Juan Rodolfo Wilcock
I
Suspendida verticalmente del gris como
esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías
sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba
entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque
presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.
Al día siguiente por
la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran
blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en
parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada
al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos
viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.
El día del traslado
me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos
a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente
incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba
a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que
en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul
que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y
luego penetramos en la montaña.
Balsocci hablaba con
Balsa como un combinado y dijo en cierto momento:
–Barnaza come más que
un dongui.
Balsa me miró de costado
y después de otra selección de noticias del exterior pretendió sonsacarme:
–¿A usted le han explicado,
ingeniero, por qué motivo construimos el hotel monumental de Punta de Vacas?
Yo sabía pero no me
lo habían explicado: contesté:
–No.
Y les ofrecí esta miseria
adicional:
–Supongo que lo construyen
para fomentar el turismo.
–Sí, fomentar el turismo,
ja, ja. Cola de paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci).
No dije mejor, pero
entendiendo les dije:
–No entiendo.
–Después le comunicaremos
ciertos detalles secretos –me explicó Balsa– que se relacionan con la construcción
y que por lo tanto le serán comunicados cuando lo pongamos en posesión de los planos,
pliegos de condiciones y demás detalles de construcción. Por ahora permita que abusemos
un poco de su paciencia.
Supongo que entre los
dos no habrían conseguido ni en catorce años formar un misterio. Su única honradez
–involuntaria– consistía en mostrar todo lo que pensaban, por ejemplo en vez de
disimular poner cara de disimulo, etcétera.
Miré mi valiente nuevo
mundo. Ciertos instantes se proyectan sobre las horas y los días subsiguientes,
de modo que cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza cóncava de
Siena y entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es famosa.
Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté una
visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje: junto
al estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que emergería cambiado.
Proseguimos como un
insecto veloz entre planos verdes, amarillos y violetas de basalto y granito por
un camino peligroso. Balsa me preguntó:
–¿Tiene la familia en
Buenos Aires, ingeniero?
–No tengo familia.
–Ah, comprendo –contestó,
porque para ellos siempre existía la posibilidad de no comprender, ni siquiera eso.
–¿Y piensa quedarse
mucho tiempo por aquí? (Balsocci).
–No sé; el contrato
mencionaba la construcción de indefinidos hoteles monumentales, lo que naturalmente
puede prolongarse un tiempo indefinido.
–Mientras la altura
no le caiga mal… (Balsocci, esperanzado).
–2.400 metros ni se
sienten, menos un muchacho (Balsa, con la misma esperanza).
Los cielos de gran lujo
se transformaban en mercados de nubes congestionadas entre los cerros: al rato llovía
entre arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para tomar café con
leche en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una argentina de
20 años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar, esos
trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir meramente
de vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para no mirarla como
un mono. Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes y apreté un ovillo,
lo probé con los labios, lo mordí con los dientes, arranqué de las ramas pedazos
de escarcha, oriné, me resbalé y me caí sobre una acequia congelada.
Cuando nos fuimos la
nieve emplumaba los vidrios del coche y la humedad me penetró en las botas. A veces
pasábamos al lado del río y a veces lo veíamos en el fondo de un precipicio.
–Los que se caen al
agua los arrastra lejísimo y cuando los encuentran están desnudos y pelados (Balsa).
–¿Por qué? (Yo).
–Porque el agua los
golpea contra las piedras (Balsa).
–Siete metros por segundo,
dispara el agua. Hace unos días se cayó un capataz de la pasarela, Antonio, la mujer
está en Mendoza esperando el cuerpo y no podemos encontrarlo (Balsocci).
–Cierto, tendríamos
que mirar de vez en cuando a ver si se lo ve (Balsa).
En el fondo del valle
se abrió un cuadro sencillo al sol. De un lado Uspallata con álamos y sauces sin
hojas, del otro el camino que seguía subiendo por una garganta colorada, entre ríos
solitarios.
Esos ríos de la Cordillera,
rápidos, más claros que el aire, con sus piedras redondas, verdes, violetas, amarillas
y veteadas, siempre lavados, sin bichos y sin ninfas entre bloques sin edad que
algo raro trajo y dejó, ríos modernos porque no tienen historia. A veces los escucho
parado sobre una roca, bajo el cielo invisible sin nubes ni pájaros; entre manantiales,
oyendo torrentes, pensando en la misma nada.
Tienen nombres de colores,
Blanco, Colorado y Negro; algunos aparecen de frente, otros de un salto (dicen que
hay guanacos, pero hasta ahora no vi ninguno); todos vienen al valle y en verano
engordan, cambian de lugar y de color, transportan cantidades increíbles de barro.
Pasamos una elevación
aluvional amarilla geológicamente interesante denominada Paramillo de Juan Pobre
y llegamos a la obra a la hora de almorzar. No queda exactamente en Punta de Vacas
sino unos dos kilómetros antes; esto me enfureció porque pensé que en invierno la
nieve podía dejarme sin mujeres, suponiendo que me gustara alguna. Después me tranquilicé
porque comprendí que de todos modos siempre podía llegar a pie, aunque se cayeran
los rodados –son unos conos de detritos minerales que periódicamente se escurren
cubriendo los caminos y las vías.
La construcción ocupa
una especie de plataforma a buena distancia de los derrumbes. El terreno es inclinado
y a un lado está limitado por un arroyo que después de formar una noble cascada
de 7 metros cae al valle miserablemente como un chorro de canilla. En este lugar
todo lo que no vino sobre ruedas es basalto, pizarra o jarilla y yuyos parecidos.
Un cerro como un serrucho colorado o el techo de una iglesia o más bien la estación
de Saint Pancrase en Londres cierra la quebrada del otro lado; el cielo es tan angosto
aquí que el sol se asoma a las nueve y media y se pone a las cuatro y media, rápido,
como avergonzado por el frío y el viento que van a hacer.
¡El viento! ¿Cómo harán
para vivir aquí las mujeres ricas de Buenos Aires, siempre tan atentas con sus peinados,
entre estos vientos que hacen rodar las piedras como nada? Ya las oigo decir el
dolor de cabeza que les da y eso en cierto modo me alienta a terminar pronto el
primer hotel y a perfeccionar un tipo de ventana sencilla que una vez abierta no
se puede cerrar. Dentro de unos días inauguraremos la sección provisoria, si no
aparece Enrique el fastidioso.
Después de almorzar
los dos ingenieros me mostraron los planos y la obra. Estaban muy satisfechos de
que no interviniera en ella ningún arquitecto y habían encomendado la decoración
del edificio a una marmolería de Mendoza con la que actualmente existe un conflicto
por una partida de ciento veintiocho cruces destinadas a los dormitorios cuyo tamaño
no está estipulado en ningún pliego de condiciones. Las cruces enviadas son de “granitit”
negro y un metro de alto; yo que las concebí insisto en colocarlas pero Balsocci
les teme. En realidad me excedí, pero hasta ahora se han dejado, pobres, notoriamente
manejar y, exceptuando la menor del correo y esta crónica, me cuesta entretenerme:
en una de las columnas principales de hormigón del anexo para la servidumbre conseguí
intercalar cuando la llenaban una cámara de pelota inflada pero al sacar el encofrado
se veía la cámara donde había apoyado contra la madera; hubo que rellenar el hueco
con una inyección de cemento y el incidente es ahora una leyenda confusa que periódicamente
provoca despidos de personal. La pelota pertenecía a Balsocci.
Volvimos a la oficina
y los colegas abordaron la parte secreta de mi iniciación. No tuve que simular curiosidad
porque me interesaba oírselo contar a ellos.
II
Balsocci. –¿Usted no advirtió nada raro
últimamente en Buenos Aires?
Yo. –No, nada.
Balsa. –Vamos al grano
(como si decidiera rápidamente chupar un grano en un cráneo frondoso). ¿No
oyó nunca hablar de los donguis?
Yo.–No. ¿Qué son?
Balsa. –Usted habrá
visto en el subterráneo de Constitución a Boedo que el tren no llega hasta la estación
de Boedo porque no está terminada, se para en una estación provisoria con piso de
tablas. El túnel sigue y donde interrumpieron la excavación el hueco está cerrado
con tablas.
Balsocci. –Por ese hueco
aparecieron los donguis.
Yo. –¿Qué son?
Balsa. –Ahora le explico…
Balsocci. –Dicen que
es el animal destinado a reemplazar al hombre en la Tierra.
Balsa. –Espere que le
explico. Hay unos folletos de circulación restringida y prohibida que le condensan
la opinión de los sabios extranjeros y de los sabios argentinos. Yo los leí. Dicen
que en distintas épocas predominaron distintos animales en el mundo, por H o por
B. Ahora predomina el hombre porque tenemos muy desarrollado el sistema nervioso
que le permite imponerse a los demás. Pero este nuevo animal que le llama dongui…
Balsocci. –Lo llaman
dongui porque el que los estudió primero fue un biólogo francés Donneguy (lo
escribe en un papel y me lo muestra) y en Inglaterra le pusieron Donneguy Pig
pero todos dicen dongui.
Yo.–¿Es un chancho?
Balsa. –Parece un lechón
medio transparente.
Yo. –¿Y qué hace el
dongui?
Balsa. –Tiene tan adelantado
el sistema digestivo que estos bichos pueden digerir cualquier cosa, hasta la tierra,
el fierro, el cemento, aguas vivas, qué sé yo, tragan lo que ven. ¡Qué porquería
de animal!
Balsocci. –Son ciegos,
sordos, viven en la oscuridad, una especie de gusano como un lechón transparente.
Yo. –¿Se reproducen?
Balsa. –Como la peste.
Por brotes, imagínese.
Yo. –¿Y son de Boedo?
Balsocci. –Cállese,
allí empezaron, pero después empezaron también en otras estaciones, sobre todo si
hay túneles de vía muerta o depósitos subterráneos, Constitución está plagado, en
Palermo, en el túnel empezado de la prolongación a Belgrano hay montones. Pero después
empezaron en las otras líneas, habrán hecho un túnel, la de Chacarita, la de Primera
Junta. Hay que ver lo que es el túnel del Once.
Balsa.–¡Y el extranjero!
Donde había un túnel se llenaba de donguis. En Londres hasta se reían parece porque
tienen tantos kilómetros de túnel; en París, en Nueva York, en Madrid. Como si repartieran
semillas.
Balsocci. –No permitían
que los barcos que llegaban de un puerto infectado atracara en esos puertos, temían
que trajera donguis en la bodega. Pero no por eso se salvaron, están mejor que nosotros.
Balsa. –En nuestro país
tratan de no asustar a la población, por eso no le dicen nunca nada, es un secreto
que le confían solamente a los profesionales, y también a algunos no profesionales.
Balsocci. –Hay que matarlos
pero quién los mata. Si les dan veneno se lo comen o no se lo comen, como usted
prefiera, pero no les hace nada, lo comen perfectamente como cualquier otro mineral.
Si les echan gases los degenerados tapan los túneles y salen por otra parte. Cavan
túneles en todos lados, no puede atacárselos directamente. No se puede inundarlos
o echar abajo las galerías porque se puede hundir el subsuelo de la ciudad. Ni qué
decir que andan por los sótanos y las cloacas como Juan por su casa.
Balsa. –Habrá visto
estos derrumbes de estos meses. Los depósitos de Lanús son ellos, por ejemplo. Quieren
dominar al hombre.
Balsocci. –¡Oh!, al
hombre no lo dominan así nomás, no lo domina nadie, pero si se lo comen…
Yo. –¿Se lo comen?
Balsocci. –¡Y cómo!
Cinco donguis se comen a una persona en un minuto, todo, los huesos, la ropa, los
zapatos, los dientes, hasta la libreta de enrolamiento, si me perdona la exageración.
Balsa. –Les gusta. Es
la comida que más les gusta, mire qué desgracia.
Yo. –¿Hay casos comprobados?
Balsocci. –¿Casos? Ja,
ja. En una mina de carbón de Gales se comieron 550 mineros en una noche: les taparon
la salida.
Balsa. –En la capital
se comieron una cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loria y Medrano.
Los encerraron.
Balsocci. –Yo propongo
que hay que inocularles una enfermedad.
Balsa. –Hasta ahora
no hay caso. No sé cómo le van a inocular una enfermedad a un aguaviva.
Balsocci. –¡Esos sabios!
Supongo que el que inventó la bomba de hidrógeno contra nosotros podría inventar
algo también, unos pobres chanchitos ciegos. Los rusos, por ejemplo, que son tan
inteligentes.
Balsa.–Sí, ¿sabe qué
están haciendo los rusos? Tratando de criar una variedad de dongui que resista la
luz.
Balsocci. –Que se embromen
ellos.
Balsa. –Sí, ellos. Pero
ellos no importa. Nosotros Desapareceríamos. No será cierto. Será un rumor como
tantos. Yo no creo una palabra de lo que le dije.
Balsocci. –Primero pensamos
resolver el problema construyendo edificios sobre pilotes, pero por una parte el
gasto y, por otra siempre pueden derrumbarlos de abajo.
Balsa. –Por eso construimos
nuestros hoteles monumentales aquí. ¡A que no socavan la Cordillera! Y la gente
que sabe está loca por venirle. Veremos cuánto duran.
Balsocci. –Podrían socavar
también las rocas, pero tardarían mucho; y mientras me supongo que alguien hará
algo.
Balsa. –De todo esto
ni una palabra. Total no tiene familia en Buenos Aires. Por eso nos limitamos a
un mínimo de excavaciones en los cimientos y todos los hoteles proyectados ni tienen
sótanos ni planta alta.
III
El aire de Buenas Aires posee una calidad
coloidal especial para la transmisión intacta de rumores falsos. En otros lugares
el ambiente deforma lo que oye pero junto al Río las mentiras se trasmiten con pulcritud.
Cada ser humano puede inventar en sus días de extraversión rumores concretos y no
requiere proclamarlos en una esquina para que se los devuelvan idénticos una semana
después.
Por eso cuando me anunciaron
los donguis hace unos dos años y medio los relegué con los platos voladores, pero
un amigo de intereses variados que acababa de autorizarse en Europa me patentó la
noticia. Desde el primer momento me fueron simpáticos y esperé quererlos.
En esa época descendía
parabólicamente mi interés por aquella vendedora de una sedería denominada Virginia
y ascendía el subsiguiente por la negrita Colette. Mi desvinculación de Virginia
solía adquirir forma de noche en el Parque Lezama aunque su estupidez prolongaba
indecorosamente el proceso.
Una de esas noches en
que más sufrí de ver sufrir nos acariciábamos en esa escalera doble que abarca unos
depósitos excavados en la barranca del Parque donde guardan sus herramientas los
jardineros. La puerta de uno de estos depósitos estaba abierta; en el hueco oscuro
vi de repente ocho o diez donguis nerviosos que no se atrevían a salir por un poquito
de luz de mala muerte. Eran los primeros que veía; me acerqué con Virginia y se
los mostré. Virginia llevaba puesta una pollera clara estampada con grandes macetas
de crisantemos; la recuerdo porque se desmayó de espanto en mis brazos y por suerte
paró de llorar por primera vez esa noche. La llevé desmayada hasta la puerta abierta
y la tiré adentro.
La boca de los donguis
es un cilindro cubierto de dientes córneos en todo su interior y tritura mediante
movimientos helicoidales. Miré con curiosidad espontánea; en la oscuridad se distinguía
la pollera de crisantemos y sobre ella el movimiento epiléptico de las vastas babosas
en masticación. Me fui casi asqueado pero contento; al salir del Parque cantaba.
Ese Parque solitario
y húmedo con estatuas rotas y mil vulgaridades modernas para ignorantes, con flores
como estrellas y una sola fuente buena, Parque casi sudamericano, cuántas liaisons
de personas que llaman jazmines a la tumbergias habrá visto fenecer por otra
parte debajo de sus palmeras polvorientas.
Allí me deshice de Colette,
de una polaca que me prestó el dinero de la moto, de una menorcita indigna de confianza
y finalmente de Rosa, adormeciéndolas con un caramelo especial. Pero la Rosa llegó
en cierto momento a excitarme tanto que perpetré la temeridad de darle el número
de teléfono y aunque juró destruir el papelito y aprenderlo de memoria, y lo hizo,
una vez su hermano la vio llamar y se fijó en el número que marcaba de modo que
poco después de su desaparición apareció Enrique y empezó a fastidiar. Por eso acepté
este trabajo renunciando provisoriamente a toda diversión como los reyes prehistóricos
que debían pasar 40 días de ayuno en la montaña.
De este voto de castidad me distraigo a mi manera resolviendo jeroglíficos
y preparando cosas para Enrique. La pasarela sobre el río Mendoza por ejemplo sólo
era cuando vine una vía de esas que esparció el aluvión del treinta y tanto, el
que retorció los puentes, y un cable tendido a un costado a la altura de la mano
para sostenerse. De allí se cayó un tal Antonio y con ese pretexto hice retirar
el cable y colocar en su lugar un caño largo que en cada punta va enganchado en
un poste. Ahora es más fácil sostenerse cuando uno cruza y cuando cruza otro desenganchar
el caño.
Otras distracciones
podrían ser cuando hace frío encender con un fósforo los arbustos que rodean las
carpas de los peones porque son tan resinosos que arden solos. Una vez organicé
un picnic unipersonal que consistía en subir y subir siempre con varios sandwiches
de jamón, huevo y lechuga y me hastié tanto de ascender que me volví a mediodía.
Esa mañana vi glaciares inexplicablemente sucios y encontré en los rodados de arriba
flores negras, las primeras que veo. Como no había tierra, sino solamente piedras
sueltas y filosas, me interesó ver las raíces; la flor medía cinco centímetros más
o menos pero apartando las piedras desenterré unos dos metros de tallo blando que
se perdía entre los cascotes como un cordón negro y liso; pensé que seguiría así
unos cien metros más y me dio un poco de asco.
Otra vez vi un cielo
negro sobre la nieve fosforescente porque absorbía toda la luz de la luna; parecía
un negativo del mundo y valía la pena describirlo.
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