Richard Connell
En todo París no podría encontrarse otro
hombre más feliz que Papá Chibou. Y es que Papá Chibou amaba su trabajo. Muchos
hombres podían pensar, y no pocos afirmaban que, por ningún dinero del mundo desempeñarían
ellos el trabajo de Papá Chibou; no, no aceptarían su empleo, ni durante una sola
noche, por diez mil francos. Aseguraban que el tal empleo los haría encanecer y
les convertiría la piel en carne de gallina para el resto de sus vidas. Estos hombres
hacían que Papá Chibou sonriera con lástima. ¿Qué sabían estos pobres de deleite?
¿Qué entendían de romance? Cada noche de su vida, Papá Chibou se encontraba en un
país de aventuras y el romance le tendía la mano.
Cada noche conversaba
íntimamente con Napoleón; con Marat y sus compañeros revolucionarios; con Carpentier
y con César; con Víctor Hugo y con Lloyd George; con Foch y con Bigarre, el asesino
apache, cuya afición por convertir bellas damas en no muy bello picadillo lo había
llevado a la guillotina; con Luis XVI y con madame Lablanche, aquella envenenadora
de once maridos, ocupada en preparar el envenenamiento del décimo segundo, cuando
fue detenida por la policía. Con María Antonieta y con diversos mártires de la primera
era cristiana, que vivían con dulce resignación en catacumbas alumbradas con luz
eléctrica, debajo del bulevar de las Capuchinas, en el preciso corazón de París.
Todos estos personajes eran sus amigos; tenía para cada uno de ellos una broma o
una palabra cariñosa, y durante sus recorridos de vigilancia nocturna, Papá Chibou
lavaba sus caras y quitaba cuidadosamente el polvo de sus orejas. Papá Chibou era
el vigilante del Museo Pratoucy, “El Mundo de Cera. Entrada un franco; niños y soldados,
mitad de precio. Las damas nerviosas entrarán al Salón de los Horrores bajo su propia
responsabilidad. Se suplica no tocar las figuras ni entrar acompañado de perros
en el establecimiento”.
Papá Chibou llevaba
ya tanto tiempo en el Museo Pratoucy, que ya parecía él mismo otra figura de cera.
No era extraño que algún visitante lo tocara con dedos curiosos o le picara las
costillas con su bastón. El vigilante no lo sacaba de su error, no se movía: como
espartano, se mantenía inmóvil, sintiéndose más bien orgulloso de que lo tomaran
por un ciudadano del mundo de la cera, mundo que era, en verdad, para él, mucho
más real que el mundo de carne y hueso. Sus mejillas parecían pequeñas ciruelas;
sus ojos eran redondos, un poco protuberantes, y su cabello blanco, alisado, daba
la impresión de una peluca. Era un hombrecito diminuto y, con su espeso bigote en
forma de herradura, parecía un gnomo que se hubiese disfrazado de morsa para asistir
a un baile de máscaras. Los niños que lo veían deslizarse por los corredores débilmente
alumbrados que conducían a las catacumbas, tenían la seguridad de que era un duende.
Su título de “papá”
era puramente honorario, habiéndosele dado porque tenía cerca de veinticinco años
de trabajar en el museo. Era soltero y dormía allí mismo, en un minúsculo cuartito,
junto al Circo Romano, donde leones y tigres de papel maché engullían una colección
de mártires. De noche, cuando Papá Chibou sacudía aquellas ficticias fieras, les
reprochaba severamente su falta de delicadeza.
–¡Ah! –Solía exclamar
Papá Chibou, dando un golpecito en la oreja del león más robusto, que gravemente
trataba de devorar a un anciano y a un infante, al mismo tiempo–, eres una especie
de puerco. ¡Me avergüenzo de ti… comiendo infantes! Irás al infierno por esto, monsieur
león; puedes estar seguro de ello. El señor Satanás te freirá como un huevo, te
lo prometo. ¡Ah, mala persona, especie de camello, apache, aprovechado…!
En seguida Papá Chibou
se inclinaba con ternura sobre el anciano mártir, que yacía bajo las garras del
león, con la marca de la angustia en su cara, y le decía:
–Paciencia, mi valiente
amigo. No se tarda uno mucho tiempo en ser devorado. Además, considera esto: un
buen Dios te llevará al cielo, y allí, si quieres, podrás comerte un león cada día.
Eres un hombre santo, Filiberto. Serás, sin duda, San Filiberto, y entonces ¡cómo
te reirás de los leones!
Filiberto era el nombre
que Papá Chibou le había dado al venerable mártir; había bautizado a cada una de
las figuras del museo. Después de consolar a Filiberto, el vigilante limpiaba suavemente
con un lienzo al gordo infante que otro león trataba de engullir.
–Valor, mi pobrecito
Jacobo –le decía Papá Chibou–, no cualquier bebé puede ser tragado por un león,
¡menos defendiendo tan santa causa! No llores, pequeño Jacobo. Y recuerda: cuando
estés adentro del señor león, debes dar patadas, ¡muchas patadas! Eso le causará
un gran dolor de estómago. ¿No crees que eso será divertido, pequeño Jacobo?
Así continuaba su trabajo
Papá Chibou, platicando con todos ellos, porque a todos les tenía afecto, aun a
Bigarre, el apache, y a los otros terribles huéspedes del Salón de los Horrores.
No dejaba de reñir a los criminales por sus lamentables inclinaciones en el pasado,
advirtiéndoles que él no toleraría semejante conducta en su museo. Desde luego que
no era su museo. El propietario era el señor Pratoucy, un hombre melancólico que
se sentaba en la taquilla a recoger los francos de las entradas. Sin embargo, aunque
el propietario legal fuese el señor Pratoucy, de noche Papá Chibou era el monarca
absoluto del pequeño reino de cera.
Cuando el último visitante
se marchaba y se cerraban las puertas, Papá Chibou visitaba a sus súbditos, a través
del infinito silencio de los salones, los saludaba cordialmente:
–¡Ah, Bigarre, viejo
pillo! ¿Qué tal van las cosas? Y tú, madame María Antonieta, ¿has tenido
un buen día? Buenas noches, monsieur César, ¿no sientes frío con ese traje
tan ligero? ¡Ah, monsieur Carlomagno!, espero que esté bien de salud.
El amigo más íntimo
de Papá Chibou era Napoleón. A los demás sólo los estimaba, y por él tenía verdadera
devoción. Era una amistad afianzada por los años, pues Napoleón había estado en
el museo tanto tiempo como Papá Chibou. Otras figuras podían aparecer y desaparecer,
según el deseo veleidoso del público; pero Napoleón permanecía siempre, aunque estuviera
relegado a un humilde rincón.
No era un gran Napoleón.
Era de estatura más baja que el verdadero, y como una de sus orejas había recibido
demasiado cerca el calor de un radiador, se había convertido en una masa informe,
resultando un ejemplar perfecto de ese fenómeno del boxeo: la oreja de coliflor.
Representaba al vencido de Santa Elena, que de pie sobre una roca de papel maché
extendía su mirada melancólica sobre un mar inexistente. Un brazo a la altura del
pecho, la mano entre la tela del saco, el otro brazo caído a lo largo del cuerpo,
el maniquí tenía la clásica postura napoleónica. Pantalones que en una época fueron
blancos, ajustados, hacían resaltar el abdomen de cera. Un sombrero tricornio, desgastado
de tanto sacudirlo Papá Chibou, coronaba la cerúlea frente pensativa.
Desde el primer momento
Napoleón ejerció sobre Papá Chibou una atracción definitiva. Tenía un cierto aire
de desamparo que enterneció al viejo vigilante. Durante sus primeros días en el
museo, también Papá Chibou se había sentido desamparado. Había venido de Bourlois,
en el sur de Francia, con la idea de hacer su fortuna cultivando espárragos. Era
un hombre sencillo, de escasa ilustración, y se imaginó que en los bulevares de
París habría sembradíos de espárragos. No los había. Así es que la necesidad y la
casualidad lo llevaron al Museo Pratoucy a ganarse la vida, y luego, el romance
y su amistad con Napoleón lo retuvieron allí.
El primer día que Papá
Chibou trabajó en el museo, el señor Pratoucy lo acompañó a recorrer los salones
para darle explicaciones acerca de las figuras.
–Éste –le dijo el propietario–
es Toulón, el estrangulador. Ésta es la señorita Merle, la que mató al duque ruso.
Ésta es Carlota Corday, la que apuñaló a Marat en el baño; aquel caballero ensangrentado
es Marat.
Entonces llegaron cerca
de Napoleón. El señor Pratoucy iba a pasar sin explicación.
–¿Y quién es ese caballero
tan triste? –preguntó Papá Chibou.
–¡Nombre de Dios! ¿No
lo sabes?
–No, señor.
–Es Napoleón.
Esa noche, su primera
en el museo, Papá Chibou fue en busca de Napoleón y le dijo:
–Monsieur, no
sé de qué crímenes te acusan; pero me rehúso a creerte culpable de ellos.
Así empezó su amistad.
Desde entonces, Papá Chibou sacudía a Napoleón con especial cuidado, y lo hizo su
confidente. Una noche, era ya su vigesimoquinto año en el museo, Papá Chibou le
dijo a Napoleón:
–¿Viste a esos dos enamorados
que estuvieron aquí esta noche? Creyeron que este rincón era demasiado oscuro para
que pudiéramos observarlos, ¿verdad? Pero vimos cuando él cogió la mano de ella
y le murmuró al oído. Dime, ¿se sonrojó ella? Tú estabas bastante cerca para verla
bien. Es bonita la muchacha, ¿no te parece?, con sus brillantes ojos negros. No
es francesa, es americana. Se da uno cuenta cuando pronuncia las erres. El joven
sí es francés; y estoy seguro de que es un magnífico muchacho. Es tan delgado y
tan derecho y es valiente. Usa una condecoración de la guerra, ¿te fijaste? Claramente
se ve que está muy enamorado. No es la primera vez que los veo. Habían estado aquí
antes. ¿No te parece que éste es un lugar ideal para que se reúnan dos enamorados?
Papá Chibou quitó una
brizna de la oreja buena de Napoleón.
–¡Ah! –Exclamó– ¡Debe
ser delicioso sentirse joven y estar enamorado! ¿Alguna vez estuviste enamorado,
Napoleón? ¿No? ¡Qué lástima! Comprendo, porque yo tampoco he tenido suerte en el
amor. Las señoras prefieren a los hombres grandes y fuertes, ¿verdad? Debemos ayudar
a estos jóvenes. Debemos procurar que ellos tengan la felicidad que nosotros no
tuvimos. Así es que si vienen mañana, no dejes que se den cuenta de que los observamos.
Yo voy a aparentar que no los veo.
Cada noche, después
de cerrado el museo, Papá Chibou charlaba con Napoleón acerca del progreso de los
amores de la muchacha americana con el joven francés.
–No caminaban bien las
cosas –le confió Papá Chibou a Napoleón una noche–. Él tiene poco dinero, apenas
empieza su carrera. Lo oí decírselo esta noche, y la joven tiene una tía que guarda
otros proyectos para ella. ¡Qué pena que el destino los llegara a separar; pero
el destino suele ser muy injusto! ¿Verdad, Napoleón? Si tuviéramos algo de dinero,
podríamos ayudar al joven; pero yo no tengo dinero, y supongo que tú también fuiste
pobre, puesto que estás tan triste. Pero escucha: mañana es un día muy importante
para ellos. Él le pidió a la joven que se casen y ella dijo que le resolverá a las
nueve de la noche, aquí mismo. Yo oí todo. Si no acude a la cita, es que no se casará
con él. Yo creo que mañana veremos aquí a dos jóvenes muy felices. ¿Eh, Napoleón?
La noche siguiente,
cuando el último visitante salió y Papá Chibou cerró la puerta del museo, se dirigió
hacia el rincón de Napoleón, y había en sus ojos gruesas lágrimas.
–¿Has visto, amigo mío?
–Preguntó a Napoleón– ¿Has observado bien cómo la cara del joven palideció y en
sus ojos se reflejaron mil agonías? Esperó hasta que por tercera vez le repetí que
era hora de cerrar. Yo me sentí un verdugo, te lo aseguro; y el pobre joven por
fin me miró, como sólo un condenado a muerte puede mirar, y luego salió cabizbajo,
con pasos lentos y pesados. Porque ella no vino, Napoleón. Nuestra pequeña comedia
de amor se ha trocado en tragedia. Ella lo ha rechazado, a ese pobre infeliz joven.
Pasó otro día. Al anochecer,
Papá Chibou llegó hasta Napoleón temblando de emoción.
–¡Ella estuvo aquí!
–Dijo lleno de júbilo– ¿La viste? Estuvo aquí y buscó al joven. Esperó mucho tiempo;
pero, claro, él no vino. Anoche, cuando vi su cara angustiada, tuve la seguridad
de que él había perdido toda esperanza. Por fin, me atreví a hablarle a la muchacha.
“Mademoiselle”, le dije, “pido perdón por el atrevimiento que me voy a tomar,
pero es mi deber informarle que él la esperó aquí anoche, hasta la hora de cerrar.
Estaba tan pálido, y se mordía los dedos en su desesperación. Él la ama, mademoiselle;
un ciego podría darse cuenta de ello; la adora, y es un magnífico muchacho, créale
usted a un viejo. No destruya el corazón de ese joven”. Ella se agarró de mi brazo.
“–Entonces, ¿usted lo
conoce? –Me preguntó– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
“–Desgraciadamente no
–le contesté–, solamente lo he visto aquí con usted.
“–¡Pobre muchacho, pobre
muchacho! –repetía ella–. ¿Qué hacer?, yo lo quiero, monsieur.
“–Pero usted no vino
anoche –le dije.
“–No pude venir –me
aseguró, y lloraba–. Yo vivo con mi tía. Es rica y es una arpía, monsieur.
Quiere que me case con un conde; es un viejo gordo y antipático que huele a esencia
de rosas y a ajo. Mi tía me encerró en mi cuarto y ahora he perdido al hombre que
quiero; creerá que lo rechacé, y es tan orgulloso que no me va a buscar.”
Entonces le pregunté
por qué no se comunicaba con él.
“–No sé dónde vive –me
contestó–, y dentro de unos días mi tía me llevará a Roma, allá está el conde, y
¡oh, Dios mío… Dios mío…”, y lloró apoyada en mi hombro, Napoleón. ¡Esa pobre jovencita
americana con sus bellos ojos oscuros llenos de lágrimas.
Papá Chibou sacudió
cuidadosamente el sombrero napoleónico.
–Traté de consolarla
–continuó diciendo–, le dije que seguramente el joven la buscaría, que indudablemente
regresaría al sitio donde había pasado momentos tan felices, que quizá vendría hoy
mismo o mañana; eso le decía yo, Napoleón, pero yo mismo no creía en mis palabras.
Ella esperó hasta la hora de cerrar, y tú viste su cara, llena de angustia cuando
se alejó. ¿No te partía el corazón?
Y a la noche siguiente,
Papá Chibou estaba decaído y triste, cuando se acercó a Napoleón.
–Esperó otra vez hasta
la hora de cerrar –le dijo–, pero él no vino. Las horas pasaban y yo sufría de ver
cómo ella iba perdiendo la esperanza. Por fin, se tuvo que marchar, y, ya en la
puerta, me dijo:
“–Si lo vuelve a ver,
por favor, entréguele esto.”
Y me dio esta tarjeta.
Mira lo que dice: “Estoy en la Villa Rosina, en Roma. Te quiero. Rosina.” Ah, ese
pobre, pobre joven. Debemos estar muy pendientes tú y yo, Napoleón, por si llega
a venir.
Y Papá Chibou y Napoleón
esperaron, noche tras noche. Cinco noches esperaron al joven enamorado. Después
pasó una semana, un mes, otros meses, y el joven no volvió. Pero un día, Papá Chibou
recibió una noticia tan terrible, que lo dejó tembloroso y enfermo. El Museo Pratoucy
iba a cerrar sus puertas para siempre.
–Es imposible seguir
–le dijo el señor Pratoucy a Papá Chibou–; debo mucho dinero y mis acreedores no
me dejan en paz. La gente ya no quiere pagar un franco por ver unos cuantos viejos
muñecos de cera, cuando en el cine pueden ver regimientos enteros de indios, árabes,
bandidos y duques. El lunes el Museo Pratoucy cerrará definitivamente sus puertas.
–Pero, monsieur
Pratoucy –exclamó Papá Chibou, con doloroso acento–, ¿y la gente de aquí? ¿Qué será
de María Antonieta, de los mártires y de Napoleón?
–¡Oh –contestó el propietario–,
algo de dinero sacaré por ellos! El martes se venderán en remate. Quizás alguien
los compre para fundirlos.
–¿Fundirlos? –tartamudeó
Papá Chibou.
–Naturalmente, ¿para
qué otra cosa pueden servir?
–Pero, seguramente,
monsieur Pratoucy deseará conservarlos… algunos de ellos, cuando menos.
–¿Conservarlos? ¡Madre
de Satanás! ¡Pero sí que es una idea graciosa! ¿Para qué demonios podría alguien
querer conservar unos viejos muñecos de cera?
–Pensé –murmuró Papá
Chibou– que usted podría conservar aunque fuera uno… Napoleón, por ejemplo… como
recuerdo…
–¡Con mil demonios,
que tienes unas ocurrencias extraordinarias! ¡Mira que conservar un recuerdo de
la propia quiebra!
Papá Chibou se refugió
en su minúsculo cuartito. Sentado en su catre, se acarició el bigote durante largo
tiempo. La noticia lo había dejado atontado; sentía un vacío frío bajo la hebilla
del cinturón. Por fin, sacó de debajo de su catre una caja de madera con tres cerraduras.
Las abrió, una por una, y sacó un calcetín que contenía toda su fortuna: una cantidad
de piezas de diez céntimos, propinas recibidas durante años y que religiosamente
había ahorrado. Con todo cuidado contó las monedas cinco veces. Eran doscientos
veintiún francos.
Esa noche, Papá Chibou
no le contó a Napoleón las nuevas. Al contrario, aparentó alegría al ir de un maniquí
a otro. Al pasar, le dijo un piropo a madame Lablanche, la dama de los once
maridos envenenados. Hasta para el león, que estaba en actitud de devorar al anciano
mártir, tuvo Papá Chibou palabras afectuosas.
–Después de todo, monsieur
león –le dijo–, supongo que te parece a ti tan natural comer mártires, como a mí
comer manzanas. Probablemente a las manzanas tampoco les agrade ser comidas. Muchas
veces te he dicho cosas duras, monsieur león; ahora me arrepiento de ello.
Después de todo, no es culpa tuya el que te comas a la gente. Naciste con apetito
para devorar mártires, de la misma manera que yo nací pobre.
Y dio un cariñoso tirón
a la oreja de papel maché del león.
Cuando se acercó a Napoleón,
Papá Chibou lo cepilló lentamente, con más cuidado que de costumbre. Con un lienzo
húmedo pulió la imperial nariz y tocó con extraordinaria suavidad la oreja mutilada.
Le contó a Napoleón el último chiste que había oído en el café donde acostumbraba
almorzar, y como el cuento era un tanto subido de color, picó con el dedo las costillas
de Napoleón, al tiempo que le guiñaba un ojo con picardía.
–Nosotros somos hombres
de mundo, ¿verdad? –le preguntó a Napoleón.
Y agregó:
–Aceptamos lo que el
destino nos envía, y a veces nos manda cosas terribles.
Hubiera querido charlar
más con Napoleón, pero no pudo; en mitad de un cuento calló, y se fue apresuradamente.
Llegó al Salón de los Horrores y permaneció largo tiempo mirando a un desgraciado
nativo de Siam, en el momento de ser aplastado por un elefante.
No fue sino hasta la
mañana del remate cuando Papá Chibou le comunicó el acontecimiento a Napoleón. Y
cuando la gente empezaba a llegar, él se acercó al rincón de Napoleón y, poniendo
su mano un poco temblorosa en el hombro de su amigo, le dijo:
–Una de esas cosas terribles
que manda el destino nos ha llegado, viejo amigo. Van a tratar de llevarte; pero
ten valor, Papá Chibou no abandona a sus amigos. Escucha… –y golpeó su bolsillo.
Se oyó el ruido de monedas.
Empezó el remate. Cerca
de la mesa del subastador estaba un hombre de cara marchita y pequeños ojos hundidos;
tenía los dedos sucios y usaba anillo de brillante. Papá Chibou sintió que su corazón
dejaba de latir al reconocer a aquel hombre. Era Mogen, el rey de los fierros viejos
de París. El subastador, con voz gangosa, ofrecía los diversos objetos a la venta.
–¿Cuánto se me ofrece
por Julio César? ¿Ciento cincuenta francos? Es una miseria por un emperador romano.
¿Quién me ofrece doscientos? Gracias, monsieur Mogen. El más noble de los
romanos se vende en doscientos francos. ¿No hay quien dé más? Julio César es vendido
al señor Mogen.
Papá Chibou dio una
palmadita afectuosa en la espalda de Julio César.
–Vales mucho más, mi
buen Julio –le dijo en voz baja–. Adiós.
La esperanza renacía
en el corazón del antiguo vigilante del Museo Pratoucy. Si un César, bastante nuevo,
se vendía en doscientos francos, seguramente un viejo Napoleón no se vendería en
más.
El remate continuó con
rapidez. El señor Mogen compró íntegro el Salón de los Horrores. Compró también
a María Antonieta, los mártires y los leones. Papá Chibou, parado junto a Napoleón,
esperaba con impaciencia y se mordía el bigote nerviosamente.
Había casi terminado
el remate y el señor Mogen era el dueño de casi todas las figuras. Por fin, con
un bostezo, el ya cansado subastador anunció:
–Y ahora, señoras y
señores, tenemos aquí un lote marcado con el número 573. Es una colección de objetos
diversos: entre ellos una lechuza desplumada; un mantón de Manila, roto; la cabeza
de un apache guillotinado –el cuerpo se había perdido–; un pequeño camello sin joroba
y una vieja figura de cera de Napoleón. ¿Qué se me ofrece por el lote?
El corazón de Papá Chibou
dio un vuelco. Puso una mano protectora en el hombro de Napoleón.
–Aquel idiota –murmuró
a la oreja buena de Napoleón– te puso en un lote con un camello y una lechuza; pero
no importa, quizá sea mejor así.
–¿Cuánto por este lote?
–preguntó el subastador.
–Cien francos –dijo
Mogen, el rey de los fierros viejos.
–Ciento cincuenta francos
–subió Papá Chibou, procurando estar sereno. Jamás en su vida había gastado una
suma semejante.
Mogen tocó, como evaluándolo,
el saco de Napoleón.
–Doscientos francos
–dijo.
–Doscientos veintiuno
–volvió a subir Papá Chibou; pero su voz tembló.
Los ojitos de Mogen
miraron a Papá Chibou con disgusto y desprecio. Levantó un dedo sucio, aquel que
llevaba el anillo de brillante.
–Monsieur Mogen
ofrece doscientos veinticinco –anunció el subastador–. ¿Ofrece alguien doscientos
cincuenta?
Papá Chibou sintió que
odiaba al mundo entero. El subastador miró al viejo vigilante.
–Se ofrecen doscientos
veinticinco –repitió–. ¿Nadie ofrece más? Vendido a monsieur Mogen por doscientos
veinticinco francos.
Desolado, Papá Chibou
oyó a Mogen decir tranquilamente: “Mandaré un carretón que recoja estos vejestorios
mañana”.
¡Vejestorios!
Dolorosamente, Papá
Chibou fue a su cuartito, próximo al Circo Romano. Empacó su poca ropa. Quitó de
su cachucha la placa que había usado durante tantos años; la placa tenía grabadas
las palabras “Jefe de Vigilantes”. Él había estado siempre muy orgulloso de ese
título, aunque era algo inexacto, porque no sólo era el jefe, sino el único vigilante.
Ahora era un don nadie. Pasaron horas antes de que se decidiera a llevar su pobre
equipaje a la habitación que había rentado en una cercana vecindad. Sabía que debería
buscar trabajo inmediatamente; pero no podía hacerlo. Regresó al desierto museo
y se sentó en una banca, junto a Napoleón. Pasó allí toda la noche; no hablaba,
pero tampoco dormía. Una idea monstruosa se iba apoderando, poco a poco, de su cerebro.
–Napoleón –dijo por
fin–, hemos sido amigos durante un cuarto de siglo y ahora debemos separarnos porque
un desconocido tuvo cuatro francos más que yo. Eso puede ser legal, mi viejo amigo,
pero no es justo. No nos separaremos.
París todavía dormía
cuando Papá Chibou salió con gran precaución al angosto callejón del museo. Muy
cerca estaba la vecindad donde ahora debería vivir.
Caminaba muy despacio,
jadeante. En sus brazos llevaba a Napoleón.
Esa misma tarde dos
policías llegaron a aprehender a Papá Chibou. Mogen había notado inmediatamente
la falta de Napoleón, y no era tonto. No había la más pequeña duda acerca de la
culpabilidad de Papá Chibou. Parado en un rincón de su cuarto, Napoleón extendía
su mirada pensativa sobre los tejados de París. Los policías se llevaron a Papá
Chibou y con él, el cuerpo del delito.
En su celda, Papá Chibou
permaneció anonadado. Para él, cárceles, jueces y justicia eran cosas terribles
y misteriosas. Se preguntaba si sería guillotinado; quizás no, puesto que toda su
vida había sido trabajador y honrado. Sin embargo, el menor mal que podía esperar,
pensó, sería una larga sentencia en la Isla del Diablo. Y, después de todo, ser
guillotinado sería preferible a trabajos forzados en la Isla del Diablo. Sí, indudablemente
preferiría la guillotina, sobre todo ahora que tenía la seguridad de que Napoleón
sería fundido.
El celador que vino
a traerle el almuerzo era muy dado a bromear.
–En bonito lío te has
metido –le dijo a Papá Chibou–. Y a tu edad, debes ser un anciano malvado para dedicarte
al robo de maniquíes. ¿Qué seguridad podemos tener los pobres parisinos? ¡Cualquier
día nos encontramos con que se robaron la Torre Eiffel! ¡Robar maniquíes, vaya una
profesión! Tuvimos aquí a un preso que se robó un tranvía y otro que se robó un
hipopótamo del zoológico, pero nunca habíamos tenido uno que se hubiera robado un
muñeco de cera. ¡Y semejante viejo, carcomido muñeco! ¡Es extraordinario!
–¿Y qué le hicieron
al caballero que se robó el hipopótamo? –preguntó tembloroso Papá Chibou.
El celador se rascó
la cabeza.
–Creo –dijo– que lo
asaron vivo. No recuerdo bien si fue eso o lo mandaron a vivir a Marruecos.
Un sudor frío cubría
la frente de Papá Chibou.
–Fue un juicio de lo
más cómico, te lo aseguro –siguió diciendo el celador–; messieurs Bertouf,
Goblin y Perouse fueron los jueces; son muy ocurrentes. ¡Cómo se divirtieron con
el acusado! Yo me reí mucho. El juez Bertouf le dijo al sentenciarlo: “Debemos ser
severos contigo, ladrón de hipopótamos. Debemos hacer de ti un ejemplo. No vaya
a ser que este negocio de robar hipopótamos resulte popular en París”. ¡Son personas
ingeniosas, esos jueces!
Papá Chibou palideció
aún más.
–¿El Triunvirato Terrible?
–Preguntó– ¿Ellos van a juzgarme? –la voz de Papá Chibou apenas se oía.
–Con toda seguridad
–prometió el celador, y se alejó tarareando.
Papá Chibou tuvo la
seguridad de que su caso estaba irremediablemente perdido. La siniestra reputación
de aquellos tres jueces había penetrado hasta el Museo Pratoucy. Eran tres adustos
ancianos que, por su severidad, habían merecido el nombre de Triunvirato Terrible.
Los malhechores temblaban al oír sus nombres. Y aquella terrible reputación era
el orgullo de los tres jueces.
Pasados algunos minutos,
regresó el celador. Sonreía irónicamente.
–Tienes una suerte de
todos los diablos –le dijo a Papá Chibou–. Primero te tocan como jueces los del
Triunvirato Terrible, y luego se te nombra como defensor nada menos que a monsieur
Georges Dufayel.
–Y este señor Dufayel,
¿no es un buen abogado? –interrogó Papá Chibou desconsoladamente.
El celador rio.
–No ha ganado un caso
en meses –le confió, como si esto fuera la cosa más divertida del mundo–. Es realmente
chistoso escuchar cómo se equivoca y confunde en la tribuna. Se ve claramente que
no sabe ni le importa lo que está haciendo. Su imaginación está a leguas, sólo él
sabe dónde. Dicen por ahí que Dufayel no defiende a sus clientes, sino que con su
defensa los condena. Pero, si no se tiene dinero para un abogado, hay que aceptar
lo que le toca en suerte. Eso es ser filósofo, ¿verdad?
Papá Chibou dejó escapar
un gemido.
–Espérate hasta mañana
–le aconsejó alegremente el celador–; entonces sí que tendrás motivos para gemir.
–¿No puedo siquiera
hablar con este señor Dufayel?
–Pero, hombre, ¿para
qué? Te robaste el muñeco, ¿no es verdad? Y allí lo tienen como cuerpo del delito.
Va a estar de lo más divertido el asunto. Testigo de la parte fiscal: monsieur
Napoleón. No hay duda acerca de tu culpabilidad, hermano, y los jueces te sentenciarán
en un santiamén. En fin, nos veremos mañana. Que duermas bien.
Naturalmente Papá Chibou
no durmió bien. Se puede decir que no durmió. Y cuando al siguiente día lo llevaron
al tribunal junto con los demás transgresores de la ley, el pobre Papá Chibou era
un desdichado harapo de hombre. Todo el solemne aparato de la ley lo atemorizaba.
Reunió todo su valor
para preguntarle a un guardia dónde estaba su defensor, el abogado Dufayel.
El guardia le contestó
que seguramente llegaría tarde, como acostumbraba, y le advirtió, con innecesaria
crueldad, que más valdría que su defensor no se presentase.
Papá Chibou se dejó
caer en el banquillo de los acusados y levantó la mirada temerosa hacia los jueces.
Al ver al Triunvirato Terrible, un intenso frío penetró hasta los huesos del ex
vigilante del Museo Pratoucy. Bertouf era una mole de carne que parecía esponjarse
fuera de su butaca, como hongo venenoso. Su bata negra estaba manchada. La cara
brutal tenía cierta semejanza con un guajolote. A su derecha, el juez Goblin parecía
momificado. Era muy anciano y tenía la piel como pergamino arrugado, y sus ojillos
de párpados enrojecidos recordaban los ojos de una serpiente. La cara del juez Perouse
se perdía en la maraña de sus barbas, notándose sólo una larga nariz judaica. Miró
a Papá Chibou que por poco se desmaya; sintió como si su cuerpo se empequeñeciera
hasta llegar al tamaño de un chícharo; sus jueces, en cambio, le parecieron monstruos
enormes.
Se dio principio al
primer proceso. Se trataba de un joven, de aspecto fanfarrón, que había robado una
manzana de un puesto del mercado.
–Ah, señor ladrón –refunfuñó
el juez Bertouf–; te sientes muy alegre en este momento, pero no creo que te sientas
tan contento dentro de un año que salgas de la prisión. ¡El siguiente acusado!
El corazón de Papá Chibou
latía con enorme dificultad. ¡Un año por el robo de una manzana, y él había robado
un hombre! Su mirada afligida recorrió el salón y vio dos guardias que cargaban
un bulto que depositaron enfrente de los jueces. Era Napoleón.
Un guardia tocó en el
hombro a Papá Chibou.
–Es su turno –le advirtió.
–Pero es que mi abogado,
monsieur Dufayel… –empezó a decir Papá Chibou.
–Estás de malas –lo
interrumpió el guardia– porque aquí viene.
El pobre prisionero
aturdido volteó y se encontró frente a un joven pálido. Papá Chibou lo reconoció
inmediatamente. Era el joven delgado del museo. Estaba bastante cambiado. No reconoció
a Papá Chibou. Casi ni lo miró.
–Usted robó algo –le
dijo en un tono de absoluta indiferencia–. El objeto robado fue encontrado en su
habitación. Lo mejor será confesarse delincuente y terminar el asunto cuanto antes.
–Sí, monsieur
–contestó dócilmente Papá Chibou, que ya había perdido toda esperanza–. Pero escuche
un momento; tengo algo, un mensaje para usted. Y buscó en sus bolsillos, hasta encontrar
la tarjeta de la joven americana, de los bellos ojos oscuros. Se la entregó a Georges
Dufayel.
–Me la dejó para que
se la entregara –le explicó al abogado–; yo era jefe de vigilantes del Museo Pratoucy.
Ella vino varias noches a buscarlo.
El joven le arrebató
la tarjeta; su cara, sus ojos, todo en él pareció adquirir repentinamente nueva
vida.
–¡Diez mil millones
de demonios! –Exclamó– ¡Y yo que dudé de ella! Le debo a usted mucho, monsieur.
Le debo a usted todo. –Y estrechó con gratitud la mano de Papá Chibou.
El juez Bertouf tosió.
–Estamos listos para
la vista de su caso, licenciado Dufayel, si es que acaso tiene uno.
Se oyeron risas en la
sala.
–Un momento, señor juez
–suplicó el abogado, y volteando hacia Papá Chibou lo apremió: “¡Pronto, explíqueme
usted este crimen del cual lo acusan. ¿Qué fue lo que se robó?”
–Él –contestó Papá Chibou
apuntando hacia Napoleón.
–¿Esa figura de cera?
Papá Chibou asintió.
–¿Pero para qué?
Papá Chibou hizo un
gesto indescriptible.
–Monsieur no
podría comprenderlo.
–Pero es que debe usted
decírmelo. Estos salvajes serán severos; pero quizá yo pueda influenciarlos algo.
Pronto, ¿por qué robó usted este Napoleón?
–Yo era su amigo –dijo
Papá Chibou–. El museo se declaró en quiebra; iba a venderse a Napoleón como un
trasto viejo, monsieur Dufayel. Y él era mi amigo. No podía abandonarlo.
Se encendieron los ojos
del joven abogado. Dejó caer con fuerza su puño sobre el escritorio.
–¡Basta!
Entonces se levantó
y se dirigió a los jueces. Su voz era vibrante y apasionada; los jueces se inclinaron
para escucharlo.
–Honorables jueces de
esta audiencia de Francia –empezó–. Mi cliente es culpable. Sí, lo repito con voz
tonante para que me escuche toda Francia. Para que me oigan todos los enemigos de
Francia, para que me oiga el mundo entero: ¡Mi cliente es culpable! Efectivamente
él robó esta figura de Napoleón, propiedad legítima de esta persona. No lo niego.
Este anciano, Gerónimo Chibou, es culpable, y yo estoy orgulloso de su crimen.
El juez Bertouf gruñó.
–Si su cliente es culpable,
licenciado Dufayel –dijo–, eso termina el caso. A pesar de su orgullo en el crimen
de su cliente, lo cual confieso que me parece bastante raro, lo voy a sentenciar
a…
–Un momento Su Excelencia
–la voz de Dufayel ordenó–: usted debe oírme, usted me oirá. Antes de sentenciar
a este anciano, permítame que le haga una pregunta.
–Proceda –concedió Bertouf.
–¿Es usted francés,
señor juez?
–Ciertamente.
–¿Y ama usted a Francia?
–¡No se atreverá usted
a insinuar lo contrario!
–No. Estaba seguro de
ello. Es por esa razón que usted me escuchará.
–Lo escucho.
–Entonces, repito, Gerónimo
Chibou es culpable. A los ojos de la ley, es un criminal. Pero a los ojos de Francia,
y para aquellos que la aman, su culpa es gloriosa; hay en su crimen más honor que
en la misma inocencia.
Los tres jueces se miraron
sorprendidos. Papá Chibou miraba a su abogado con los ojos muy abiertos. Georges
Dufayel siguió hablando.
–Es una época de inquietudes
y cambios en nuestra patria, señores jueces. Tradiciones gloriosas, que fueron el
orgullo de todo francés, se olvidan. Tenemos enemigos dentro y fuera de nuestras
fronteras. La juventud siente indiferencia a ese honor que es el alma de una nación.
La juventud olvida la maravillosa herencia de nuestra raza, los grandes nombres
que en el pasado le dieron gloria a Francia, cuando los franceses eran franceses.
Hay algunos que en Francia olvidan el respeto que se debe a sus grandes héroes.
Aquí el abogado Dufayel
miró fijamente a los jueces:
–Pero quedan aún algunos
patriotas. Y aquí está uno de ellos. En el corazón de este pobre anciano se alienta
vigorosa su devoción a Francia. Ustedes podrán decir que es un hombre humilde, un
campesino inculto. Ustedes pueden decir que es un ladrón. Pero yo digo, y todo verdadero
francés lo dirá conmigo, que él es un patriota, señores jueces. Él ama a Napoleón.
Lo ama por lo que ese gran hombre hizo por Francia; lo ama porque en Napoleón ardía
esa llama que ha hecho grande a la Francia. Hubo un tiempo, señores, cuando sus
padres y el mío se atrevieron a compartir ese amor por un gran caudillo. ¿Necesito
recordarles la carrera de Napoleón? Yo sé que no es necesario. ¿Necesito decirles
de sus victorias? Yo sé que no es necesario.
Sin embargo, el abogado
Dufayel, con lujo de detalles, refirió la magnífica carrera de Napoleón: sus batallas,
sus triunfos, su grandeza; de todo les habló con elocuencia; durante una hora y
diez minutos habló apasionadamente de Napoleón y su injerencia en la historia de
Francia.
–Quizá ustedes hayan
olvidado y otros quizá también olviden, pero este anciano que se sienta aquí entre
nosotros en el banquillo de los acusados, no olvidó. ¿Qué miserables mercenarios
intentaron tirar a la basura esta efigie de uno de los hijos más grandes de Francia,
y quién fue el que lo salvó? ¿Fueron ustedes, señores jueces? ¿Fui yo? Desgraciadamente
no. Fue un pobre anciano que amaba a Napoleón más que a sí mismo. Consideren, señores
jueces: se iba a tirar a la basura a Napoleón, al Napoleón de Francia, nuestro Napoleón.
¿Quién lo salvaría? Y entonces surgió este hombre, este Gerónimo Chibou a quien
ustedes calificarían de ladrón, quien gritó en una voz que debieran oír Francia
y todo el mundo: ‘¡Deténganse insultadores de Napoleón. Aún vive un francés que
ama las glorias de su tierra nativa; aún queda un patriota. Yo, yo, Gerónimo Chibou,
salvaré a Napoleón’. Y lo salvó, señores jueces.
El abogado Dufayel se
secó la húmeda frente, y apuntando un dedo acusador al Triunvirato Terrible, exclamó:
“Pueden ustedes enviar a Gerónimo Chibou a la cárcel. Pero al hacerlo, recuerden
esto: Envían a la prisión el espíritu de Francia. Podrán considerar culpable a Gerónimo
Chibou. Pero al hacerlo recuerden esto: Condenan a un hombre por amar a su patria,
por su amor a Francia. En donde quiera que se encuentren verdaderos corazones franceses,
señores jueces, el crimen de Gerónimo Chibou será comprendido y el nombre de Gerónimo
Chibou será honrado. Arrójenlo en la prisión, señores jueces. Carguen su pobre y
débil cuerpo con cadenas. Y una nación destruirá las rejas de esa prisión, reventará
esas cadenas y rendirá su homenaje al hombre que supo amar tanto a Napoleón y a
Francia, que se sacrificó gustoso en el altar del patriotismo”.
El abogado Dufayel se
sentó; Papá Chibou levantó la mirada hacia los jueces. El juez Perouse se llevaba
un pañuelo a los ojos. El juez Goblin arrugaba la frente en un gesto doloroso. Y
el juez Bertouf lloraba.
–Gerónimo Chibou, póngase
de pie –era el juez Bertouf quien hablaba y en su voz se sentía la emoción.
Papá Chibou se levantó
temblando. Una mano le apuntó.
–Gerónimo Chibou –dijo
el juez Bertouf–, te encuentro culpable. Tu crimen es patriotismo en primer grado;
te sentencio a la libertad. Permíteme el honor de estrechar la mano de un verdadero
francés.
–Y yo –siguió el juez
Goblin, adelantando una mano seca como hojas de otoño.
–Y yo también –imitó
el juez Perouse.
Al salir de la sala
el abogado Dufayel, Papá Chibou y Napoleón, Papá Chibou dijo, volteando hacia su
defensor:
–Nunca podré pagarle,
monsieur.
–¡No faltaba más! –le
aseguró el joven abogado.
–¿Y tuviera la bondad,
monsieur Dufayel, de decirme otra vez el apellido de Napoleón?
–¿El apellido de Napoleón?
Bonaparte, naturalmente. Pero usted seguramente sabía…
–Desgraciadamente no,
monsieur Dufayel. Yo soy un hombre de lo más ignorante. Yo no sabía que mi
amigo había hecho tan grandes cosas.
–¿No lo sabía usted?
Entonces, en el nombre del cielo, ¿qué creyó usted que era Napoleón?
–Un asesino, monsieur
–dijo Papá Chibou humildemente.
***
Cerca de París, rodeada de jardines, está
la villa de Georges Dufayel, quien se ha convertido en el más elocuente joven abogado
de las audiencias de París. Vive allí con su esposa, una joven americana de brillantes
ojos negros. Para llegar a su casa, es necesario pasar por una pequeña garita en
donde vive un ancianito de prodigiosos bigotes en forma de herradura. Algunos visitantes,
que al cruzar se han asomado a la garita, se han sorprendido, porque en un rincón
del cuarto se ve a otro pequeño hombre de uniforme y portando un gran sombrero.
Éste nunca se mueve. Está siempre parado junto a la ventana. Un brazo a la altura
del pecho y la mano perdida dentro de la tela del saco, el otro brazo caído a lo
largo del cuerpo mientras sus ojos pensativos miran hacia el jardín. Espera a Papá
Chibou, que llegará después de su trabajo en el sembradío de espárragos, y le contará
todos los chismes y las novedades del día.
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