Algernon Blackwood
I
Aquel año se organizaron numerosas partidas
de caza, pero apenas si se llegó a descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente
tímidos aquella temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas
familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor Cathcart,
como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio, el recuerdo
de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces cazados en su vida.
Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba interesado en otras
cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana. Sin embargo, esta
singular historia no figura en su libro La alucinación colectiva por la sencilla
razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo) vivió los hechos demasiado
de cerca para poder opinar con entera objetividad…
Además de él y de su
guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que era estudiante de teología
y visitaba por primera vez los apartados bosques del Canadá, y el guía de éste,
Défago. Joseph Défago era un franco-canadiense que había huido de su originaria
provincia de Quebec años antes, y había conseguido trabajo en Rat Portage, cuando
el Canadian Pacific Railway estaba en construcción. Era un hombre que, además de
sus incomparables conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas
canciones de viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era
profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y solitaria
de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que
rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De ahí, sin duda, la
certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus misterios.
Fue Hank quien lo escogió
para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía plena confianza en él. Y él le
correspondía del mismo modo, “como buen compadre”. Tenía un vocabulario salpicado
de juramentos pintorescos, aunque totalmente carentes de significado, y la conversación
entre los dos fornidos cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar
esta riada de exabruptos por respeto a su viejo “patrón de caza”, el doctor Cathcart
–a quien llamaba “Doc”, según costumbre del país–, y también porque sabía que el
joven Simpson era ya “ medio cura”. Con todo, Défago tenía un defecto y sólo uno,
a juicio suyo, y era que, como franco-canadiense, daba muestras de lo que Hank definía
como “un maldito carácter”; esto significaba, al parecer, que a veces se comportaba
como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en los que nadie en
el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que Défago era imaginativo
y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado largas en la “civilización”
parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban unos pocos días en despoblado
para curarse por completo.
Estos eran, pues, los
cuatro expedicionarios que se encontraban en el campamento durante la última semana
del mes de octubre de aquel “año de alces tímidos”, en la región de selvática espesura
que se extiende, abandonada y solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba
Punk, un cocinero indio que siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank
en sus cacerías de años anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer
en el campamento, pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba
vestido con las ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y
espeso y su tez oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un
piel roja como un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de
eso, Punk poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y
su gran resistencia. Y también sus supersticiones.
El grupo, sentado alrededor
del fuego, se sentía desanimado aquella noche porque había pasado una semana sin
descubrir un solo rastro de alce. Défago había cantado su canción y había comenzado
uno de sus relatos. Pero Hank, de mal humor, le recordaba tan a menudo que “lo estás
contando mal, no fue así”, que el “francés” se hundió finalmente en un hosco silencio
del que nada probablemente podría sacarlo ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban
cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y rezongando
para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde acabó por dormirse.
Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se consumía. Allá arriba,
las estrellas brillaban en un cielo completamente invernal; y hacía tan poco viento,
que comenzaban ya, solapadamente, a helarse las orillas del lago que se extendía
a sus espaldas. El silencio de la inmensidad del bosque se desplegaba en torno para
envolverlos.
De pronto, lo quebró
inesperadamente la voz nasal de Hank:
–Deberíamos intentarlo
por otra zona, Doc –exclamó con energía mirando a su patrón–. Por aquí ya se ve
que no tenemos maldita la suerte.
–Vale –dijo Cathcart,
que era hombre de pocas palabras–. Buena idea.
–Claro que es buena
–continuó Hank con confianza–. ¿Qué tal si, para variar, diésemos una batida hacia
el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no hemos explorado esa zona solitaria.
–De acuerdo.
–Y tú, Défago, te llevas
al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso, pasas el Lago de las Cincuenta
Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El año pasado estaba aquello lleno
de alces, y por lo que llevamos visto hasta ahora, puede que también lo esté ahora,
nada más que para fastidiarnos.
Défago, con los ojos
clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba ofendido aún por la interrupción
de su relato.
–Por esa parte no se
ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar! – añadió Hank con énfasis.
Miraba a su patrón con astucia–. Mejor sería recoger la tienda y alejarnos un par
de noches –concluyó, como si el asunto estuviera definitivamente decidido.
A Hank se le reconocía
una gran competencia para organizar cacerías, y era el encargado de esta expedición.
Para todo el mundo estaba
claro que Défago no aprobaba el plan, pero su silencio parecía dar a entender algo
más que una simple desaprobación. Por su sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa
expresión, como un fugaz resplandor de llamas, que no pasó inadvertido para los
tres hombres que estaban allí.
–Me parece que tiene
miedo por alguna razón –comentaría Simpson más tarde, una vez solos su tío y él
en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no replicó inmediatamente, aunque
pareció interesarse y tomar nota mentalmente de la observación. La expresión de
Défago le había causado una pasajera inquietud, sin motivo aparente a la sazón.
Pero Hank, como era
natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que, en lugar de irritarse
o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara inmediatamente a gastarle
bromas.
–Me parece que no hay
ninguna razón especial para que vayamos allí este año –dijo, con cierta ironía en
el tono–; ¡al menos, no la razón que quieres dar a entender! El año pasado fue el
incendio lo que contuvo a la gente. Este año me parece que… que la gente ya no quiere
ir. ¡Eso es todo! –su actitud trataba de ser alentadora.
Joseph Défago alzó los
ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga de viento se deslizó por
el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas pasajeras. El doctor Cathcart
observó nuevamente el semblante del guía, y tampoco esta vez le agradó su expresión.
Lo traicionaba su mirada. Por un instante, vio en aquellos ojos el destello de un
hombre verdaderamente asustado. Esto lo inquietó más de lo que le habría gustado
admitir.
–¿Hay indios peligrosos
en esa dirección? –preguntó con una sonrisa conciliadora, en tanto que Simpson,
demasiado soñoliento para percatarse de estas sutilezas, se marchaba a la cama con
un prodigioso bostezo– ¿o… o pasa algo? –añadió, cuando su sobrino ya no podía oírlo.
Hank lo miró con menos
franqueza que de costumbre.
–Está asustado –exclamó,
fingiendo buen humor–. está asustado por algún cuento de hadas que le han contado.
Eso es todo, ¿eh, viejo? –y le dio amistosamente en el pie que tenía más cercano
al fuego.
Défago alzó los ojos
con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún sueño, de un sueño que, sin
embargo, no lo había abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor.
–¿Asustado…? ¡Ni hablar!
–contestó con desafiante animación–. No hay nada en el bosque que pueda asustar
a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! –y la natural energía con que habló hizo
imposible saber si contaría toda la verdad o sólo una parte.
Hank se volvió hacia
el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo bruscamente y miró en torno. Justo
detrás de ellos, en la oscuridad, había sonado un ruido que los hizo estremecer
a los tres. Era el viejo Punk, que había abandonado su yacija mientras hablaban
y ahora estaba de pie, un poco más allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.
–Ahora no, Doc –susurró
Hank haciendo un guiño–; más adelante, cuando no haya moros en la costa.
Y poniéndose en pie
de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y exclamó sonoramente:
–¡Acércate al fuego
y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! –lo arrastró hacia el fuego
y echó más leña–. Ha sido muy buena la comida que nos has preparado antes –continuó
cordialmente, como si quisiera encauzar los pensamientos del hombre por otros derroteros–
y no sería de cristianos dejarte ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros
estamos aquí bien calientitos.
Punk avanzó y se calentó
los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que comprendía sólo a medias, pero
no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que era imposible proseguir la conversación,
siguió el ejemplo de su sobrino y se metió en la tienda, dejando a los tres hombres
que siguieran fumando alrededor de las renovadas llamas del fuego.
No es fácil desnudarse
en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y Cathcart, hombre duro y de sangre
ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo al raso lo que Hank habría descrito
como “una temeridad”. Mientras se desnudaba observó que Punk había regresado a su
yacija, y que Hank y Défago seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena
convencional del Oeste: el fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y
sombras. Défago, con el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el
papel de malvado; Hank, con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de
hombros con indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk,
escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El doctor
sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su interior
como si algo muy hondo –no sabía qué– le oprimiera un poco, como si un soplo casi
imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su alma, desapareciendo
antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la “expresión asustada” que había
observado en los ojos de Défago. “Probablemente”… porque de no ser a esto, no sabía
a qué atribuir esta sombra de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad
de análisis. Le dio la impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le
parecía un guía tan seguro como Hank, por ejemplo… aunque no sabía exactamente por
qué.
Antes de zambullirse
en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente, observó un poco más a los dos
hombres. Hank juraba como un africano loco en una sala de fiestas; pero sus juramentos
eran de “afecto”. Los pintorescos denuestos brotaban libremente, ahora que dormía
la causa de sus anteriores represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima
del hombro de su camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la
tienda. Punk siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre
sus malolientes mantas, en el otro extremo del claro.
El doctor Cathcart se
retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente contra una oscura curiosidad
por averiguar qué había al otro lado de las Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar
a Défago… Se preguntaba también por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar
lo que había empezado a decir. Después, el sueño lo venció. Mañana lo sabría. Se
lo contaría Hank mientras caminaran en pos de los alces huidizos.
Un profundo silencio
descendió sobre el pequeño campamento, tan atrevidamente instalado ante las mismas
fauces de la selva. El lago brillaba como una lámina de cristal negro bajo las estrellas.
Picaba el aire frío. En las brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades
del bosque, con mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar,
flotaban ya unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno.
El hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la fragancia
del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la redonda, la
viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca. Incluso Hank y
Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían olfateado en vano…
Pero una hora más tarde,
cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el viejo Punk salió a gatas de entre
sus mantas y se escurrió como una sombra hasta la orilla del lago, en silencio,
como únicamente un indio sabe moverse. Después levantó la cabeza y miró a su alrededor.
La espesa negrura hacía casi imposible toda visibilidad; pero, como los animales,
poseía él otros sentidos que la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego
olfateó el aire. Se quedó quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco
minutos estiró de nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso
hormigueo de nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego,
se sumergió en la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes y
regresó finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.
Poco después de dormirse,
el cambio de viento que había presentido agitaba blandamente el reflejo de las estrellas
en el lago. Procedía de las lejanas montañas de la región situada al otro lado del
Lago de las Cincuenta Islas, venía en la dirección que había observado él, pasaba
por encima del campamento dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante,
apenas perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los
desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos sentidos
del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente inquietante;
un olor de algo raro… absolutamente desconocido.
El franco-canadiense
y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su sueño, aunque ninguno
de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor innominado se alejó para
perderse entre las regiones remotas del bosque deshabitado.
II
Por la mañana, antes de que saliera el
sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de
nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con
sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta
las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
–¡El viento ha cambiado!
–gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa–.
¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve!
Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no los va a ver
hasta tenerlos encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! –añadió alegremente, dándole
por una vez la pronunciación francesa al nombre– ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo,
de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la
noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento.
Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente,
en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y
provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía,
rumbo al este.
La crudeza invernal
del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y
resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban
rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían
sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta
donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los
arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre,
que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas
heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba
todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado
por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad
de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de
él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza
de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos
se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales
diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan
juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas
fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el “guía” y el “guiado”.
La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el “señorito” había pasado
sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le ocurrió, ni mucho
menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el “señor” y se dirigió a él
con un “oiga, Simpson”, o bien “oiga, jefe”, como se dio el caso invariablemente
hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas
con viento de proa. Él solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por
completo.
Este “estudiante de
teología” era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo,
como era de comprender. Y en este viaje –la primera vez que salía de su pequeña
Escocia natal–, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento.
Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra
muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje
era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse
obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces inmutable y
sagrada.
Simpson sintió las primeras
manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló
sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento
general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva
fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla
de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan
extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto
de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y
él, contra una muchedumbre… o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia
de estos bosques solitarios y remotos lo abrumaba y le hacían sentir su propia pequeñez.
De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía
y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas
y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia.
Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una civilización
distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte
implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba
emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente
en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno
y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
–Oiga, Simpson; si me
llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después
cruza el lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural
del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que
reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar
las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo
primitivo: eso era todo. La canoa –otro símbolo del poder del hombre– debía dejarse
atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles,
eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los
bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi
imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando
los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas
de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban
en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada
de innumerables islas cubiertas de pinos.
–El Lago de las Cincuenta
Islas –anunció Défago con voz cansada–, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza
pelada! –añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron
a plantar la tienda. En apenas cinco minutos, gracias a aquellas manos que nunca
hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados
los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo
de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán
durante la travesía, Défago dijo que “pensaba” dar una vuelta “nada más” por los
alrededores, en busca de señales de alce.
–Pudiera tropezarme
con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos –dijo mientras se
iba– o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se
fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración,
cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos y ya había desaparecido.
No obstante, había poca
maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados,
y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos
inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas
proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la
tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver
en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella
extensa comarca que llamaban el Brulé, completamente arrasada por el incendio del
año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas.
Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de fósforos
gigantescos. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza
empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba
haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de
la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago
eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y
nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses
de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles.
Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se
extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era
como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y
de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán,
más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún
sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas –seguramente más cerca de las
cien que de las cincuenta– flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada.
Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en
la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas
de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones
de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas…
El espectáculo era de
una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos
al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y el fuego. Pero, por
debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia
hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta
al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había
ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de
adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía
algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió
una idea que le hizo temblar: “¿Qué podría… qué podría hacer yo si… si sucediera
algo y no regresara?”…
Disfrutaron de una cena
bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar
a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a “marcha forzada”. Y al terminar,
estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron
las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba
de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro
todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brulé
era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle,
volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma:
los dos juntos en la soledad agreste.
–Défago –dijo–, estos
bosques son… cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto…
tranquilo, quiero decir… ¿no?
Con estas palabras tan
sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas estaba preparado para la seriedad,
para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
–Está usted en lo cierto,
jefe –exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores–, Es la pura verdad.
No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando
la voz como si hablara consigo:
–Son muchos los que
han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que
había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión
resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó
haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío
sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se
sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas y caminaban, fascinados,
hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines
a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló
de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por
ser los primeros en avistar un alce.
–Si ellos fuesen en
dirección oeste –observó Défago con desgana–, ahora estarían a cien kilómetros de
nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y
café.
Se rieron de imaginárselo.
Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson
se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien
kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria
acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión
y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de
las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar
completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que
provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
–Cantemos una canción,
Défago, si no está usted demasiado cansado– rogó–. una de esas viejas canciones
de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca
al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana,
elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los
cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante,
algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando
los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes,
y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera
por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma
que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad
de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento
un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de
Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar
los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si
oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo.
En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se
puso de pie… olfateando el aire. Como un perro “toma” un rastro con el olfato, así
sorbió él el aire por las fosas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose
rápidamente en todos los sentidos, hasta que “apuntó” la nariz a la orilla del lago,
hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente
dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
–¡Hombre, por Dios!
¡El salto que me ha hecho dar! –exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para
escudriñar aquel océano de oscuridad–. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la
pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en
la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color
moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba,
le flaqueaban las rodillas.
–¿Qué es? –repitió alarmado–
¿Siente el olor de algún alce? ¿O… o pasa algo? – acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba
en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos
brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía,
un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria
hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran
combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto
a ellos había palpitado otra vida… y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente.
El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.
–Yo no he dicho que
he oído… o he olido nada –dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada–.
Sólo quería echar una mirada alrededor… por así decir. Se precipita usted preguntando;
por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto,
en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
–¿Tiene fósforos, jefe?
Y procedió a encender
la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron
otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara
a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había
cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler.
Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía
del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
–Se me han quitado las
ganas de cantar –explicó espontáneamente–. Esa clase de canciones me traen recuerdos
penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre
luchaba todavía con alguna emoción que lo agitaba profundamente. Quería justificarse
ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad,
era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido.
Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras
estuvo olfateando el aire, y nada –ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier
tema corriente– podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido
horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera
indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad
no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven,
se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba.
Los indios, los animales salvajes, el incendio… todas estas cosas no tenían nada
que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe
cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado,
la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse,
quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada;
puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa
atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarlos. Fuera cual fuese
la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente
como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado
llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a
la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte,
al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto
a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar,
aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a
su propia imaginación… Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una
emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para
explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería
un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de
que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de
su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que
un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó
aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno
junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir.
Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
–¿En qué piensa usted?
–preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
–En este momento estaba
pensando en… en los bosques de juguete que tenemos allí –balbuceó Simpson, sobresaltado
por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento– y los
comparaba con todo esto –añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar
la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno
de los dos parecía querer decir nada.
–De todos modos, yo
que usted no me reiría –exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro
de Simpson–. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás… Nadie sabe lo que
se oculta ahí.
El tono del guía sugería
algo inmenso y terrible.
–¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión
de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió
que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades
de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento
no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar alegría,
dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el
fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas
que, en realidad, no hacían falta. Evidentemente, había algo que tenía ganas de
decir, aunque le resultaba muy difícil “empezar”.
–Oiga, Simpson –exclamó
de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire–, ¿no nota
usted… no nota nada en el olor… nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta
de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza.
Sintió un escalofrío.
–Nada, aparte del olor
a leña quemada –contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso
el ruido de su propio pie lo asustó.
–Y en toda la tarde,
¿no ha notado ningún… ningún olor? –insistió el guía, mirándolo por encima del resplandor–.
¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?
–No; desde luego que
no –replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago
se aclaró.
–¡Eso está bien! –exclamó
con evidente alivio–. Me gusta oír eso.
–¿Y usted? –preguntó
Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.
El canadiense se le
acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
–Creo que no –dijo,
sin demasiada convicción–. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en
los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste,
cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.
–¿Y qué es el Wendigo,
si se puede saber? –preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir
otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y
de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente
y lo miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca
completamente abierta. No obstante, lo único que dijo –o más bien que susurró, porque
su voz sonó muy baja–, fue:
–No es nada… nada. Algo
que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más… Una especie
de animal que vive por allá –sacudió la cabeza hacia el norte–, veloz como un relámpago,
y no muy agradable de ver, según se cree… ¡Eso es todo!
–Una superstición de
los bosques –comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con
el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo– ¡Vamos, vamos
de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos
que levantarnos mañana al amanecer!…
El guía iba pisándole
los talones.
–Ya voy, ya voy –dijo.
Después de una pequeña
dilación, apareció con la lámpara y la colgó en un clavo del palo plantado delante
de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas
al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera
tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron,
sin desvestirse, en sus lechos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente
y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba
a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que
se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras
solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no era de la noche.
Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se
había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que
vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya
a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y
única del bosque primitivo, en la que nada se movía… y en la cual la noche adquiría
una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas…
Después, el sueño se apoderó de él.
III
Así le pareció a él al menos. Sin embargo,
lo cierto era que el pulso del agua, junto a la tienda, seguía marcando sin cesar
el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de
que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo
de las olas.
Y mucho antes de comprender
de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos sentimientos de dolor y de alarma.
Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque los latidos de su pulso golpeaban
como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con
el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la
tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio
metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas,
sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la
boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento,
antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo,
humano, oído en medio de aquella desolación, lo movía a la piedad. Era tan incongruente,
tan enternecedoramente incongruente… ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas
en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio
del Atlántico… Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo
que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarlo
y que se le helaba la sangre.
–Défago –susurró con
nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo–, ¿qué sucede? ¿Se siente usted
mal?
No obtuvo respuesta,
pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no
se movía.
–¿Está despierto? –se
le había ocurrido que podía estar llorando en sueños–. ¿Tiene usted frío?
Había observado que
tenía los pies destapados y que le salían de la tienda. Extendió el doblez de su
manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado
las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por
miedo a despertarlo.
Hizo una o dos preguntas
más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no obtuvo contestación alguna
ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración regular y sosegada. Le
puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.
–Dígame si le ocurre
algo –murmuró– o si puedo hacer alguna cosa por usted. Despiérteme inmediatamente
si llegara a sentirse… mal.
No sabía qué decir.
Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría todo aquello.
Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo lo afligía. Fuera
como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la
sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante
mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era éste, en verdad, el
más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos satisfactorios con qué desechar
cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada…
extraña a más no poder.
IV
Pero el sueño, a la larga, siempre acaba
por imponerse a cualquier emoción. Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se
encontraba arropado, cómodo y demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora
y en ella se diluía toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde había
perdido conciencia de todo cuanto lo rodeaba.
Y sin embargo, esta
vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de inminencia y anular
el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas
de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de realidad, basta a
veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la incoherencia
y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se desarrollan,
aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía ser la
clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del momento.
Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades
de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio:
“Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás”.
Y así, en cierto modo,
le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles
por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía y oía, una sucesión
de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo que podía haber
esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede
recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior
de la tienda, lo que lo despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba
sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando.
Debían haber pasado
varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la
tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo
sentía él a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de
protección, huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de
la tienda.
Por esta razón, Simpson
le preguntó en voz alta –con el aturdimiento del despertar, no recuerda exactamente
qué–, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla lo envolvía, lo
embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es natural, no
supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su cama de
Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.
Después –casi inmediatamente–,
en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de lo más extraño. Fue repentino,
sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba
de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a
la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca
de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta
calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos separados
que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que componían el nombre
del guía: “¡Dé-fa-go!”
El estudiante admite
que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás había oído nada
semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias. Él lo describe
como “una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que sugería la presencia
de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente poderoso”…
Y aun antes de que cesara
la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del silencio, el guía se puso
en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente
contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente
para abrirse camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante
un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se recortó
contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de que su compañero
pudiera mover un dedo para detenerlo, se arrojó por la entrada de la tienda… y se
marchó. Y al marcharse –con tan asombrosa rapidez que pudo oírse cómo su voz se
perdía a lo lejos– gritaba con un acento de angustia y terror, pero que al mismo
tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo…
–¡Ah! ¡Mis pies de fuego!
¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera abrasadora!
Pronto la distancia
acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo sobre la floresta.
Sucedió todo con tal
rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él, Simpson casi hubiera
podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado sentía aún la cálida
presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un montón, en el
suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida impetuosa. Las
extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado, resonaban en
sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos… No eran únicamente los sentidos
de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras
el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido
el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por
el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió
de la tienda.
La luz grisácea del
amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles, permitiendo que se
distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la tienda empapada
de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera. Contempló el
lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente como envueltas
en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios despejados del
bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del
sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún,
frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos
evanescentes de su voz. Se había ido… definitivamente.
No había nada; nada,
excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía vivamente en el campamento,
y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba
desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que experimentaba, Simpson
se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la calidad de un olor fugaz,
que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una operación muy ardua;
y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido.
Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de
todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más
suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba
el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil
perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión “olor a leones”
es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor
se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se encontraba de pie,
junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido terror que lo
incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata almizclera hubiese
asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o hubiese visto escabullirse
una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa
de percibir el hálito de un gran Horror Exterior… y todavía no había tenido tiempo
de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo nada sucedió.
Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba y unas pocas hojas de
arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se hizo repentinamente
más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza descubierta.
Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre los
arbustos… y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su compañero
desaparecido, a fin de socorrerlo.
Y así lo hizo, en efecto,
pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno suyo, el lago cortándole
el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes latiendo aún en su
sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en semejante situación:
correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y gritar continuamente
el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! –vociferaba, y los árboles le devolvían
el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:
–¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso
en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían impedido que la nieve
llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido de su propia
voz comenzó a asustarlo en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión aumentaba
con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por
último, fracasados sus intentos, dio vuelta y se dirigió al campamento, completamente
agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir
un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los
árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces,
administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el desayuno. El café caliente
y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de juicio, y comprendió que
se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente
a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer
en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado,
debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo.
Cogió provisiones, fósforos, el rifle y un hacha pequeña para marcar los árboles,
y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el sol brillaba por encima de
los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó una nota,
para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo
con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un área más amplia, podría
tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de haber recorrido
medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las huellas,
menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio
que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista
vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más
grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se
había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el
momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza desarrollado
hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas antes, por
el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente, a…
este…
Entonces, la explicación
imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló implacablemente falsa. Ningún
guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría reaccionado de forma tan insensata,
echando a correr incluso sin rifle… Todo el episodio exigía una explicación mucho
más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror,
las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado,
aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y –también esto le vino oscuramente
a la memoria– la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las
examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había
explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una
cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente
distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la
pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar
en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año
y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos
trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser
humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel
susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, lo invadió un vértigo
momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su
alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada
de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.
Entonces su memoria
le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían
de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada.
Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido
junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia,
asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos
de la selva silenciosa que lo rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía
de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El
bosque lo cercaba.
Con la firmeza de una
suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que
podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar
su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor
siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando
el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento
extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo
le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban
su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que lo estuvieran siguiendo,
lo mismo que seguía él a otro…
Con un esfuerzo supremo,
rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el
principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirlo vertiginosamente a su
propia perdición.
Aunque la nieve no formaba
una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no
le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta,
en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve
comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que
parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran
como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la “distancia”
de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo
no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas.
Pero lo que más confundido lo tenía, lo que lo hacía mirar con recelo, era que las
zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente
las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con
ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas,
comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.
Y la visión de aquellas
huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa
en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles,
lo impresionó profundamente y lo conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más
espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado,
mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le
seguía los pasos a él también… Y sucedió que al poco tiempo no supo ya lo que significaban
aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño franco-canadiense,
su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes,
charlando, riendo, incluso cantando con él.
V
Sólo un valiente escocés, basado en el
sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad
como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no
haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le
habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en
vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo
primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y
esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente
aterradora.
Al principio, lo notó
en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían
sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal
vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable
del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan adquirido
un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un
tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia
que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz
encendido que venía a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente
perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración,
observó que, entretanto, éstas habían experimentado un cambio infinitamente peor.
Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a
las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía
apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más
pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían
ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues, los pies que
las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto
significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez Simpson
dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco
más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros
acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no
encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los
árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte
bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué
pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al
mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve
hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia
y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente
paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera… y sucedió.
Allá arriba, muy lejos,
debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó
la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo
invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló
de las manos. Durante un segundo permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con
todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó
en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia
más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento,
tal como si se le hubiera secado.
–¡Ah! ¡Qué altura abrasadora!
¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! –oyó que imploraba la angustiada voz
del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a
reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada
la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro,
gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al
que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela
habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron
de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, lo había
llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la
Desolación que aniquila… En aquel momento se le revelaron todos los suplicios de
un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha
llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una
llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda
la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría
una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar
nada a que aferrarse por un momento y pensar…
El grito no se repitió;
sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza
Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó
buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi
de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al
campamento a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba
de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo
encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea
de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le
ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite
que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades
concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio
de sus nervios.
No obstante, durante
toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido.
Oía innumerables ruidos de pasos que lo seguían, voces que reían y hablaban por
lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas
unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor
del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente,
tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de
los árboles, que hasta entonces lo protegían o lo cubrían, se volvían ahora amenazadoras,
inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de
posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un
destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de
suceder.
Fue realmente admirable
el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran
fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como
demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo
un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano,
delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella
vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito,
y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda.
Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba
también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y fósforos… ¡aunque no
esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una
historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través
del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu
que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de
su mano ilimitada… y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún
mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible.
Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón,
que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan
desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través
de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi
tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
–Cruzar el lago todo
recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna
clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos
veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación
de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua
estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte,
además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó
un punto de referencia sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el
campamento.
De todos modos era cerca
de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío,
despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndolo cansado y deshecho, le
ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.
VI
La repentina irrupción de su prosaico
tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo
el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su
cordial “¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?” y sentirse agarrado por aquella mano seca
y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló
en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento
no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original
terquedad de su raza lo dominaba por completo.
Y esto último explica,
indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el
grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase
la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer
y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarlos hasta allá. El doctor
Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste creía,
le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco
durante seis horas.
De la descripción que
más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende
que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma importancia.
Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el
valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron,
al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante
la noche, en el cual se creyó “llamado” por alguien o por algo, y que se había internado
por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por
frío y hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, “a tiempo” quería decir
“inmediatamente”.
En el curso del día
siguiente –salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo
de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas–, Simpson contó bastantes cosas
más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para
cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa,
Simpson había contado ya que Défago habló de “algo que él llamaba Wendigo” que había
llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento,
y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió
haber experimentado el efecto turbador de “aquel olor extraordinario, acre y penetrante
como el de los leones”. Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de
las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida
confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido
“pidiendo ayuda”. Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente
por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del
hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura
de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas
del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció
oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad,
y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues,
el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio,
que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera
de la tienda…
El resultado fue que
el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo un hábil psicólogo, le explicó
con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento
y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones.
No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado
su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una
parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo
quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío
había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para
enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.
–El hechizo de estas
inmensas soledades –decía– es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta
posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti exactamente igual
que lo fue para mí cuando tenía tu edad. El animal que merodeaba por su pequeño
campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener
a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente,
una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las
huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las
voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que
se suelen producir por la misma excitación mental… excitación que resulta perfectamente
excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en
esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran
valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela;
de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de
juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar
es… es ese… ese condenado olor.
–Me puso enfermo, te
lo aseguro –declaró su sobrino–; estuve a punto de marearme.
La imperturbable serenidad
de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, lo impulsaba a adoptar una
actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos
hechos de los que uno no había sido testigo presencial!
–Era un olor salvaje
y terrible. Así es únicamente como podría describirlo – concluyó, sosteniendo la
mirada reposada y fría de su tío.
–Lo que me maravilla
–comentó éste–, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada
peor.
Simpson comprendió que
estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que
de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron
al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como
los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo,
en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto
y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban
esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta
la última miga.
–Bueno, señores, aquí
no hay nadie –exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya–; ¡tan cierto como
el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si
lo sé.
La presencia del estudiante
de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector
se hayan de moderar las expresiones que utilizó.
Propongo –añadió– que
empecemos ahora mismo a buscarlo y registremos hasta el infierno, si es necesario.
El destino de Défago,
probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y los llenaba de una espantosa
aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí.
La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso
de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara
vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos
detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas
caminatas. El método de su tío para explicar –para “desechar” más bien– sus terroríficos
recuerdos, contribuyó también a tranquilizarlo.
–Y esa es la dirección
que tomó al echar a correr –dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde
había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises–. Por allá, en
línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros…
Hank y el doctor Cathcart
se miraron.
–Y seguí el rastro unas
dos millas en la misma dirección –prosiguió, con algo de su antiguo terror en la
voz–; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen… ¡se terminan!
–Que fue donde usted
oyó que lo llamaba y notó el mal olor y todo lo demás –exclamó Hank con una volubilidad
que traicionaba su profundo pesar.
–Y donde tu excitación
te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones –añadió el doctor
Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.
La tarde no había hecho
más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les quedaban más de dos horas
de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson
estaba demasiado cansado para acompañarlos. Le dijeron que ellos seguirían las marcas
de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto,
lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.
Al cabo de unas tres
horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin
novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido
los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron
el menor indicio de ser humano… ni de animal alguno. No había huellas de ninguna
clase: la nieve estaba impoluta.
Era difícil decidir
qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían
quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades
de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron
alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos,
efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage
y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.
Ahora que se sabía la
verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola.
A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las
posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart,
que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio.
Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo,
ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo
le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión –no se sabía qué–,
que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido
a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio.
Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras.
El delirio que lo dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había
atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía
ser incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa
de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente,
desde el amanecer hasta que oscureciese, a una búsqueda sistemática. Se repartirían
el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían
lo humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se
pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado
al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos,
no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese
poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos
indios que “habían visto al Wendigo” merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta
Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión
de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto
modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien lo había
persuadido para que fuese allí.
–Cuando un indio se
vuelve loco –explicó, como hablando consigo mismo–, se dice que ha visto al Wendigo.
¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!…
Y entonces Simpson,
sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato.
Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor
que había pasado. Únicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el
guía.
–Pero, sin duda, Défago
te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo –insistió
el doctor–. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte
imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.
Entonces Simpson repitió
nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre
de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara,
no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño
el nombre aquel.
Naturalmente estaba
diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana,
el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras
como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un
árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a apagarse,
era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante
–acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional
de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla–
e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura
y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño
campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que
lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron
variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del
grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola
vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un
paso más allá de, los necesarios para obtenerla.
VII
Una muralla de silencio los envolvía,
toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era suficiente para apagar cualquier
clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus
voces y el suave crepitar de las llamas. Sólo, de cuando en cuando, sonaba algo
muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a
dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.
–Es bastante curiosa
la leyenda esa –observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y
con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar–. El Wendigo es simplemente
la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para
precipitarse hacia su propia destrucción.
–Eso es –dijo Hank–.
Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio
nombre.
Siguió otra pausa. Después,
el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros
dos desprevenidos.
–La alegoría es significativa
–dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba– , porque la Voz, según
dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los
gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se acabó!
Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer
de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a
una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart,
mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió
en un susurro.
–Se dice también –añadió–
que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca
su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces
se les forman son exactamente como los de él.
Simpson escuchaba mudo
de espanto. Pero lo que más fascinado lo tenía era la palidez del semblante de Hank.
De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido
valor.
–No siempre anda por
el suelo –comentó Hank arrastrando las palabras–, pues sube tan alto, que la víctima
piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos
enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima
con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así,
antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que
come es… ¡musgo! –y se rio con una risa nerviosa. –Sí, el Wendigo come musgo –añadió,
mirando con excitación el rostro de sus compañeros–. Es un comedor de musgo –repitió,
con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía
ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes
y “experimentados” temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban
para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el
pánico que los invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos,
ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarlos.
Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se
encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. Él había alcanzado
ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón
y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.
De esta forma pasó una
hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado
a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente
y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una
lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja
de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se
cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les
haría insoportable.
Fue Hank, después de
una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa
emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas
el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía dominarse más
tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este
modo numerosas y breves intermitencias.
–Eso es para Défago
–dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora–, porque estoy
convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado
lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia
y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en
pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el
de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de
todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de
pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado
guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse
lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel
momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo,
algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa,
algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al
mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un
tono de angustia indescriptible, clamaba:
–¡Ah! ¡Qué altura abrasadora!
¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!
Blanco como el papel,
Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió
una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo
de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se
paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo.
Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había
oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus
impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:
–Ese es exactamente
el grito que oí… ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro
hacia el cielo, gritó muy alto:
–¡Défago! ¡Défago! ¡Baja
aquí, con nosotros! ¡Baja!…
Y antes de que ninguno
tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía
entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre
la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.
–¡Es él, que el buen
Dios nos asista! –se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente
echaba mano al cuchillo.
–¡Y viene! ¡Y viene!
–añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve
helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban
aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera.
El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría
espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a
punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado.
Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto,
aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía
que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como
una pesadilla.
VIII
Por último, una figura brotó de las tinieblas.
Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con
las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y los miró fijamente.
Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz
de lleno. Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre.
Y al parecer aquel hombre era… Défago.
Algo así como la máscara
del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres
pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras
de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos
eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente
y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:
–Aquí estoy, jefe. Alguien
me ha llamado –era una voz seca, débil, jadeante–. Estoy de viaje. He atravesado
el fuego del Infierno… No ha estado mal…
Y se rio, avanzando
la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo
del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank
saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y
sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje
indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese
interpuesto entre los dos, le resultaba grato… extraordinariamente grato. El doctor
Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda
bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado
y maldito que lo escudriñaba de cerca, lo aturdieron totalmente. Se quedó alelado,
ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos,
que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como
si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía
evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda
haber oído el tono autoritario de su tío –duro y forzado– que decía algo sobre alimento,
calor, mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir
las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la
vez.
Sin embargo, fue él
–con menos experiencia y habilidad que los otros dos– quien profirió la frase que
vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento que
encogía el corazón de los tres.
–¿Eres… eres TÚ, Défago?
–preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.
E inmediatamente, Cathcart
irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro hubiera tenido tiempo de mover
los labios:
–¡Claro que sí! ¡Claro
que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?… es que está exhausto de hambre y de cansancio.
¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse
a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras
hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había
penetrado en todo el campamento.
Porque el “Défago” que
se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con
las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre
de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente
aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba
algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el
rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones
dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones
y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada
que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten
un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago
tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después,
al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto
de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada,
estuviera a punto de disgregarse hasta… hasta perder toda consistencia.
Hank, aunque totalmente
confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender,
fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la
hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra
con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:
–¡Tú no eres Défago!
¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú… pero aquí no vengas
diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! –los ojos le fulguraban como
si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda–. Y si es
verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos
asista! –añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo
callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verlo como oír lo
que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo cincuenta veces,
y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de
sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre “el intruso”,
pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo
de monte.
Pero al final no hizo
nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz
de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerlo
de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro
está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura
de la tienda.
Luego el doctor Cathcart,
seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo,
adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada
junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le salió una voz firme:
–Défago, díganos qué
ha sucedido… no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos
ayudarlo –preguntó con acento autoritario, casi como una orden.
Pero inmediatamente
después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con
una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió
como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde
atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara
a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero
rostro, negro y diabólico.
–¡Vamos, hombre, vamos!
–gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta–. No podemos estarnos
aquí toda la noche… –era el grito del instinto sobre la razón.
Y entonces “Défago”,
con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña,
como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:
–He visto al gran Wendigo
–susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia–. He
estado con él, también…
Allí terminaron el pobre
diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento
se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de
la tienda:
–¡Sus pies! ¡Oh, Dios,
sus pies! ¡Miren cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había
removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron
sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no
tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre
asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez
que el joven estudiante apenas llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado
allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.
Después, antes que al
doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna
pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente
a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en
su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.
–Ahora, ustedes lo han
visto también –jadeó–. ¡Han visto mis ardientes pies de fuego! Y ahora… bueno, a
no ser que puedan salvarme y evitar… poco falta para…
Su voz lastimera fue
interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que viniese cruzando
el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron,
azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora.
Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel
torpe movimiento con que había venido… se marchó. Pero lo hizo a una velocidad tan
pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo había tragado.
Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del rugido del viento
repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito que parecía
provenir de una altura inmensa.
–¡Ah! ¡Qué altura abrasadora!
¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!…
Luego, la voz se apagó
en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart –que
había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado también de la situación–
agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a lanzarse hacia la
espesura.
–¡Quiero que conste!
–gritaba el guía–, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna manera! ¡Ese
es algún… demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma
–el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo consiguió–, se
las arregló para retenerlo en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo visto,
había conseguido reaccionar y era capaz nuevamente de dominar sus propias energías.
En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta ese
momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación,
pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo
necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose
bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras pasaban las horas de aquella
noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en la que velocidad, altura
y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de
teología.
–¡Veo unas gentes con
la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante y se acercan al
campamento!
Y lloraba durante un
minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque, escuchaba atento, y susurraba:
–¡Qué terribles son,
en la espesura salvaje… los pies de… de los que…
Y su tío lo interrumpía,
distraía sus pensamientos y lo reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo
fue transitorio. El sueño lo curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron
las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de la madrugada,
el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un extraño
rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había
estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las
huellas de su rostro…
Al amanecer, encendió
fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las siete se pusieron
en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres perplejos y afligidos;
pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud interior recobrando
más o menos el sosiego.
IX
Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes
y sensatas, porque tenían la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían
una explicación, aunque ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado
a la vida de la naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era
también el de menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las
fuerzas de su “civilización” luchaban contra la experiencia de un hecho bastante
singular. Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas.
Sea como fuere, a él le costó mucho más “encontrarse a sí mismo”.
Simpson, el estudiante
de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque no de la índole
más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían presenciado
algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador que había
logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba como
una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado
a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían
aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables
y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió
cuando, años más tarde, habló en un sermón de “las Potencias formidables y salvajes
que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean perversas
en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como ahora la
concebimos”.
Nunca discutió a fondo
todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se alzaba entre sus respectivas
formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios años, rozaron este tema;
o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:
–¿Puedes decirme, al
menos, cómo… cómo eran? –preguntó Simpson.
La contestación, aunque
llena de tacto, no fue alentadora:
–Es mucho mejor que
no intentes descubrirlo.
–Bueno, ¿y aquel olor?…
–insistió el sobrino–. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart lo
miró y alzó las cejas.
–Los olores –contestó–
no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o las visiones. Sobre
eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de
explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta vez, sin embargo,
no lo fue.
Al caer el día, cansados,
muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la penosa expedición:
el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco
salió Punk a recibirlos. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para
sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios
al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un
aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como
su sobrino confesaron después que, cuando lo vieron arrodillarse, presa de incontenible
excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento
de que ese “algo” era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último
extremo, el franco-canadiense –es decir, lo que quedaba de él–, hurgaba entre las
cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos
flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de un fósforo. Ya no
había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido
al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos
recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre
de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había expresión de
ninguna clase: ni temor ni reconocimiento ni nada. No dio muestras de conocer a
quien lo había abrazado, a quien lo alimentaba y le hablaba con palabras de alivio
y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar,
el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese “algo” que antes constituyera
su “yo individual” había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más
terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse puñados
de musgo en la boca, mientras decía que sólo “comía musgo”, y los vómitos continuos
que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil
y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies “ardientes como el fuego”,
lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente
helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.
Los detalles referentes
a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o cómo
había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo
en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago, puesto que no disponía
de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido completamente la memoria.
Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia,
Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió
unas pocas semanas.
Lo que Punk fue capaz
de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba limpiando
pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde –esto es, una hora
antes de que regresara el grupo expedicionario–, cuando vio a la caricatura del
guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que lo precedía una débil
vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante,
el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la rapidez
con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado
de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago “había visto el Wendigo”.
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