Víctor Roura
La
primera vez que le dio una cachetada, ella bajó la cabeza y se mordió los
labios.
–No vuelvas a decir que no, antes de que
termine de preguntarte cualquier cosa –dijo él, encaminándose hacia la
tornamesa para poner de nuevo la canción que ambos venían escuchando hacía un
par de horas.
Ella hizo a un lado la guitarra.
–Ya te dije que no –repitió.
Él estaba de espaldas, ocupado en calcular
el surco del viejo disco de acetato.
–No puedo… –susurró, casi para sí, ella.
Su voz se oía agotada.
La canción dio comienzo otra vez.
–Relájate –dijo él–, escúchala con
tranquilidad, nadie tiene prisa, presta atención.
–No, ¡ya dije que noooooo! –gritó ella,
fuera de sí.
Únicamente la miró. Fue hacia ella. La
levantó y le soltó otro catorrazo. La mujer volvió a morderse los labios, pero
no bajó la cabeza: lo vio irse hasta el aparato, retroceder la aguja y buscar
con esmero el mismo surco que venían oyendo hacía un par de horas.
–Es un acorde… muy difícil… No lo
encuentro, por Dios –dijo ella, entre sollozos.
La canción dio comienzo otra vez.
–Cálmate, tienes que hallarlo, tú puedes,
no seas terca, ¡caraj…! ¡Sosiégate! Vamos, anda.
Toma asiento. Ten la guitarra. Vamos. Has podido con más duras, ¿por qué
carambas te cierras a est…?
Pero no terminó la pregunta. Ella, a punto
de la locura, volvió a negarse. Y él, con encantadora paciencia, le dio una
tercera cachetada. Y por tercera ocasión, ella se mordió los labios. Su llanto
era ya un poco más ruidoso.
–Descansa un rato –dijo él, tomándola de
los hombros.
Ella lo estrechó fuertemente.
–Mañana es el concurso de Nuevos Valores,
nena; la canción tiene que salirte igualita a la del disco. Ya lo habíamos
ensayado. ¿Qué pas…?
–No sé –contestó ella, interrumpiéndolo.
La miró con dureza.
–Ya te dije que no contestes antes de que
tu interlocutor no acabe lo que te tiene que decir. Si fuera malo, te daría
otro porrazo. Me lo debes…
Ella lo estrechó aún más entre sus brazos.
–¿Así les vas a contestar al señor Héctor
Bonilla o al señor Raúl Velasco? Déjalos hablar. Y,
luego, tú hablas lo que quie/
–Ya entendí…
La miró con odio.
Y le dio un sopapo.
Por cuarta ocasión, ella se mordió los
labios.
–Así vas a tronar en las eliminatorias,
nena, porque la gente de la televisión no sólo quiere a buenos
artistas sino, sobre todo, a personas muy bien educ/
–¿Tú crees?
La mirada de él no tuvo límites.
–Me debes otro –le dijo, ya con
resignación.
Con el dedo anular, ella se quitó una de
sus lágrimas.
–Pero vamos, pues, a seguir buscando el acorde
exacto –indicó él y se fue, con pasos rápidos, rumbo a la tornamesa para volver
a poner la canción ya escuchada cientos de veces.
Ella miró hacia el cielo.
–Y no me hagas muinas otra vez –le dijo
él, de espaldas–, vamos, agarra la guitarra, tienes que hallar el acord/
–Sí, ya te oí…
Entonces, él volteó enfurecido. Tomó lo
primero que encontró a la mano (la funda del disco, con fortuna) y se lo aventó
con verdadera ira. Ella sólo lo esquivó. Y se mordió los labios.
–Tienes que ganar el Nuevos Valores de este año, ¡carambas!
–gritó él–. Lo hago sólo por amor, de veras. Si no te quisiera, no estaría
desvelándome contigo. Tienes que estar en el lugar de las estrellas, compréndel/
–Lo sé –dijo ella, antes de que él finalizara.
Al rato, sus sollozos se oían en todo el vecindario.
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