Ignacio Aldecoa
A las doce menos cuarto del mediodía de
ayer se derrumbó una casa en construcción.
(De los periódicos)
Hacía daño respirar. Las sirenas de las
fábricas se clavaban en el costado blanco de la mañana. Pasaron hacia los vertederos
los carros de la basura. Pedro Sánchez se sopló los dedos.
Despertó Antonia Puerto;
lloraba el pequeño. Antonia abrió la ventana un poquito y entró el frío como un
pájaro, dando vueltas a la habitación. Tosió el pequeño. Antonia cerró y el frío
se fue haciendo chiquito, hasta desaparecer. También se despertó Juan, con ojos
de liebre asustada; dio una vuelta en la cama y desveló a su hermano mayor.
Antonia cerró la ventana.
La habitación olía pesadamente. Pasó los dedos, con las yemas duras, por el cristal
con postillas de hielo. Tenía un sabor agrio en la boca que le producía una muela
cariada. Miró la calle, con los charcos helados y los montones de grava duros e
hilvanados de escarcha. Oyó a su hijo pequeño llorar. Pedro se había marchado al
trabajo. Llevaban diez años casados. Un hijo; cada dos años, un hijo. El primero
nació muerto y ya no lo recordaba; no tenía tiempo. Después llegaron Luis, Juan
y el pequeño. Para el verano esperaba otro. Pedro trabajaba en la construcción;
tuvo mejor trabajo, pero ya se sabe: las cosas… No ganaba mucho y había que ayudarse.
Para eso estaba ella, además de para renegar y poner orden en la casa. Antonia hacía
camisas del Ejército.
El pequeño lloraba y
despertó a sus hermanos. Luis, el mayor, saltó de la cama en camisa y apresuradamente
se puso los pantalones. Juan se quedó jugando con las rodillas a hacer montañas
y organizar cataclismos.
La orografía de las
mantas le hacía soñar; inventaba paisajes, imaginaba ríos en los que pudiera pescar,
piedra a piedra, por supuesto, cangrejos. Cangrejos y arroz, porque esto era lo
mejor de las excursiones domingueras del verano.
Luis ya se había lavado
y el pequeño no lloraba. Entró una vecina a pedir un poco de leche –en su casa se
cortó inexplicablemente–. Antonia se la dio. La vecina, con un brazo cruzado sobre
el pecho y con el otro recogido, sosteniendo un cazo abollado, comenzó a hablar.
A Juan le llegaban las voces muy confusas. La vecina decía:
–Los chicos, al nacer,
tienen los huesos así… Después tienen que crecer por los dos lados para que vuelvan
a su ser… Si crecen solo por uno…
–¡Juan!
La voz de la madre le
sobresaltó. Todavía intentó soñar.
–Ya voy.
–Levántate o te ganas
una tunda.
Juan no tuvo más remedio:
se levantó. La habitación estaba pegada a la cocina. En la habitación se estaba
bien, pero luego de haber ido a la cocina no se podía volver: se comenzaba a tintar.
Juan cogió el orinal.
La voz de la madre le llegó con una nueva amenaza.
–Cochino. Vete al váter.
No quería ir al retrete
porque hacía mucho frío, pero fue; el retrete estaba en el patio. Al volver se había
marchado la vecina. La madre le agarró del pescuezo y le arrastró a la fregadera:
–¡A ver cuándo aprendes
a lavarte solo!
Por fin desayunó.
Con la tripa caliente
salió al patio. Sus amigos estaban jugando con unas escobas a barrenderos de jardines.
Trazaban medios círculos y se acompañaban con onomatopeyas. Estuvo un rato mirándoles
con las manos en los bolsillos. Estuvo mirándoles con desprecio. Se puso un momento
a la pata coja para rascarse un tobillo. Sin embargo, no sacó la mano izquierda
del pantalón. A poco bajó su hermano Luis a un recado. Decidió acompañarle.
Daba gusto subir a los
montones de grava. Pararse a mirar un charco y romper el hielo con el tacón. Recoger
una caja de cerillas vacía o un simple, triste y húmedo papel.
Antonia trabaja junto
a la ventana sentada en una silla ancha y pequeña. La luz del patio es amarga; es
una luz prisionera, una luz que hace bajar mucho la cabeza para coser. En el fogón
una olla tiembla. Antonia deja la camisa sobre las rodillas y abulta la mejilla
con la lengua, tanteando la muela. Hasta las diez no vuelven los chiquillos, porque
se han entretenido o tal vez porque prefieren el frío de la calle al encierro de
la casa. Antonia les insulta con voz áspera y tierna. Luis está convicto de su falta.
Juan saca los labios bembones.
–Y tú no te hagas el
sueco, Juan. No seas cínico.
Luego Antonia comienza
un monólogo –siempre el mismo– que la descansa. Los chicos están parados observando
a su madre, hasta que los larga a la calle.
–Podéis iros, aquí no
pintáis nada.
Juan camina lentamente
hacia la puerta. La entreabre… Está a punto de saltar a la libertad cuando la madre
le llama:
–No corras mucho; puedes
sudar y enfriarte, y ¡ya sabes!, al hospital, porque aquí no queremos enfermos.
Las dos amenazas que
usa, sin resultado alguno, con sus hijos, son el hospital y el hospicio. Cuando
no los conmueve a primera vista echa mano del padre:
–Se lo diré a tu padre;
él te arreglará… Cuando vuelva tu padre te ajustará las cuentas… Si lo vuelves a
hacer ya verás a las doce la que te espera.
Juan siente escalofríos
por la espalda cuando le amenazan con su padre. Llegará cansado y si le pega le
pegará aburrida y serenamente. Está seguro que le pegará sin darle importancia.
No como la madre, que lo hace a conciencia y entre gritos.
Un rayo de sol dora
las fachadas, ahora que la niebla alta se ha despejado. Los gorriones se hinchan
como los papos de un niño reteniendo el aire. Un perro se estira al sol con la lengua
fuera. El caballo de la tartana del lechero pega con los cascos en el suelo y mueve
las orejas. La mañana bosteza de felicidad.
Juan se mete en un solar
a vagabundear. Silba y tira piedras. Los cristales de la casa de enfrente son de
un color sanguinolento, tal que el agua cuando se lava las narices ensangrentadas
por haberse hurgado mucho. Las paredes de la casa contigua al solar son grises,
como cuando se pone la huella del dedo untado en saliva en el tabique blanqueado.
Juan sí que sabe buscar caras de payasos en las manchas de las paredes. Recuerda
algún catarro en el que el único entretenimiento eran las caras de la pared.
Antonia se asoma y grita:
–Juan, sube.
–Ya voy, madre.
Pero Juan, el soñador
Juan, se retrasa buscando no sabe qué por el solar.
Al fin alcanza el portal
y sube. La madre, sencillamente dice:
–Coge eso y llévalo
al tendero. Ya pasaré yo. En cuanto a lo que hagas puedes seguir; no te voy a decir
nada.
La madre ensaya un bello
gesto de ironía:
–Hasta que lleguen las
doce te queda tiempo; puedes hacer lo que quieras.
Luis está sentado con
el hermano pequeño en brazos. Luis sonríe porque siente que están premiando su virtud.
Juan se asusta. Hace muchos días que no le decían esto. Sí, ahora Juan puede hacer
lo que quiera, pero por muy poco tiempo: una hora, hora y cuarto todo lo más si
el padre se para a tomar un vaso con sus amigos. Pero le parece difícil; es viernes,
y los viernes ni hay vino para su padre ni mucha comida para ellos. Ha tenido mala
suerte. Juan no entiende de reloj. Cuando llega a la tienda con el capazo de su
madre pregunta al dueño:
–Por favor, ¿me dice
qué hora es?
–Las once y diez, chico.
–Mi madre, que luego
pasará.
–Bien, chico. Toma unas
almendras.
El tendero es bueno
y da almendras a los hijos de sus clientes. Juan balbucea las gracias y sale. Hoy
no le interesan mucho las almendras. Las mete en un bolsillo y se dedica a ronzar
una, mientras cavila en lo pronto que llegarán las doce.
Juan se sienta en el
umbral de su casa a meditar lo que puede hacer. Puede hacer: volver al solar a buscar;
subir a casa y pedir perdón; llegarse hasta la esquina y ver cómo trabajan unos
hombres haciendo una zanja; subir a casa y acurrucarse en un rincón a esperar; entretenerse
en el patio y dar voces para que su madre lo sienta cerca y juzgue que es bueno.
Sí; esto último es lo que tiene que hacer.
En el patio juegan con
un cajón los que antes jugaban a barrenderos.
Juan se les queda mirando
con un gesto de súplica en los ojos. Uno de ellos, sudoroso, jadeante, se vuelve
a él y le pregunta:
–¿Quieres jugar?
–Bueno.
Juan reparte las almendras
generosamente. Antonia Puerto sigue cosiendo. De vez en cuando se levanta a atender
la cocina. La olla continúa temblando y gimiendo. Indefectiblemente, al quitarle
la tapa se quema los dedos. Tiene que cogerla con el delantal. Luis le ayuda; el
pequeño balbucea. De abajo le llegan las voces de Juan; enternecida, se asoma a
la ventana.
Juan se vuelve en aquel
momento y sorprende a su madre. A las doce menos cuarto Juan ha ganado.
Una vecina entra de
la calle y cruza el patio con rapidez. Al ver a Juan le pregunta:
–¿Está tu madre?
El chico asiente con
la cabeza y echa tras de ella. Cuando llegan a su piso la vecina llama con los nudillos,
nerviosa, rápida, telegráficamente. Es como un extraño SOS. Esta llamada de timbre,
de nudillos, de aldaba, que hace a los habitantes de una casa salir velozmente con
el corazón en un puño. Aparece Antonia Puerto.
–¿Qué ha pasado, Carmen?
–Ahora te lo digo. Pasa,
Juan. Que tienes que ir al teléfono. Te llama el capataz de la obra. A tu Pedro
le ha pasado algo.
Quitándose el delantal,
Antonia se abalanza escaleras abajo.
–Cuídate de esos.
–No te preocupes.
Juan lo ha oído todo
y empieza a llorar ruidosamente. Luis, asustado, le imita. La vecina coge al pequeño
en brazos e intenta calmarlos. La vecina ha cerrado la puerta.
Antonia entra en la
tienda donde está el único teléfono de la calle. No acierta a hablar:
–Sí… yo… ¿Ha sido mucho…?
Ahora mismo.
El sol entra por el
escaparate reflejando el rojo color de un queso de bola sobre el mármol del mostrador.
Las sirenas de las fábricas
se levantan al cielo puro, transparente del mediodía. Han llegado las doce.
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