Silvina Ocampo
La noche ponía un papel muy azul de calcar
sobre las ventanas, cuando la familia Linio Milagro se reunía alrededor de la estufa
de kerosene en aquel cuarto del piso alto. Es cierto que el hall era frío, con guirnaldas
de luces sostenidas por una estatua de mármol; la sala también fría, inexplorada,
llena de reverencias de almohadones redondos. El ascensor era el lento refugio,
de olor a comida, rodeado de escaleras de madera obscura por donde subían pasos
invisibles. Esas regiones frías de los cuartos del piso bajo estaban vedadas y se
iluminaban solamente en días de fiestas, de cumpleaños o de casamientos improbables.
Reunirse alrededor de una estufa de kerosene era tan indispensable para la familia
Linio Milagro como el almuerzo de mediodía.
Las seis hermanas llevaban
tricotas verdes de diferentes tonos, verde veronés, verde esmeralda, verde nilo,
verde aceituna, verde almendra y verde mirto; las seis recogían alabanzas por haber
tejido las tricotas ellas mismas, las seis llevaban el mismo peinado, las seis hablaban
al mismo tiempo de la última adquisición de un sombrero adornado con cintas pespunteadas
de vidrio, hasta que se fueron levantando de las sillas y dejaron el cuarto vacío
frente al retrato de un antepasado vestido de cazador con un fusil en la mano y
con un perro sentado a los pies.
La compra de un terreno
alteraba de vez en cuando la tranquilidad de esa familia que no paseaba más que
en paisajes de films, coloreados, eternamente tristes: colores azules y verdes se
estiraban sobre cielos de campanarios amarillos de un sol poniente embalsamado.
Aurelia no había tejido
ninguna tricota; era ella la hermana que provocaba secretos, gritos contenidos dentro
de los cuartos cerrados, discusiones terribles a la hora de las comidas, siestas
larguísimas en invierno; era ella la causante de los sueños atrasados. ¿Desde cuándo?
Desde que empezaba el recuerdo de esas seis hermanas. Aurelia envuelta en gasas
de automovilista antigua bajaba las escaleras a las cuatro de la mañana, encendía
todas las luces de la sala y tocaba el piano perpendicular, con los pedales incesantes
arrastrando las notas. Espaciosos misterios cubrían esa música nocturna que se despertaba
en el sueño de Aurelia y en los desvelos de sus hermanas. Un día, después de un
largo conciliábulo de familia donde crecieron hermanas víctimas de furiosos insomnios,
resolvieron cerrar el piano con llave. Esa noche, a las cuatro de la mañana oyeron
golpes de muebles y vidrios rotos. Cuando llegaron a la sala, Aurelia estaba tendida
en el suelo con las manos ensangrentadas de espejos rotos, los ojos cerrados. Cinco
hermanas aterrorizadas abrieron el piano y perdieron expresamente la llave debajo
de un mueble. De esto hacía ocho años silenciosos sin protestas por la cuestión
del piano.
Concluida la hora de
la comida subían las voces con sonoridad cotidiana de merengue.
Todas se acostaron temprano
esa noche.
Las horas más distantes
estaban cerca en los sueños y caminaban abrazadas. Antes de cerrar los ojos sintieron
que Aurelia ya estaba en el piano. Pero no. La noche era muda. Un extraño olor a
papeles quemados se introducía en los cuartos ribeteando de fuego el silencio. La
casa se envolvía en humo negro.
La familia entera saltó
de las camas y se precipitó a extraer abrigos, calzones y zapatos de los armarios.
Eran las cuatro de la mañana, Aurelia se adelantaba hacia al piano; tuvieron que
arrastrarla hasta la puerta de calle. Las llamas crecían, los vecinos llamaron a
los bomberos. Todo el mundo se asomaba por las ventanas para ver el incendio, pero
los ojos de Aurelia nadaban remontando corrientes remotas de música.
La familia Linio Milagro,
acurrucada en un rincón de la calle miraba el espanto de las llamas. Nadie se dio
cuenta de que Aurelia faltaba. Las llamas subían con intención de lamer el cielo,
las paredes se derrumbaban, y de pronto se oyó el piano, la música de siempre, imperturbable
en la noche. “¡Aurelia!”, “¡Aurelia!”
La casa estaba asegurada,
la casa era vieja, nadie la había querido alquilar: una tímida esperanza de un incendio
provechoso surgía en las cabezas. “¡Aurelia!”, “¡Aurelia!” Aurelia no estaba en
ninguna parte, sólo el piano se oía, apagándose con el fuego creciente.
Aurelia no se salvó
del incendio. Envuelta en sus gasas de automovilista antigua, murió como Juana de
Arco, oyendo voces. La familia Linio Milagro, perseguida por el piano de las cuatro
de la mañana, se mudó infinitas veces de casa.
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