Pío Baroja
Eran trece los hombres, trece valientes curtidos en el peligro y avezados
a las luchas del mar. Con ellos iba una mujer, la del patrón.
Los trece hombres de la costa tenían el sello característico
de la raza vasca: cabeza ancha, perfil aguileño, la pupila muerta por la constante
contemplación de la mar, la gran devoradora de hombres.
El Cantábrico los conocía; ellos conocían las olas y
el viento.
La trainera, larga, estrecha, pintada de negro, se llamaba
Arantza, que en vascuence significa espina. Tenía un palo corto, plantado junto
a la proa, con una vela pequeña…
La tarde era de otoño; el viento, flojo; las olas, redondas,
mansas, tranquilas. La vela apenas se hinchaba por la brisa, y la trainera se deslizaba
suavemente, dejando una estela de plata en el mar verdoso.
Habían salido de Motrico y marchaban a la pesca con
las redes preparadas, a reunirse con otras lanchas para el día de Santa Catalina.
En aquel momento pasaban por delante de Deva.
El cielo estaba lleno de nubes algodonosas y plomizas.
Por entre sus jirones, trozos de un azul pálido. El sol salía en rayos brillantes
por la abertura de una nube, cuya boca enrojecida se reflejaba temblando sobre el
mar.
Los trece hombres, serios e impasibles, hablaban poco;
la mujer, vieja, hacía media con gruesas agujas y un ovillo de lana azul. El patrón,
grave y triste, con la boina calada hasta los ojos, la mano derecha en el remo que
hacía de timón, miraba impasible al mar.
Un perro de aguas, sucio, sentado en un banco de popa,
junto al patrón, miraba también al mar, tan indiferente como los hombres.
El sol iba poniéndose… Arriba, rojos de llama, rojos
cobrizos, colores cenicientos, nubes de plomo, enormes ballenas; abajo, la piel
verde del mar, con tonos rojizos, escarlata y morados. De cuando en cuando el estremecimiento
rítmico de las olas…
La trainera se encontraba frente a Iciar. El viento
era de tierra, lleno de olores de monte; la costa se dibujaba con todos sus riscos
y sus peñas.
De repente, en la agonía de la tarde, sonaron las horas
en el reloj de la iglesia de Iciar, y luego las campanadas del ángelus se extendieron
por el mar como voces lentas, majestuosas y sublimes.
El patrón se quitó la boina y los demás hicieron lo
mismo. La mujer abandonó su trabajo, y todos rezaron, graves, sombríos, mirando
al mar tranquilo y de redondas olas.
Cuando empezó a hacerse de noche el viento sopló ya
con fuerza, la vela se redondeó con las ráfagas de aire, y la trainera se hundió
en la sombra, dejando una estela de plata sobre la negruzca superficie del agua…
Eran trece los hombres, trece valientes, curtidos en
el peligro y avezados a las luchas del mar.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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