Evelyn Waugh
I
–No encontrarás muy cambiado a tu padre
–dijo lady Moping mientras el coche franqueaba la verja del sanatorio del condado.
–¿Llevará uniforme?
–preguntó Ángela.
–No, querida, desde
luego que no. Aquí lo atienden mejor que en ninguna parte.
Era la primera visita
de Ángela y había sido a propuesta de ella misma.
Habían pasado diez años
desde aquel lluvioso día de finales de verano en que se llevaron a lord Moping,
un día de confusos, pero amargos recuerdos para ella; el día de la fiesta anual
al aire libre de lady Moping, un día siempre amargo y confuso debido al capricho
del tiempo, que, después de mantenerse sereno y prometedor hasta que llegaron los
primeros invitados, había degenerado, de súbito, en un aguacero. Todos intentaron
ponerse a cubierto; el entoldado se vino abajo; un frenético desfile de gente con
cojines y sillas; un mantel atado a las ramas de la araucaria, ondeando bajo la
lluvia; un lapso de sol y los invitados saliendo con cautela al césped empapado;
otro chaparrón; otros veinte minutos de sol. Una tarde atroz que había culminado
pasadas las seis con el intento de suicidio de su padre.
Lord Moping solía amenazar
con suicidarse el día de la fiesta al aire libre. Aquel año lo habían encontrado
con la cara negra, colgando de sus propios tirantes en el invernadero de los cítricos;
unos vecinos que se habían resguardado allí de la lluvia lo bajaron y, antes de
cenar, ya estaba allí el furgón que venía a buscarlo. A partir de entonces lady
Moping había visitado periódicamente el sanatorio, regresando siempre a la hora
del té y un tanto reacia a hablar de la experiencia.
Muchos de sus vecinos
criticaban en mayor o menor medida la reclusión de lord Moping. No se trataba, desde
luego, de un paciente cualquiera. Vivía en un ala aparte del centro, especialmente
pensada para los dementes acomodados, a los que se tenía toda la consideración que
sus fobias permitían. Podían elegir la ropa que vestían (muchos tenían gustos muy
extravagantes), fumar los cigarros más caros del mercado y, en los aniversarios
de su certificación, invitar a cenas privadas a otros internos por quienes sintieran
apego.
Pese a todo ello, el
manicomio distaba mucho de ser una institución de las más caras; el ambiguo membrete
–“HOGAR PARA DEFICIENTES MENTALES”–, estampado en el papel de carta, lucido por
los empleados en los uniformes, pintado incluso en una valla muy visible sobre la
entrada principal, suscitaba asociaciones muy poco halagüeñas. De vez en cuando,
con mayor o menor tacto, las amigas de lady Moping intentaban comentarle detalles
sobre casas de reposo al borde del mar, “médicos cualificados y grandes recintos
privados ideales para el tratamiento de casos difíciles”, pero ella se lo tomaba
todo a la ligera. Cuando su hijo fuera mayor de edad ya haría los cambios que juzgara
oportunos; mientras tanto ella no se sentía inclinada a relajar su régimen económico;
su marido la había engañado vilmente justo el día del año en que ella recababa apoyo
y fidelidad, y lo estaba pasando mucho mejor de lo que se merecía.
Varias figuras solitarias
con sobretodo paseaban por el jardín arrastrando los pies.
–Esos son los locos
de clase baja –observó lady Moping–. Para la gente como tu padre hay un jardincito
precioso con muchas flores. Yo les envié unos esquejes el año pasado.
Dejaron atrás la aburrida
fachada de ladrillo amarillo y llegaron a la entrada particular del doctor, quien
las recibió en la “sala de visitantes”, dispuesta expresamente para entrevistas
de esta índole. La ventana estaba protegida en su parte interior por barrotes y
tela metálica; no había hogar, y cuando Ángela trató de apartar discretamente su
silla del radiador, comprobó que estaba atornillada al suelo.
–Lord Moping está en
buenas condiciones de verla –dijo el doctor.
–¿Qué tal se encuentra
hoy?
–Oh, bien, muy bien,
no se preocupe. Tuvo un fuerte catarro hace semanas, pero aparte de eso su estado
es excelente. Se pasa el tiempo escribiendo…
Oyeron un ruido como
de pasos arrastrándose por el suelo de losas del pasillo. Al otro lado de la puerta,
una voz aguda y desagradable que Ángela reconoció enseguida dijo:
–No tengo tiempo. Ya
se lo he dicho. Que vuelvan luego.
Otra voz, en un tono
más suave y con un ligero acento rural, contestó:
–Vamos, vamos. Es una
visita puramente formal. No hace falta que se quede mucho rato.
La puerta se abrió (no
tenía cerradura ni pestillo) y lord Moping entró en la salita. Iba acompañado de
un hombrecillo entrado en años con el cabello blanco y una expresión de gran bondad
en el rostro.
–Les presento al señor
Loveday, que hace las veces de asistente de lord Moping.
–De secretario –corrigió
lord Moping. Acto seguido avanzó como a saltitos y estrechó la mano de su esposa.
–Esta es Ángela. Te
acuerdas de Ángela, ¿verdad?
–No, la verdad es que
no. ¿Y qué quiere?
–Sólo hemos venido a
verte.
–Ah, pues vienen en
un momento muy inoportuno. Estoy tremendamente ocupado. ¿Ha pasado ya a máquina
esa carta al papa, Loveday?
–No, milord. ¿Se acuerda
usted de que me dijo que antes comprobara las cifras de las pesquerías de Terranova?
–Cierto. Bueno, es una
suerte, porque me temo que habrá que redactar la carta de cabo a rabo. Después de
comer ha ido saliendo a la luz gran cantidad de datos nuevos. Muchísima información…
Ya ves, querida, estoy ocupadísimo –desvió sus inquietos e inquisitivos ojos hacia
Ángela–. Supongo que habrás venido por lo del Danubio. Bien, pues tendrás que volver
un poco más tarde. Diles que no habrá ningún problema, todo va bien, pero que no
he podido dedicarle la atención necesaria. Diles eso.
–Muy bien, papá.
–En realidad –dijo lord
Moping, enfurruñado–, es un asunto de interés secundario. Primero están el Elba,
el Amazonas y el Tigris, ¿eh, Loveday?… Oh, y el Danubio, claro está. Un riachuelo
infecto. Yo no lo llamaría más que arroyo. Bien, eso es todo, gracias por haber
venido. Haría más si pudiera, pero ya ven que no doy abasto. Cuéntenmelo por escrito.
Sí, eso es: pónganmelo en letras de molde.
Dicho esto, se marchó.
–Ya lo ven –dijo el
doctor–, se encuentra perfectamente. Ha ganado peso, come y duerme la mar de bien.
De hecho, el tono general de su organismo es irreprochable.
Se abrió la puerta de
nuevo; era Loveday.
–Disculpe la interrupción,
señor, pero he pensado que a la joven quizá le habrá sentado mal que milord no la
haya conocido. No se lo tenga en cuenta, señorita. La próxima vez seguro que estará
encantado de verla. Es que hoy está molesto: se ha retrasado un poco en su trabajo.
Verá, señor, esta semana he estado ayudando en la biblioteca y no me ha sido posible
pasar a máquina todos los informes de milord. Y él se ha hecho un poco de lío con
el índice de fichas. No pasa nada. Milord no desea ningún mal a nadie.
–Qué hombre tan agradable
–dijo Ángela cuando Loveday se hubo marchado de nuevo.
–Sí, no sé qué haríamos
sin el bueno del señor Loveday. Todo el mundo lo adora, tanto el personal como los
pacientes.
–Me acuerdo bien de
él. Es un consuelo saber que puede usted contar con tan buenos celadores –dijo lady
Moping–; la gente que no lo sabe dice muchas tonterías sobre los manicomios.
–Oh, pero Loveday no
es ningún celador.
–No me diga que él también
está chiflado –intervino Ángela.
–Bueno, tiene ese aire,
desde luego –dijo el doctor–, y en estos últimos veinte años lo hemos tratado como
si fuera un demente. Loveday es el alma de esta institución. Ni que decir tiene
que no es uno de nuestros pacientes privados, pero permitimos que departa libremente
con ellos. Es un excelente jugador de billar, hace trucos de magia el día del festival,
les arregla los gramófonos, les hace de ayuda de cámara, les ayuda con los crucigramas
y también echa una mano en sus, digamos, aficiones. Los pacientes le dan una propinita
por los servicios prestados, y a estas alturas es probable que haya amasado una
pequeña fortuna. Loveday tiene mucha mano izquierda, puede incluso con los más conflictivos.
Es una suerte tenerlo aquí.
–Entiendo, pero ¿por
qué está internado?
–Es una historia bastante
triste. Siendo muy joven mató a una persona, una mujer a la que apenas conocía,
la hizo caer de la bicicleta y después la estranguló. Loveday se entregó de inmediato
y desde entonces no se ha movido de aquí.
–Pero si ya no puede
hacer el menor daño a nadie, ¿por qué no lo dejan salir?
–Bien, imagino que si
a alguien le interesara, saldría. No tiene más parientes que una hermanastra que
vive en Plymouth. Hace años solía venir a verlo, pero dejó de hacerlo. Él es muy
feliz aquí, y les aseguro que no seremos nosotros quienes demos el primer paso para
que se marche. Nos es demasiado valioso.
–Pero no me parece justo
–dijo Ángela.
–Fíjese en su padre
–dijo el doctor–. Estaría bastante perdido sin tener a Loveday como secretario.
–No me parece justo.
II
Ángela abandonó el sanatorio con una opresiva
sensación de injusticia. Su madre se mostró poco comprensiva.
–Imagínate: pasarse
toda la vida encerrado en un manicomio.
–Intentó ahorcarse en
el invernadero –replicó lady Moping–, delante de los Chester-Martin nada menos.
–No me refiero a papá,
sino al señor Loveday.
–Creo que no le conozco.
–Sí, mamá, el loco que
han asignado para que cuide de papá.
–¿El secretario de tu
padre? Una persona muy decente, me ha parecido a mí, y sumamente idóneo para ese
cometido.
Ángela no volvió a insistir
durante un rato, pero al día siguiente sacó el tema a relucir durante la comida.
–Mamá, ¿qué hay que
hacer para sacar a alguien del manicomio?
–¿Del manicomio? Santo
cielo, hija, espero que no estés pensando en que tu padre vuelva a esta casa.
–No, no, quiero decir
el señor Loveday.
–Me parece, Ángela,
que estás muy desconcertada. Ya veo que no fue buena idea llevarte ayer de visita.
Terminado el almuerzo,
Ángela se metió en la biblioteca y, al poco rato, ya estaba inmersa en la entrada
de la enciclopedia sobre legislación referida a casos de demencia.
No volvió a hablar de
ello con su madre, pero, quince días después, ante la posibilidad de llevar unos
faisanes a su padre con motivo de su undécima fiesta de certificación, se mostró
insólitamente dispuesta a hacer de recadero. Su madre tenía otras cosas en la cabeza
y no advirtió nada sospechoso.
Ángela fue en su pequeño
automóvil hasta el sanatorio y, después de hacer entrega de los faisanes, preguntó
por el señor Loveday. Estaba, en ese momento, preparando una corona para uno de
sus compañeros, un hombre que esperaba ser ungido de un momento a otro emperador
del Brasil, pero Loveday dejó lo que estaba haciendo para charlar unos minutos con
Ángela. Hablaron de la salud de su padre y de su estado de ánimo. Finalmente, Ángela
dijo:
–¿Usted nunca tiene
ganas de marcharse?
El señor Loveday la
miró con sus afables ojos azul gris.
–Me he acostumbrado
a esta vida, señorita. Les tengo cariño a las personas que residen aquí y diría
que algunas de ellas también sienten cariño por mí. Como mínimo, creo que me echarían
de menos si me marchara.
–Pero ¿nunca piensa
en ser libre otra vez?
–Desde luego que sí,
pienso en ello casi cada momento.
–¿Qué haría si saliera
de aquí? –preguntó Ángela–. Seguro que hay algo que preferiría hacer antes que quedarse
en este sanatorio.
El hombre se rebulló
un tanto inquieto.
–Mire, señorita, no
quisiera parecer desagradecido, pero no puedo negar que me vendría muy bien hacer
una pequeña salida, antes de que sea demasiado viejo para disfrutar de ello. Imagino
que todo el mundo tiene alguna ambición secreta; en mi caso hay algo que muchas
veces he deseado poder hacer. Prefiero que no me pregunte de qué se trata… No sería
una cosa de mucho rato. Pero estoy convencido de que si pudiera hacerlo, aunque
fuera solamente una tarde, ya podría morir tranquilo. Me sería más fácil volver
a esta vida y dedicarme a los pobres dementes con mayor entusiasmo. Sí, estoy convencido.
Aquella tarde, volviendo
en su coche, Ángela no pudo contener las lágrimas.
–Ese hombre es un santo;
es preciso que disfrute de su pequeña salida –dijo.
III
A partir de aquel día y durante muchas
semanas Ángela tuvo una nueva meta en la vida. Hacía las tareas cotidianas con aire
abstraído y una reservada cortesía poco habitual, cosa que tenía muy desconcertada
a lady Moping.
–Me parece que la niña
se ha enamorado. Sólo espero que no sea de ese chico tan ordinario, el hijo de los
Egbertson.
Leía a todas horas en
la biblioteca, interrogaba a todo aquel invitado a la casa que pretendiera ser una
autoridad en materia legal o médica, mostró una extremada buena voluntad para con
el viejo sir Roderick Lane-Foscote, el diputado de la familia. Los términos “alienista”,
“abogado” o “funcionario del gobierno” habían adquirido para ella la fascinación
que otrora rodeaba a actores de cine y luchadores profesionales. Se había convertido
en una mujer con una causa, y, antes de que la temporada de caza tocara a su fin,
había logrado sus objetivos: el señor Loveday consiguió su libertad.
El doctor, pese a cierta
reticencia inicial, no puso grandes reparos. Sir Roderick escribió una carta al
Ministerio del Interior. Una vez firmados los documentos necesarios, llegó para
el señor Loveday el día de abandonar la que había sido su casa durante tan largos
y fructíferos años.
Hubo un poco de ceremonia
en su partida. Ángela y sir Roderick Lane-Foscote se sentaron con los doctores en
el escenario del gimnasio. Todos aquellos internos considerados lo suficientemente
equilibrados como para aguantar las emociones se encontraban presentes.
Lord Moping, no sin
algunos gestos de pesar, entregó al señor Loveday en nombre de los locos acaudalados
una pitillera de oro; los que se consideraban a sí mismos emperadores lo cubrieron
de condecoraciones y títulos de honor. Los celadores le regalaron un reloj de plata,
y muchos de los internos que no eran de pago lloraron aquel día.
El principal discurso
de la tarde corrió a cargo del doctor.
–Recuerde –señaló– que
deja usted a su paso nada más que nuestros mejores deseos. El tiempo no hará sino
acrecentar la deuda que todos creemos tener con usted. Si en el futuro llegara a
cansarse de la vida en el exterior, aquí siempre será bienvenido. Su puesto seguirá
vacante.
Una docena de internos
más o menos afligidos le siguieron cojeando o dando saltitos por el camino de grava
hasta que se abrió la verja y el señor Loveday penetró en su libertad. El pequeño
baúl que poseía estaba ya en la estación; él decidió ir a pie. Había tenido sus
reservas con respecto a abandonar el sanatorio, pero iba bien provisto de dinero
y la impresión general era que, antes de visitar a su hermanastra en Plymouth, iría
a Londres a divertirse un poco.
De ahí que la sorpresa
fuera general al verlo regresar dos horas después de su liberación. Apareció enigmáticamente
risueño, con una sonrisa afable y un tanto engreída de remembranza.
–He vuelto –le comunicó
al doctor–. Creo que ahora me quedaré aquí definitivamente.
–Pero, Loveday, qué
vacaciones tan cortas. Mucho me temo que no se habrá divertido apenas nada.
–Oh, al contrario, señor,
gracias, señor. Me he divertido muchísimo. Todos estos años he venido prometiéndome
que me daría un pequeño gusto. Han sido cortas, pero muy provechosas. Ahora podré
dedicarme de nuevo a mi trabajo sin el menor remordimiento.
Unos quinientos metros
más allá del sanatorio, descubrieron más tarde una bicicleta abandonada. Era de
mujer y bastante antigua. Cerca de ella, en la cuneta, yacía el cuerpo estrangulado
de una mujer joven que, volviendo en bici a su casa para tomar el té, había adelantado
al señor Loveday mientras este caminaba enérgicamente meditando sobre sus oportunidades.
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