Edmundo Valadés
De pronto, todas las cabezas
desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de
los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas
direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban
sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza
macabra.
Él estaba tenso. El
ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en
la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían
la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del
soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al
chocar unos contra otros.
Empezó a oír el
graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El
silbatazo de ataque. Y gritos. Gritos espantosos que le taladraban la espina
dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?
Reaparecieron las
cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la
izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda.
Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo
aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos…
Se lanzó por las escaleras.
A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones.
Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.
La puerta. La
plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.
Detuvo el taxi: al
hotel.
Cerró los ojos. Los
abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque
que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los
árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.
Luego, lo de
siempre: el silencio largo.
“¿Le pasa algo?”
Pagó. Entró en el
hotel. A su cuarto.
Se desplomó sobre
la cama.
A gemir la paz
definitivamente perdida para él.
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