor descuido, atacaban. Sospechando un rapto a sus espaldas, decidió contar las ovejas del rebaño, y entonces comprobó que aquel viejo remedio para el insomnio resultaba de veras infalible.

 

Danza macabra III

Enrique Anderson Imbert

 

Cuando Pablo tenía diez años bajó al sótano y vio a su padre ahorcado del techo. El choque fue espantoso: quedó melancólico, estremecido, tartamudo. Pasaron diez años y se casó con una niña a la que acababa de conocer en una playa veraniega. La noche de bodas descubrió que su mujer padecía de una subluxación de la columna cervical: las vértebras comprimían unas raíces nerviosas. Pablo, el melancólico, el estremecido, el tartamudo, tuvo que aprender a aliviarla del dolor. Le enlazaba el cuello y la barbilla y, tirando de una cuerda que corría por una polea del techo, la levantaba hasta que quedase en puntillas. Todas las noches creaba abismos bajo los pies de su mujer. Abismos chiquititos. Con ellos se fue llenando el abismo grandote que durante diez años había obsesionado a Pablo, desde que lo vio una vez bajo los pies de su padre. Se acostumbró a manejar la horca. Hasta la idea misma de la horca le divertía. Viendo a su mujer como una guinda se le alegraba el ánimo. Al final perdió la melancolía, el estremecimiento, la tartamudez y la mujer.

 

viernes, 22 de abril de 2022

Conservación de los recuerdos

Julio Cortázar

 

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala con un cartelito que dice: Excursión a Quilmes, o: Frank Sinatra. Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y dicen: No vayas a lastimarte, y también: Cuidado con los escalones. Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

 

Confusión

Jean Paul Sartre

 

Me siento, pido un café con leche, el mozo me hace repetir tres veces el pedido y lo repite él también para evitar todo riesgo de error. Se va, transmite mi pedido a un segundo mozo, quien lo anota en un cuaderno y lo transmite a un tercero. Por fin vuelve un cuarto y dice: “Aquí está”, mientras deja en mi mesa un tintero. “Pero –digo yo– yo había pedido un café con leche”. “Y bien, eso es”, replica él y se va.

 

jueves, 21 de abril de 2022

Acuérdate

Juan Rulfo

 

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos “el Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

 

Portugueses

Rodolfo Walsh

 

1)

El primer portugués era alto y flaco.

El segundo portugués era bajo y gordo.

El tercer portugués era mediano.

El cuarto portugués estaba muerto.

 

2)

–¿Quién fue? –preguntó el comisario Jiménez.

a. Yo no –dijo el primer portugués.

b. Yo tampoco –dijo el segundo portugués.

c. Ni yo –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba muerto.

 

3)

Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.

El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.

El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.

El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.

El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

 

4)

–¿Qué hacían en esa esquina? –preguntó el comisario Jiménez.

a. Esperábamos un taxi –dijo el primer portugués.

b. Llovía muchísimo –dijo el segundo portugués.

c. ¡Cómo llovía! –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

 

5)

–¿Quién vio lo que pasó? –preguntó Daniel Hernández.

a. Yo miraba hacia el norte –dijo el primer portugués.

b. Yo miraba hacia el este –dijo el segundo portugués.

c. Yo miraba hacia el sur –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

 

6)

–¿Quién tenía el paraguas? –preguntó el comisario Jiménez.

a. Yo tampoco –dijo el primer portugués.

b. Yo soy bajo y gordo –dijo el segundo portugués.

c. El paraguas era chico –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

 

7)

–¿Quién oyó el tiro? –preguntó Daniel Hernández.

a. Yo soy corto de vista –dijo el primer portugués.

b. La noche era oscura –dijo el segundo portugués.

c. Tronaba y tronaba –dijo el tercer portugués.

El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

 

8)

–¿Cuándo vieron al muerto? –preguntó el comisario Jiménez.

a. Cuando acabó de llover –dijo el primer portugués.

b. Cuando acabó de tronar –dijo el segundo portugués.

c. Cuando acabó de morir –dijo el tercer portugués.

Cuando acabó de morir.

 

9)

–¿Qué hicieron entonces? –preguntó Daniel Hernández.

a. Yo me saqué el sombrero –dijo el primer portugués.

b. Yo me descubrí –dijo el segundo portugués.

c. Mi homenaje al muerto –dijo el tercer portugués.

Los cuatro sombreros sobre la mesa.

 

10)

a. Entonces ¿qué hicieron? –preguntó el comisario Jiménez.

b. Uno maldijo la suerte –dijo el primer portugués.

c. Uno cerró el paraguas –dijo el segundo portugués.

d. Uno nos trajo corriendo –dijo el tercer portugués.

El muerto estaba muerto.

 

11)

a. Usted lo mató –dijo Daniel Hernández.

b. ¿Yo señor? –preguntó el primer portugués.

c. No, señor –dijo Daniel Hernández.

d. ¿Yo señor? –preguntó el segundo portugués.

e. Sí, señor –dijo Daniel Hernández.

 

12)

–Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada –dijo Daniel Hernández.

“Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.

“El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.

“El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.

“El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.”

El primer portugués se fue a su casa.

Al segundo no lo dejaron.

El tercero se llevó el paraguas.

El cuarto portugués estaba muerto.

Muerto.