Juan Rodolfo Wilcock
Harux y Harix han decidido no levantarse
más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta,
setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados
del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo
sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también
estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los
amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada,
las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul
de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.
La primera semana se
alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se
terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo,
se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran
la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados,
hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando
despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver,
eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más
allá de las convenciones.
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