José María Arguedas
El wikullo es el juego vespertino
de los escoleros de Ak’ola. Bankucha era el escolero campeón en wikullo. Gordinflón,
con aire de hombre grande, serio y bien aprovechado en leer, Bankucha era el “Mak’ta”
en la escuela; nosotros a su lado éramos mak’tillos no más, y él nos mandaba.
Cuando
barríamos en faena la escuela, cuando hacíamos el chiquero para el chancho de la
maestra, cuando amansábamos burros maltones en el coso del pueblo, y cuando arreglábamos
el camino para que viniera al distrito el subprefecto de la provincia, Bankucha
nos dirigía.
En
el trabajo del camino, que era trabajo de hombres, los escoleros obedecíamos callados
al mak’ta, diciendo en nuestro adentro que ya éramos faeneros, peones ak’olas, mak’tas
barreteros; que Bankucha era nuestro capataz, el mayordomo. Nos limpiábamos el sudor
con prosa; descansábamos por ratos, poniéndonos las manos a la cintura, como faeneros
de verdad; mientras, Bankucha, parado a la cabeza de la cuadrilla, nos miraba con
su cara seria, igual que don Jesús, mayordomo de don Ciprián, principal del pueblo.
A veces, nos reíamos fuerte mirando al Banku; pero él no, se creía capataz de veras,
nos resondraba con voz gruesa y nos hacía callar; sabía mandar el wikullero. Y los
escoleros le queríamos, porque todo lo que hacíamos bajo sus órdenes salía bien,
porque odiaba y pateaba a los abusivos, y porque tenía unos ojos bien grandes y
amistosos. Cuando faltaba a la escuela, hasta los más chicos le extrañaban y decían
entristecidos:
–¡Dónde
estarás, Bankuchallaya!
Un sábado por
la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el griterío
de los chiwacos que cantaban en los duraznales del cementerio. No había casi gente
en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de los
escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados,
tempranito.
La
tarde estaba húmeda y nublada.
–Bankucha,
de poco ya te voy a ganar en wikullo.
–Eres
maula, Juancha.
–Ahora,
badulaque, vamos a probar en Wallpamayu.
Ak’ola
está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la explanada
del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose
hasta llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de
las montañas. Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre
encajonado en un barranco perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los
ak’olas plantaron espinos, para defender a los animales y a los muchachos. De trecho
en trecho, varias plantas de maguey estiran sus brazos sobre el barranco. Pero desde
años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el muro de espinos, para pasar
a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río.
El
wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos,
en forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un
cuchillo hecho de fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad
con forro de cuero; se lo regaló don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos.
–Bankucha,
vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal haz
para los dos.
No
me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis
estupendos wikullos.
–Uno
para cada –dijo.
Tomó
la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos. Detrás
del cerco había un espacio como de tres metros.
El
río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes
piedras y salpicaba muy alto.
–¡Wallpamayu:
algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! –dijo Bankucha, y
miró la otra orilla del barranco.
–¡Mentira,
Wallpamayucha, yo te voy a cruzar antes que el badulaque Banku!
Levanté
mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré como
un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando,
y fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río.
–¿Kunanri,
Kunanri? (¿Y ahora?). ¡Jajayllas!
Salté
a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido
en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku,
de pura alegría.
–¡He
tocado el frente, mak’ta! –le grité.
Banku
se asustó un poco, me miró receloso, como resentido.
–¡Espera,
wiksa (barriga), wiksacha!
Se
escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas,
se agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente,
saltó, y su brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en
el aire, voló recto; pero en medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia
abajo y se desplazó sobre una piedra.
–¡Malhaya
viento!
Probó
con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó
el wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku
en apuros. Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes
de tirar cada uno.
–¡Ahora
sí! ¡Eres huahua para mí, Juancha!
Sudaba,
cambiaba de posturas, se daba viada de distintas maneras. ¡Y nada! El viento estaba
contra él; tiraba al suelo todos sus wikullos y los despedazaba. Me dio pena.
–Deja,
Banku. Yo por casualidad no más he atravesado el barranco, pero tú eres mak’ta,
mayordomo, capataz de escoleros. Mañana, seguro, cuando el aire esté parado, vas
a tirar hasta la cabeza del barranco. De verdad, Banku.
El
mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo.
–Juancha,
desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado no te
igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola.
–Bueno,
Banku. Pero tú eres capataz, siempre.
Oscurecía.
Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy
arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño
ceniciento, terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía.
Por
todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus
burros cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados
por sus vecinos de chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose,
dando saltos de regocijo.
–Juancha,
de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con nuestras
mujeres por detrás y el chascha por delante.
–Claro,
Banku, nosotros somos buenos ak’olas.
Salimos
al camino grande que baja a la pampa de Tullo, a la pampa madre de los ak’olas,
donde el maíz crece hasta el tamaño de dos hombres.
–Le
miraremos un rato más al tayta Ak’chi –dijo Banku.
El
tayta Ak’chi es un cerro que levanta su cabeza a dos leguas de Ak’ola; diez leguas,
quizá veinte leguas mira el tayta Ak’chi; todo lo que él domina es de su pertenencia,
según los comuneros ak’olas. En la noche, dicen, se levanta a recorrer sus tierras,
con un cuero de cóndor sobre la cabeza, con chamarra, ojotas y pantalón de vicuña.
Muchos arrieros y viajeros cuentan que lo han visto; alto es, dicen, y silencioso;
anda con pasos largos, y los riachuelos juntan sus orillas para dejarle pasar. Pero
todo eso es mentira. Los pastales, las chacras que mira el tayta Ak’chi, y el tayta
también, son pertenencia de don Ciprián, principal del pueblo. Don Ciprián sí, anda
de verdad en las noches por las pampas del distrito; anda con su mayordomo, don
Jesús y dos o tres peones más; el principal y el mayordomo carabina al hombro y
revólver con forro en la cintura; los peones con buenos zurriagos; y así arrean
todo el ganado que encuentran en los pastales; a látigos los llevan hasta el corral
del patrón y allí los encierran, hasta que mueran de hambre, o los dueños paguen
los “daños”, a don Ciprián de quince, diez soles de reintegro, según su voluntad.
–Tayta
Ak’chi es respeto, Juancha.
Sus
ojos miraban al cerro con esa luz enternecedora que tenía siempre; pero ahora su
mirar era más serio y humilde.
–¿Le
quieres al Ak’chi, Banku?
–El
tayta Ak’chi es patrón de Ak’ola, cuida a los comuneros, a las vacas, a los becerritos,
a todos los animales: todos somos hijos de tayta Ak’chi.
–¡Mentira!
Nadie es padre de los comuneros; nadie, solos como la paja de las punas son. ¿El
corazón de quién llora cuando a los comuneros nos desuella don Ciprián con sus mayordomos,
con sus capataces?
–Deja,
Bankucha; el tayta Ak’chi es upa, no oye; sonso es como el lorito de las quebradas.
Vamos a alcanzar más bien a Teófanes; con la Gringa está subiendo por el camino.
Se
molestó el escolero, pero no le hice caso, y corrí por el callejón a darle alcance
a Teófanes. Banku, al poco rato, me siguió saltando por encima de los romazales.
En
la repartición del camino encontramos a Teófanes. Agarrándose del rabo de la Gringa
se hacía arrastrar para no cansarse.
–¡Gringa!
Salté
al cuello de la vaca madre y la abracé con fuerza. Banku llegó después, levantó
la cabeza de la Gringa por la quijada y se la puso al hombro.
–¡Ya,
ya carago! –gritó Teófanes.
La
vaca se paró en el camino, resopló fuerte, y empezó a lamerse la nariz; su olor
a leche fresca nos enternecía más.
La
Gringa era la mejor vaca del pueblo; el padre de Teófanes, que fue arriero, se la
trajo, tiernecita, de la costa; y como tenía algunas chacritas de alfalfa y maíz
creció bien cuidadita y gorda; se hizo grande y cuando tuvo su hijo, daba una arroba
de leche al día. El padre de Teófanes murió, cuando la Gringa estaba preñada; la
viuda no tenía ahora más animales que esa vaca. La llamaron Gringa porque era blanca
entera y un poco legañosa; la queríamos los escoleros porque íbamos a jugar todos
los días a la casa de Teófanes, donde no había nadie que nos resondrase. La viuda
era buena y adoraba a Teófanes; y cada vez, por las mañanas, muchos escoleros forasteros
tomaban la leche de la Gringa, y también porque era muy mansa, y en su boca de labios
abultados, en sus ojos legañosos y azules, en sus orejas pequeñas, encontrábamos
una expresión de bondad que nos desleía el corazón, ¡Gringacha! Lo que es yo la
quería como a una madre de verdad.
–Dejen
a la Gringa, me ha jalado toda la cuesta y está de mal humor, se ha cansado bien
–dijo Teófanes.
–¡Maula
ak’ola! ¿No tienes alma para subir cuesta con tus pies?
–¿Acaso
cuesta el wikullo?
Soltamos
a la Gringa para hablar mejor con el escolero.
–Oye,
Teófanes, la Gringa está engordando.
–Es
que ahora está comiendo en Pak’cha; allí la alfalfa es más dulce.
–Cierto,
la tierra en Pak’cha es de otro modo, no le iguala ninguna tierra de Ak’ola.
La
Gringa empezó a subir paso a paso la cuesta; hacía un gran esfuerzo con las patas
traseras para caminar: su ubre llena se mecía y la arrastraba. Caminamos los tres
largo trecho, casi sin conversar; íbamos al pie de la Gringa. Los payk’ales y sunchus
que crecían sobre los muros del callejón se mecían con el viento y hacían bulla.
Bandadas de palomas y toda clase de aves pasaban velozmente volando muy bajo; se
iban a dormir en los bosques del río grande y en los kishuares de Wallpamayu. El
cielo estaba completamente negro, por el lado del tayta Ak’chi, y daba miedo.
–¿Sabes,
Banku? Don Ciprián ha ido cuatro veces ya a mi casa para que la viuda le venda nuestra
Gringa; mi mamá no ha querido y don Ciprián se ha molestado fuerte. “A buenas o
a malas”, ha dicho, y se ha ido ajeando a su casa. Don Jesús también ha visitado
de noche a la viuda y le ha estado rogando por la vaca; dice es vergüenza para el
patrón que nosotros tengamos el mejor animal del pueblo.
–¿Y
tú qué dices, Teófanes?
–¡Ja
caraya! La Gringa es de mí, de Teofacha. A mí tiene que matar primero don Ciprián
para llevarse a la Gringa.
–A
mí también, hermano. Nunca estará la Gringa en el corral del principal.
–¡“Endios”
respetan su palabra, Bankucha! –habló Teófanes.
Ya
estábamos frente al muro de espinos, cerca del pueblo. No hablaba ninguno. En nuestro
corazón, de repente, creció la pena; todos mirábamos, callados, a la Gringa. Es
que don Ciprián era malo, tenía alma de Satanás y ahora le estaba dando vueltas
a la Gringa; y la miraba hambriento, con sus ojos verdes, verdes sucios, como los
charcos podridos.
–Mejor
no te acuerdes, Teofacha. Vamos a danzar aquí para la Gringa. En su delante vamos
a danzar, como el mak’ta Untu de Puquio.
–¡Yaque!
–¡Yaque!
Hicimos
parar a la Gringa, y empezamos a bailar sobre la pampita de romazales. Me sentía
ágil, retozón, diestro en el baile indio. Silbábamos la danza del Untu, padre de
todos los danzantes de Lucanas; levantábamos en alto la mano derecha, como si lleváramos
las tijeras de acero. Y zapateamos, olvidándonos de todo, como tres pichiuchas alegres.
La
Gringa nos miraba curiosa, con sus ojos tranquilos.
Empezaba una
noche de aguacero cuando nos separamos los tres mak’tillos. Las nubes bajaban poco
a poco hasta colocarse a la verdadera altura, desde donde sueltan el granizo primero
y después la lluvia. El cielo negro, ya casi sin luz, asustaba; en el filo de los
cerros lejanos ya empezaba el aguacero, como un tul blanquizco; el viento silbaba,
como siempre, antes de la lluvia.
Las
calles estaban sin gente y sin animales; los verracos mostrencos y los perros estarían
en sus casas y en la cocina de sus dueños. Gran cantidad de hojas verdes, paja y
basura, revoloteaba en el aire; el viento veloz, viento de lluvia, las revolvía
y arrastraba hacia el río grande.
Tenía
frío y pena.
–Don
Ciprián va a matar seguro a la Gringa, su alma de diablo se ha encaprichado. Yo,
Teofacha, Banku; mak’tillos no más somos; como hormiga negra somos para el patrón,
chiquitos, de dos zurriagos ya no hay mak’tillos. Los comuneros son maulas; tantos
son, pero le tiemblan al principal; yo no le tiemblo; Teofacha y Banku son valientes,
pero falta fuerza, falta tamaño. Don Ciprián es solo no más; en los pueblos grandes
sí hay muchos principales, muchos platudos; don Ciprián en Ak’ola es único principal
pero no hay hombre para él; por gusto, por ser maulas le temen. ¿Acaso no tiene
cuello como don Lucas, como don Kokchi? Cuchillo seguro le entra, wikullo seguro
le rompe la cabeza. ¡Juancha, Bankucha; cuesta abajo, desde la cumbre de Piedra
Alta, en el camino al río grande! ¡Como sanki arrojado sobre una roca se pegaría
en los retamales el seso de don Ciprián, sobre los troncos de molle! ¡Con wikullo
de piedra! ¡Jajayllas! ¡Cipriancha, yo no te respeto, yo soy wikullero, hijo de
abogado, misti perdido!
Empezó
a llover.
Nunca
había estado así, entusiasta, hablador, animoso; como candela había en mi adentro;
quería dar saltos; mi corazón se sofocaba, como de potro cansado.
–¡Espérate!
Levanté
una piedra del suelo.
–Éste
es wikullo.
Miré
la pared de una casa sin techo; hacía muchos años que esa pared nueva esperaba que
le pusieran tejado. A dos metros del suelo, el albañil había hecho poner, por capricho,
una piedra casi redonda; los escoleros le pintaron ojos, nariz y boca; y desde entonces
la piedra se llama uma (cabeza).
–¡Uma
de don Ciprián!
Me
agaché, como en el barranco de Wallpamayu, agarré la piedra por una punta, encogí
mi brazo, lo templé bien, y tiré después. La piedra se despedazó en un filo de la
uma, mordiéndole el extremo de la frente.
–¿Y
ahora, carago?
Estaba
rabioso, como nunca; mi cuerpo se había calentado y sudaba, mi brazo wikullero temblaba
un poco.
–¡Juancha
es hombre, don Ciprián! Bankucha y Teófanes atraviesan de lado a lado el barranco
de Wallpamayu. ¡Wikulleros ak’olas, como a sanki verde te podemos rajar la cabeza!
Como
alocado le hablé a la piedra, a una uma; le amenacé furioso. Pero me cansé al poco
rato, y seguí mi camino andando despacio, desganado. Una tibia ternura creció de
repente en mi corazón, y enseguida sentí deseos de llorar.
–¡Gringacha,
no hay cuidado! Yo, Bankucha y Teófanes somos wikulleros; en nuestro corazón hay
hombre grande ya. ¡Confía no más, Gringacha!
Me
reí despacito; estaba contento de mí, de Teófanes, de Banku, del wikullo de piedra.
Media
cuadra caminé callado, tropezando con las piedras y la bosta fresca. Cuando llegué
a la esquina me paré de golpe.
–¡Ja
caraya!
Mi
pecho estaba húmedo con mis lágrimas.
–No
importa, por la Gringa es; estoy llorando por la Gringa.
El
aguacero empezó a bailar sobre la tierra, me golpeaba sobre las orejas y en la espalda.
Cuando
llegué a la puerta de la casa de don Ciprián, me pareció que un rato antes había
peleado con alguien, y que estaba triste porque no había sabido patearle como un
buen wikullero; estaba descorazonado y miedoso.
El
patio se había llenado de agua, pasé el pozo saltando por las piedras planas que
servían de puente a la cocina. En la sala, don Ciprián comía junto con su mayordomo
y su mujer; en el corredor, varios jornaleros conversaban. Entré a la cocina sacudiendo
el agua de mis ojotas. Facundacha me miró asustada.
–Juancha,
don Ciprián está molestoso, dice vas a ir.
Rodeando
el fogón, los concertados de don Ciprián: José Delgado, Tomás y Antonio Quispe,
Juan Wallpa, Francisco Rondón, se calentaban cerca del fuego. Doña Cayetana, la
cocinera, servía arroz en una fuente.
–Juancha
–dijo don Tomás–, cuidado no más anda; don Ciprián está con mal de rabia.
Sobre
la mesa grande de la sala ardía una cera de iglesia, restos del mayordomaje de don
Ciprián; en la cabecera, el patrón se atracaba con un pedazo de carne; a su lado,
doña Josefa estaba medio dormida, y frente a ella, don Jesús miraba el mantel, como
si tuviera vergüenza. La sala estaba casi oscura; las bancas negras, altas, labradas,
puestas en hilera de extremo a extremo, parecían el luto de la sala.
–¿Dónde
has estado desde las cinco?
Los
ojos verdes de don Ciprián se pusieron turbios; así era cuando le atacaba la rabia;
y entonces parecían color ceniza. Esta noche su mirar era peor que otras veces;
caían de frente sobre mis ojos, como la luz opaca de los faroles de cuero que usan
los indios andamarkas.
–¡Contesta,
mocoso!
–Con
Teófanes y Bankucha he jugado a la entrada del pueblo.
–¡Juancha!
Otra vez te voy a hacer tirar látigo. Ya no hay doctor ahora, si eres ocioso te
haré trabajar a golpes. ¿Sabes? Tu padre me ha hecho perder el pleito con la comunidad
de K’ocha, yo le di treinta libras, tienes que pagar eso con tu trabajo.
–Bueno,
don Ciprián.
–No
andes con Teofacha, ese cholito dicen me amenaza; mañana, pasado, cualquier día,
su vaca tiene que caer en mis potreros. O si no, convéncele para que me venda la
Gringa, hasta un terno completo te puedo mandar hacer; en vez de tres, cuatro días
irás a la escuela.
–¡Qué
te va a vender la Gringa, don Ciprián! Como a su madre la quiere el Teofacha.
–Este
muchacho está con la viuda, don Ciprián; con un poquito de leche lo compran –dijo
el mayordomo.
–¡Bueno!
Nunca más vas a andar con Teofacha; si te veo, te haré latiguear. Puedes irte.
En
los ojos de doña Josefa había compasión y cariño para mí.
–Anda,
Juancha, no te asustes –dijo.
La
oscuridad del patio me golpeó en los ojos; el aguacero estaba ya por terminar: del
tejado goteaba agua a pocos.
–¡No
hay más, Banku! ¡Wikullo de piedra en el camino al río grande!
Fuerte
hablé en lo negro del patio; me paré un rato para escuchar mi conciencia; seguro
tendría valor para tumbarle a don Ciprián.
Cuando cesó la
lluvia empezó el ladrido de los perros. En las esquinas de la plaza los chaschas
ladraban, dos, tres horas, por puro gusto; estiraban sus hociquitos hacia el cielo
negro y gritaban enloquecidos, a veces peleaban por tropas y se mordían. Kaisercha
no más, el perro del patrón, era serio; su cabeza grande, sus ojos chiquitos, su
boca de labios caídos, su tamaño –era casi como un becerro– ponían recelosos a los
comuneros. ¿Por qué no ladraba Kaisercha? Andaba con la cabeza casi gacha, con el
rabo caído, sin mirar a nadie, bien serio; a los otros perritos del pueblo no les
hacía caso y de vez en vez no más enamoraba. Los chaschas eran muy distintos; callejeaban
todo el día, con las orejitas paradas, el rabo alto y enroscado, andaban alegres
y jactanciosos en todo el pueblo. A veces, como de milagro, Kaisercha salía al atardecer
hasta la esquina de la plaza, se sentaba junto con ellos; los comuneros se detenían
un rato para oírle. La voz de Kaisercha retumbaba en la plaza, llegaba hasta la
quebrada, sonaba bien extraña, dominando el griterío de los chaschas; el ladrar
de Kaisercha era corto, grueso, casi como voz de toro, y ahí mismo se notaba que
era de perro extranjero.
–Cómo
serán esos pueblos, don Rikra –hablaban los comuneros–, por su perro no más podemos
pensar. Sus casas, dice, son de fierro y hay gente peor que hormiga.
–Pero,
dice, son malos, se comen entre ellos; de hambre también dice, se mueren en las
calles.
–¿Dónde
será eso, don Rikra?
Así,
oyendo al Kaisercha, pensábamos en los pueblos lejanos, adonde cada año iba don
Ciprián llevando vacas y carneros; y regresaba de dos, de tres meses, trayendo realitos
y soles nuevos, brillantes, como la arena del río grande.
–Como
sonsos ladran los chaschas sin tener por qué –dijo José Delgado.
–¿Acaso?
Los chaschas “miran”; cuando el alma anda en lejos, ladran; pero si está en el mismo
pueblo aúllan de tristes.
–Don
Francisco, ¿el Kaisercha “mirará”?
–No.
Kaisercha es upa, el ánima de estos pueblos no puede ver; por eso es silencioso
siempre; anda enfermo. Seguro alma de Kaisercha se ha quedado en “extranguero”,
por eso al oscurecer llora por su alma, le llama con voz gruesa. ¡Pobre Kaisercha!
Su ánima estará dónde todavía; a veinte, a treinta, a cien días de Ak’ola; nunca
ya seguro va encontrar a su alma.
Doña
Cayetana tenía corazón dulce; en su hablar había siempre cariño; quería al gato,
al Kaisercha, a las gallinas, y más que a todos, a los escoleros de otras partes,
a esos que se iban los sábados por las mañanitas. Me gustaba el hablar de doña Cayetana,
en su voz estaba siempre la tristeza, una tierna tristeza que consolaba mi vida
de huérfano, de forastero sin padre ni madre.
–Doña
Cayetana, capaz vas a llorarte por el chascha grande también; más bien voy a irme.
José
Delgado se paró para despedirse, los otros concertados también se levantaron.
–Hasta
mañana, mamaya.
–Hasta
temprano, mak’takuna.
Se
fueron los cuatro, hablando del corazón cariñoso de doña Cayetana.
En
la oscuridad de la cocina, los carbones rojos del fogón se apagaban a ratos, cubiertos
por la ceniza; el viento y un poco de claridad, entraban por la ventana, que se
abría cerca del techo, en el mojinete.
Los
chaschas se callaron, el viento también paró un poco; el negro duro de la noche
lo redondeó todo, y de pronto se apagó la bulla.
Nosotros,
los mak’tillos, nunca pasamos mala noche si hay aunque sea un cuero de chivo para
tenderlo de cama; el sueño nos quiere.
–¡Juancha,
Juancha!
Me
llamaba doña Cayetana, pero el sueño me trababa la lengua.
–Juancha;
don Ciprián está con mala rabia para ti; mañana tempranito anda con tu segadora
al cerco de Jatunrumi y carga alfalfa para los becerros, a las seis ya vas a estar
aquí. ¡Juancha!
–Bueno,
mamaya, no hay cuidado.
–¡Forasterito!
¡Misticha!
Ya el montón
de alfalfa que había cortado era grande cuando en el lomo del Jatun Cruz apareció
el primer resplandor del sol; se extendió casi hasta la mitad del cielo y lo iluminó
con su luz brillante y alegre. La salida del sol en un cielo limpio siempre me hacía
saltar de contento. Dejé mi segadora y me senté sobre la carga de alfalfa para esperar
al tayta Inti. Las pocas nubes, que reposaban en ese lado del cielo, se pusieron
muy blancas y risueñas; el cielo claro se encendió; las cabezas de los cerros lejanos
se azularon con un azul de humo; y de repente, sobre el filo del Jatun Cruz brotó
un rayo blanco.
–¡Inti!
¡K’oñi Inticha! (tibio sol).
Toda
la quebrada se iluminó; los campos se hicieron más verdes, los falderíos y las pampas
se animaron; y enfrente, a un lado del Jatun Cruz, el respetado tayta Ak’chi levantó
su cumbre puntiaguda, grande, sin nubes que le taparan por ningún lado; como si
fuera el verdadero dueño de todas las tierras.
Tranquilo
y resuelto hice mi carga. Tiré el tercio de alfalfa sobre mi espalda y me eché a
andar. Al pasar junto a Jatunrumi vi la huella del camino por donde Banku y algunos
escoleros más subían hasta la cima de la piedra.
Jatunrumi
es la piedra más grande de Ak’ola, está sentada a la orilla del camino que va a
las punas, clavada en la ladera. Por el lado del camino no se le ve tan alta, pero
mirada desde el potrero que lleva su nombre, por la parte baja de la ladera, parece
un cerro, da vueltas la cabeza cuando se le contempla largo rato. Subir hasta la
cabeza de Jantunrumi era proeza de los escoleros mayores y más valientes.
–Esta
mañana te voy a subir hasta la punta, Jatunrumi –le hablé.
Confiado
y valiente estaba yo esa mañana. Si don Ciprián hubiera pasado a caballo por el
camino, seguro le hubiera abierto la calavera con un wikullo de piedra. El calor
del sol de la mañana, la altivez del tayta Ak’chi, la alegría de los potreros y
los montes, el volar orgulloso de los gavilanes y los killinchos (cernícalos), me
enardecían la sangre; y me volví atrevido.
Tiré
mi carga al suelo, salté sobre el cerco del potrero y de ahí empecé a trepar la
piedra. Mis dedos se agarraban con maña de las rajaduras, de las puntas que habían
en la roca; mis pies se afianzaban fácilmente en las aristas. ¡Ni Banku, ni nadie,
subía con esa maestría! En un ratito me vi en la misma cabeza de Jatunrumi. Un viento
fuerte y silbador me empujaba de la cara hacia atrás, pero me planté tieso en la
cumbre, miré todas las tierras de Ak’ola, de canto. El pueblito aplastado en la
quebrada, humilde y pobre, daba pena contemplándolo desde Jatunrumi. Estuve buen
rato pensando, oyendo al viento, mirando satisfecho los sembríos verdes. Pero ya
el sol se puso alto y desde el pueblo empezó a llegar el griterío de las vacas que
iban en busca de sus becerros. Sentí otra vez el desaliento, la pena de antes, y
el odio que le tenía a don Ciprián se despertó con más fuerza en mi pecho.
¡Malhaya
vida!
¿Bajar?
¡Nunca! Jatunrumi me quería para él, seguro porque era huérfano; quería hacerme
quedar para siempre en su cumbre. Como el gorrión que ha caído en la trampa, daba
vueltas en la cumbre de la piedra sin encontrar camino. Me echaba de barriga y quería
colgarme, pero sentía miedo y me retractaba. Probé a bajarme por todos lados, y
apenas avanzaba un poco sentía espanto, mirando el camino como desde la cumbre de
un barranco; empezaba a marearme otra vez y regresaba, regresaba siempre.
Y
recordé las historias que contaban los comuneros sobre los cerros, las piedras grandes,
los ríos y las lagunas.
–De
tiempo en tiempo, dice, sienten hambre y se llevan a un mak’tillo; se lo comen enterito
y lo guardan en su adentro. A veces, los mak’tillos presos recuerdan la tierra,
sus pueblos, sus madres y cantan tristes. ¿No le has oído tú cantar a Jatunrumi?
El corazón de cualquiera llora si en las noches negras, cuando ha pasado la lluvia,
por ejemplo, canta Jatunrumi con voz triste y delgadita. Pero no es la voz de Jatunrumi,
es la voz de los pobres mak’tillos que se ha llevado. Cada cien años no más pasa
eso. ¿Cuántos años ya tendrá Jatunrumi?
Pero
don Ciprián y don Fermín, que habían estado tantas veces en el “extranguero”, se
burlaban de esos cuentos.
¿Y
ahora? Me desesperé. De verdad, Jatunrumi no quería soltarme. Me pareció que de
un rato a otro iba a abrirse una boca negra y grande en la cabeza de Jatunrumi y
que me iba a tragar. Grité con todas mis fuerzas: las lágrimas saltaron de mis ojos.
–¡Auxilio,
comunkuna, mak’takuna!
Me
tumbé sobre la piedra y lloré, arañando la roca dura. Cerré los ojos. Y rogué con
voz de becerrito abandonado.
–Jatunrumi
tayta: yo no soy para ti, hijo de blanco abugau; ¡soy mak’tillo falsificado! ¡Mírame
bien, Jatunrumi, mi cabello es como el pelo de las mazorcas, mi ojo es azul; no
soy como para ti, Jatunrumi tayta!
En
eso me hizo saltar el llamar ronco de don Jesús.
–¡Eh,
Juancha, Juancha!
Me
serené ahí mismo, viendo a don Jesús. Estaba en su caballo moro, sin saco; a alcanzarme
no más venía, seguro. Estaba rabioso, su cara malograda por la viruela daba miedo
cuando estaba enrabiado. Pero sentí agradecimiento por él.
–¡Taytay,
me has librado! Jatunrumi quería comerme –le grité desde arriba.
Se
bajó del caballo, saltó el cerco del potrero; de allí subió hasta la mitad de la
piedra, porque era fácil, y me tiró su cabestro. Amarré la soga en una punta de
la piedra y me solté, agarrándome del cabestro. Caí sobre don Jesús. El mayordomo
me levantó de la cintura y casi me botó al suelo.
–¡Carago!
¡Mejor te mataría!
Me
tiró sobre un graderío de la piedra. Como un gato me bajé hasta el cerco; salté
al camino y corrí para cargar mi tercio de alfalfa. Cuando levanté la carga la acomodé
bien en mi espalda, de mis manos salía bastante sangre; el cabestro me había desollado
a su gusto. Sin mirar atrás corrí por el camino; las piedrecillas del suelo se metían
bajo mis ojotas, como nunca, y me arañaban; tropezaba a cada rato y del dedo gordo
de mi pie se hizo sangre.
–¡Pero
de Jatunrumi me ha salvado!
Gritaba
casi y me aventaba cuesta abajo, sin acordarme del mayordomo.
Cuando
ya estaba cerca del pueblo oí el galopar del moro; un rato después sentí un latigazo
en mi cuello.
–¡Carago,
muchacho! ¡Maldito ’e mierda!
Casi
me atropelló el caballo. Don Jesús hizo fuerza para sujetarlo y regresó de nuevo
con el látigo en alto. Para librarme salté al cerco del camino y me tiré al otro
lado.
–¡Mi
cabestro, carago, se ha quedado en la piedra! ¡Anda, sal, cojudo! Si no, me bajo
y te mato en el sitio.
Sus
ojos chiquitos, de chancho cebado, se afilaban para mirarme, ardían en su cara como
dos chispas.
–¿Sales
o no sales?
–¡Taytay!
¿Cómo pues? ¡No me pegues! ¡Mi mano está con sangre, mi pie también! ¿Qué más ya
quieres?
Le
enseñé mis manos.
–¡Bueno!
¡Sal y anda delante!
Levanté
mi alfalfa sobre el cerco e hice rodar la carga al camino. Después subí yo.
–¡Para
desfogar mi rabia uno te voy a dar!
En
mi espalda hizo reventar su látigo, como si yo fuera perro o becerro mañoso. Me
tumbé de cara y me eché sobre la alfalfa. Sentí un tibio dentro de mi pecho; me
pareció que mi corazón se acababa poco a poco y que se iba a dormir para siempre.
Don
Jesús se quedó callado un rato. Después se bajó del caballo y se agachó para mirarme
la cara. Seguro en mi oreja estaba la sangre que había salido de mis manos. Me tocó
la cabeza con su mano gruesa de zurriaguero, de arreador de vacas.
–¡Juancha!
¡Malhaya rabia, carago!
Me
levantó hasta su pecho. Sus ojillos estaban casi llorosos.
–¡Carago,
rabia! ¡Juancha, pierdóname! ¡Como perro soy cuando enrabio!
Me
dejó otra vez en el suelo; levantó el tercio de alfalfa, lo puso delante de la montura;
saltó sobre el potro y se fue a galope.
Yo
estaba bien malogrado. Me dolían el cuello, la espalda, el pie y las manos.
–¡Malhaya
vida!
El
sol brillaba con fuerza en el cielo limpio; su luz blanca me calentaba el cuerpo
con cariño, se tendía sobre la quebrada, y sobre los cerros lejanos parecía azuleja.
Los cernícalos peleaban alegres en el aire; los pichiuchas gritoneaban sobre los
montoncitos de taya y sunchu. Todo el mundo parecía contento. En la cabecera de
Ak’ola, el agua de Jatunk’ocha, de la cual tomaba el pueblo, se arrojaba cantando
sobre la roca negra.
Me
senté a la orilla del camino.
–Ak’ola
es bonito.
El
fresco de la mañana, la alegría de la quebrada madre, me consolaban de nuevo.
Algún
día en Ak’ola se morirá el principal y los comuneros vivirán tranquilos, arando
sus chacras, cantando y bailando en las cosechas, sin llorar nunca por culpa de
los mayordomos, de los capataces. Querrán libremente a sus animales, con todo el
corazón, como Teofacha quiere a su Gringa. Ya nadie hará reventar tiros y matará
de lejos a las vaquitas hambrientas; porque todas las quebradas y las pampas que
mira el tayta Ak’chi serán de los comuneros. Yo también me quedaré con los “endios”,
porque mi cariño es para ellos; seré buen mak’ta ak’ola. ¡Ja caraya!
Estuve
pensando largo rato en la felicidad de los comuneros de todas partes.
–Los
indios son buenos. Se ayudan entre ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces
a los animales de todos; se alegran cuando en las chacritas de los comuneros se
mecen, verdecitos y fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay
peleas y bullas en Ak’ola? Por causa de don Ciprián no más. Al principal le gusta
que peleen los ak’olas con los lukanas, los lukanas con los utek’ y con los andamarkas.
Compra a los mestizos de los pueblos con dos o tres vaquitas y con aguardiente,
para que emperren a los comuneros. Principal es malo, más que Satanás; la plata
no más busca; por la plata no más tiene carabina, revólver, zurriagos, mayordomos,
concertados; por eso no más va al “extranguero”. Por la plata mata, hace llorar
a los viejitos de todos los pueblos; se emperra; mira como demonio, ensucia sus
ojos con la mala rabia; llora también por la plata no más. ¿Dónde, dónde estará
el alma de los principales?
Y
desde lejos le apadrinan; desde lejos vienen soldados para respeto de los principales.
Allá, seguro, hay como un padre de todos los patrones y seguro es más grande; seguro
tiene rabia y odio no más en su cabeza, en su pecho, en su alma; y don Ciprián también
es mayordomo no más de él… ¡Malhaya vida!
No
los había visto. Don Ciprián y don Jesús pasaron a carrera el puente de Wallpamayu,
montando cada uno sus mejores aguilillos. El overo del patrón empezó a subir la
cuesta a galope y el moro le seguía levantando la cabeza, arqueando el cuello.
–A
la chacra estarán yendo –pensé.
Me
oculté tras un monte de k’antu. Al poco rato los dos caballos pasaron.
Cuando
ya no se oía el ruido de los herrajes, salí al camino y me fui derecho al pueblo.
Estaba
como enfermo, tenía pena.
Yo
no era un mak’tillo despreocupado y alegre como el Banku. Hijo de misti, la cabeza
me dolía a veces, y pensaba siempre en mi destino, en los comuneros, en mi padre
que había muerto no sabía dónde; en los abusos de don Ciprián; y los odiaba más
que Teofacha, más que todos los escoleros y los ak’olas.
Doña Cayetana
me frotó las manos con unto, mientras sus dulces ojos lloraban.
–¡Animal,
bien animal es don Jesús!
–¡Ja
caraya! Yo soy hombrecito de verdad, doña Cayetana; eso no me duele; más bien he
escapado de Jatunrumi. Don Jesús, aunque perro, me ha librado.
Pero
la doña no se convencía; sus lágrimas chorreaban sobre su monillo, como si yo me
hubiera muerto. De su cajón de retazos sacó un pedazo de tocuyo nuevo y empezó a
vendarme la mano. En ese momento llegó a la cocina doña Josefa. La patrona se asustó
viendo mis heridas y me llevó a su cuarto para curarme.
El
cuarto de la patrona estaba a continuación de la sala; tenía una sola puerta, era
oscura. La ventana que se abría al coso de don Ciprián era chica y alta, apenas
alumbraba un poco. El catre en que dormían los principales parecía una casa, tenía
techo en forma de cúpula y una corona en la punta; era bien alta y ancha. En un
rincón del dormitorio tenía doña Josefa una vitrina donde guardaba sus remedios.
–Sabe
Dios cómo te habrán herido; bueno, eso no importa –dijo doña Josefa.
Con
un algodón echó yodo a mis heridas. El ardor me hizo saltar lágrimas. Después me
envolvió las manos con un trapo suave.
–Don
Ciprián se ha ido a las punas con el mayordomo; de cuatro días van a regresar –me
dijo.
–¿Cierto,
señoray?
–¿Te
alegras?
–Don
Ciprián tiene mala voluntad para mí, mamaya.
–La
verdad es la verdad, Juan.
–A
ti sí te quiero, mamita.
–Esta
noche vamos a cantar con guitarra en el corredor.
–¡No
hay herida, mamay! ¡No hay herida! ¡Alegría no más hay en mi pecho, en mi mano también!
Casi
grité en el cuarto de la patrona. Quería bailar; como si toda mi vida hubiera estado
en jaula y de repente fuera libre. Quería echarme a correr gritando, abriendo los
brazos, como los patitos del río grande.
–Sentado
tienes que estar todo el día, por tu herida.
–¡No,
mamaya!
Escapé
a la carrera del cuarto; de un salto pasé las gradas del corredor y me di una vuelta
en el patio. El sol reía sobre la tierra blanca de las paredes.
Doña
Josefa salió al corredor y me miró seria. Un poco avergonzado, subí las gradas y
me senté en el poyo.
–Aquí
el almuerzo, aquí la comida, mamacha –le dije.
La
casa estaba vacía a esa hora. Los concertados venían muy temprano por su coca, y
se iban enseguida a las chacras. Doña Cayetana y Facundacha eran las únicas que
se quedaban para servir a la patrona.
Así era siempre
cuando don Ciprián se iba a las punas; nunca avisaba un día ni dos antes. En la
víspera, el mayordomo ocultaba las carabinas en el camino, y por la mañana ensillaba
los mejores caballos. Antes de montar don Ciprián le decía a su mujer el lugar donde
iba, y listo.
Esos
días en que el patrón recorría las punas eran los mejores en la casa. Los ojos de
los concertados, de doña Cayetana, de Facundacha, de toda la gente, hasta de doña
Josefa, se aclaraban. Un aire de contento aparecía en la cara de todos; andaban
en la casa con más seguridad, como dueños verdaderos de su alma. Por las noches
había fuego, griterío y música, hasta charango se tocaba. Muchas veces se reunían
algunas pasñas y mak’tas del pueblo, y bailaban delante de la señora, rebosando
alegría y libertad.
De
dos, de tres días, el tropel de los animales en la calle, los ajos roncos y el zurriago
de don Jesús, anunciaban el regreso del patrón. Un velito turbio aparecía en la
mirada de la gente, sus caras se atontaban de repente, sus pies se ponían pesados;
en lo hondo de su corazón temblaba algo, y un temor frío correteaba en la sangre.
Parecía que todos habían perdido su alma.
Al
día siguiente empezaban a llegar comuneros de todos los pueblos cercanos y de las
alturas; con las caras llorosas, humildes, entraban al patio. Don Ciprián los esperaba,
parado en el corredor.
–¡Taytay!
–decían–. Mi animalito dice lo has traído.
–¡Tu
animalito! ¿Mis pastales son de ti? Las cabras, caballos y vacas de todos ustedes
han acabado mis pastales. Una libra. O yo te daré veinte soles de reintegro. Y asunto
arreglado.
Don
Ciprián no cejaba nunca; se reía del lloriqueo de todo el mundo y siempre salía
con su gusto. Los comuneros recibían casi siempre los veinte soles y después se
iban agachados, limpiándose las lágrimas con el poncho. Cada vez que veía llorar
a esos hombres grandes, me asustaba del corazón de don Ciprián: “No debe ser igual
al de nosotros, decía. Más grande y duro. Grande, pero redondo; pesado, como de
un novillo viejo”.
¿Y
por qué cobraba una libra, dos libras, don Ciprián? Porque los animales de esos
comuneros comieron unos cuantos días la paja seca de una puna indivisa y sin cuidanza,
sin cercos. Y ni siquiera se sabía dónde empezaban las punas del patrón y dónde
las de las comunidades. Don Ciprián decía no más: “Hasta aquí es de mí”. Y todo
animal que encontrara dentro del terreno que señalaba con el dedo, se lo llevaba
de “daño”.
Cada
año morían reses en el corral de don Ciprián. Los comuneros, no todos le respetaban
igual; por aquí por allá, había uno que otro indio valeroso que se paraba de hombre
y le contestaba fuerte al principal; no pagaba el daño. Pero el patrón casi no le
molestaba; tranquilo hacía morir de hambre al animal; después lo hacía arrastrar
hasta la puerta del dueño. Pero cada animal muerto en su corral agrandaba el odio
que le tenían los ak’olas, los lukanas y toda la gente del distrito. A veces, muy
de tarde en tarde, don Ciprián no encontraba peones; todos los ak’olas se convenían
y se negaban a ir a trabajar para el principal. Entonces el patrón rabiaba, se ponía
como loco, correteaba a caballo por todas partes, reventando tiros, matando chanchitos
mostrencos, perros y hasta vacas. Los comuneros se dejaban ganar con el miedo y
se ahumildaban; uno tras otro se sometían.
¡Por
eso es mentira lo que dicen los ak’olas sobre el tayta Ak’chi! El ork’o grande es
sordo; está sentado como un sonso sobre los otros cerros; levanta alto la cabeza,
mira “prosista” a todas partes, y en las tardes se tapa con nubes negras y espesas,
para dormir tranquilo. Por las mañanas el tayta Inti le descubre y los cóndores
dan vueltas lentamente alrededor de su cumbre. Una vez al año, en febrero, no se
deja ver; las nubes de aguacero se cuelgan de todo su cuerpo y el tayta descansa
envuelto en una negra noche. Viendo eso, los ak’olas también se equivocan; dicen
que conversa con el Taytacha Dios y recibe de “Él” las órdenes para todo el año.
¡Mentira! El Ak’chi es nada en Ak’ola, Taytacha también es nada en Ak’ola. En vano
el ork’o se molesta, en vano tiene aire de tayta, de “señor”; nada hace en esas
tierras; para el paradero de las nubes no más sirve. El taytacha San José, patrón
de Ak’ola, tampoco es dueño del distrito: en vano el 6 de agosto, los comuneros
le sacan en hombros por todas las calles; por gusto en la víspera de su día hacen
reventar camaretas desde Suchuk’rumi; en vano le ruegan con voz de criaturas. Él
también es sordo como el tayta Ak’chi; es amiguero, más bien, del verdadero patrón,
don Ciprián Palomino; porque en su fiesta el principal le besa en la mano, y no
como los ak’olas en una punta de la capa; a veces hasta se ríe en su delante y echa
ajos roncos con confianza. ¡Don Ciprián, sí! Don Ciprián es rey en Ak’ola, rey malo,
con un corazón grande y duro, como de novillo viejo. Don Ciprián se lleva las reses
de cualquiera; de él es el agua de todas las acequias, de todas las lagunas, de
todos los riachuelos; de la cárcel. El tayta cura también es concertado de don Ciprián;
porque va de puerta en puerta, avisando a todos los comuneros que se engallinen
ante el principal. Don Ciprián hace reventar su zurriago en la cabeza de cualquier
ak’ola; no sabe entristecerse nunca y en el hondo de sus ojos arde siempre una luz
verde, como el tornasol que prende en los ojos de las ovejitas muertas. Cuando ven
la plata no más sus ojos brillan y se enloquecen.
Todo el día estuve
en el corredor, sentado sobre un cuero de llama. El día fue bueno; el sol brilló
hasta muy tarde, y no hizo viento. Ya casi al anochecer se elevaron nubes de todas
partes y taparon el cielo, pero no pudo llover.
–No
–decía–. Esto no es para aguaceros; se va a derretir sin lluvia no más.
Y
así fue.
Al
oscurecer llegaron los concertados y los peones. Cuando supieron que don Ciprián
se había ido a las punas, se reunieron alegremente en el patio y empezaron a conversar
como si estuvieran en su casa.
–Los
trigales están bonitos; el año es bueno, don Tomás.
–Seguro.
Ya podrás ahora tapar la barriga a tus seis hijos.
–Seguro.
Dice le has palabreado a la Emilacha, de don Mayta; a ver si el año bueno te hace
alcanzar para ella más.
–Como
alcahuete eres, don Tomás. Oliendo, oliendo no más paras.
Los
dos ak’olas se agarraron pico a pico; sin rabiar de veras, tranquilos, se insultaban
para hacer reír a los demás.
–Huahua
eres, don Tomás. ¿No han visto ustedes a los pollitos? Tienen el trasero inflado,
como botija igual que don Tomás.
–Espera
un ratito, don José. ¿No le han visto la cara al gato cuando está orinando? ¡Ja
caraya! Bien serio, como un cura en oración se pone; pero causa risa el pobrecito.
¿Mírenle la cara, a ver, don José?
Don
Tomás vencía siempre, tenía fama en Ak’ola, era el campeón del insulto. Los domingos,
en los repartos de agua, don Tomás era principal en la tarde. Antes de empezar el
reparto los comuneros le rodeaban. El corredor de la cárcel se llenaba de gente.
Uno se atrevía a desafiarle:
–Ya,
don Tomás, si quieres conmigo.
–Pobrecito.
No hay para mí en Ak’ola. No le han visto…
Los
escoleros nos subíamos a los pilares del corredor para ver la cara que ponía al
insultar y para oír mejor. Dos, tres horas se reían los ak’olas; dos, tres horas,
mientras don Ciprián llegaba y mandaba al reparto.
–Este
don Tomás es la alegría de los ak’olas –decían los comuneros.
José
Delgado era discípulo de don Tomás. Los dos trabajaban de concertados en la casa
de don Ciprián.
La
pelea terminó cuando doña Cayetana hizo llamar a los peones para la cena. Ya en
ese momento José Delgado no hablaba; sentado sobre un tronco de molle que servía
de estaca para amarrar caballos, oía los insultos de don Tomás, con la boca abierta,
sin reírse, aprendiendo. Los otros mak’tas llenaban la casa a carcajadas; algunos
hasta pateaban el suelo y sus risas crecían a cada rato. Para eso estaba lejos el
patrón. Nunca se hubieran reído así delante del principal.
En
la noche, el cielo se despejó un poco y las estrellas alumbraron alegres el pueblito.
Toda
la gente de la casa se reunió en el corredor. Junto a la sala se sentó doña Josefa,
en su sillón grande; en el que servía el 6 de enero para hacer el trono de Herodes.
A un lado y a otro, sobre el poyo, algunos concertados que se quedaron para conversar
con la patrona. Doña Cayetana, Facundacha y las pasñas Margacha y Demetria, que
vinieron a la casa por encargo de la señora, se sentaron juntas.
Sobre
una silla bajita pusieron una lámpara.
Casi
no nos veíamos la cara; el corredor estaba semioscuro y el silencio de la calle
entraba hasta la casa. Desde el fondo de la noche, las estrellas pestañeaban, sus
lucecitas se quedaban ahí, pegadas en el cielo negro sin alumbrar nada.
–Margacha.
Voy a tocar “Wikuñitay”, con Juancha vas a cantar.
Doña
Josefa templó su guitarra y empezó a tocar “Wikuñitay”.
Sobre
las pampas frías, junto al ischu, silbador, recibiendo el agua y la nieve de los
temporales, las vicuñitas gritan, mirando tristemente a los viajeros que pasan por
el camino. Los indios tienen corazón para este animalito, le quieren, en sus ojos
turbios prende una ternura muy dulce cuando se le quedan mirando, allá, sobre los
cerros blancos de la puna, mientras ellas gritan con su voz triste y delgada:
Wikuñitay, wikuñita.
¿Por qué tomas el agua amarga de los puquiales?
¿Por qué no bebes mi sangre dulce,
la sal caliente de mis lágrimas?
Wikuñitay, wikuñita.
Wikuñitay, wikuñita.
No llores tanto, porque mi corazón duele;
pero tú siquiera tienes tu nieve blanca, tu manantial
amargo.
Ellos
se quejan a la wikuñita; a la torcaza, al árbol, al río, le cuentan sus penas. Desde
mak’tillos aprendemos a querer a los animales, a los luceros del cielo, al agua
de los ríos.
Wikuñitay, wikuñita:
llévame con tu tropa, correremos llorando sobre
el ischu,
lloraremos hasta que muera el corazón, hasta
que mueran nuestros ojos;
te seguiré con mis pies, al fangal, al río o
a los montes de k’eñwa.
Wikuñitay, wikuñita.
–No
hay como tú, nadie, cantando tristes. Las tonadas de puna te gustan, como si hubieras
nacido en Wanakupampa.
–Tonada
de puna es triste, mamacha, igual a mí.
–Pero
ahora no estamos para llamar a la puna; más bien, mamita, cantaremos un kachaspari
sanjuanino.
–¡Eso
es!
–Bueno.
Margacha y Crisu que bailen.
Doña
Josefa tocó “Lorito”, el huayno alegre de la quebrada. Doña Josefa era guitarrista
de verdad.
Los
dos waynas (jóvenes) empezaron a bailar al estilo sanjuanino: el hombre con el pañuelo
en alto, dando vueltas como gallo enamorado alrededor de la pasña; Margacha zapateaba
en el mismo sitio, balanceando el cuerpo, coqueteando con Crisucha.
–¡Ya,
Juancha! El “Lorito”.
Lorito, amigo de los solteros.
Sílbale, sílbale fuerte,
despiértala, que ya es muy tarde;
grítale, grítale, que ya es muy tarde.
Doña
Josefa rasgaba fuerte la guitarra; los concertados y las otras mujeres palmeaban,
y le daban ánimo a la pareja. Sin necesidad de aguardiente y sin chicha, doña Josefa
sabía alegrarnos, sabía hacernos bailar. Los comuneros no eran disimulados para
ella, no eran callados y sonsos como delante del principal; su verdadero corazón,
le mostraban a ella, su verdadero corazón sencillo, tierno y amoroso. ¿Acaso el
Crisucha que bailaba esa noche con tanta prosa, levantando airoso la cabeza y dando
vueltas a Margacha como un gallo fino a sus gallinas, era igual al otro Crisucha,
a ese que saludaba humilde al patrón, encorvándose, pegándose a la pared como una
chascha frente al Kaisercha?
–¡Don
Ciprián es como Satanás! –le dije rabiando a mi alma–. ¡Su mirar no más engallina
a los comuneros!
Esa
noche, la bulla de los mak’tas y de las pasñas alegres no me gustó como otras veces;
pensaba mucho en don Ciprián; se había clavado muy adentro en mi vida; por cualquier
cosa le recordaba y la rabia hacía saltar mi corazón. En vez de retozar en el corredor
como una vizcacha alegre, me salí a la calle como quien va a orinar.
Yo,
pues, no era mak’tillo de verdad, bailarín, con el alma tranquila; no, yo era mak’tillo
falsificado, hijo de abogado; por eso pensaba más que los otros escoleros; a veces
me enfermaba de tanto hablar con mi alma, pero de don Ciprián hablaba más. Otras
veces sentía como una luz fuerte en mis ojos.
–¿Y
por qué los comuneros no le degüellan en la plaza, delante de todo el pueblo?
Y
me alegraba hasta volverme sonso.
–¡Eso
sí! –gritaba–. ¡Como a toro mostrenco, con el cuchillo grande de don Kokchi!
Esa
noche miré hasta las punas. Las estrellas alumbraban un poco a los cerros lejanos;
Osk’onta, Ak’chi, Chitulla, parecían durmiendo tranquilos en el silencio.
–¡Estará
rajando el lomo de las pobres vaquitas que han entrado de daño en sus pastales!
A una que otra las tumbará de un balazo. Mañana, pasado, llegará aquí, haciendo
sonar sus espuelas, mirando enojado con sus ojos verdosos. Después llorarán los
viejecitos de Wanakupampa, de Lukanas, de Santiago. ¡Malhaya vida! ¿Por qué los
comuneros ak’olas, puquios, andamarkas, lukanas, chillek’es no odiarán a los principales,
como yo y Teofacha a don Ciprián? ¡Como a sapo le reventaríamos la panza a pedradas!
Daba
vueltas frente al zaguán del principal; la rabia me calentó la cabeza y como un
gato juguetón, daba vueltas, buscando mi sombra.
Hasta
el primer canto del gallo, doña Josefa nos hizo bailar en el corredor. Todos los
estilos de huayno cantamos con la guitarra: estilo Puquio, Huamanga, Oyolo, Andamarka,
Abancay. Al último doña Josefa cantó su huayno:
No quieras, hija mía, a hombres de paso,
a esos viajeros que llegan de pueblos extraños.
Cuando tu corazón esté lleno de ternura,
cuando en tu pecho haya crecido el amor,
esos hombres extraños darán media vuelta y te
dejarán.
Más bien ama al árbol del camino,
a la piedra que estira su sombra sobre la tierra.
Cuando el sol arda sobre tu cabeza,
cuando la lluvia bañe tu espalda,
el árbol te ha de dar su sombra dulce,
la piedra un lugar seco para tu cuerpo.
Don
Ciprián trajo a doña Josefa desde Chalhuanca; allá fue de viajero, como hombre de
paso, y ahora era su señor, como su patrón, porque a ella también la ajeaba y golpeaba.
Doña Josefa era humilde, tenía corazón de india, corazón dulce y cariñoso. Era desgraciada
con su marido; pero vino a Ak’ola para nuestro bien. Ella nos comprendía, y lloraba
a veces por todos nosotros, comenzando por su becerrito Juancha. Por eso los ak’olas
le decían mamacha, y no eran disimulados y mudos para ella.
–Mamacha,
no cantes eso –le dijimos todos. Destempló rápidamente todas las cuerdas de su guitarra
y se bajó de la silla.
–Ya
ha cantado el gallo.
Los
concertados y las pasñas se despidieron de doña Josefa, estrechándole la mano con
respeto.
–Que
duermas bien, mamita, suéñate con el cielo –dijo doña Cayetana.
Yo
me guardé para el último.
Cuando
nos quedamos solos me acerqué a mi patrona y casi en secreto le dije al oído:
–¡Mamita!
¿Por qué será tan perro don Ciprián? Le odio, mamay, porque te pega en tu cara de
mamacha, porque quiere llevarse a la Gringa hasta el extranjero, porque es perro
y sucio.
En
los ojos de la mamacha prendió una honda tristeza, todo el amargo de su vida se
apretó en sus ojos.
–¡Pero
los indios te quieren, mamita! Comuneros saben que tu corazón es bueno. Para nosotros
eres, no para don Ciprián.
–Yo
soy para necesitados, Juancha. ¡Mamacha Candelaria que me bendiga!
La
tristeza de sus ojos se apagó de repente cuando se acordó de la Virgen, y una humildad
de chascha se reflejó en su cara.
–¡Mamacha
Candelaria!
Los
gallos cantaron otra vez. La abracé a mi patrona y me fui a dormir. Casi ya no tenía
rabia, ni pena; doña Josefa me contagió su humildad y me dormí bien, como buen mak’tillo.
–Don Ciprián
se ha ido a las punas.
–Don
Ciprián ha ido de “viague”.
Los
ak’olas hablaban con alegría de la ausencia del principal; solo algunos que tenían
animales en los pastales de la puna estaban tristes; pero eran pocos. Ak’ola casi
no tiene punas; las estancias de don Ciprián pertenecen a Lukanas, el pueblo más
próximo al distrito de Ak’ola. Don Ciprián se apoderó por la fuerza de las tierras
comunales de Lukanas, les hizo poner cercos y después trajo al juez y el subprefecto
de la provincia; las dos autoridades le dieron papeles y desde ese momento don Ciprián
fue dueño verdadero de Lukanas y Ak’ola. Pero el patrón vivía en Ak’ola porque el
pueblecito está en quebrada y es caliente, Lukanas es puna y allí hace frío. Por
eso, cuando don Ciprián iba a recorrer las punas, traía animales de lukaninos, de
los wanakupampas y de otras comunidades; de vez en vez caía una vaca de los ak’olas.
Hablando
francamente, los ak’olas no se llevaban bien con los lukaninos; todos los años se
quitaban el agua, porque los terrenos de los dos pueblos se riegan con el agua de
Jatunk’ocha, una laguna grande que pertenece por igual a los dos pueblos. De los
siete días de la semana, el yaku punchau jueves era para los ak’olas, el miércoles
del cura y los demás días para el principal, don Ciprián Palomino. El patrón les
daba voluntariamente uno o dos días a los demás mistis de los dos pueblos. Pero
los lukanas, apoyados por don Ciprián, querían tapar la laguna desde las tres de
la tarde del jueves, y por eso eran las peleas. Desde tiempos antes las dos comunidades
se tenían mala voluntad. En carnavales y en la “escaramuza”, lukaninos y ak’olas
peleaban, como en juego, hondeándose con manzanas y desafiándose a látigos; pero
en verdad, se golpeaban con rabia y todos los años morían uno o dos por bando. Nosotros,
los escoleros, también jugábamos a veces imitando a los dos pueblos: nos dividíamos
en dos partidos, ak’olas y lukanas, y peleábamos a pedradas y látigos; muchos salían
con la cabeza rota y sangrando. En wikullo hacíamos lo mismo; yo era lukana y Bankucha
ak’ola.
No
había, pues, mucho peligro para los ak’olas cuando el patrón iba a recorrer las
punas; al contrario, andaban alegres, libres, animosos; hasta el día era más claro
y el pueblo mismo parecía menos pobre.
Pero
nosotros los escoleros aprovechábamos mejor el viaje del principal; nos hacíamos
dueños de la plaza y del coso del pueblo. Nos reuníamos al atardecer en el corredor
de la cárcel. Bankucha organizaba algún juego y gritábamos a nuestro gusto, sin
temor a nada, como mak’tas libres. Nos reíamos fuerte, llenábamos el cielo con nuestra
alegría.
Esto
no se podía hacer cuando don Ciprián estaba en el pueblo. Entonces jugábamos callados,
como sonsos, escogíamos los juegos más humildes: la troya, el lek’les, el ak’tok;
todos, juegos de tinka (boliches); porque si gritábamos muy fuerte, don Ciprián
salía a la puerta de su tienda que da a la plaza, echaba cuatro ajos con su voz
de toro, y todos los mak’tillos escapaban por las esquinas; la plaza quedaba en
silencio, vacía, muerta como el alma del patrón.
Llegó el domingo
y don Ciprián no regresaba de las punas.
Bankucha
gritó desde el corredor de la cárcel:
–¡Mak’tillukuna:
kuchi mansay! (Amansar chanchos).
Los
escoleros ak’olas saltaron de todas partes y corrieron hacia la puerta de la cárcel.
–Dos,
tres, cinco, diez –Bankucha silbó fuerte con la uña entre los dientes. Por las cuatro
esquinas aparecieron los mak’tillos, corriendo con las manos en alto.
–¡Kuchi
mansay!
–¡Bankucha!
¡Mayordomo!
Bankucha
contó las cabezas.
–Veintinueve.
Completo. A ver: cinco, con Juancha por chancho de doña Felipa; tres con Teofacha
a la Amargura; tres a Bolívar; cuatro a Wanupata… Yo con tres en el coso. ¡Yaque!
Todas
las comisiones volaron con el capataz a la cabeza.
La
plaza estaba alegre; en las cuatro esquinas y en la puerta de las tiendas, conversaban
separadamente comuneros y mistis.
El
cielo estaba limpio y el sol alumbraba, como riéndose de verdad. El pueblo y el
campo verde parecían más anchos, más contentos que otras veces. Nosotros, los escoleros
ak’olas, corríamos por las calles buscando chanchos mostrencos, con la cara al sol,
libres, felices, porque el Dios de Ak’ola estaba lejos. Los otros mistis eran nada,
calatos, rotosos, solo cuando estaban borrachos y al lado de don Ciprián se hacían
los hombres y abusaban.
Los
comuneros nos veían pasar y se reían a boca llena.
El
chancho rubio de doña Felipa era el padre, el patrón de todos los kuchis ak’olinos;
por su tamaño parecía un burro maltón; tenía una trompa larga, casi puntiaguda;
orejas anchas como hojas de calabaza; y cuando corría, esas orejas sonaban igual
que matracas; pero era flaco y chúcaro, cabizbajo y traicionero. El kuchi de doña
Felipa era para el mayordomo de los escoleros: Banku Pusa.
Doña
Felipa era la vieja temible de Ak’ola; vivía solita en un caserón antiguo, frente
a un pampón que en tiempo de lluvias se llenaba de agua y formaba laguna. Era beata
y tenía para su uso una llave de la iglesia. Decían que todas las noches iba a la
iglesia a hacer rezar a las almas. Muchas veces, al amanecer, cuando todo estaba
oscuro todavía, yo la encontraba saliendo de la iglesia, toda agachada, envuelta
en su pañolón verde y caminando despacito. Los escoleros le teníamos miedo; era
muy seria, rabiosa, odiaba a los chiquillos y tenía unos bigotes muy negros y largos.
Por eso en comisión por su chancho fui yo con cuatro ayudantes.
–Hay
que ser mak’ta para llevar chancho de doña Felipa.
El
chiquero del kuchi estaba frente al caserón de doña Felipa; la puerta tenía doble
pared, era alta; pero entre los cinco botamos las piedras y limpiamos la salida
en un rato. Cuando vio la puerta franca, el kuchi agachó la cabeza y pensó un momento;
después, dio un salto y escapó a la pampa. Corrimos tras de él, látigo en mano,
y lo enderezamos hacia la plaza. El kuchi grande corría tan fuerte como una potranca,
era liviano porque estaba flaco; sus orejas sonaban como las matracas de Viernes
Santo.
–¡Kuchi!
¡Kuchi! –gritábamos, locos de alegría.
Retozaba
el bandido; él también estaba alegre, tiraba hasta lo alto las patas traseras y
latigueaba el aire con el rabo.
–¡Ahora
te voy a ver, kuchi, cuando Bankucha te monte! –le decíamos los mak’tillos.
Entramos
galopando a la plaza. Cuando vieron al kuchi rubio de doña Felipa, los escoleros
se palmearon.
–¡Viva
Juancha! ¡Viva el kuchi de doña Felipa!
Había
muchos comuneros en la plaza, parados en las esquinas, en el rollo y en las puertas,
miraban sonrientes los preparativos del kuchimansay. Varios principales, con el
gobernador y el alcalde, tomaban cañazo en la tiendecita de doña Segunda; hablaban
casi gritando y parecía que iban a pelear.
Trabajamos
un poco para encerrar al kuchi de doña Felipa. Cuando entró al coso, los otros chanchitos
se arremolinaron y se juntaron en un rincón; le tenían miedo al kuchi grande, pero
éste corrió y se entropó con los chanchos negros; parecía el padre de todos ellos.
Banku,
capataz de los escoleros, se fue derecho sobre el chancho grande; nosotros hicimos
corral con nuestros cuerpos alrededor de la tropa de chanchos. Los kuchis rozaban
la pared con sus trompas y gruñían.
–¡Cuidado,
mak’ta! –le gritamos.
¡Era
valiente! Saltó como un puma sobre las orejas del kuchi grande.
–¡Yaque!
El
chancho pasó como un toro bravo, rompiendo el cerco que hicimos agarrándonos de
las manos. Pero el mayordomo de los escoleros ak’olas era de raza, tenía el corazón
de los comuneros wanakupampas, indios lisos y bandoleros. El kuchi barría el suelo
con el cuerpo del Banku; pero el mak’ta, de repente, puso una pierna sobre el lomo
filudo del cerdón, se enderezó después y cruzó las piernas sobre la barriga del
kuchi, y gritó:
–¡Abran,
carago!
Froilán
tiró la puerta del coso y el chancho saltó a la plaza; todos los escoleros le seguimos.
El
kuchi grande de Ak’ola galopó desaforado hacia la esquina por donde había entrado
a la plaza; sacudía al mak’tillo Banku como a una enjalma.
–¡Que
viva el Banku! ¡Viva el kuchi de doña Felipa!
Los
mak’tillos palmeábamos enloquecidos. Teofacha se lanzó a la carrera tras el chancho
y nosotros le seguimos en tropa gritando:
–¡Que
viva Banku!
Todos
los comuneros de Ak’ola llenaron la plaza, riendo a carcajadas.
Ya
casi al llegar a la esquina, el cerdón se tumbó, cansado; Banku rodó por encima
de la cabeza del chancho y cayó de pecho al suelo; pero se paró ahí mismo; levantó
el brazo derecho y empezó a danzar silbando la tonada del tayta Untu.
–¡Que
viva Banku, capataz de ak’olas!
–¡Que
viva!
Abrimos
cancha y el mak’tillo se animó de verdad; bailó como un maestro danzante; los indios
corrieron a nuestra tropita y todos juntos formamos una tropa grande de comuneros.
–¡Buena,
mak’tillo! –decían los comuneros.
–¡Carago!
¡El muchacho va a resultar! –dijo don Kokchi.
Bankucha
sudaba, pero a ratos se animaba más, daba vueltas como un trompo, sus pies casi
no tocaban ya el suelo. ¡Era un dansak’ padre!
Todos
los comuneros se callaron; sus ojos miraban complacidos y amorosos a ese mak’tillo
que era hijo de la comunidad de Ak’ola y sabía danzar igual que los maestros de
Puquio y Andamarka. Pero en ese silencio sonó fuerte y clara la voz borrachosa de
don Simón Suárez, alcalde de Ak’ola.
–¡Indios!
¡Carajo!
Los
comuneros se revolvieron medio asustados.
–¡Borracho
está el misti maldecido! –gritó el Teofacha.
Don
Simón quiso venir hacia nosotros, pero bajó mal las gradas de la tienda, se cayó
de cabeza y se rompió el hocico en la piedra. Todos los comuneros se rieron.
Pero
con don Ciprián no hubieran podido; él hubiera reventado su balita en la plaza,
y los comuneros se hubieran engallinado. Don Ciprián tenía alma de diablo, y le
temían los ak’olas. Solo Teofacha, yo y el Banku estábamos juramentados. No había
principales para nosotros, todos eran mistis maldecidos.
A medianoche
tocaron con piedra la puerta del zaguán.
–¡Juancha!
¡Juancha!
Me
levanté de un salto.
–¡Juancha!
¡Juancha!
Oí
bien claro la voz mandona de don Ciprián.
Corrí
saltando sobre las piedras blancas del patio y llegué al zaguán; en ese momento
doña Josefa prendió la luz en su dormitorio. Levanté el cerrojo y abrí la puerta.
Una mancha blanca tropezó con mis ojos.
Don
Jesús hizo reventar su zurriago y echó un ajo indio. Primero entró al patio un burro,
después, el bulto blanco, grande y largo; era una vaca. Sentí miedo.
–Hoy
día, por estar ausente don Ciprián, Teofacha no ha ido por su Gringa… Pero es mentira.
De chacra ajena don Ciprián no va a sacar vaca de nadie.
Los
caballos entraron al patio roncando, y golpeando fuerte sus herrajes sobre la piedra.
Don Ciprián saltó de su caballo; no tenía espuelas, ni don Jesús tampoco. Don Ciprián
corrió él mismo a la puerta del corral, y la abrió. Don Jesús arreó apurado los
dos animales. El patrón regresó rápidamente; subió de un salto los tres escalones
que hay entre el corredor y el patio. Doña Josefa salió en ese momento al corredor.
–¿Cómo
te ha ido, Ciprián?
–Bien,
hija. Pero no traigas luz, no hay necesidad. Jesús: desensilla las bestias, y que
Juancha las arree hasta el canto del pueblo; que las enderece a la pampa, que no
se vayan al camino de la puna.
El
patrón y su mujer entraron a la sala.
Yo
me acerqué al mayordomo.
–¿Qué
tal pues, Juancha? Seguro has jugado estos días. ¿No?
–Un
poco, don Jesús.
El
mayordomo empezó a desensillar las bestias.
–Poco
“daño” han traído ahora de las punas, don Jesús.
–Lo
que has visto no más. Quítale la montura a mi mula.
Las
bestias estaban sudorosas y cansadas. “Parece que han subido cuesta”. Y me asusté
peor que antes. De la puna se viene de bajada y los animales nunca sudan mucho.
El
lomo de la mula estaba húmedo.
Don
Jesús tiró las monturas y las bridas sobre el corredor.
–¡Ya,
Juancha!
Le
dio un latigazo en el lomo al overo de don Ciprián, el caballo zafó a la calle y
el moro le siguió. Yo salí después.
Corrí
tras de las dos bestias, a carrera abierta. El overo sonaba fuerte las narices,
y galopaba con gran alegría. ¿Qué le importaba yo a él? Ni sabía que le seguía,
que debía ganarle el camino y espantarlo hacia el callejón que va a la pampa. Corrían
como endemoniados. Yo no los veía bien porque todo estaba oscuro, pero sentía los
golpes de sus herrajes sobre el suelo.
No
pude alcanzarlos. Cada vez, el tropel de las dos bestias se sentía más lejos.
–¡Ahora
se van a ir arriba! ¡Maldita sea mi suerte!
Me
eché a correr más fuerte; tiré el cuerpo adelante e hice de cuenta que estaba en
apuesta con Teófanes, y que debía ganarle, para que el Banku me abrazara. Pero en
vano. Cuando llegué al canto del pueblo, ya no sentía los pasos del overo; se perdieron
en la oscuridad.
Me
paré frente al muro de espinas y le rogué al Tayta Dios.
–¡Taytay,
ojalá se hayan ido derecho a la pampa!
El
viento frío que corría por la quebrada me golpeó en la cabeza. El cielo parecía
lleno de un polvo más negro que el hollín; estaba como duro, me ajustaba por todas
partes. Tuve miedo y regresé a carrera.
La
puerta estaba abierta. Entré y le eché cerrojo.
Ya
don Jesús se había ido después de guardar los aperos.
Cuando
iba a entrar a la cocina me acordé de la Gringa.
–¿Por
qué el patrón ha regresado de noche, como nunca? ¿Por qué ha traído dos animales
no más?
Me
acerqué a la puerta del corral y miré; enfrente, junto a la pared, estaba el animal
blanco; abrí bien los ojos y miré mucho rato sin pestañear. Nada. Al poco rato oí
bien claro el rumiar de la vaca.
Sentí
deseos de gritar muy fuerte y despertar a todos los ak’olas.
–¡Gringa
de Teofacha está en el corral de don Ciprián! ¡Gringacha!
Corrí
a la cocina.
–¡Juancha!
–La doña se había despertado desde el principio.
–A
la Gringa de Teofacha se la han traído de “daño”.
–¿Le
has mirado bien, mak’ta?
–Está
muy oscuro. Pero es vaca, mamaya, grande, blanca, como la Gringa de Teofacha. Hoy
no ha arreado a la Gringa, la ha dejado en su potrero porque el principal estaba
en las punas. A propósito, seguro fue don Ciprián, por trampa, para robarle a la
Gringa. ¡Mamaya, ahora se la va a llevar a “estranguero” o la va a secar de hambre
en su corral! En corazón de principal no hay confianza, peor que de perro rabioso
es.
–Capaz
no es la Gringa, Juancha. Aunque sea principal, de chacra extraña, no saca animal
de otro. Seguro no es la Gringa, seguro.
–Mamitay,
¿de verdad crees que don Ciprián respeta chacra de otro?
–Como
patrón, a oscuras, no puede sacar a la Gringa del potrero de Teófanes. Don Ciprián
es más rabioso. De día hubiera arreado a la Gringa. De noche, como ladrón, no.
–¿Y
don Jesús?
–A
solas, don Jesús hasta nuestros ojos se puede robar; pero con el patrón, no, Juancha.
–Verdad.
Otra vez dijo: “Yo soy abusivo, pero no ladrón”.
–¡Cuánto
animal blanco habrá en punas, mak’tillo!
–¡De
cierto, mamaya!
Pero
no había ya tranquilidad para mí desde esa hora. Creo que el olor de la Gringa sentí
cuando el animal blanco entró al patio; creo que en su aliento la reconocí, porque
no le hacía caso a doña Cayetana, ni lo que yo pensaba.
–¡Es
la Gringa! ¡Gringacha!
Mi
corazón lloraba. Mi corazón sabía reconocer, hasta en lo negro de la noche, a todos
los que quería. Todos los mak’tillos somos iguales.
–¡Nadie
ya puede, mamaya, nadie ya puede! Sobre el suelo duro se va a secar, poquito a poco,
como las otras vaquitas. Sus huesos no más, ya, el Satanás le hará arrastrar hasta
la puerta del Teofacha. ¡Pero le voy a matar mamaya, con wikullo de piedra, en el
camino que va a la pampa!
Como
otras veces, doña Cayetana me apretó contra su pecho para consolarme.
En el cielo de
Ak’ola brillaban todavía algunas estrellitas; el cielo estaba casi rosado y las
nubes extendidas sobre los cerros dormían tranquilas. Los zorzales y todos los pajaritos
del pueblo gritoneaban sobre las casas, sobre los árboles; se perseguían aleteando,
saltando en los tejados, en los romazales de las calles.
Los
ak’olas amanecían para sufrir. Don Ciprián, su dueño, desde la salida del sol, empezaría
a echar ajos a todos los comuneros. Solo los pichiuchas eran alegres, cuando el
principal estaba en el pueblo.
Yo
empecé ese día en Ak’ola, gritando frente a la puerta de la viuda.
–¡Teofacha,
Teofacha! ¡La Gringa creo que está en el corral de don Ciprián!
Al
poco rato apareció Teofacha asustado, temblando.
–No
he visto bien.
Y
me eché a correr, calle abajo; el Teofacha me siguió.
Llegamos
junto a la pared del corral. En un extremo, la pared tenía varios huecos hasta la
cumbre, nosotros los hicimos para mirar a los “daños”.
–Primero
tú, Juancha.
Saqué
la cabeza por encima del muro. La Gringa estaba echadita sobre el barro podrido
del corral. Puse mis brazos sobre el pequeño techo de la pared y la miré largo rato.
El Teofacha gritaba desde abajo.
Salté
al suelo.
El
mak’tillo escaló la pared como un gato.
–¡Gringacha!
Cayó
parado sobre el romazal.
Nos
miramos frente a frente, al mismo tiempo. Los ojos del Teofacha se redondearon,
en el centro apareció un puntito negro, filudo, ardiente, después se llenaron de
lágrimas.
–¡Ak’ola
que llora no sirve!
Me
sentía valiente. Mi corazón estaba entero, porque había decidido apedrear a don
Ciprián.
–Oye,
Teofacha; ahora, temprano, el patrón va a ir a Tullupampa; nosotros le vamos a esperar
en el barranco de Capitana; solo va a ir; don Jesús tiene que llevar peones a K’onek’pampa,
al barbecho. Con wikullo de piedra se puede romper calavera de toro bravo también.
¿Qué dices?
Teofacha
se tiró de pecho contra mí y me apretó entre sus brazos, como si yo le hubiera salvado
del rayo. Después me soltó y se puso serio; sus ojos ardían.
–¿Te
acuerdas, Juancha, de don Pascual Pumayauri? Regresó de la costa y quiso levantar
a los ak’olas y a los lukanas contra don Ciprián. Don Pascual era comunero rabioso,
comunero valiente, odiaba como a enemigo a los principales. Pero los ak’olas son
maulas, son humildes como gallo cabestro. Le dejaron abalear en Jatunk’ocha a don
Pascual. Él quería tapar la laguna para los comuneros, contra el principal; pero
don Ciprián lo tumbó de espaldas sobre el barro de Jatunk’ocha, y en el mismo pecho
le metió su balita. Ahora Teófanes y Juancha, mak’tillos escoleros, vamos a vengar
a don Pascual y a Gringacha. ¡Buen mak’ta, inteligente eres, Juancha!
El
Teofacha parecía hombre grande, hombre de cuarenta años, enrabiado, decidido a matar.
–¡Carago!
Con
nuestra voz delgada de escoleros hablamos el ajo indio. En nuestro adentro nos sentíamos
de más valer que todos los ak’olas, que todos los lukanas, que los sondondinos,
los andamarkas.
–¡A
Satanás le vamos a tumbar!
Como
fiesta grande había en nuestra alma. La rabia y el cariño se encontraban en nuestro
corazón y calentaron nuestra sangre.
Como a los indios
de Lukanas, don Ciprián recibió a la viuda; parado en el corredor de su casa, con
gesto de fastidio y desprecio.
–Tu
vaca ha comido en mi potrero, y por la lisura cobro veinte soles –gritó antes que
hablara la viuda.
–¿En
qué potrero, don Ciprián? La Gringa ha estado en mi chacra, y de ahí la has sacado,
anoche, como ladrón de Talavera.
El
Teofacha le tapó la boca.
–¡Déjale,
mamitay!
Pero
la viuda quiso subir las gradas y arañar al principal.
–¡Talacho,
ladrón!
El
Teofacha ya había hablado con su alma, y se había juramentado. Su corazón estaba
esperando y estaba frío como el agua negra de Torkok’ocha. Sin hablar nada, sin
mirar a nadie, arrastró a su vieja hasta afuera y siguió con ella, calle arriba.
Yo iba a seguirlos.
–¡Juancha!
Me
acerqué hasta las gradas. El patrón no tenía ya la mirada firme y altanera con que
asustaba a los lukanas; parecía miedoso ahora, acobardado, su cara se puso más blanca.
–Dile
a la viuda que le voy a mandar ochenta soles por la Gringa. De verdad la Gringa
no ha hecho daño en mi potrero, pero como principal quería que doña Gregoria me
vendiera su vaca, porque para mí debe ser la mejor vaca del pueblo. Si no, de hombre
arrearé a la Gringa hasta Puerto Lomas, junto con el ganado. ¡Vas a regresar ahí
mismo!
Yo
sabía que la viuda no vendería nunca a la Gringa, pero corrí para obedecer a don
Ciprián y por hablar con el Teofacha.
La
viuda y el escolero llegaban ya a la puerta de su casa, cuando los alcancé. Las
calles estaban vacías y solo dos mujeres lloraban siguiendo a la viuda. El Teofacha
temblaba, parecía terciamiento.
–Doña
Gregoria: don Ciprián dice que te va a dar ochenta soles por tu vaca. Dice que de
verdad no ha hecho daño y la ha sacado de tu potrero, porque es principal y quiere
tener la mejor vaca del pueblo. Si no le vendes dice va a llevar a la Gringa hasta
el extranjero.
–¡Que
se lleve, el talacho!
–¡Talacho!
–gritó el Teofacha.
Regresé
otra vez a la carrera. El principal estaba en la puerta, esperándome.
–La
viuda no quiere. Dice eres talacho, don Ciprián.
El
patrón levantó su cabeza con rabia y se fue, apurado, a la puerta del corral; la
abrió de una patada y entró. Yo le seguí.
Don
Ciprián se acercó hasta la Gringa, sacó su revólver, le puso el cañón en la frente
e hizo reventar dos tiros. La vaca se cayó de costado, y después pataleó con el
lomo en el suelo.
–¡K’anra!
–grité.
Don
Ciprián me miró como a una cría de perro: metió el revólver en su funda y salió
al patio.
–¡Mamacha,
Gringacha!
Me
eché al cuello blanco de la Gringa y lloré, como nunca en mi vida. Su cuerpo caliente,
su olor a leche fresca, se acababan poco a poco, junto con mi alegría. Me abracé
fuerte a su cuello, puse mi cabeza sobre su orejita blanda, y esperé morirme a su
lado, creyendo que el frío que le entraba al cuerpo iba a llegar hasta mis venas,
hasta la luz de mis ojos.
Ese mismo día,
don Ciprián nos hizo llevar a látigos hasta la cárcel. Los comuneros más viejos
del pueblo no recordaban haber visto nunca a dos escoleros de doce años tumbados
sobre la paja fría que ponen en la cárcel para la cama de los indios presos.
En
un rincón oscuro, acurrucados, Juancha y Teofacha, los mejores escoleros de Ak’ola,
los campeones en wikullo, lloramos hasta que nos venció el sueño.
Don
Ciprián fueteó, escupió, hizo llorar y exprimió a los indios, hasta que de puro
viejo ya no pudo ni ver la luz del día. Y cuando murió, lo llevaron en hombros,
en una gran caja negra con medallas de plata. El tayta cura cantó en su tumba, y
lloró, porque fue su hermano en la pillería y en las borracheras. Pero el odio sigue
hirviendo con más fuerza en nuestros pechos y nuestra rabia se ha hecho más grande,
más grande…
(Tomado
de www.ciudadseva.com)