Ignacio Aldecoa
Las ciudades de provincias se llenan en
primavera de carteles. Carteles en los que un segador sonriente, fuerte, bien nutrido,
abraza un haz de espigas solares; a su vera, un niño de amuñecada cara nos mira
con ojos serenos: a sus pies, una hucha de barro recibe por la recta abertura del
ahorro –boca sin dientes, como de vieja, como de batracio– una espuerta de monedas
doradas. Son los anuncios de las Cajas de Ahorro. Son anuncios para los labradores
que tienen parejas de bueyes, vacas, maquinaria agrícola y un hijo estudiando en
la universidad o en el seminario. Estos carteles tan alegres, tan de primavera,
tan de felicidad conquistada, nada dicen de las cuadrillas de segadores que, como
una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando el pan del trabajo por
los caminos del país. A principios de mayo el grillo, sierra en lo verde el tallo
de las mañanas; la lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches;
la cigüeña pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres
como una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el chaparral
del monte bajo el agua estancada se encoge miedosa cuando las urracas van a beberla.
La vida vuelve. La cuadrilla de la siega pasa las puertas a hora temprana, anda
por la carretera de los grandes camiones y los automóviles de lujo en fila, en silencio,
en oración –terrible oración– de esperanza. Al llegar al puente del río lo abandonan
por el camino de los pueblos del campo lontano. Se agrupan. Alguien canta. Alguien
pasa la bota al compañero. Alguien reniega de una alpargata o de cualquier cosa
pequeña e importante. En la cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres solos. Dos
del noroeste, donde un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de la parte húmeda
de las Castillas. El quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y
es inútil. Con pan y vino se anda camino cuando se está hecho a andarlo. Con pan,
vino y un cinturón ancho de cueras de becerra ahogada o una faja de estambre viejo,
bien apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen cobijo,
hasta que la coz de un aire, entre medias cálido, tuerce el cuello y balda los riñones.
Cuando a un segador le da el aire pardo que mata el cereal y quema la hierba –aire
que viene de lejos, lento y a rastras, mefítico como el de las alcantarillas–, el
segador se embadurna de miel donde le golpeó. Pero es pobre el remedio. Ha de estar
tumbado en el pajar viendo a las arañas recorrer sus telas. Telas que de puro sutiles
son impactos sobre el cristal de la nada.
Cinco hombres solos.
Cinco que forman un puño de trabajo. Dos del noroeste: Zito Moraña y Amadeo, el
buen Amadeo, al que le salen las barbas en el dorso de las manos, que se afeita
con una hoz. Dos de la Castilla verde: San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo,
del estaribel de Murcia por algo de cuando la guerra. El quinto, callado; cuando
más, sí y no. “El Quinto”, por un buen sentido nominador. “El Quinto” les dijo en
la cantina de la estación donde se lo tropezaron:
–Si van para el campo
y no molesto, voy con ustedes.
Zito Moraña le contesta:
–Pues venga.
“El Quinto” movió la
cabeza, clavó los ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo, que se rascaba las
manos; consultó con la mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso sin
que se le cayera una brizna de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo se buscaba
en los bolsillos.
–Acabo de seguir de
la cárcel. ¿Qué dicen?
–¿Y usted? –respondió
Zito.
–La guerra, y luego,
mala conducta.
–¿Mala?
–De hombre, digo yo.
–Pues está dicho.
“El Quinto” pidió un
cuartillo de vino tinto. La cita fue para las cinco y media de la mañana en el depuertas
de la carretera. Se pararon. Ahora los cinco van agrupados por el camino largo de
los segadores. Zito conoce el terreno. Todos los años deja su tierra para segar
a jornal.
–Amadeo, de la revuelta
esa nos salió el pasado una liebre como un burro.
–Sí, hombre; pero no
el pasado, sino otro año atrás.
–Fue lástima…
Y Zito y Amadeo hablan
del antaño perdiéndose en detalles, mientras San Juan se suena una y otra vez la
nariz distraídamente, mientras Conejo se queja en un murmullo de su alpargata rota,
mientras “El Quinto” va mirando los bordes del camino buscando no sabe qué. Al mediodía
les para un sombrajo. De la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución.
Al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja.
El queso del pobre no se descorteza, se raspa.
En el sombrajo descansan
y fuman los cigarrillos de las mil muertes del fuego, de sus mil nacimientos en
el encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las cosas de siempre, esas
cosas que acaban como empiezan:
–La mujer habrá terminado
de trabajar en el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras de la casa. Los chavales
estarán dándole vueltas al pucherillo.
Una larga pausa y la
vuelta.
–Los chavales le estarán
sacando brillo al puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos
arrendado tras la casa. Dice la mujer, los chavales, el que se fue de las calenturas,
el que vino por San Juan de hará tres años.
No poseen con la brutal
terquedad de los afortunados y hasta parece que han olvidado en los rincones de
la memoria los posesivos débiles de la vida. Están libres. Callan hasta que otro
repita la historia con escasas variantes. Callan hasta que se dan cuenta de que
hay un ser de silencio y de sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no y poca cosa
más. Aquí está Zito Moraña para preguntar, por qué a un compañero hay que darle
ocasión, sin molestarle, de un suspiro, de una lágrima, de una risa. Un compañero
puede estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando cuente, el momento
en que hay que balancear la cabeza o agacharla hacia el suelo o levantarla hacia
el sol.
–¿Usted qué hará cuando
acabe esto?
“El Quinto” encoge una
pierna y duda.
–¿Yo?
–Nosotros volveremos
para la tierra.
–Ya veré…
Y entre ellos, entre
los cuatro y “El Quinto”, el corazón de la comunidad naufraga. Zito tiene su orden.
Se pone en pie, consulta su sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda.
–Bueno, andando. Para
las cinco podemos estar en la hocina. Para las seis, en el teso del pueblo. Por
la ladera, hacia el río, vuela el ave que huele mal.
Conejo, de los bolsillos,
saca una madera que talla con la navaja.
–¿Qué haces? –le pregunta
San Juan.
–La torre de los condes,
para que juegue el chico a la vuelta. La hago con silbo de pájaro.
Zito y Amadeo recuerdan
el antaño. Y “El Quinto” mira el camino. A las seis platea el río por medio del
llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece la tiniebla. Por los últimos alcores
el cielo está morado. Los perros ladran al paso lento de los de la siega. Zito conoce
a los que se asoman a las puertas a verlos llegar.
–Señor Ricardo, ¿se
curó de los cólicos?
El campesino responde,
cachazudo:
–Parece, parece.
La cuadrilla sigue adelante.
–Señora Rosario, ¿volviole
el santo a Patricio?
–Por ahí anda.
Zito hace un aparte
a San Juan.
–Es que tiene un hijo
que dio en manías el año pasado de una soleada en las fincas.
Hacen un alto en la
plaza. El cuadrado de la plaza está quebrado por la irregularidad de las construcciones.
En la mitad está el pilón; en él juegan los niños. Al verlos a los cinco parados
y ensimismados, los niños se les acercan a una distancia de respeto y prudencia.
Los segadores, como los gitanos, pueden robar criaturitas para venderlas en otros
pueblos.
Zito vocea a un campesino
sentado en el umbral de su casa:
–¿Qué, Martín, hay pajar
para cinco hombres?
–Hay, pero no paja.
–Da igual. ¿A cuántos
nos necesita usted?
–Con dos de vosotros
me arreglo, porque tengo otros que llegaron ayer. Mañana temprano, a darle. El jornal
el de siempre.
–Ya aumentará usted
una pesetilla.
–Están los tiempos malos,
pero se ha de ver.
Precisamente están los
tiempos malos. No se marcha la gente de su tierra porque estén buenos, ni porque
la vida sea una delicia, ni porque los hijos tengan todo el pan que quieran. Zito
arruga la frente y medita.
–Tú, San Juan, y tú,
Conejo, podéis quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros.
Dando la vuelta a la
iglesia, a la que está pegada la casa, se abre un amplio portegado. El portegado
está entre una era y un estercolero, que en las madrugadas tiene flotando un vaho
de pantano y que está en perpetuo otoño de colores. Del portegado se sube al pajar.
Las maderas brillan pulimentadas. Solo hay un poco de paja en un rincón. Los trillos,
apoyados sobre la pared, con pedernales amenazantes, parecen fauces de perros guardianes.
–Dejad ahí los hatos.
Vamos a ver si nos dan algo en la cocina.
En la cocina les dan
un trozo de tocino a cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les contempla desde
una silla.
–Tú, Zito, alegra el
ánimo con la comida. Canta algo, hombre, de por tu tierra.
–No estoy de buen año,
señora.
–Canta, Zito –dice Martín,
que está apoyado en la puerta.
–Tengo la garganta con
nudos.
–Cuanto más viejo más
tuno, Zito.
–Pues cantaré, pero
no de la tierra, y a ver si les va gustando.
–Tú canta, canta.
Zito con el porrón apoyado
sobre una pierna, entona una copla. Sus compañeros bajan la cabeza.
Al marchar a la siega
entran rencores
trabajar para ricos
seguir de pobres.
Sobre los campos salta
la noche. Un ratón corre por el pajar. Los segadores están tumbados.
–Oye, San Juan, son
unos veinte días aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?
–Cuarenta y ocho duros.
–No está mal.
Abajo, en la cocina,
habla Martín en términos comerciales y escogidos con un amigo.
–Me han ofrecido material
humano a siete pesetas para hacer toda la campaña, pero son andaluces…
–Gente floja.
–Floja.
Martín hace con los
labios un gesto de menosprecio.
Trabajan San Juan y
el Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con otros segadores que
llegaron un día después, segaban en las fincas del alcalde. No se veían los dos
grupos más que cuando marchaban al trabajo o volvían de él por los caminos. Zito,
Amadeo y “El Quinto” dormían en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada.
Se pasaban el día en el campo.
A la cuarta jornada
apretó el calor. En el fondo del llano una boca invisible alentaba un aire en llamas.
Parecía que él iba a traer las nubes negras de la tormenta que cubrirían el cielo,
y sin embargo, el azul se hacía más profundo, más pesado, más metálico. Los segadores
sudaban. Buscaban las culebras la humedad debajo de las piedras. Los hombres se
refrescaban la garganta con vinagre y agua. En el saucal, la dama del sapo, que
tiene ojos de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los segadores, al
dejar el trabajo un momento, tiraban, por costumbre, una piedra a bajo pierna en
los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El viento pardo vino por
el camino levantando una polvareda. Su primer golpe fue tremendo. Todos lo recibieron
de perfil para que no les dañase, excepto “El Quinto”, que lo soportó de espaldas,
lejano en la finca, con la camisa empapada en sudor, segando. Le gritaron y fue
inútil. No se apercibió. Cuando levantó la cabeza era ya tarde.
“El Quinto” llegó al
pajar tiritando. Y no quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El alcalde llamó
al médico. El médico lo mandó lavar porque opinó que aquello eran tonterías. Y dictaminó.
–No es nada. Tal vez
haya bebido agua demasiado fría.
Zito le explicó:
–Mire, doctor, fue el
viento pardo…
El médico se enfadó.
–Cuanto más ignorantes,
más queréis saber. ¿Qué me vas a decir tú?
–Mire, doctor, fue el
viento que mata el cereal y quema la yerba. Hay que darle miel. Las mantecas de
los riñones las tiene blandas.
–Bah, bah, el viento
pardo… – comentó.
Los compañeros volvieron
a darle miel en las espaldas en cuanto se marchó el médico, y Zito le echó su manta.
–¿Y tú, Zito? –dijo
“El Quinto”.
–Yo, a medias con Amadeo.
“El Quinto” temblaba;
le castañeaban los dientes. El viento pardo en el saucal hacía un murmullo de risas.
Allí estaba “El Quinto”,
entretenido con las arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito y a Amadeo cómo había
visto pelear a una de ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón, con una
avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito callaba. De vez en vez le interrumpía
doblándole la manta.
–¿Qué tal ahora?
–Bien, no te preocupes.
–¿No me he de preocupar?
Has venido con nosotros y no te vas a poder marchar.
Nosotros dentro de cuatro
días tiramos para el Norte. Esto está ya dando las boqueadas.
–Bueno, qué más da.
No me echarán a la calle de repente.
–No, no, desde luego…
–dudaba Zito.
–Y si me echan, pues
me voy.
–¿Y a dónde?
–Para la ciudad, al
hospital, hasta que sane.
–Hum…
–Aquí tienes lo tuyo,
Zito. Os doy doce perras más por día a cada uno.
–Gracias.
–Pues hasta el año que
viene. Que haya suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque no ha trabajado más
que tres días y le he estado dando de comer todo ese tiempo, hay diez duros. No
se quejará.
–No, claro.
–Pues díselo, y también
que levante con vosotros.
–Pero si es imposible,
si está tronzado.
–Y yo qué quieres que
le haga.
Llegaron al puente.
“El Quinto” andaba apoyado en un palo medio a rastras. Zito Moraña y Amadeo le ayudaban
por turno.
–¿Qué tal? Ahora coges
la carretera y te presentas enseguida en la ciudad.
–Si llego.
–No has de llegar. Mira,
los compañeros y yo hemos hecho un ahorro. Es poco, pero no te vendrá mal. Tómalo.
Le dio un fajito de
billetes pequeños.
–Os lo acepto porque…
Yo no sé… Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y todos.
“El Quinto” estaba a
punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado.
–No digas nada, hombre.
Les dio la mano largamente
a cada uno.
–Adiós, Zito; adiós,
Amadeo; adiós, Juan; adiós, Conejo.
–Adiós, Pablo; adiós.
Hacía quince días que
habían aprendido el nombre del “Quinto”.
Por la otra orilla de
la carretera caminaba, vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las espaldas y
echaron a andar. Se alejaron del puente. Zito, para distraer a sus compañeros, se
puso a cantar a media voz algo de su tierra.
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