miércoles, 13 de abril de 2022

El enredo de Papá Chibou

Richard Connell

 

En todo París no podría encontrarse otro hombre más feliz que Papá Chibou. Y es que Papá Chibou amaba su trabajo. Muchos hombres podían pensar, y no pocos afirmaban que, por ningún dinero del mundo desempeñarían ellos el trabajo de Papá Chibou; no, no aceptarían su empleo, ni durante una sola noche, por diez mil francos. Aseguraban que el tal empleo los haría encanecer y les convertiría la piel en carne de gallina para el resto de sus vidas. Estos hombres hacían que Papá Chibou sonriera con lástima. ¿Qué sabían estos pobres de deleite? ¿Qué entendían de romance? Cada noche de su vida, Papá Chibou se encontraba en un país de aventuras y el romance le tendía la mano.

Cada noche conversaba íntimamente con Napoleón; con Marat y sus compañeros revolucionarios; con Carpentier y con César; con Víctor Hugo y con Lloyd George; con Foch y con Bigarre, el asesino apache, cuya afición por convertir bellas damas en no muy bello picadillo lo había llevado a la guillotina; con Luis XVI y con madame Lablanche, aquella envenenadora de once maridos, ocupada en preparar el envenenamiento del décimo segundo, cuando fue detenida por la policía. Con María Antonieta y con diversos mártires de la primera era cristiana, que vivían con dulce resignación en catacumbas alumbradas con luz eléctrica, debajo del bulevar de las Capuchinas, en el preciso corazón de París. Todos estos personajes eran sus amigos; tenía para cada uno de ellos una broma o una palabra cariñosa, y durante sus recorridos de vigilancia nocturna, Papá Chibou lavaba sus caras y quitaba cuidadosamente el polvo de sus orejas. Papá Chibou era el vigilante del Museo Pratoucy, “El Mundo de Cera. Entrada un franco; niños y soldados, mitad de precio. Las damas nerviosas entrarán al Salón de los Horrores bajo su propia responsabilidad. Se suplica no tocar las figuras ni entrar acompañado de perros en el establecimiento”.

Papá Chibou llevaba ya tanto tiempo en el Museo Pratoucy, que ya parecía él mismo otra figura de cera. No era extraño que algún visitante lo tocara con dedos curiosos o le picara las costillas con su bastón. El vigilante no lo sacaba de su error, no se movía: como espartano, se mantenía inmóvil, sintiéndose más bien orgulloso de que lo tomaran por un ciudadano del mundo de la cera, mundo que era, en verdad, para él, mucho más real que el mundo de carne y hueso. Sus mejillas parecían pequeñas ciruelas; sus ojos eran redondos, un poco protuberantes, y su cabello blanco, alisado, daba la impresión de una peluca. Era un hombrecito diminuto y, con su espeso bigote en forma de herradura, parecía un gnomo que se hubiese disfrazado de morsa para asistir a un baile de máscaras. Los niños que lo veían deslizarse por los corredores débilmente alumbrados que conducían a las catacumbas, tenían la seguridad de que era un duende.

Su título de “papá” era puramente honorario, habiéndosele dado porque tenía cerca de veinticinco años de trabajar en el museo. Era soltero y dormía allí mismo, en un minúsculo cuartito, junto al Circo Romano, donde leones y tigres de papel maché engullían una colección de mártires. De noche, cuando Papá Chibou sacudía aquellas ficticias fieras, les reprochaba severamente su falta de delicadeza.

–¡Ah! –Solía exclamar Papá Chibou, dando un golpecito en la oreja del león más robusto, que gravemente trataba de devorar a un anciano y a un infante, al mismo tiempo–, eres una especie de puerco. ¡Me avergüenzo de ti… comiendo infantes! Irás al infierno por esto, monsieur león; puedes estar seguro de ello. El señor Satanás te freirá como un huevo, te lo prometo. ¡Ah, mala persona, especie de camello, apache, aprovechado…!

En seguida Papá Chibou se inclinaba con ternura sobre el anciano mártir, que yacía bajo las garras del león, con la marca de la angustia en su cara, y le decía:

–Paciencia, mi valiente amigo. No se tarda uno mucho tiempo en ser devorado. Además, considera esto: un buen Dios te llevará al cielo, y allí, si quieres, podrás comerte un león cada día. Eres un hombre santo, Filiberto. Serás, sin duda, San Filiberto, y entonces ¡cómo te reirás de los leones!

Filiberto era el nombre que Papá Chibou le había dado al venerable mártir; había bautizado a cada una de las figuras del museo. Después de consolar a Filiberto, el vigilante limpiaba suavemente con un lienzo al gordo infante que otro león trataba de engullir.

–Valor, mi pobrecito Jacobo –le decía Papá Chibou–, no cualquier bebé puede ser tragado por un león, ¡menos defendiendo tan santa causa! No llores, pequeño Jacobo. Y recuerda: cuando estés adentro del señor león, debes dar patadas, ¡muchas patadas! Eso le causará un gran dolor de estómago. ¿No crees que eso será divertido, pequeño Jacobo?

Así continuaba su trabajo Papá Chibou, platicando con todos ellos, porque a todos les tenía afecto, aun a Bigarre, el apache, y a los otros terribles huéspedes del Salón de los Horrores. No dejaba de reñir a los criminales por sus lamentables inclinaciones en el pasado, advirtiéndoles que él no toleraría semejante conducta en su museo. Desde luego que no era su museo. El propietario era el señor Pratoucy, un hombre melancólico que se sentaba en la taquilla a recoger los francos de las entradas. Sin embargo, aunque el propietario legal fuese el señor Pratoucy, de noche Papá Chibou era el monarca absoluto del pequeño reino de cera.

Cuando el último visitante se marchaba y se cerraban las puertas, Papá Chibou visitaba a sus súbditos, a través del infinito silencio de los salones, los saludaba cordialmente:

–¡Ah, Bigarre, viejo pillo! ¿Qué tal van las cosas? Y tú, madame María Antonieta, ¿has tenido un buen día? Buenas noches, monsieur César, ¿no sientes frío con ese traje tan ligero? ¡Ah, monsieur Carlomagno!, espero que esté bien de salud.

El amigo más íntimo de Papá Chibou era Napoleón. A los demás sólo los estimaba, y por él tenía verdadera devoción. Era una amistad afianzada por los años, pues Napoleón había estado en el museo tanto tiempo como Papá Chibou. Otras figuras podían aparecer y desaparecer, según el deseo veleidoso del público; pero Napoleón permanecía siempre, aunque estuviera relegado a un humilde rincón.

No era un gran Napoleón. Era de estatura más baja que el verdadero, y como una de sus orejas había recibido demasiado cerca el calor de un radiador, se había convertido en una masa informe, resultando un ejemplar perfecto de ese fenómeno del boxeo: la oreja de coliflor. Representaba al vencido de Santa Elena, que de pie sobre una roca de papel maché extendía su mirada melancólica sobre un mar inexistente. Un brazo a la altura del pecho, la mano entre la tela del saco, el otro brazo caído a lo largo del cuerpo, el maniquí tenía la clásica postura napoleónica. Pantalones que en una época fueron blancos, ajustados, hacían resaltar el abdomen de cera. Un sombrero tricornio, desgastado de tanto sacudirlo Papá Chibou, coronaba la cerúlea frente pensativa.

Desde el primer momento Napoleón ejerció sobre Papá Chibou una atracción definitiva. Tenía un cierto aire de desamparo que enterneció al viejo vigilante. Durante sus primeros días en el museo, también Papá Chibou se había sentido desamparado. Había venido de Bourlois, en el sur de Francia, con la idea de hacer su fortuna cultivando espárragos. Era un hombre sencillo, de escasa ilustración, y se imaginó que en los bulevares de París habría sembradíos de espárragos. No los había. Así es que la necesidad y la casualidad lo llevaron al Museo Pratoucy a ganarse la vida, y luego, el romance y su amistad con Napoleón lo retuvieron allí.

El primer día que Papá Chibou trabajó en el museo, el señor Pratoucy lo acompañó a recorrer los salones para darle explicaciones acerca de las figuras.

–Éste –le dijo el propietario– es Toulón, el estrangulador. Ésta es la señorita Merle, la que mató al duque ruso. Ésta es Carlota Corday, la que apuñaló a Marat en el baño; aquel caballero ensangrentado es Marat.

Entonces llegaron cerca de Napoleón. El señor Pratoucy iba a pasar sin explicación.

–¿Y quién es ese caballero tan triste? –preguntó Papá Chibou.

–¡Nombre de Dios! ¿No lo sabes?

–No, señor.

–Es Napoleón.

Esa noche, su primera en el museo, Papá Chibou fue en busca de Napoleón y le dijo:

Monsieur, no sé de qué crímenes te acusan; pero me rehúso a creerte culpable de ellos.

Así empezó su amistad. Desde entonces, Papá Chibou sacudía a Napoleón con especial cuidado, y lo hizo su confidente. Una noche, era ya su vigesimoquinto año en el museo, Papá Chibou le dijo a Napoleón:

–¿Viste a esos dos enamorados que estuvieron aquí esta noche? Creyeron que este rincón era demasiado oscuro para que pudiéramos observarlos, ¿verdad? Pero vimos cuando él cogió la mano de ella y le murmuró al oído. Dime, ¿se sonrojó ella? Tú estabas bastante cerca para verla bien. Es bonita la muchacha, ¿no te parece?, con sus brillantes ojos negros. No es francesa, es americana. Se da uno cuenta cuando pronuncia las erres. El joven sí es francés; y estoy seguro de que es un magnífico muchacho. Es tan delgado y tan derecho y es valiente. Usa una condecoración de la guerra, ¿te fijaste? Claramente se ve que está muy enamorado. No es la primera vez que los veo. Habían estado aquí antes. ¿No te parece que éste es un lugar ideal para que se reúnan dos enamorados?

Papá Chibou quitó una brizna de la oreja buena de Napoleón.

–¡Ah! –Exclamó– ¡Debe ser delicioso sentirse joven y estar enamorado! ¿Alguna vez estuviste enamorado, Napoleón? ¿No? ¡Qué lástima! Comprendo, porque yo tampoco he tenido suerte en el amor. Las señoras prefieren a los hombres grandes y fuertes, ¿verdad? Debemos ayudar a estos jóvenes. Debemos procurar que ellos tengan la felicidad que nosotros no tuvimos. Así es que si vienen mañana, no dejes que se den cuenta de que los observamos. Yo voy a aparentar que no los veo.

Cada noche, después de cerrado el museo, Papá Chibou charlaba con Napoleón acerca del progreso de los amores de la muchacha americana con el joven francés.

–No caminaban bien las cosas –le confió Papá Chibou a Napoleón una noche–. Él tiene poco dinero, apenas empieza su carrera. Lo oí decírselo esta noche, y la joven tiene una tía que guarda otros proyectos para ella. ¡Qué pena que el destino los llegara a separar; pero el destino suele ser muy injusto! ¿Verdad, Napoleón? Si tuviéramos algo de dinero, podríamos ayudar al joven; pero yo no tengo dinero, y supongo que tú también fuiste pobre, puesto que estás tan triste. Pero escucha: mañana es un día muy importante para ellos. Él le pidió a la joven que se casen y ella dijo que le resolverá a las nueve de la noche, aquí mismo. Yo oí todo. Si no acude a la cita, es que no se casará con él. Yo creo que mañana veremos aquí a dos jóvenes muy felices. ¿Eh, Napoleón?

La noche siguiente, cuando el último visitante salió y Papá Chibou cerró la puerta del museo, se dirigió hacia el rincón de Napoleón, y había en sus ojos gruesas lágrimas.

–¿Has visto, amigo mío? –Preguntó a Napoleón– ¿Has observado bien cómo la cara del joven palideció y en sus ojos se reflejaron mil agonías? Esperó hasta que por tercera vez le repetí que era hora de cerrar. Yo me sentí un verdugo, te lo aseguro; y el pobre joven por fin me miró, como sólo un condenado a muerte puede mirar, y luego salió cabizbajo, con pasos lentos y pesados. Porque ella no vino, Napoleón. Nuestra pequeña comedia de amor se ha trocado en tragedia. Ella lo ha rechazado, a ese pobre infeliz joven.

Pasó otro día. Al anochecer, Papá Chibou llegó hasta Napoleón temblando de emoción.

–¡Ella estuvo aquí! –Dijo lleno de júbilo– ¿La viste? Estuvo aquí y buscó al joven. Esperó mucho tiempo; pero, claro, él no vino. Anoche, cuando vi su cara angustiada, tuve la seguridad de que él había perdido toda esperanza. Por fin, me atreví a hablarle a la muchacha. “Mademoiselle”, le dije, “pido perdón por el atrevimiento que me voy a tomar, pero es mi deber informarle que él la esperó aquí anoche, hasta la hora de cerrar. Estaba tan pálido, y se mordía los dedos en su desesperación. Él la ama, mademoiselle; un ciego podría darse cuenta de ello; la adora, y es un magnífico muchacho, créale usted a un viejo. No destruya el corazón de ese joven”. Ella se agarró de mi brazo.

“–Entonces, ¿usted lo conoce? –Me preguntó– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

“–Desgraciadamente no –le contesté–, solamente lo he visto aquí con usted.

“–¡Pobre muchacho, pobre muchacho! –repetía ella–. ¿Qué hacer?, yo lo quiero, monsieur.

“–Pero usted no vino anoche –le dije.

“–No pude venir –me aseguró, y lloraba–. Yo vivo con mi tía. Es rica y es una arpía, monsieur. Quiere que me case con un conde; es un viejo gordo y antipático que huele a esencia de rosas y a ajo. Mi tía me encerró en mi cuarto y ahora he perdido al hombre que quiero; creerá que lo rechacé, y es tan orgulloso que no me va a buscar.”

Entonces le pregunté por qué no se comunicaba con él.

“–No sé dónde vive –me contestó–, y dentro de unos días mi tía me llevará a Roma, allá está el conde, y ¡oh, Dios mío… Dios mío…”, y lloró apoyada en mi hombro, Napoleón. ¡Esa pobre jovencita americana con sus bellos ojos oscuros llenos de lágrimas.

Papá Chibou sacudió cuidadosamente el sombrero napoleónico.

–Traté de consolarla –continuó diciendo–, le dije que seguramente el joven la buscaría, que indudablemente regresaría al sitio donde había pasado momentos tan felices, que quizá vendría hoy mismo o mañana; eso le decía yo, Napoleón, pero yo mismo no creía en mis palabras. Ella esperó hasta la hora de cerrar, y tú viste su cara, llena de angustia cuando se alejó. ¿No te partía el corazón?

Y a la noche siguiente, Papá Chibou estaba decaído y triste, cuando se acercó a Napoleón.

–Esperó otra vez hasta la hora de cerrar –le dijo–, pero él no vino. Las horas pasaban y yo sufría de ver cómo ella iba perdiendo la esperanza. Por fin, se tuvo que marchar, y, ya en la puerta, me dijo:

“–Si lo vuelve a ver, por favor, entréguele esto.”

Y me dio esta tarjeta. Mira lo que dice: “Estoy en la Villa Rosina, en Roma. Te quiero. Rosina.” Ah, ese pobre, pobre joven. Debemos estar muy pendientes tú y yo, Napoleón, por si llega a venir.

Y Papá Chibou y Napoleón esperaron, noche tras noche. Cinco noches esperaron al joven enamorado. Después pasó una semana, un mes, otros meses, y el joven no volvió. Pero un día, Papá Chibou recibió una noticia tan terrible, que lo dejó tembloroso y enfermo. El Museo Pratoucy iba a cerrar sus puertas para siempre.

–Es imposible seguir –le dijo el señor Pratoucy a Papá Chibou–; debo mucho dinero y mis acreedores no me dejan en paz. La gente ya no quiere pagar un franco por ver unos cuantos viejos muñecos de cera, cuando en el cine pueden ver regimientos enteros de indios, árabes, bandidos y duques. El lunes el Museo Pratoucy cerrará definitivamente sus puertas.

–Pero, monsieur Pratoucy –exclamó Papá Chibou, con doloroso acento–, ¿y la gente de aquí? ¿Qué será de María Antonieta, de los mártires y de Napoleón?

–¡Oh –contestó el propietario–, algo de dinero sacaré por ellos! El martes se venderán en remate. Quizás alguien los compre para fundirlos.

–¿Fundirlos? –tartamudeó Papá Chibou.

–Naturalmente, ¿para qué otra cosa pueden servir?

–Pero, seguramente, monsieur Pratoucy deseará conservarlos… algunos de ellos, cuando menos.

–¿Conservarlos? ¡Madre de Satanás! ¡Pero sí que es una idea graciosa! ¿Para qué demonios podría alguien querer conservar unos viejos muñecos de cera?

–Pensé –murmuró Papá Chibou– que usted podría conservar aunque fuera uno… Napoleón, por ejemplo… como recuerdo…

–¡Con mil demonios, que tienes unas ocurrencias extraordinarias! ¡Mira que conservar un recuerdo de la propia quiebra!

Papá Chibou se refugió en su minúsculo cuartito. Sentado en su catre, se acarició el bigote durante largo tiempo. La noticia lo había dejado atontado; sentía un vacío frío bajo la hebilla del cinturón. Por fin, sacó de debajo de su catre una caja de madera con tres cerraduras. Las abrió, una por una, y sacó un calcetín que contenía toda su fortuna: una cantidad de piezas de diez céntimos, propinas recibidas durante años y que religiosamente había ahorrado. Con todo cuidado contó las monedas cinco veces. Eran doscientos veintiún francos.

Esa noche, Papá Chibou no le contó a Napoleón las nuevas. Al contrario, aparentó alegría al ir de un maniquí a otro. Al pasar, le dijo un piropo a madame Lablanche, la dama de los once maridos envenenados. Hasta para el león, que estaba en actitud de devorar al anciano mártir, tuvo Papá Chibou palabras afectuosas.

–Después de todo, monsieur león –le dijo–, supongo que te parece a ti tan natural comer mártires, como a mí comer manzanas. Probablemente a las manzanas tampoco les agrade ser comidas. Muchas veces te he dicho cosas duras, monsieur león; ahora me arrepiento de ello. Después de todo, no es culpa tuya el que te comas a la gente. Naciste con apetito para devorar mártires, de la misma manera que yo nací pobre.

Y dio un cariñoso tirón a la oreja de papel maché del león.

Cuando se acercó a Napoleón, Papá Chibou lo cepilló lentamente, con más cuidado que de costumbre. Con un lienzo húmedo pulió la imperial nariz y tocó con extraordinaria suavidad la oreja mutilada. Le contó a Napoleón el último chiste que había oído en el café donde acostumbraba almorzar, y como el cuento era un tanto subido de color, picó con el dedo las costillas de Napoleón, al tiempo que le guiñaba un ojo con picardía.

–Nosotros somos hombres de mundo, ¿verdad? –le preguntó a Napoleón.

Y agregó:

–Aceptamos lo que el destino nos envía, y a veces nos manda cosas terribles.

Hubiera querido charlar más con Napoleón, pero no pudo; en mitad de un cuento calló, y se fue apresuradamente. Llegó al Salón de los Horrores y permaneció largo tiempo mirando a un desgraciado nativo de Siam, en el momento de ser aplastado por un elefante.

No fue sino hasta la mañana del remate cuando Papá Chibou le comunicó el acontecimiento a Napoleón. Y cuando la gente empezaba a llegar, él se acercó al rincón de Napoleón y, poniendo su mano un poco temblorosa en el hombro de su amigo, le dijo:

–Una de esas cosas terribles que manda el destino nos ha llegado, viejo amigo. Van a tratar de llevarte; pero ten valor, Papá Chibou no abandona a sus amigos. Escucha… –y golpeó su bolsillo. Se oyó el ruido de monedas.

Empezó el remate. Cerca de la mesa del subastador estaba un hombre de cara marchita y pequeños ojos hundidos; tenía los dedos sucios y usaba anillo de brillante. Papá Chibou sintió que su corazón dejaba de latir al reconocer a aquel hombre. Era Mogen, el rey de los fierros viejos de París. El subastador, con voz gangosa, ofrecía los diversos objetos a la venta.

–¿Cuánto se me ofrece por Julio César? ¿Ciento cincuenta francos? Es una miseria por un emperador romano. ¿Quién me ofrece doscientos? Gracias, monsieur Mogen. El más noble de los romanos se vende en doscientos francos. ¿No hay quien dé más? Julio César es vendido al señor Mogen.

Papá Chibou dio una palmadita afectuosa en la espalda de Julio César.

–Vales mucho más, mi buen Julio –le dijo en voz baja–. Adiós.

La esperanza renacía en el corazón del antiguo vigilante del Museo Pratoucy. Si un César, bastante nuevo, se vendía en doscientos francos, seguramente un viejo Napoleón no se vendería en más.

El remate continuó con rapidez. El señor Mogen compró íntegro el Salón de los Horrores. Compró también a María Antonieta, los mártires y los leones. Papá Chibou, parado junto a Napoleón, esperaba con impaciencia y se mordía el bigote nerviosamente.

Había casi terminado el remate y el señor Mogen era el dueño de casi todas las figuras. Por fin, con un bostezo, el ya cansado subastador anunció:

–Y ahora, señoras y señores, tenemos aquí un lote marcado con el número 573. Es una colección de objetos diversos: entre ellos una lechuza desplumada; un mantón de Manila, roto; la cabeza de un apache guillotinado –el cuerpo se había perdido–; un pequeño camello sin joroba y una vieja figura de cera de Napoleón. ¿Qué se me ofrece por el lote?

El corazón de Papá Chibou dio un vuelco. Puso una mano protectora en el hombro de Napoleón.

–Aquel idiota –murmuró a la oreja buena de Napoleón– te puso en un lote con un camello y una lechuza; pero no importa, quizá sea mejor así.

–¿Cuánto por este lote? –preguntó el subastador.

–Cien francos –dijo Mogen, el rey de los fierros viejos.

–Ciento cincuenta francos –subió Papá Chibou, procurando estar sereno. Jamás en su vida había gastado una suma semejante.

Mogen tocó, como evaluándolo, el saco de Napoleón.

–Doscientos francos –dijo.

–Doscientos veintiuno –volvió a subir Papá Chibou; pero su voz tembló.

Los ojitos de Mogen miraron a Papá Chibou con disgusto y desprecio. Levantó un dedo sucio, aquel que llevaba el anillo de brillante.

Monsieur Mogen ofrece doscientos veinticinco –anunció el subastador–. ¿Ofrece alguien doscientos cincuenta?

Papá Chibou sintió que odiaba al mundo entero. El subastador miró al viejo vigilante.

–Se ofrecen doscientos veinticinco –repitió–. ¿Nadie ofrece más? Vendido a monsieur Mogen por doscientos veinticinco francos.

Desolado, Papá Chibou oyó a Mogen decir tranquilamente: “Mandaré un carretón que recoja estos vejestorios mañana”.

¡Vejestorios!

Dolorosamente, Papá Chibou fue a su cuartito, próximo al Circo Romano. Empacó su poca ropa. Quitó de su cachucha la placa que había usado durante tantos años; la placa tenía grabadas las palabras “Jefe de Vigilantes”. Él había estado siempre muy orgulloso de ese título, aunque era algo inexacto, porque no sólo era el jefe, sino el único vigilante. Ahora era un don nadie. Pasaron horas antes de que se decidiera a llevar su pobre equipaje a la habitación que había rentado en una cercana vecindad. Sabía que debería buscar trabajo inmediatamente; pero no podía hacerlo. Regresó al desierto museo y se sentó en una banca, junto a Napoleón. Pasó allí toda la noche; no hablaba, pero tampoco dormía. Una idea monstruosa se iba apoderando, poco a poco, de su cerebro.

–Napoleón –dijo por fin–, hemos sido amigos durante un cuarto de siglo y ahora debemos separarnos porque un desconocido tuvo cuatro francos más que yo. Eso puede ser legal, mi viejo amigo, pero no es justo. No nos separaremos.

París todavía dormía cuando Papá Chibou salió con gran precaución al angosto callejón del museo. Muy cerca estaba la vecindad donde ahora debería vivir.

Caminaba muy despacio, jadeante. En sus brazos llevaba a Napoleón.

Esa misma tarde dos policías llegaron a aprehender a Papá Chibou. Mogen había notado inmediatamente la falta de Napoleón, y no era tonto. No había la más pequeña duda acerca de la culpabilidad de Papá Chibou. Parado en un rincón de su cuarto, Napoleón extendía su mirada pensativa sobre los tejados de París. Los policías se llevaron a Papá Chibou y con él, el cuerpo del delito.

En su celda, Papá Chibou permaneció anonadado. Para él, cárceles, jueces y justicia eran cosas terribles y misteriosas. Se preguntaba si sería guillotinado; quizás no, puesto que toda su vida había sido trabajador y honrado. Sin embargo, el menor mal que podía esperar, pensó, sería una larga sentencia en la Isla del Diablo. Y, después de todo, ser guillotinado sería preferible a trabajos forzados en la Isla del Diablo. Sí, indudablemente preferiría la guillotina, sobre todo ahora que tenía la seguridad de que Napoleón sería fundido.

El celador que vino a traerle el almuerzo era muy dado a bromear.

–En bonito lío te has metido –le dijo a Papá Chibou–. Y a tu edad, debes ser un anciano malvado para dedicarte al robo de maniquíes. ¿Qué seguridad podemos tener los pobres parisinos? ¡Cualquier día nos encontramos con que se robaron la Torre Eiffel! ¡Robar maniquíes, vaya una profesión! Tuvimos aquí a un preso que se robó un tranvía y otro que se robó un hipopótamo del zoológico, pero nunca habíamos tenido uno que se hubiera robado un muñeco de cera. ¡Y semejante viejo, carcomido muñeco! ¡Es extraordinario!

–¿Y qué le hicieron al caballero que se robó el hipopótamo? –preguntó tembloroso Papá Chibou.

El celador se rascó la cabeza.

–Creo –dijo– que lo asaron vivo. No recuerdo bien si fue eso o lo mandaron a vivir a Marruecos.

Un sudor frío cubría la frente de Papá Chibou.

–Fue un juicio de lo más cómico, te lo aseguro –siguió diciendo el celador–; messieurs Bertouf, Goblin y Perouse fueron los jueces; son muy ocurrentes. ¡Cómo se divirtieron con el acusado! Yo me reí mucho. El juez Bertouf le dijo al sentenciarlo: “Debemos ser severos contigo, ladrón de hipopótamos. Debemos hacer de ti un ejemplo. No vaya a ser que este negocio de robar hipopótamos resulte popular en París”. ¡Son personas ingeniosas, esos jueces!

Papá Chibou palideció aún más.

–¿El Triunvirato Terrible? –Preguntó– ¿Ellos van a juzgarme? –la voz de Papá Chibou apenas se oía.

–Con toda seguridad –prometió el celador, y se alejó tarareando.

Papá Chibou tuvo la seguridad de que su caso estaba irremediablemente perdido. La siniestra reputación de aquellos tres jueces había penetrado hasta el Museo Pratoucy. Eran tres adustos ancianos que, por su severidad, habían merecido el nombre de Triunvirato Terrible. Los malhechores temblaban al oír sus nombres. Y aquella terrible reputación era el orgullo de los tres jueces.

Pasados algunos minutos, regresó el celador. Sonreía irónicamente.

–Tienes una suerte de todos los diablos –le dijo a Papá Chibou–. Primero te tocan como jueces los del Triunvirato Terrible, y luego se te nombra como defensor nada menos que a monsieur Georges Dufayel.

–Y este señor Dufayel, ¿no es un buen abogado? –interrogó Papá Chibou desconsoladamente.

El celador rio.

–No ha ganado un caso en meses –le confió, como si esto fuera la cosa más divertida del mundo–. Es realmente chistoso escuchar cómo se equivoca y confunde en la tribuna. Se ve claramente que no sabe ni le importa lo que está haciendo. Su imaginación está a leguas, sólo él sabe dónde. Dicen por ahí que Dufayel no defiende a sus clientes, sino que con su defensa los condena. Pero, si no se tiene dinero para un abogado, hay que aceptar lo que le toca en suerte. Eso es ser filósofo, ¿verdad?

Papá Chibou dejó escapar un gemido.

–Espérate hasta mañana –le aconsejó alegremente el celador–; entonces sí que tendrás motivos para gemir.

–¿No puedo siquiera hablar con este señor Dufayel?

–Pero, hombre, ¿para qué? Te robaste el muñeco, ¿no es verdad? Y allí lo tienen como cuerpo del delito. Va a estar de lo más divertido el asunto. Testigo de la parte fiscal: monsieur Napoleón. No hay duda acerca de tu culpabilidad, hermano, y los jueces te sentenciarán en un santiamén. En fin, nos veremos mañana. Que duermas bien.

Naturalmente Papá Chibou no durmió bien. Se puede decir que no durmió. Y cuando al siguiente día lo llevaron al tribunal junto con los demás transgresores de la ley, el pobre Papá Chibou era un desdichado harapo de hombre. Todo el solemne aparato de la ley lo atemorizaba.

Reunió todo su valor para preguntarle a un guardia dónde estaba su defensor, el abogado Dufayel.

El guardia le contestó que seguramente llegaría tarde, como acostumbraba, y le advirtió, con innecesaria crueldad, que más valdría que su defensor no se presentase.

Papá Chibou se dejó caer en el banquillo de los acusados y levantó la mirada temerosa hacia los jueces. Al ver al Triunvirato Terrible, un intenso frío penetró hasta los huesos del ex vigilante del Museo Pratoucy. Bertouf era una mole de carne que parecía esponjarse fuera de su butaca, como hongo venenoso. Su bata negra estaba manchada. La cara brutal tenía cierta semejanza con un guajolote. A su derecha, el juez Goblin parecía momificado. Era muy anciano y tenía la piel como pergamino arrugado, y sus ojillos de párpados enrojecidos recordaban los ojos de una serpiente. La cara del juez Perouse se perdía en la maraña de sus barbas, notándose sólo una larga nariz judaica. Miró a Papá Chibou que por poco se desmaya; sintió como si su cuerpo se empequeñeciera hasta llegar al tamaño de un chícharo; sus jueces, en cambio, le parecieron monstruos enormes.

Se dio principio al primer proceso. Se trataba de un joven, de aspecto fanfarrón, que había robado una manzana de un puesto del mercado.

–Ah, señor ladrón –refunfuñó el juez Bertouf–; te sientes muy alegre en este momento, pero no creo que te sientas tan contento dentro de un año que salgas de la prisión. ¡El siguiente acusado!

El corazón de Papá Chibou latía con enorme dificultad. ¡Un año por el robo de una manzana, y él había robado un hombre! Su mirada afligida recorrió el salón y vio dos guardias que cargaban un bulto que depositaron enfrente de los jueces. Era Napoleón.

Un guardia tocó en el hombro a Papá Chibou.

–Es su turno –le advirtió.

–Pero es que mi abogado, monsieur Dufayel… –empezó a decir Papá Chibou.

–Estás de malas –lo interrumpió el guardia– porque aquí viene.

El pobre prisionero aturdido volteó y se encontró frente a un joven pálido. Papá Chibou lo reconoció inmediatamente. Era el joven delgado del museo. Estaba bastante cambiado. No reconoció a Papá Chibou. Casi ni lo miró.

–Usted robó algo –le dijo en un tono de absoluta indiferencia–. El objeto robado fue encontrado en su habitación. Lo mejor será confesarse delincuente y terminar el asunto cuanto antes.

–Sí, monsieur –contestó dócilmente Papá Chibou, que ya había perdido toda esperanza–. Pero escuche un momento; tengo algo, un mensaje para usted. Y buscó en sus bolsillos, hasta encontrar la tarjeta de la joven americana, de los bellos ojos oscuros. Se la entregó a Georges Dufayel.

–Me la dejó para que se la entregara –le explicó al abogado–; yo era jefe de vigilantes del Museo Pratoucy. Ella vino varias noches a buscarlo.

El joven le arrebató la tarjeta; su cara, sus ojos, todo en él pareció adquirir repentinamente nueva vida.

–¡Diez mil millones de demonios! –Exclamó– ¡Y yo que dudé de ella! Le debo a usted mucho, monsieur. Le debo a usted todo. –Y estrechó con gratitud la mano de Papá Chibou.

El juez Bertouf tosió.

–Estamos listos para la vista de su caso, licenciado Dufayel, si es que acaso tiene uno.

Se oyeron risas en la sala.

–Un momento, señor juez –suplicó el abogado, y volteando hacia Papá Chibou lo apremió: “¡Pronto, explíqueme usted este crimen del cual lo acusan. ¿Qué fue lo que se robó?”

–Él –contestó Papá Chibou apuntando hacia Napoleón.

–¿Esa figura de cera?

Papá Chibou asintió.

–¿Pero para qué?

Papá Chibou hizo un gesto indescriptible.

Monsieur no podría comprenderlo.

–Pero es que debe usted decírmelo. Estos salvajes serán severos; pero quizá yo pueda influenciarlos algo. Pronto, ¿por qué robó usted este Napoleón?

–Yo era su amigo –dijo Papá Chibou–. El museo se declaró en quiebra; iba a venderse a Napoleón como un trasto viejo, monsieur Dufayel. Y él era mi amigo. No podía abandonarlo.

Se encendieron los ojos del joven abogado. Dejó caer con fuerza su puño sobre el escritorio.

–¡Basta!

Entonces se levantó y se dirigió a los jueces. Su voz era vibrante y apasionada; los jueces se inclinaron para escucharlo.

–Honorables jueces de esta audiencia de Francia –empezó–. Mi cliente es culpable. Sí, lo repito con voz tonante para que me escuche toda Francia. Para que me oigan todos los enemigos de Francia, para que me oiga el mundo entero: ¡Mi cliente es culpable! Efectivamente él robó esta figura de Napoleón, propiedad legítima de esta persona. No lo niego. Este anciano, Gerónimo Chibou, es culpable, y yo estoy orgulloso de su crimen.

El juez Bertouf gruñó.

–Si su cliente es culpable, licenciado Dufayel –dijo–, eso termina el caso. A pesar de su orgullo en el crimen de su cliente, lo cual confieso que me parece bastante raro, lo voy a sentenciar a…

–Un momento Su Excelencia –la voz de Dufayel ordenó–: usted debe oírme, usted me oirá. Antes de sentenciar a este anciano, permítame que le haga una pregunta.

–Proceda –concedió Bertouf.

–¿Es usted francés, señor juez?

–Ciertamente.

–¿Y ama usted a Francia?

–¡No se atreverá usted a insinuar lo contrario!

–No. Estaba seguro de ello. Es por esa razón que usted me escuchará.

–Lo escucho.

–Entonces, repito, Gerónimo Chibou es culpable. A los ojos de la ley, es un criminal. Pero a los ojos de Francia, y para aquellos que la aman, su culpa es gloriosa; hay en su crimen más honor que en la misma inocencia.

Los tres jueces se miraron sorprendidos. Papá Chibou miraba a su abogado con los ojos muy abiertos. Georges Dufayel siguió hablando.

–Es una época de inquietudes y cambios en nuestra patria, señores jueces. Tradiciones gloriosas, que fueron el orgullo de todo francés, se olvidan. Tenemos enemigos dentro y fuera de nuestras fronteras. La juventud siente indiferencia a ese honor que es el alma de una nación. La juventud olvida la maravillosa herencia de nuestra raza, los grandes nombres que en el pasado le dieron gloria a Francia, cuando los franceses eran franceses. Hay algunos que en Francia olvidan el respeto que se debe a sus grandes héroes.

Aquí el abogado Dufayel miró fijamente a los jueces:

–Pero quedan aún algunos patriotas. Y aquí está uno de ellos. En el corazón de este pobre anciano se alienta vigorosa su devoción a Francia. Ustedes podrán decir que es un hombre humilde, un campesino inculto. Ustedes pueden decir que es un ladrón. Pero yo digo, y todo verdadero francés lo dirá conmigo, que él es un patriota, señores jueces. Él ama a Napoleón. Lo ama por lo que ese gran hombre hizo por Francia; lo ama porque en Napoleón ardía esa llama que ha hecho grande a la Francia. Hubo un tiempo, señores, cuando sus padres y el mío se atrevieron a compartir ese amor por un gran caudillo. ¿Necesito recordarles la carrera de Napoleón? Yo sé que no es necesario. ¿Necesito decirles de sus victorias? Yo sé que no es necesario.

Sin embargo, el abogado Dufayel, con lujo de detalles, refirió la magnífica carrera de Napoleón: sus batallas, sus triunfos, su grandeza; de todo les habló con elocuencia; durante una hora y diez minutos habló apasionadamente de Napoleón y su injerencia en la historia de Francia.

–Quizá ustedes hayan olvidado y otros quizá también olviden, pero este anciano que se sienta aquí entre nosotros en el banquillo de los acusados, no olvidó. ¿Qué miserables mercenarios intentaron tirar a la basura esta efigie de uno de los hijos más grandes de Francia, y quién fue el que lo salvó? ¿Fueron ustedes, señores jueces? ¿Fui yo? Desgraciadamente no. Fue un pobre anciano que amaba a Napoleón más que a sí mismo. Consideren, señores jueces: se iba a tirar a la basura a Napoleón, al Napoleón de Francia, nuestro Napoleón. ¿Quién lo salvaría? Y entonces surgió este hombre, este Gerónimo Chibou a quien ustedes calificarían de ladrón, quien gritó en una voz que debieran oír Francia y todo el mundo: ‘¡Deténganse insultadores de Napoleón. Aún vive un francés que ama las glorias de su tierra nativa; aún queda un patriota. Yo, yo, Gerónimo Chibou, salvaré a Napoleón’. Y lo salvó, señores jueces.

El abogado Dufayel se secó la húmeda frente, y apuntando un dedo acusador al Triunvirato Terrible, exclamó: “Pueden ustedes enviar a Gerónimo Chibou a la cárcel. Pero al hacerlo, recuerden esto: Envían a la prisión el espíritu de Francia. Podrán considerar culpable a Gerónimo Chibou. Pero al hacerlo recuerden esto: Condenan a un hombre por amar a su patria, por su amor a Francia. En donde quiera que se encuentren verdaderos corazones franceses, señores jueces, el crimen de Gerónimo Chibou será comprendido y el nombre de Gerónimo Chibou será honrado. Arrójenlo en la prisión, señores jueces. Carguen su pobre y débil cuerpo con cadenas. Y una nación destruirá las rejas de esa prisión, reventará esas cadenas y rendirá su homenaje al hombre que supo amar tanto a Napoleón y a Francia, que se sacrificó gustoso en el altar del patriotismo”.

El abogado Dufayel se sentó; Papá Chibou levantó la mirada hacia los jueces. El juez Perouse se llevaba un pañuelo a los ojos. El juez Goblin arrugaba la frente en un gesto doloroso. Y el juez Bertouf lloraba.

–Gerónimo Chibou, póngase de pie –era el juez Bertouf quien hablaba y en su voz se sentía la emoción.

Papá Chibou se levantó temblando. Una mano le apuntó.

–Gerónimo Chibou –dijo el juez Bertouf–, te encuentro culpable. Tu crimen es patriotismo en primer grado; te sentencio a la libertad. Permíteme el honor de estrechar la mano de un verdadero francés.

–Y yo –siguió el juez Goblin, adelantando una mano seca como hojas de otoño.

–Y yo también –imitó el juez Perouse.

Al salir de la sala el abogado Dufayel, Papá Chibou y Napoleón, Papá Chibou dijo, volteando hacia su defensor:

–Nunca podré pagarle, monsieur.

–¡No faltaba más! –le aseguró el joven abogado.

–¿Y tuviera la bondad, monsieur Dufayel, de decirme otra vez el apellido de Napoleón?

–¿El apellido de Napoleón? Bonaparte, naturalmente. Pero usted seguramente sabía…

–Desgraciadamente no, monsieur Dufayel. Yo soy un hombre de lo más ignorante. Yo no sabía que mi amigo había hecho tan grandes cosas.

–¿No lo sabía usted? Entonces, en el nombre del cielo, ¿qué creyó usted que era Napoleón?

–Un asesino, monsieur –dijo Papá Chibou humildemente.

 

***

Cerca de París, rodeada de jardines, está la villa de Georges Dufayel, quien se ha convertido en el más elocuente joven abogado de las audiencias de París. Vive allí con su esposa, una joven americana de brillantes ojos negros. Para llegar a su casa, es necesario pasar por una pequeña garita en donde vive un ancianito de prodigiosos bigotes en forma de herradura. Algunos visitantes, que al cruzar se han asomado a la garita, se han sorprendido, porque en un rincón del cuarto se ve a otro pequeño hombre de uniforme y portando un gran sombrero. Éste nunca se mueve. Está siempre parado junto a la ventana. Un brazo a la altura del pecho y la mano perdida dentro de la tela del saco, el otro brazo caído a lo largo del cuerpo mientras sus ojos pensativos miran hacia el jardín. Espera a Papá Chibou, que llegará después de su trabajo en el sembradío de espárragos, y le contará todos los chismes y las novedades del día.

 

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