Isabel Allende
Su padre la sentó al piano a los cinco
años y a los diez Maurizia Rugieri dio su primer recital en el Club Garibaldi, vestida
de organza rosada y botines de charol, ante un público benévolo, compuesto en su
mayoría por miembros de la colonia italiana. Al término de la presentación pusieron
varios ramos de flores a sus pies y el presidente del club le entregó una placa
conmemorativa y una muñeca de loza, adornada con cintas y encajes.
–Te saludamos, Maurizia
Rugieri, como a un genio precoz, un nuevo Mozart. Los grandes escenarios del mundo
te esperan –declamó.
La niña aguardó que
se callara el aplauso y, por encima del llanto orgulloso de su madre, hizo oír su
voz con una altanería inesperada.
–Ésta es la última vez
que toco el piano. Lo que yo quiero es ser cantante –anunció y salió de la sala
arrastrando a la muñeca por un pie.
Una vez que se repuso
del bochorno, su padre la colocó en clases de canto con un severo maestro, quien
por cada nota falsa le daba un golpe en las manos, lo cual no logró matar el entusiasmo
de la niña por la ópera. Sin embargo, al término de la adolescencia se vio que tenía
una voz de pájaro, apenas suficiente para arrullar a un infante en la cuna, de modo
que debió de cambiar sus pretensiones de soprano por un destino más banal. A los
diecinueve años se casó con Ezio Longo, inmigrante de primera generación en el país,
arquitecto sin título y constructor de oficio, quien se había propuesto fundar un
imperio sobre cemento y acero y a los treinta y cinco años ya lo tenía casi consolidado.
Ezio Longo se enamoró
de Maurizia Rugieri con la misma determinación empleada en sembrar la capital con
sus edificios. Era de corta estatura, sólidos huesos, un cuello de animal de tiro
y un rostro enérgico y algo brutal, de labios gruesos y ojos negros. Su trabajo
lo obligaba a vestirse con ropa rústica y de tanto estar al sol tenía la piel oscura
y cruzada de surcos, como cuero curtido. Era de carácter bonachón y generoso, reía
con facilidad y gustaba de la música popular y de la comida abundante y sin ceremonias.
Bajo esa apariencia algo vulgar se encontraba un alma refinada y una delicadeza
que no sabía traducir en gestos o palabras. Al contemplar a Maurizia a veces se
le llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de una oprimente ternura, que él disimulaba
de un manotazo, sofocado de vergüenza. Le resultaba imposible expresar sus sentimientos
y creía que cubriéndola de regalos y soportando con estoica paciencia sus extravagantes
cambios de humor y sus dolencias imaginarias, compensaría las fallas de su repertorio
de amante. Ella provocaba en él un deseo perentorio, renovado cada día con el ardor
de los primeros encuentros, la abrazaba exacerbado, tratando de salvar el abismo
entre los dos, pero toda su pasión se estrellaba contra los remilgos de Maurizia,
cuya imaginación permanecía afiebrada por lecturas románticas y discos de Verdi
y Puccini. Ezio se dormía vencido por las fatigas del día, agobiado por pesadillas
de paredes torcidas y escaleras en espiral, y despertaba al amanecer para sentarse
en la cama a observar a su mujer dormida con tal atención que aprendió a adivinarle
los sueños. Hubiera dado la vida por que ella respondiera a sus sentimientos con
igual intensidad. Le construyó una desmesurada mansión sostenida por columnas, donde
la mezcolanza de estilos y la profusión de adornos confundían el sentido de orientación,
y donde cuatro sirvientes trabajaban sin descanso sólo para pulir bronces, sacar
brillo a los pisos, limpiar las pelotillas de cristal de las lámparas y sacudir
los muebles de patas doradas y las falsas alfombras persas importadas de España.
La casa tenía un pequeño anfiteatro en el jardín, con altoparlantes y luces de escenario
mayor, en el cual Maurizia Rugieri solía cantar para sus invitados. Ezio no habría
admitido ni en trance de muerte que era incapaz de apreciar aquellos vacilantes
trinos de gorrión, no sólo para no poner en evidencia las lagunas de su cultura,
sino sobre todo por respeto a las inclinaciones artísticas de su mujer. Era un hombre
optimista y seguro de sí mismo, pero cuando Maurizia anunció llorando que estaba
encinta, a él le vino de golpe una incontrolable aprensión, sintió que el corazón
se le partía como un melón, que no había cabida para tanta dicha en este valle de
lágrimas. Se le ocurrió que alguna catástrofe fulminante desbarataría su precario
paraíso y se dispuso a defenderlo contra cualquier interferencia.
La catástrofe fue un
estudiante de medicina con quien Maurizia se tropezó en un tranvía. Para entonces
había nacido el niño –una criatura tan vital como su padre, que parecía inmune a
todo daño, inclusive al mal de ojo– y la madre ya había recuperado la cintura. El
estudiante se sentó junto a Maurizia en el trayecto al centro de la ciudad, un joven
delgado y pálido, con perfil de estatua romana. Iba leyendo la partitura de Tosca
y silbando entre dientes un aria del último acto. Ella sintió que todo el sol del
mediodía se le eternizaba en las mejillas y un sudor de anticipación le empapaba
el corpiño. Sin poder evitarlo tarareó las palabras del infortunado Mario saludando
al amanecer, antes de que el pelotón de fusilamiento acabara con sus días. Así,
entre dos líneas de la partitura, comenzó el romance. El joven se llamaba Leonardo
Gómez y era tan entusiasta del bel canto como Maurizia.
Durante los meses siguientes
el estudiante obtuvo su título de médico y ella vivió una por una todas las tragedias
de la ópera y algunas de la literatura universal, la mataron sucesivamente don José,
la tuberculosis, una tumba egipcia, una daga y veneno, amó cantando en italiano,
francés y alemán, fue Aída, Carmen y Lucía de Lamermoor, y en cada ocasión Leonardo
Gómez era el objeto de su pasión inmortal. En la vida real compartían un amor casto,
que ella anhelaba consumar sin atreverse a tomar la iniciativa, y que él combatía
en su corazón por respeto a la condición de casada de Maurizia. Se vieron en lugares
públicos y algunas veces enlazaron sus manos en la zona sombría de algún parque,
intercambiaron notas firmadas por Tosca y Mario y naturalmente llamaron Scarpia
a Ezio Longo, quien estaba tan agradecido por el hijo, por su hermosa mujer y por
los bienes otorgados por el cielo, y tan ocupado trabajando para ofrecerle a su
familia toda la seguridad posible, que de no haber sido por un vecino que vino a
contarle el chisme de que su esposa paseaba demasiado en tranvía, tal vez nunca
se habría enterado de lo que ocurría a sus espaldas.
Ezio Longo se había
preparado para enfrentar la contingencia de una quiebra en sus negocios, una enfermedad
y hasta un accidente de su hijo, como imaginaba en sus peores momentos de terror
supersticioso, pero no se le había ocurrido que un melifluo estudiante pudiera arrebatarle
a su mujer delante de las narices. Al saberlo estuvo a punto de soltar una carcajada,
porque de todas las desgracias, ésa le parecía la más fácil de resolver, pero después
de ese primer impulso, una rabia ciega le trastornó el hígado. Siguió a Maurizia
hasta una discreta pastelería, donde la sorprendió bebiendo chocolate con su enamorado.
No pidió explicaciones. Cogió a su rival por la ropa, lo levantó en vilo y lo lanzó
contra la pared en medio de un estrépito de loza rota y chillidos de la clientela.
Luego tomó a su mujer por un brazo y la llevó hasta su coche, uno de los últimos
Mercedes Benz importados al país, antes de que la Segunda Guerra Mundial arruinara
las relaciones comerciales con Alemania. La encerró en casa y puso dos albañiles
de su empresa al cuidado de las puertas. Maurizia pasó dos días llorando en la cama,
sin hablar y sin comer. Entretanto Ezio Longo había tenido tiempo de meditar y la
ira se le había transformado en una frustración sorda que le trajo a la memoria
el abandono de su infancia, la pobreza de su juventud, la soledad de su existencia
y toda esa inagotable hambre de cariño que lo acompañaron hasta que conoció a Maurizia
Rugieri y creyó haber conquistado a una diosa. Al tercer día no aguantó más y entró
en la pieza de su mujer.
–Por nuestro hijo, Maurizia,
debes sacarte de la cabeza esas fantasías. Ya sé que no soy muy romántico, pero
si me ayudas, puedo cambiar. Yo no soy hombre para aguantar cuernos y te quiero
demasiado para dejarte ir. Si me das la oportunidad, te haré feliz, te lo juro.
Por toda respuesta ella
se volvió contra la pared y prolongó su ayuno dos días más. Su marido regresó.
–Me gustaría saber qué
carajo es lo que te falta en este mundo, a ver si puedo dártelo –le dijo, derrotado.
–Me falta Leonardo.
Sin él me voy a morir.
–Está bien. Puedes ir
con ese mequetrefe si quieres, pero no volverás a ver a nuestro hijo nunca más.
Ella hizo sus maletas, se vistió de muselina, se puso un sombrero con un velo y
llamó a un coche de alquiler. Antes de partir besó al niño sollozando y le susurró
al oído que muy pronto volvería a buscarlo. Ezio Longo –quien en una semana había
perdido seis kilos y la mitad del cabello– le quitó a la criatura de los brazos.
Maurizia Rugieri llegó
a la pensión donde vivía su enamorado y se encontró con que éste se había ido hacía
dos días a trabajar como médico en un campamento petrolero, en una de esas provincias
calientes, cuyo nombre evocaba indios y culebras. Le costó convencerse de que él
había partido sin despedirse, pero lo atribuyó a la paliza recibida en la pastelería,
concluyó que Leonardo era un poeta y que la brutalidad de su marido debió desconcertarlo.
Se instaló en un hotel y en los días siguientes mandó telegramas a todos los puntos
imaginables. Por fin logró ubicar a Leonardo Gómez para anunciarle que por él había
renunciado a su único hijo, desafiado a su marido, a la sociedad y al mismo Dios
y que su decisión de seguirlo en su destino, hasta que la muerte los separara, era
absolutamente irrevocable.
El viaje fue una pesada
expedición en tren, en camión y en algunas partes por vía fluvial. Maurizia jamás
había salido sola fuera de un radio de treinta cuadras alrededor de su casa, pero
ni la grandeza del paisaje ni las incalculables distancias pudieron atemorizarla.
Por el camino perdió un par de maletas y su vestido de muselina quedó convertido
en un trapo amarillo de polvo, pero llegó por fin al cruce del río donde debía esperarla
Leonardo. Al bajarse del vehículo vio una piragua en la orilla y hacia allá corrió
con los jirones del velo volando a su espalda y su largo cabello escapando en rizos
del sombrero. Pero en vez de su Mario, encontró a un negro con casco de explorador
y dos indios melancólicos con los remos en las manos. Era tarde para retroceder.
Aceptó la explicación de que el doctor Gómez había tenido una emergencia y se subió
al bote con el resto de su maltrecho equipaje, rezando para que aquellos hombres
no fueran bandoleros o caníbales. No lo eran, por fortuna, y la llevaron sana y
salva por el agua a través de un extenso territorio abrupto y salvaje, hasta el
lugar donde la aguardaba su enamorado. Eran dos villorrios, uno de largos dormitorios
comunes donde habitaban los trabajadores; y otro, donde vivían los empleados, que
consistía en las oficinas de la compañía, veinticinco casas prefabricadas traídas
en avión desde los Estados Unidos, una absurda cancha de golf y una pileta de agua
verde que cada mañana amanecía llena de enormes sapos, todo rodeado de un cerco
metálico con un portón custodiado por dos centinelas. Era un campamento de hombres
de paso, allí la existencia giraba en torno de ese lodo oscuro que emergía del fondo
de la tierra como un inacabable vómito de dragón. En aquellas soledades no había
más mujeres que algunas sufridas compañeras de los trabajadores; los gringos y los
capataces viajaban a la ciudad cada tres meses para visitar a sus familias. La llegada
de la esposa del doctor Gómez, como la llamaron, trastornó la rutina por unos días,
hasta que se acostumbraron a verla pasear con sus velos, su sombrilla y sus zapatos
de baile, como un personaje escapado de otro cuento.
Maurizia Rugieri no
permitió que la rudeza de esos hombres o el calor de cada día la vencieran, se propuso
vivir su destino con grandeza y casi lo logró. Convirtió a Leonardo Gómez en el
héroe de su propio melodrama, adornándolo con virtudes utópicas y exaltando hasta
la demencia la calidad de su amor, sin detenerse a medir la respuesta de su amante
para saber si él la seguía al mismo paso en esa desbocada carrera pasional. Si Leonardo
Gómez daba muestras de quedarse muy atrás, ella lo atribuía a su carácter tímido
y su mala salud, empeorada por ese clima maldito. En verdad, tan frágil parecía
él, que ella se curó definitivamente de todos sus antiguos malestares para dedicarse
a cuidarlo. Lo acompañaba al primitivo hospital y aprendió los menesteres de enfermera
para ayudarlo. Atender víctimas de malaria o curar horrendas heridas de accidentes
en los pozos le parecía mejor que permanecer encerrada en su casa, sentada bajo
un ventilador, leyendo por centésima vez las mismas revistas añejas y novelas románticas.
Entre jeringas y apósitos podía imaginarse a sí misma como una heroína de la guerra,
una de esas valientes mujeres de las películas que veían a veces en el club del
campamento. Se negó con una determinación suicida a percibir el deterioro de la
realidad, empeñada en embellecer cada instante con palabras, ante la imposibilidad
de hacerlo de otro modo. Hablaba de Leonardo Gómez –a quien siguió llamando Mario–
como de un santo dedicado al servicio de la humanidad, y se impuso la tarea de mostrarle
al mundo que ambos eran los protagonistas de un amor excepcional, lo cual acabó
por desalentar a cualquier empleado de la Compañía que pudiera haberse sentido inflamado
por la única mujer blanca del lugar. A la barbarie del campamento, Maurizia la llamó
contacto con la naturaleza e ignoró los mosquitos, los bichos venenosos, las iguanas,
el infierno del día, el sofoco de la noche y el hecho de que no podía aventurarse
sola más allá del portón. Se refería a su soledad, su aburrimiento y su deseo natural
de recorrer la ciudad, vestirse a la moda, visitar a sus amigas e ir al teatro,
como una ligera nostalgia. A lo único que no pudo cambiarle el nombre fue a ese
dolor animal que la doblaba en dos al recordar a su hijo, de modo que optó por no
mencionarlo jamás.
Leonardo Gómez trabajó
como médico del campamento durante más de diez años, hasta que las fiebres y el
clima acabaron con su salud. Llevaba mucho tiempo dentro del cerco protector de
la Compañía Petrolera, no tenía ánimo para iniciarse en un medio más agresivo y,
por otra parte, aún recordaba la furia de Ezio Longo cuando lo reventó contra la
pared, así que ni siquiera consideró la eventualidad de volver a la capital. Buscó
otro puesto en algún rincón perdido donde pudiera seguir viviendo en paz, y así
llegó un día a Agua Santa con su mujer, sus instrumentos de médico y sus discos
de ópera. Era la década de los cincuenta y Maurizia Rugieri se bajó del autobús
vestida a la moda, con un estrecho traje a lunares y un enorme sombrero de paja
negra, que había encargado por catálogo a Nueva York, algo nunca visto por esos
lados. De todas maneras, los acogieron con la hospitalidad de los pueblos pequeños
y en menos de veinticuatro horas todos conocían la leyenda de amor de los recién
llegados. Los llamaron Tosca y Mario, sin tener la menor idea de quiénes eran esos
personajes, pero Maurizia se encargó de hacérselos saber. Abandonó sus prácticas
de enfermera junto a Leonardo, formó un coro litúrgico para la parroquia y ofreció
los primeros recitales de canto en la aldea. Mudos de asombro, los habitantes de
Agua Santa la vieron transformada en Madame Butterfly sobre un improvisado escenario
en la escuela, ataviada con una estrambótica bata de levantarse, unos palillos de
tejer en el peinado, dos flores de plástico en las orejas y la cara pintada con
yeso blanco, trinando con su voz de pájaro. Nadie entendió ni una palabra del canto,
pero cuando se puso de rodillas y sacó un cuchillo de cocina amenazando con enterrárselo
en la barriga, el público lanzó un grito de horror y un espectador corrió a disuadirla,
le arrebató el arma de las manos y la obligó a ponerse de pie. Enseguida se armó
una larga discusión sobre las razones para la trágica determinación de la dama japonesa,
y todos estuvieron de acuerdo en que el marino norteamericano que la había abandonado
era un desalmado, pero no valía la pena morir por él, puesto que la vida es larga
y hay muchos hombres en este mundo. La representación terminó en holgorio cuando
se improvisó una banda que interpretó unas cumbias y la gente se puso a bailar.
A esa noche memorable siguieron otras similares: canto, muerte, explicación por
parte de la soprano del argumento de la ópera, discusión pública y fiesta final.
El doctor Mario y la
señora Tosca eran dos miembros selectos de la comunidad, él estaba a cargo de la
salud de todos y ella de la vida cultural y de informar sobre los cambios en la
moda. Vivía en una casa fresca y agradable, la mitad de la cual estaba ocupada por
el consultorio. En el patio tenían una guacamaya azul y amarilla, que volaba sobre
sus cabezas cuando salían a pasear por la plaza. Se sabía por dónde andaban el doctor
o su mujer porque el pájaro los acompañaba siempre a dos metros de altura, planeando
silenciosamente con sus grandes alas de animal pintarrajeado. En Agua Santa vivieron
muchos años, respetados por la gente, que los señalaba como un ejemplo de amor perfecto.
En uno de esos ataques
el doctor se perdió en los caminos de la fiebre y ya no pudo regresar. Su muerte
conmovió al pueblo. Temieron que su mujer cometiera un acto fatal, como tantos que
había representado cantando, así es que se turnaron para acompañarla de día y de
noche durante las semanas siguientes. Maurizia Rugieri se vistió de luto de pies
a cabeza, pintó de negro todos los muebles de la casa y arrastró su dolor como una
sombra tenaz que le marcó el rostro con dos profundos surcos junto a la boca, sin
embargo no intentó poner fin a su vida. Tal vez en la intimidad de su cuarto, cuando
estaba sola en la cama, sentía un profundo alivio porque ya no tenía que seguir
tirando de la pesada carreta de sus sueños, ya no era necesario mantener vivo al
personaje inventado para representarse a sí misma, ni seguir haciendo malabarismos
para disimular las flaquezas de un amante que nunca estuvo a la altura de sus ilusiones.
Pero el hábito del teatro estaba demasiado enraizado. Con la misma paciencia infinita
con que antes se creó una imagen de heroína romántica, en la viudez construyó la
leyenda de su desconsuelo. Se quedó en Agua Santa, siempre vestida de negro, aunque
el luto ya no se usaba desde hacía mucho tiempo, y se negó a cantar de nuevo, a
pesar de las súplicas de sus amigos, quienes pensaban que la ópera podría darle
consuelo. El pueblo estrechó el círculo alrededor de ella, como un fuerte abrazo,
para hacerle la vida tolerable y ayudarla en sus recuerdos. Con la complicidad de
todos, la imagen del doctor Gómez creció en la imaginación popular. Dos años después
hicieron una colecta para fabricar un busto de bronce que colocaron sobre una columna
en la plaza, frente a la estatua de piedra del libertador.
Ese mismo año abrieron
la autopista que pasó frente a Agua Santa, alterando para siempre el aspecto y el
ánimo del pueblo. Al comienzo la gente se opuso al proyecto, creyendo que sacarían
a los pobres reclusos del Penal de Santa María para ponerlos, engrillados, a cortar
árboles y picar piedras, como decían los abuelos que había sido construida la carretera
en tiempos de la dictadura del Benefactor, pero pronto llegaron los ingenieros de
la ciudad con la noticia de que el trabajo lo realizarían máquinas modernas, en
vez de los presos. Detrás de ellos vinieron los topógrafos y después las cuadrillas
de obreros con cascos anaranjados y chalecos que brillaban en la oscuridad. Las
máquinas resultaron ser unas moles de hierro del tamaño de un dinosaurio, según
cálculos de la maestra de escuela, en cuyos flancos estaba pintado el nombre de
la empresa, Ezio Longo e Hijo. Ese mismo viernes llegaron el padre y el hijo a Agua
Santa para revisar las obras y pagar a los trabajadores.
Al ver los letreros
y las máquinas de su antiguo marido, Maurizia Rugieri se escondió en su casa con
puertas y ventanas cerradas, con la insensata esperanza de mantenerse fuera del
alcance de su pasado. Pero durante veintiocho años había soportado el recuerdo de
su hijo ausente, como un dolor clavado en el centro del cuerpo, y cuando supo que
los dueños de la compañía constructora estaban en Agua Santa almorzando en la taberna,
no pudo seguir luchando contra su instinto. Se miró en el espejo. Era una mujer
de cincuenta y un años, envejecida por el sol del trópico y el esfuerzo de fingir
una felicidad quimérica, pero sus rasgos aún mantenían la nobleza del orgullo. Se
cepilló el cabello y lo peinó en un moño alto, sin intentar disimular las canas,
se colocó su mejor vestido negro y el collar de perlas de su boda, salvado de tantas
aventuras, y en un gesto de tímida coquetería se puso un toque de lápiz negro en
los ojos y de carmín en las mejillas y en los labios. Salió de su casa protegiéndose
del sol con el paraguas de Leonardo Gómez. El sudor le corría por la espalda, pero
ya no temblaba.
A esa hora las persianas
de la taberna estaban cerradas para evitar el calor del mediodía, de modo que Maurizia
Rugieri necesitó un buen rato para acomodar los ojos a la penumbra y distinguir
en una de las mesas del fondo a Ezio Longo y el hombre joven que debía ser su hijo.
Su marido había cambiado mucho menos que ella, tal vez porque siempre fue una persona
sin edad. El mismo cuello de león, el mismo sólido esqueleto, las mismas facciones
torpes y ojos hundidos, pero ahora dulcificados por un abanico de arrugas alegres
producidas por el buen humor. Inclinado sobre su plato, masticaba con entusiasmo,
escuchando la charla del hijo. Maurizia los observó de lejos. Su hijo debía andar
cerca de los treinta años. Aunque tenía los huesos largos y la piel delicada de
ella, los gestos eran los de su padre, comía con igual placer, golpeaba la mesa
para enfatizar sus palabras, se reía de buena gana, era un hombre vital y enérgico,
con un sentido categórico de su propia fortaleza, bien dispuesto para la lucha.
Maurizia miró a Ezio Longo con ojos nuevos y vio por primera vez sus macizas virtudes
masculinas. Dio un par de pasos al frente, conmovida, con el aire atascado en el
pecho, viéndose a sí misma desde otra dimensión, como si estuviera sobre un escenario
representando el momento más dramático del largo teatro que había sido su existencia,
con los nombres de su marido y su hijo en los labios y la mejor disposición para
ser perdonada por tantos años de abandono. En ese par de minutos vio los minuciosos
engranajes de la trampa donde se había metido durante tres décadas de alucinaciones.
Comprendió que el verdadero héroe de la novela era Ezio Longo, y quiso creer que
él había seguido deseándola y esperándola durante todos esos años con el amor persistente
y apasionado que Leonardo Gómez nunca pudo darle porque no estaba en su naturaleza.
En ese instante, cuando
un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra y puesto en evidencia,
el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le dijo algo con un guiño simpático.
Los dos estallaron en carcajadas, palmoteándose los brazos, desordenándose mutuamente
el cabello, con una ternura viril y una firme complicidad de la cual Maurizia Rugieri
y el resto del mundo estaban excluidos. Ella vaciló por un momento infinito en la
frontera entre la realidad y el sueño, luego retrocedió, salió de la taberna, abrió
su paraguas negro y volvió a su casa con la guacamaya volando sobre su cabeza, como
un estrafalario arcángel de calendario.
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