Virgilio Díaz Grullón
Encogió
los hombros y las piernas apretando los codos contra los costados y cerró los puños
adoptando la postura que aprendiera cuando niño de Paulino Uzcudún sintiéndose ahora
invulnerable a cualquier ataque viniera de donde viniera ya de un puño disparado
ya de una bota agresiva o de las melifluas frases proferidas por esa boca que se
abría y cerraba y se movía lateralmente y de abajo hacia arriba frente a él dejando
escapar las palabras como insectos asustados a través de la abertura que enmarcaban
los labios temblones y que volaban en línea recta hacia el muro impenetrable que
había construido con sus brazos y muslos petrificados protegiéndole el pecho y el
estómago y las mejillas y sobre todo las orejas donde zumbaban las palabras antes
de chocar contra su frente y caer desarticuladas en sílabas quebrándose después
en letras menudas al encuentro con el duro suelo del hospital permaneciendo amontonadas
unas sobre otras como muertas mariposas nocturnas vencidas por el día y que disimuladamente
él fue empujando con el pie bajo la silla desde donde observaba impertérrito el
sordo empeño del hombre de la bata blanca de acribillarlo con su espesa andanada
de palabras que cada vez fueron saliendo de su boca con mayor rapidez hasta superar
su capacidad de ocultarlas por lo que el montón fue creciendo en el piso forzándolo
a abandonar el intento de esconderlo bajo la silla y resignándolo a observar indiferente
cómo se elevaba sobre el suelo la pila de palabras desmembradas que fue inexorablemente
alcanzando la altura del hombre de la bata blanca trepando primero minuciosamente
por sus piernas ocupando después las caderas y el pecho y luego invadiendo tenazmente
el contorno de la cabeza hasta cubrir todo el cuerpo arropándolo por completo y
sumergiendo y ahogando bajo una hirviente masa negruzca la voz meliflua cuyo sonido
fue sobrepasado entonces por el apagado y múltiple murmullo satisfecho del enjambre
de diminutos signos alfabéticos degustando bocado a bocado el pellejo y los músculos
y huesos y cartílagos en un feroz ataque antropofágico que él observó inmerso en
su neutralidad impávida hasta que del hombre solo quedó la arrugada bata blanca
sobre el suelo como una humillada bandera en derrota mientras se producía la desbandada
total de las letras que fueron encontrando una a una las grietas escondidas del
piso y las paredes y desapareciendo por ellas con apresurada impaciencia de hormigas
atolondradas dejando solo en la habitación al vencedor que estiró las piernas arqueando
el torso y alzó las manos entrelazadas por encima de la cabeza porque este round
lo había ganado él y podía ahora bajar la guardia hasta el momento en que una nueva
acometida de palabras entrometidas despertara otra vez la compulsiva necesidad de
proteger a toda costa su intimidad amenazada obligándolo a remedar de nuevo la defensa
de uzcudún y repetir su victoria y entonces volver a esperar con la misma vigilancia
pasiva pero alerta cualquier otro intento de conturbar la infinita paz que había
conquistado a través de tantos sacrificios y a la que jamás renunciará no importa
qué.
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