Isabel Allende
Horacio Fortunato había alcanzado los
cuarenta y seis años cuando entró en su vida la judía escuálida que estuvo a punto
de cambiarle sus hábitos de truhan y destrozarle la fanfarronería. Era de raza de
gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y una habilidad natural para
dar saltos mortales y a la edad en que otras criaturas se arrastran como gusanos,
ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la dentadura al león. Antes
de que su padre lo convirtiera en una empresa seria, en vez de la humorada que hasta
entonces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas que glorias. En algunas
épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos o tres miembros del
clan deambulando por los caminos en un destartalado carromato, con una carpa rotosa
que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio cargó solo con el peso
de todo el espectáculo durante años; caminaba en la cuerda floja, hacía malabarismos
con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía tanto naranjas como
serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con su única compañera,
una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el abuelo logró sobreponerse
al infortunio y mientras muchos otros circos sucumbieron vencidos por otras diversiones
modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo retirarse al sur del continente
a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole una empresa sin deudas a
su hijo Fortunato. Este hombre carecía de la humildad de su padre y no era proclive
a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un chimpancé, pero en cambio
estaba dotado de una firme prudencia de comerciante. Bajo su dirección el circo
creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más grande del país. Tres
carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto tenderete de los malos
tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de fieras amaestradas,
y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas, incluyendo al único
enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta de la carabela
de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo Internacional
Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como antes lo hiciera
con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales desde
el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes
ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con
la carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se
quedaba sin saber que el circo había llegado.
Fortunato II se casó
con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron Horacio. La mujer se
quedó en un lugar de paso, decidida a independizarse del marido y mantenerse mediante
su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella prevaleció un recuerdo
difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la imagen de su madre de
las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él tenía diez años, su padre
se casó con otra artista del circo, esta vez con una equitadora capaz de equilibrarse
de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una grupa a otra con los ojos vendados.
Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes que usara, no podía quitarse un
rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y esfuerzo. En su regazo magnífico
el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único, encontraba consuelo por la ausencia
de su madre. Pero con el tiempo la equitadora también partió sin despedirse. En
la madurez Fortunato se casó en terceras nupcias con una suiza que andaba conociendo
América en un bus de turistas. Estaba cansado de su existencia de beduino y se sentía
viejo para nuevos sobresaltos, de modo que cuando ella se lo pidió no tuvo ni el
menor inconveniente en cambiar el circo por un destino sedentario y acabó instalado
en una finca de los Alpes, entre cerros y bosques bucólicos. Su hijo Horacio, que
ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la empresa.
Horacio se había criado
en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir siempre sobre ruedas y
vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte. No envidiaba en
absoluto a otras criaturas que iban de uniforme gris a la escuela y tenían trazados
sus destinos desde antes de nacer. Por contraste, él se sentía poderoso y libre.
Conocía todos los secretos del circo y con la misma actitud desenfadada limpiaba
los excrementos de las fieras o se balanceaba a cincuenta metros de altura vestido
de húsar, seduciendo al público con su sonrisa de delfín. Si en algún momento añoró
algo de estabilidad, no lo admitió ni dormido. La experiencia de haber sido abandonado,
primero por la madre y luego por la madrastra, lo hizo desconfiado, sobre todo de
las mujeres, pero no llegó a convertirse en un cínico, porque del abuelo había heredado
un corazón sentimental. Tenía un inmenso talento circense, pero más que el arte
le interesaba el aspecto comercial del negocio. Desde pequeño se propuso ser rico,
con la ingenua intención de conseguir con dinero la seguridad que no obtuvo en su
familia. Multiplicó los tentáculos de la empresa comprando una cadena de estadios
de boxeo en varias capitales. Del boxeo pasó naturalmente a la lucha libre y como
era hombre de imaginación juguetona, transformó ese grosero deporte en un espectáculo
dramático. Fueron iniciativas suyas la Momia, que se presentaba en el ring dentro
de un sarcófago egipcio; Tarzán, cubriendo sus impudicias con una piel de tigre
tan pequeña que a cada salto del luchador el público retenía el aliento a la espera
de alguna revelación; el Ángel, que apostaba su cabellera de oro y cada noche la
perdía bajo las tijeras del feroz Kuramoto –un indio mapuche disfrazado de samurái–
para reaparecer al día siguiente con sus rizos intactos, prueba irrefutable de su
condición divina. Éstas y otras aventuras comerciales, así como sus apariciones
públicas con un par de guardaespaldas, cuyo papel consistía en intimidar a sus competidores
y picar la curiosidad de las mujeres, le dieron un prestigio de hombre malo, que
él celebraba con enorme regocijo. Llevaba una buena vida, viajaba por el mundo cerrando
tratos y buscando monstruos, aparecía en clubes y casinos, poseía una mansión de
cristal en California y un rancho en Yucatán, pero vivía la mayor parte del año
en hoteles de ricos. Disfrutaba de la compañía de rubias de alquiler. Las escogía
suaves y de senos frutales, como homenaje al recuerdo de su madrastra, pero no se
afligía demasiado por asuntos amorosos y cuando su abuelo le reclamaba que se casara
y echara hijos al mundo para que el apellido de los Fortunato no se desintegrara
sin heredero, él replicaba que ni demente subiría al patíbulo matrimonial. Era un
hombronazo moreno con una melena peinada a la cachetada, ojos traviesos y una voz
autoritaria, que acentuaba su alegre vulgaridad. Le preocupaba la elegancia y se
compraba ropa de duque, pero sus trajes resultaban un poco brillantes, las corbatas
algo audaces, el rubí de su anillo demasiado ostentoso, su fragancia muy penetrante.
Tenía el corazón de un domador de leones y ningún sastre inglés lograba disimularlo.
Este hombre, que había
pasado buena parte de su existencia alborotando el aire con sus despilfarros, se
cruzó un martes de marzo con Patricia Zimmerman y se le terminaron la inconsecuencia
del espíritu y la claridad del pensamiento. Se hallaba en el único restaurante de
esta ciudad donde todavía no dejan entrar negros, con cuatro compinches y una diva
a quien pensaba llevar por una semana a las Bahamas, cuando Patricia entró al salón
del brazo de su marido, vestida de seda y adornada con algunos de esos diamantes
que hicieron célebre a la firma Zimmerman y Cía. Nada más diferente a su inolvidable
madrastra olorosa a sudor de caballos o a las rubias complacientes, que esa mujer.
La vio avanzar, pequeña, fina, los huesos del escote a la vista y el cabello castaño
recogido en un moño severo, y sintió las rodillas pesadas y un ardor insoportable
en el pecho. Él prefería a las hembras simples y bien dispuestas para la parranda
y a esa mujer había que mirarla de cerca para valorar sus virtudes, y aun así sólo
serían visibles para un ojo entrenado en apreciar sutilezas, lo cual no era el caso
de Horacio Fortunato. Si la vidente de su circo hubiera consultado su bola de cristal
para profetizarle que se enamoraría al primer vistazo de una aristócrata cuarentona
y altanera, se habría reído de buena gana, pero eso mismo le ocurrió al verla avanzar
en su dirección como la sombra de alguna antigua emperatriz viuda, en su atavío
oscuro y con las luces de todos esos diamantes refulgiendo en su cuello. Patricia
pasó por su lado y durante un instante se detuvo ante ese gigante con la servilleta
colgada del chaleco y un rastro de salsa en la comisura de la boca. Horacio Fortunato
alcanzó a percibir su perfume y apreciar su perfil aguileño y se olvidó por completo
de la diva, los guardaespaldas, los negocios y todos los propósitos de su vida,
y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la mejor
manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus invitados
se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia Zimmerman
se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún designio
torcido.
Esa misma noche llegó
a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de orquídeas. Patricia miró
la tarjeta, un rectángulo color sepia con un nombre de novela escrito en arabescos
dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se trataba del tipo
engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la esperanza
de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero de sus
flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta,
sin tarjeta. El mayordomo también la colocó en la basura. El resto de la semana
despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda,
una pirámide de claveles blancos en copa de plata, una docena de tulipanes negros
importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra
caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán,
cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a responder
al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le ocurrió
el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó de
salir porque encontraba a Fortunato en lugares inesperados: observándola desde el
palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes
de que su chofer alcanzara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión
en un ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya
se le pasará, ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal
sueño, seguía allí, al otro lado de las paredes, resoplando. La mujer pensó llamar
a la policía o recurrir a su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió.
Una mañana estaba atendiendo su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció
la visita del presidente de la empresa Fortunato e Hijos.
–¿En mi propia casa,
cómo se atreve? –murmuró Patricia con el corazón al galope. Necesitó echar mano
de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en salones, para
disimular el temblor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la tentación de
enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero comprendió que le fallarían
las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo.
–Dígale que no estoy.
Muéstrele la puerta y avísele a los empleados que ese caballero no es bienvenido
en esta casa –ordenó.
Al día siguiente no
hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de alivio o de
despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana se sintió
libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza.
Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza.
Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de terciopelo morado con la
marca de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando
que su marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado
de una de esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer
y a detestar. El dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventurero parecía
dispuesto a arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una
joya imposible de disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a
su casa. Esta vez no era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores
recibidas hasta entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en
su escritorio. Media hora más tarde llamó al chofer y lo mandó a entregar un paquete
a la misma dirección donde había devuelto varias cartas. Al desprenderse de la joya
no sintió alivio alguno, por el contrario, tenía la impresión de hundirse en un
pantano.
Pero para esa fecha
también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni un paso, dando
vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para cortejar a
una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas eran diferentes
a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui, no podía
continuar así por mucho tiempo, su salud de toro empezaba a resentirse, dormía a
sacudones, se le acababa el aire en el pecho, el corazón se le atolondraba, sentía
fuego en el estómago y campanas en las sienes. Sus negocios también sufrían el impacto
de su mal de amor, tomaba decisiones precipitadas y perdía dinero. Carajo, ya no
sé quién soy ni dónde estoy parado, maldita sea, refunfuñaba sudando, pero ni por
un momento consideró la posibilidad de abandonar la cacería.
Con el estuche morado
de nuevo en sus manos, abatido en un sillón del hotel donde se hospedaba, Fortunato
se acordó de su abuelo. Rara vez pensaba en su padre, pero a menudo volvía a su
memoria ese abuelo formidable que a los noventa y tantos años todavía cultivaba
sus hortalizas. Tomó el teléfono y pidió una comunicación de larga distancia.
El viejo Fortunato estaba
casi sordo y tampoco podía asimilar el mecanismo de ese aparato endemoniado que
le traía voces desde el otro extremo del planeta, pero la mucha edad no le había
quitado la lucidez. Escuchó lo mejor que pudo el triste relato de su nieto, sin
interrumpirlo hasta el final.
–De modo que esa zorra
se está dando el lujo de burlarse de mi muchacho, ¿eh?
–Ni siquiera me mira,
Nono. Es rica, bella, noble, tiene todo.
–Ajá… y también tiene
marido.
–También, pero eso es
lo de menos. ¡Si al menos me dejara hablarle!
–¿Hablarle? ¿Y para
qué? No hay nada que decirle a una mujer como ésa, hijo.
–Le regalé un collar
de reina y me lo devolvió sin una sola palabra.
–Dale algo que no tenga.
–¿Qué, por ejemplo?
–Un buen motivo para
reírse, eso nunca falla con las mujeres –y el abuelo se quedó dormido con el auricular
en la mano, soñando con las doncellas que lo amaron cuando realizaba acrobacias
mortales en el trapecio y bailaba con su mona.
Al día siguiente el
joyero Zimmerman recibió en su oficina a una espléndida joven, manicurista de profesión,
según explicó, que venía a ofrecerle por la mitad de precio el mismo collar de esmeraldas
que él había vendido cuarenta y ocho horas antes. El joyero recordaba muy bien al
comprador, imposible olvidarlo, un patán presumido.
–Necesito una joya capaz
de tumbarle las defensas a una dama arrogante –había dicho.
Zimmerman le pasó revista
en un segundo y decidió que debía ser uno de esos nuevos ricos del petróleo o la
cocaína. No tenía humor para vulgaridades, estaba habituado a otra clase de gente.
Rara vez atendía él mismo a los clientes, pero ese hombre había insistido en hablar
con él y parecía dispuesto a gastar sin vacilaciones.
–¿Qué me recomienda
usted? –había preguntado ante la bandeja donde brillaban sus más valiosas prendas.
–Depende de la señora.
Los rubíes y las perlas lucen bien sobre la piel morena, las esmeraldas sobre piel
más clara, los diamantes son perfectos siempre.
–Tiene demasiados diamantes.
Su marido se los regala como si fueran caramelos.
Zimmerman tosió. Le
repugnaba esa clase de confidencias. El hombre tomó el collar, lo levantó hacia
la luz sin ningún respeto, lo agitó como un cascabel y el aire se llenó de tintineos
y de chispas verdes, mientras la úlcera del joyero daba un respingo.
–¿Cree que las esmeraldas
traen buena suerte?
–Supongo que todas las
piedras preciosas cumplen ese requisito, señor, pero no soy supersticioso.
–Ésta es una mujer muy
especial. No puedo equivocarme con el regalo, ¿comprende?
–Perfectamente. Pero
por lo visto eso fue lo que ocurrió, se dijo Zimmerman sin poder evitar una sonrisa
sarcástica, cuando esa muchacha le llevó de vuelta el collar. No, no había nada
malo en la joya, era ella la que constituía un error. Había imaginado una mujer
más refinada, en ningún caso una manicurista con esa cartera de plástico y esa blusa
ordinaria, pero la muchacha lo intrigaba, había algo vulnerable y patético en ella,
pobrecita, no tendrá un buen final en manos de ese bandolero, pensó.
–Es mejor que me lo
diga todo, hija –dijo Zimmerman, finalmente.
La joven le soltó el
cuento que había memorizado y una hora después salió de la oficina con paso ligero.
Tal como lo había planeado desde un comienzo, el joyero no sólo había comprado el
collar, sino que además la había invitado a cenar.
Le resultó fácil darse
cuenta de que Zimmerman era uno de esos hombres astutos y desconfiados para los
negocios, pero ingenuo para todo lo demás y que sería sencillo mantenerlo distraído
por el tiempo que Horacio Fortunato necesitara y estuviera dispuesto a pagar.
Esa fue una noche memorable
para Zimmerman, quien había contado con una cena y se encontró viviendo una pasión
inesperada. Al día siguiente volvió a ver a su nueva amiga y hacia el fin de semana
le anunció tartamudeando a Patricia que partía por unos días a Nueva York a una
subasta de alhajas rusas, salvadas de la masacre de Ekaterimburgo. Su mujer no le
prestó atención.
Sola en su casa, sin
ánimo para salir y con ese dolor de cabeza que iba y venía sin darle descanso, Patricia
decidió dedicar el sábado a recuperar fuerzas. Se instaló en la terraza a hojear
unas revistas de moda. No había llovido en toda la semana y el aire estaba seco
y denso. Leyó un rato hasta que el sol comenzó a adormecerla, el cuerpo le pesaba,
se le cerraban los ojos y la revista cayó de sus manos. En eso le llegó un rumor
desde el fondo del jardín y pensó en el jardinero, un tipo testarudo, quien en menos
de un año había transformado su propiedad en una jungla tropical, arrancando sus
macizos de crisantemos para dar paso a una vegetación desbordada. Abrió los ojos,
miró distraída contra el sol y notó que algo de tamaño desusado se movía en la copa
del aguacate. Se quitó los lentes oscuros y se incorporó. No había duda, una sombra
se agitaba allá arriba y no era parte del follaje.
Patricia Zimmerman dejó
el sillón y avanzó un par de pasos, entonces pudo ver con nitidez a un fantasma
vestido de azul con una capa dorada que pasó volando a varios metros de altura,
dio una voltereta en el aire y por un instante pareció detenerse en el gesto de
saludarla desde el cielo. Ella sofocó un grito, segura de que la aparición caería
como una piedra y se desintegraría al tocar tierra, pero la capa se infló y aquel
coleóptero radiante estiró los brazos y se aferró a un níspero vecino. De inmediato
surgió otra figura azul colgada de las piernas en la copa del otro árbol, columpiando
por las muñecas a una niña coronada de flores. El primer trapecista hizo una señal
y el segundo le lanzó a la criatura, quien alcanzó a soltar una lluvia de mariposas
de papel antes de verse cogida por los tobillos. Patricia no atinó a moverse mientras
en las alturas volaban esos silenciosos pájaros con capas de oro.
De pronto un alarido
llenó el jardín, un grito largo y bárbaro que distrajo a Patricia de los trapecistas.
Vio caer una gruesa cuerda por una pared lateral de la propiedad y por allí descendió
Tarzán en persona, el mismo de la matiné en el cinematógrafo y de las historietas
de su infancia, con su mísero taparrabo de piel de tigre y un mono auténtico sentado
en su cadera, abrazándolo por la cintura. El Rey de la Selva aterrizó con gracia,
se golpeó el pecho con los puños y repitió el bramido visceral, atrayendo a todos
los empleados de la casa, que se precipitaron a la terraza. Patricia les ordenó
con un gesto que se quedaran quietos, mientras la voz de Tarzán se apagaba para
dar paso a un lúgubre redoble de tambores anunciando a una comitiva de cuatro egipcias
que avanzaban de medio lado, cabeza y pies torcidos, seguidos por un jorobado con
capucha a rayas, quien arrastraba una pantera negra al extremo de una cadena. Luego
aparecieron dos monjes cargando un sarcófago y más atrás un ángel de largos cabellos
áureos y cerrando el cortejo un indio disfrazado de japonés, en bata de levantarse
y encaramado en patines de madera. Todos se detuvieron detrás de la piscina. Los
monjes depositaron el ataúd sobre el césped, y mientras las vestales canturreaban
en alguna lengua muerta y el Ángel y Kuramoto lucían sus prodigiosas musculaturas,
se levantó la tapa del sarcófago y un ser de pesadilla emergió del interior. Cuando
estuvo de pie, con todos sus vendajes a la vista, fue evidente que se trataba de
una momia en perfecto estado de salud. En ese momento Tarzán lanzó otro aullido
y sin que mediara ninguna provocación se puso a dar saltos alrededor de los egipcios
y a sacudir al simio. La Momia perdió su paciencia milenaria, levantó un brazo y
lo dejó caer como un garrotazo en la nuca del salvaje, dejándolo inerte con la cara
enterrada en el pasto. La mona trepó chillando a un árbol. Antes de que el faraón
embalsamado liquidara a Tarzán con un segundo golpe, éste se puso de pie y se le
fue encima rugiendo. Ambos rodaron anudados en una posición inverosímil, hasta que
se soltó la pantera y entonces todos corrieron a buscar refugio entre las plantas
y los empleados de la casa volaron a meterse en la cocina. Patricia estaba a punto
de lanzarse a la pileta, cuando apareció por encantamiento un individuo de frac
y sombrero de copa, que de un sonoro latigazo detuvo en seco al felino y lo dejó
en el suelo ronroneando como un gato con las cuatro patas en el aire, lo cual permitió
al jorobado recuperar la cadena, mientras el otro se quitaba el sombrero y extraía
de su interior una torta de merengue, que trajo hasta la terraza y depositó a los
pies de la dueña de casa.
Por el fondo del jardín
aparecieron los demás de la comparsa: los músicos de la banda tocando marchas militares,
los payasos zurrándose bofetones, los enanos de las Cortes Medievales, la equitadora
de pie sobre su caballo, la mujer barbuda, los perros en bicicleta, el avestruz
vestido de colombina y por último una fila de boxeadores con sus calzones de satén
y sus guantes de reglamento, empujando una plataforma con ruedas coronada por un
arco de cartón pintado. Y allí, sobre ese estrado de emperador de utilería, iba
Horacio Fortunato con su melena aplastada con brillantina, su irrevocable sonrisa
de galán, orondo bajo su pórtico triunfal, rodeado por su circo inaudito, aclamado
por las trompetas y los platillos de su propia orquesta, el hombre más soberbio,
más enamorado y más divertido del mundo. Patricia lanzó una carcajada y le salió
al encuentro.
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