Ambrose Bierce
Cuando
el gran GichiKuktai era Mikado, condenó a la decapitación a Jijiji Ri, alto
funcionario de la Corte. Poco después del momento señalado para la ceremonia,
¡cuál no sería la sorpresa de Su Majestad al ver que el hombre que debió morir
diez minutos antes, se acercaba tranquilamente al trono!
–¡Mil setecientos dragones! –exclamó el
enfurecido monarca–. ¿No te condené a presentarte en la plaza del mercado, para
que el verdugo público te cortara la cabeza a las tres? ¿Y no son ahora las
tres y diez?
–Hijo de mil ilustres deidades –respondió
el ministro condenado–, todo lo que dices es tan cierto, que en comparación la
verdad es mentira. Pero los soleados y vivificantes deseos de Vuestra Majestad
han sido pestilentemente descuidados. Con alegría corrí y coloqué mi cuerpo
indigno en la plaza del mercado. Apareció el verdugo con su desnuda cimitarra,
ostentosamente la floreó en el aire y luego, dándome un suave toquecito en el
cuello, se marchó, apedreado por la plebe, de quien siempre he sido un
favorito. Vengo a reclamar que caiga la justicia sobre su deshonorable y
traicionera cabeza.
–¿A qué regimiento de verdugos pertenece
ese miserable de negras entrañas?
–Al gallardo Nueve mil Ochocientos Treinta
y Siete. Lo conozco. Se llama SakkoSamshi.
–Que lo traigan ante mí –dijo el Mikado a
un ayudante, y media hora después el culpable estaba en su Presencia.
–¡Oh, bastardo, hijo de un jorobado de
tres patas sin pulgares! –rugió el soberano–. ¿Por qué has dado un suave
toquecito al cuello que debiste tener el placer de cercenar?
–Señor de las Cigüeñas y de los Cerezos –respondió,
inmutable, el verdugo–, ordénale que se suene las narices con los dedos.
Ordenólo el rey. Jijiji Ri sujetose la
nariz y resopló como un elefante. Todos esperaban ver cómo la cabeza cercenada saltaba
con violencia, pero nada ocurrió. La ceremonia prosperó pacíficamente hasta su
fin. Todos los ojos se volvieron entonces al verdugo, quien se había puesto tan
blanco como las nieves que coronan el Fujiyama. Le temblaban las piernas y
respiraba con un jadeo de terror.
–¡Por mil leones de colas de bronce! –gritó–
¡Soy un espadachín arruinado y deshonrado! ¡Golpeé sin fuerza al villano,
porque al florear la cimitarra la hice atravesar por accidente mi propio
cuello! Padre de la Luna, renuncio a mi cargo.
Dicho esto, agarró su coleta, levantó su
cabeza y avanzando hacia el trono, la depositó humildemente a los pies del
Mikado.
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