lunes, 11 de abril de 2022

Tosca

Isabel Allende

 

Su padre la sentó al piano a los cinco años y a los diez Maurizia Rugieri dio su primer recital en el Club Garibaldi, vestida de organza rosada y botines de charol, ante un público benévolo, compuesto en su mayoría por miembros de la colonia italiana. Al término de la presentación pusieron varios ramos de flores a sus pies y el presidente del club le entregó una placa conmemorativa y una muñeca de loza, adornada con cintas y encajes.

–Te saludamos, Maurizia Rugieri, como a un genio precoz, un nuevo Mozart. Los grandes escenarios del mundo te esperan –declamó.

La niña aguardó que se callara el aplauso y, por encima del llanto orgulloso de su madre, hizo oír su voz con una altanería inesperada.

–Ésta es la última vez que toco el piano. Lo que yo quiero es ser cantante –anunció y salió de la sala arrastrando a la muñeca por un pie.

Una vez que se repuso del bochorno, su padre la colocó en clases de canto con un severo maestro, quien por cada nota falsa le daba un golpe en las manos, lo cual no logró matar el entusiasmo de la niña por la ópera. Sin embargo, al término de la adolescencia se vio que tenía una voz de pájaro, apenas suficiente para arrullar a un infante en la cuna, de modo que debió de cambiar sus pretensiones de soprano por un destino más banal. A los diecinueve años se casó con Ezio Longo, inmigrante de primera generación en el país, arquitecto sin título y constructor de oficio, quien se había propuesto fundar un imperio sobre cemento y acero y a los treinta y cinco años ya lo tenía casi consolidado.

Ezio Longo se enamoró de Maurizia Rugieri con la misma determinación empleada en sembrar la capital con sus edificios. Era de corta estatura, sólidos huesos, un cuello de animal de tiro y un rostro enérgico y algo brutal, de labios gruesos y ojos negros. Su trabajo lo obligaba a vestirse con ropa rústica y de tanto estar al sol tenía la piel oscura y cruzada de surcos, como cuero curtido. Era de carácter bonachón y generoso, reía con facilidad y gustaba de la música popular y de la comida abundante y sin ceremonias. Bajo esa apariencia algo vulgar se encontraba un alma refinada y una delicadeza que no sabía traducir en gestos o palabras. Al contemplar a Maurizia a veces se le llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de una oprimente ternura, que él disimulaba de un manotazo, sofocado de vergüenza. Le resultaba imposible expresar sus sentimientos y creía que cubriéndola de regalos y soportando con estoica paciencia sus extravagantes cambios de humor y sus dolencias imaginarias, compensaría las fallas de su repertorio de amante. Ella provocaba en él un deseo perentorio, renovado cada día con el ardor de los primeros encuentros, la abrazaba exacerbado, tratando de salvar el abismo entre los dos, pero toda su pasión se estrellaba contra los remilgos de Maurizia, cuya imaginación permanecía afiebrada por lecturas románticas y discos de Verdi y Puccini. Ezio se dormía vencido por las fatigas del día, agobiado por pesadillas de paredes torcidas y escaleras en espiral, y despertaba al amanecer para sentarse en la cama a observar a su mujer dormida con tal atención que aprendió a adivinarle los sueños. Hubiera dado la vida por que ella respondiera a sus sentimientos con igual intensidad. Le construyó una desmesurada mansión sostenida por columnas, donde la mezcolanza de estilos y la profusión de adornos confundían el sentido de orientación, y donde cuatro sirvientes trabajaban sin descanso sólo para pulir bronces, sacar brillo a los pisos, limpiar las pelotillas de cristal de las lámparas y sacudir los muebles de patas doradas y las falsas alfombras persas importadas de España. La casa tenía un pequeño anfiteatro en el jardín, con altoparlantes y luces de escenario mayor, en el cual Maurizia Rugieri solía cantar para sus invitados. Ezio no habría admitido ni en trance de muerte que era incapaz de apreciar aquellos vacilantes trinos de gorrión, no sólo para no poner en evidencia las lagunas de su cultura, sino sobre todo por respeto a las inclinaciones artísticas de su mujer. Era un hombre optimista y seguro de sí mismo, pero cuando Maurizia anunció llorando que estaba encinta, a él le vino de golpe una incontrolable aprensión, sintió que el corazón se le partía como un melón, que no había cabida para tanta dicha en este valle de lágrimas. Se le ocurrió que alguna catástrofe fulminante desbarataría su precario paraíso y se dispuso a defenderlo contra cualquier interferencia.

La catástrofe fue un estudiante de medicina con quien Maurizia se tropezó en un tranvía. Para entonces había nacido el niño –una criatura tan vital como su padre, que parecía inmune a todo daño, inclusive al mal de ojo– y la madre ya había recuperado la cintura. El estudiante se sentó junto a Maurizia en el trayecto al centro de la ciudad, un joven delgado y pálido, con perfil de estatua romana. Iba leyendo la partitura de Tosca y silbando entre dientes un aria del último acto. Ella sintió que todo el sol del mediodía se le eternizaba en las mejillas y un sudor de anticipación le empapaba el corpiño. Sin poder evitarlo tarareó las palabras del infortunado Mario saludando al amanecer, antes de que el pelotón de fusilamiento acabara con sus días. Así, entre dos líneas de la partitura, comenzó el romance. El joven se llamaba Leonardo Gómez y era tan entusiasta del bel canto como Maurizia.

Durante los meses siguientes el estudiante obtuvo su título de médico y ella vivió una por una todas las tragedias de la ópera y algunas de la literatura universal, la mataron sucesivamente don José, la tuberculosis, una tumba egipcia, una daga y veneno, amó cantando en italiano, francés y alemán, fue Aída, Carmen y Lucía de Lamermoor, y en cada ocasión Leonardo Gómez era el objeto de su pasión inmortal. En la vida real compartían un amor casto, que ella anhelaba consumar sin atreverse a tomar la iniciativa, y que él combatía en su corazón por respeto a la condición de casada de Maurizia. Se vieron en lugares públicos y algunas veces enlazaron sus manos en la zona sombría de algún parque, intercambiaron notas firmadas por Tosca y Mario y naturalmente llamaron Scarpia a Ezio Longo, quien estaba tan agradecido por el hijo, por su hermosa mujer y por los bienes otorgados por el cielo, y tan ocupado trabajando para ofrecerle a su familia toda la seguridad posible, que de no haber sido por un vecino que vino a contarle el chisme de que su esposa paseaba demasiado en tranvía, tal vez nunca se habría enterado de lo que ocurría a sus espaldas.

Ezio Longo se había preparado para enfrentar la contingencia de una quiebra en sus negocios, una enfermedad y hasta un accidente de su hijo, como imaginaba en sus peores momentos de terror supersticioso, pero no se le había ocurrido que un melifluo estudiante pudiera arrebatarle a su mujer delante de las narices. Al saberlo estuvo a punto de soltar una carcajada, porque de todas las desgracias, ésa le parecía la más fácil de resolver, pero después de ese primer impulso, una rabia ciega le trastornó el hígado. Siguió a Maurizia hasta una discreta pastelería, donde la sorprendió bebiendo chocolate con su enamorado. No pidió explicaciones. Cogió a su rival por la ropa, lo levantó en vilo y lo lanzó contra la pared en medio de un estrépito de loza rota y chillidos de la clientela. Luego tomó a su mujer por un brazo y la llevó hasta su coche, uno de los últimos Mercedes Benz importados al país, antes de que la Segunda Guerra Mundial arruinara las relaciones comerciales con Alemania. La encerró en casa y puso dos albañiles de su empresa al cuidado de las puertas. Maurizia pasó dos días llorando en la cama, sin hablar y sin comer. Entretanto Ezio Longo había tenido tiempo de meditar y la ira se le había transformado en una frustración sorda que le trajo a la memoria el abandono de su infancia, la pobreza de su juventud, la soledad de su existencia y toda esa inagotable hambre de cariño que lo acompañaron hasta que conoció a Maurizia Rugieri y creyó haber conquistado a una diosa. Al tercer día no aguantó más y entró en la pieza de su mujer.

–Por nuestro hijo, Maurizia, debes sacarte de la cabeza esas fantasías. Ya sé que no soy muy romántico, pero si me ayudas, puedo cambiar. Yo no soy hombre para aguantar cuernos y te quiero demasiado para dejarte ir. Si me das la oportunidad, te haré feliz, te lo juro.

Por toda respuesta ella se volvió contra la pared y prolongó su ayuno dos días más. Su marido regresó.

–Me gustaría saber qué carajo es lo que te falta en este mundo, a ver si puedo dártelo –le dijo, derrotado.

–Me falta Leonardo. Sin él me voy a morir.

–Está bien. Puedes ir con ese mequetrefe si quieres, pero no volverás a ver a nuestro hijo nunca más. Ella hizo sus maletas, se vistió de muselina, se puso un sombrero con un velo y llamó a un coche de alquiler. Antes de partir besó al niño sollozando y le susurró al oído que muy pronto volvería a buscarlo. Ezio Longo –quien en una semana había perdido seis kilos y la mitad del cabello– le quitó a la criatura de los brazos.

Maurizia Rugieri llegó a la pensión donde vivía su enamorado y se encontró con que éste se había ido hacía dos días a trabajar como médico en un campamento petrolero, en una de esas provincias calientes, cuyo nombre evocaba indios y culebras. Le costó convencerse de que él había partido sin despedirse, pero lo atribuyó a la paliza recibida en la pastelería, concluyó que Leonardo era un poeta y que la brutalidad de su marido debió desconcertarlo. Se instaló en un hotel y en los días siguientes mandó telegramas a todos los puntos imaginables. Por fin logró ubicar a Leonardo Gómez para anunciarle que por él había renunciado a su único hijo, desafiado a su marido, a la sociedad y al mismo Dios y que su decisión de seguirlo en su destino, hasta que la muerte los separara, era absolutamente irrevocable.

El viaje fue una pesada expedición en tren, en camión y en algunas partes por vía fluvial. Maurizia jamás había salido sola fuera de un radio de treinta cuadras alrededor de su casa, pero ni la grandeza del paisaje ni las incalculables distancias pudieron atemorizarla. Por el camino perdió un par de maletas y su vestido de muselina quedó convertido en un trapo amarillo de polvo, pero llegó por fin al cruce del río donde debía esperarla Leonardo. Al bajarse del vehículo vio una piragua en la orilla y hacia allá corrió con los jirones del velo volando a su espalda y su largo cabello escapando en rizos del sombrero. Pero en vez de su Mario, encontró a un negro con casco de explorador y dos indios melancólicos con los remos en las manos. Era tarde para retroceder. Aceptó la explicación de que el doctor Gómez había tenido una emergencia y se subió al bote con el resto de su maltrecho equipaje, rezando para que aquellos hombres no fueran bandoleros o caníbales. No lo eran, por fortuna, y la llevaron sana y salva por el agua a través de un extenso territorio abrupto y salvaje, hasta el lugar donde la aguardaba su enamorado. Eran dos villorrios, uno de largos dormitorios comunes donde habitaban los trabajadores; y otro, donde vivían los empleados, que consistía en las oficinas de la compañía, veinticinco casas prefabricadas traídas en avión desde los Estados Unidos, una absurda cancha de golf y una pileta de agua verde que cada mañana amanecía llena de enormes sapos, todo rodeado de un cerco metálico con un portón custodiado por dos centinelas. Era un campamento de hombres de paso, allí la existencia giraba en torno de ese lodo oscuro que emergía del fondo de la tierra como un inacabable vómito de dragón. En aquellas soledades no había más mujeres que algunas sufridas compañeras de los trabajadores; los gringos y los capataces viajaban a la ciudad cada tres meses para visitar a sus familias. La llegada de la esposa del doctor Gómez, como la llamaron, trastornó la rutina por unos días, hasta que se acostumbraron a verla pasear con sus velos, su sombrilla y sus zapatos de baile, como un personaje escapado de otro cuento.

Maurizia Rugieri no permitió que la rudeza de esos hombres o el calor de cada día la vencieran, se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo logró. Convirtió a Leonardo Gómez en el héroe de su propio melodrama, adornándolo con virtudes utópicas y exaltando hasta la demencia la calidad de su amor, sin detenerse a medir la respuesta de su amante para saber si él la seguía al mismo paso en esa desbocada carrera pasional. Si Leonardo Gómez daba muestras de quedarse muy atrás, ella lo atribuía a su carácter tímido y su mala salud, empeorada por ese clima maldito. En verdad, tan frágil parecía él, que ella se curó definitivamente de todos sus antiguos malestares para dedicarse a cuidarlo. Lo acompañaba al primitivo hospital y aprendió los menesteres de enfermera para ayudarlo. Atender víctimas de malaria o curar horrendas heridas de accidentes en los pozos le parecía mejor que permanecer encerrada en su casa, sentada bajo un ventilador, leyendo por centésima vez las mismas revistas añejas y novelas románticas. Entre jeringas y apósitos podía imaginarse a sí misma como una heroína de la guerra, una de esas valientes mujeres de las películas que veían a veces en el club del campamento. Se negó con una determinación suicida a percibir el deterioro de la realidad, empeñada en embellecer cada instante con palabras, ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo. Hablaba de Leonardo Gómez –a quien siguió llamando Mario– como de un santo dedicado al servicio de la humanidad, y se impuso la tarea de mostrarle al mundo que ambos eran los protagonistas de un amor excepcional, lo cual acabó por desalentar a cualquier empleado de la Compañía que pudiera haberse sentido inflamado por la única mujer blanca del lugar. A la barbarie del campamento, Maurizia la llamó contacto con la naturaleza e ignoró los mosquitos, los bichos venenosos, las iguanas, el infierno del día, el sofoco de la noche y el hecho de que no podía aventurarse sola más allá del portón. Se refería a su soledad, su aburrimiento y su deseo natural de recorrer la ciudad, vestirse a la moda, visitar a sus amigas e ir al teatro, como una ligera nostalgia. A lo único que no pudo cambiarle el nombre fue a ese dolor animal que la doblaba en dos al recordar a su hijo, de modo que optó por no mencionarlo jamás.

Leonardo Gómez trabajó como médico del campamento durante más de diez años, hasta que las fiebres y el clima acabaron con su salud. Llevaba mucho tiempo dentro del cerco protector de la Compañía Petrolera, no tenía ánimo para iniciarse en un medio más agresivo y, por otra parte, aún recordaba la furia de Ezio Longo cuando lo reventó contra la pared, así que ni siquiera consideró la eventualidad de volver a la capital. Buscó otro puesto en algún rincón perdido donde pudiera seguir viviendo en paz, y así llegó un día a Agua Santa con su mujer, sus instrumentos de médico y sus discos de ópera. Era la década de los cincuenta y Maurizia Rugieri se bajó del autobús vestida a la moda, con un estrecho traje a lunares y un enorme sombrero de paja negra, que había encargado por catálogo a Nueva York, algo nunca visto por esos lados. De todas maneras, los acogieron con la hospitalidad de los pueblos pequeños y en menos de veinticuatro horas todos conocían la leyenda de amor de los recién llegados. Los llamaron Tosca y Mario, sin tener la menor idea de quiénes eran esos personajes, pero Maurizia se encargó de hacérselos saber. Abandonó sus prácticas de enfermera junto a Leonardo, formó un coro litúrgico para la parroquia y ofreció los primeros recitales de canto en la aldea. Mudos de asombro, los habitantes de Agua Santa la vieron transformada en Madame Butterfly sobre un improvisado escenario en la escuela, ataviada con una estrambótica bata de levantarse, unos palillos de tejer en el peinado, dos flores de plástico en las orejas y la cara pintada con yeso blanco, trinando con su voz de pájaro. Nadie entendió ni una palabra del canto, pero cuando se puso de rodillas y sacó un cuchillo de cocina amenazando con enterrárselo en la barriga, el público lanzó un grito de horror y un espectador corrió a disuadirla, le arrebató el arma de las manos y la obligó a ponerse de pie. Enseguida se armó una larga discusión sobre las razones para la trágica determinación de la dama japonesa, y todos estuvieron de acuerdo en que el marino norteamericano que la había abandonado era un desalmado, pero no valía la pena morir por él, puesto que la vida es larga y hay muchos hombres en este mundo. La representación terminó en holgorio cuando se improvisó una banda que interpretó unas cumbias y la gente se puso a bailar. A esa noche memorable siguieron otras similares: canto, muerte, explicación por parte de la soprano del argumento de la ópera, discusión pública y fiesta final.

El doctor Mario y la señora Tosca eran dos miembros selectos de la comunidad, él estaba a cargo de la salud de todos y ella de la vida cultural y de informar sobre los cambios en la moda. Vivía en una casa fresca y agradable, la mitad de la cual estaba ocupada por el consultorio. En el patio tenían una guacamaya azul y amarilla, que volaba sobre sus cabezas cuando salían a pasear por la plaza. Se sabía por dónde andaban el doctor o su mujer porque el pájaro los acompañaba siempre a dos metros de altura, planeando silenciosamente con sus grandes alas de animal pintarrajeado. En Agua Santa vivieron muchos años, respetados por la gente, que los señalaba como un ejemplo de amor perfecto.

En uno de esos ataques el doctor se perdió en los caminos de la fiebre y ya no pudo regresar. Su muerte conmovió al pueblo. Temieron que su mujer cometiera un acto fatal, como tantos que había representado cantando, así es que se turnaron para acompañarla de día y de noche durante las semanas siguientes. Maurizia Rugieri se vistió de luto de pies a cabeza, pintó de negro todos los muebles de la casa y arrastró su dolor como una sombra tenaz que le marcó el rostro con dos profundos surcos junto a la boca, sin embargo no intentó poner fin a su vida. Tal vez en la intimidad de su cuarto, cuando estaba sola en la cama, sentía un profundo alivio porque ya no tenía que seguir tirando de la pesada carreta de sus sueños, ya no era necesario mantener vivo al personaje inventado para representarse a sí misma, ni seguir haciendo malabarismos para disimular las flaquezas de un amante que nunca estuvo a la altura de sus ilusiones. Pero el hábito del teatro estaba demasiado enraizado. Con la misma paciencia infinita con que antes se creó una imagen de heroína romántica, en la viudez construyó la leyenda de su desconsuelo. Se quedó en Agua Santa, siempre vestida de negro, aunque el luto ya no se usaba desde hacía mucho tiempo, y se negó a cantar de nuevo, a pesar de las súplicas de sus amigos, quienes pensaban que la ópera podría darle consuelo. El pueblo estrechó el círculo alrededor de ella, como un fuerte abrazo, para hacerle la vida tolerable y ayudarla en sus recuerdos. Con la complicidad de todos, la imagen del doctor Gómez creció en la imaginación popular. Dos años después hicieron una colecta para fabricar un busto de bronce que colocaron sobre una columna en la plaza, frente a la estatua de piedra del libertador.

Ese mismo año abrieron la autopista que pasó frente a Agua Santa, alterando para siempre el aspecto y el ánimo del pueblo. Al comienzo la gente se opuso al proyecto, creyendo que sacarían a los pobres reclusos del Penal de Santa María para ponerlos, engrillados, a cortar árboles y picar piedras, como decían los abuelos que había sido construida la carretera en tiempos de la dictadura del Benefactor, pero pronto llegaron los ingenieros de la ciudad con la noticia de que el trabajo lo realizarían máquinas modernas, en vez de los presos. Detrás de ellos vinieron los topógrafos y después las cuadrillas de obreros con cascos anaranjados y chalecos que brillaban en la oscuridad. Las máquinas resultaron ser unas moles de hierro del tamaño de un dinosaurio, según cálculos de la maestra de escuela, en cuyos flancos estaba pintado el nombre de la empresa, Ezio Longo e Hijo. Ese mismo viernes llegaron el padre y el hijo a Agua Santa para revisar las obras y pagar a los trabajadores.

Al ver los letreros y las máquinas de su antiguo marido, Maurizia Rugieri se escondió en su casa con puertas y ventanas cerradas, con la insensata esperanza de mantenerse fuera del alcance de su pasado. Pero durante veintiocho años había soportado el recuerdo de su hijo ausente, como un dolor clavado en el centro del cuerpo, y cuando supo que los dueños de la compañía constructora estaban en Agua Santa almorzando en la taberna, no pudo seguir luchando contra su instinto. Se miró en el espejo. Era una mujer de cincuenta y un años, envejecida por el sol del trópico y el esfuerzo de fingir una felicidad quimérica, pero sus rasgos aún mantenían la nobleza del orgullo. Se cepilló el cabello y lo peinó en un moño alto, sin intentar disimular las canas, se colocó su mejor vestido negro y el collar de perlas de su boda, salvado de tantas aventuras, y en un gesto de tímida coquetería se puso un toque de lápiz negro en los ojos y de carmín en las mejillas y en los labios. Salió de su casa protegiéndose del sol con el paraguas de Leonardo Gómez. El sudor le corría por la espalda, pero ya no temblaba.

A esa hora las persianas de la taberna estaban cerradas para evitar el calor del mediodía, de modo que Maurizia Rugieri necesitó un buen rato para acomodar los ojos a la penumbra y distinguir en una de las mesas del fondo a Ezio Longo y el hombre joven que debía ser su hijo. Su marido había cambiado mucho menos que ella, tal vez porque siempre fue una persona sin edad. El mismo cuello de león, el mismo sólido esqueleto, las mismas facciones torpes y ojos hundidos, pero ahora dulcificados por un abanico de arrugas alegres producidas por el buen humor. Inclinado sobre su plato, masticaba con entusiasmo, escuchando la charla del hijo. Maurizia los observó de lejos. Su hijo debía andar cerca de los treinta años. Aunque tenía los huesos largos y la piel delicada de ella, los gestos eran los de su padre, comía con igual placer, golpeaba la mesa para enfatizar sus palabras, se reía de buena gana, era un hombre vital y enérgico, con un sentido categórico de su propia fortaleza, bien dispuesto para la lucha. Maurizia miró a Ezio Longo con ojos nuevos y vio por primera vez sus macizas virtudes masculinas. Dio un par de pasos al frente, conmovida, con el aire atascado en el pecho, viéndose a sí misma desde otra dimensión, como si estuviera sobre un escenario representando el momento más dramático del largo teatro que había sido su existencia, con los nombres de su marido y su hijo en los labios y la mejor disposición para ser perdonada por tantos años de abandono. En ese par de minutos vio los minuciosos engranajes de la trampa donde se había metido durante tres décadas de alucinaciones. Comprendió que el verdadero héroe de la novela era Ezio Longo, y quiso creer que él había seguido deseándola y esperándola durante todos esos años con el amor persistente y apasionado que Leonardo Gómez nunca pudo darle porque no estaba en su naturaleza.

En ese instante, cuando un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra y puesto en evidencia, el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le dijo algo con un guiño simpático. Los dos estallaron en carcajadas, palmoteándose los brazos, desordenándose mutuamente el cabello, con una ternura viril y una firme complicidad de la cual Maurizia Rugieri y el resto del mundo estaban excluidos. Ella vaciló por un momento infinito en la frontera entre la realidad y el sueño, luego retrocedió, salió de la taberna, abrió su paraguas negro y volvió a su casa con la guacamaya volando sobre su cabeza, como un estrafalario arcángel de calendario.

 

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