Voltaire
Cuando
yo vivía en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, antigua patria de brahmanes,
traté de instruirme. Entendía pasablemente el indio, escuchaba mucho y me fijaba
en todo. Me alojaba en casa de mi corresponsal Omrí; era el hombre más digno que
nunca he conocido. Pertenecía a la religión de los brahmines, yo tengo el honor
de ser musulmán: nunca tuvimos una palabra más alta que otra respecto a Mahoma y
a Brahma. Hacíamos nuestras abluciones cada cual por su lado; bebíamos de la misma
limonada y comíamos del mismo arroz, como dos hermanos.
Cierto
día fuimos juntos a la pagoda de Gavani. Allí vimos varias bandas de faquires: unos
eran janguis, es decir faquires contemplativos, y los otros discípulos de los antiguos
gimnosofistas, que llevaban una vida activa. Como todo el mundo sabe, tienen una
lengua culta, que es la de los bracmanes más antiguos, y, en esa lengua, un libro
que llaman el Veidam. Con toda seguridad es el libro más antiguo de toda
el Asia, sin excluir el Zend-Vesta.
Pasé
delante de un faquir que leía ese libro. “¡Ah, desventurado infiel!”, exclamó, “me
has hecho perder el número de vocales que estaba contando; y por eso, mi alma pasará
al cuerpo de una liebre en vez de ir al de un loro, como yo siempre había esperado”.
Para consolarlo le di una rupia. Unos pasos más adelante tuve la desgracia de estornudar:
el ruido que hice despertó a un faquir que se hallaba en éxtasis. “¿Dónde estoy?”,
dijo. “¡Qué caída tan horrible! No veo siquiera la punta de mi nariz: la luz celestial
ha desaparecido”.
–Si
soy yo la causa de que por fin vea más allá de sus narices –le dije–, aquí tiene
una rupia para reparar el mal que le causé; recupere su luz celestial.
Cuando
discretamente me libré así del apuro, pasé a los otros gimnosofistas: hubo varios
que me trajeron unos clavitos muy bonitos para que me los clavase en brazos y muslos
en honor de Brahma. Les compré los clavos, con los que he mandado clavetear mis
alfombras. Otros bailaban sobre las manos, otros hacían cabriolas en la cuerda floja;
otros andaban a la pata coja. Los había que llevaban cadenas, otros una albarda;
había algunos con la cabeza metida en un celemín: en resumen, la mejor gente del
mundo. Mi amigo Omrí me llevó a la celda de uno de los más famosos, llamado Bababec:
estaba desnudo como un mono y llevaba al cuello una gruesa cadena que pesaba más
de sesenta libras. Se hallaba sentado en una silla de madera, bellamente guarnecida
de pequeñas puntas de clavos que se le metían en las nalgas, y se hubiera creído
que se hallaba en un lecho de satén. Muchas mujeres iban a consultarle; era el oráculo
de las familias, y puede decirse que gozaba de una grandísima reputación. Yo fui
testigo de la larga conversación que Omrí mantuvo con él: “¿Crees, padre mío –le
dijo–, que tras haber pasado por la prueba de las siete metempsícosis, puedo llegar
a la morada de Brahma?
–Según
y cómo –le dijo el faquir–; ¿cómo vive?
–Trato
de ser buen ciudadano –respondió Omrí–, buen marido, buen padre y buen amigo; presto
dinero sin interés a los ricos llegado el caso; se lo doy a los pobres, mantengo
la paz entre mis vecinos.
–¿Te
pones alguna vez clavos en el culo? –preguntó el brahmín.
–Nunca,
Reverendo Padre.
–Eso
no me gusta –replicó el faquir–. Así sólo irás al cielo decimonoveno; y es una lástima.
–Bueno
–dijo Omrí–, eso está muy bien, estoy muy contento con mi suerte; ¡qué más me da
el cielo decimonoveno que el vigésimo, siempre que cumpla con mi deber en mi peregrinación
y sea bien recibido en la última morada! ¿No basta con ser un hombre honrado en
este país, y ser luego bienaventurado en el país de Brahma? ¿A qué cielo pretende
ir usted, señor Bababec, con sus clavos y sus cadenas?
–Al
trigésimo quinto –dijo Bababec.
–¡Qué
cómica me parece su pretensión de alojarse más alto que yo! –contestó Omrí–; probablemente
no sea otra cosa que efecto de una ambición excesiva. Condenas a los que buscan
los honores en esta vida, ¿por qué quieres tenerlos tú tan grandes en la otra? ¿Y
por qué pretendes ser mejor tratado que yo? Sabe que yo doy más limosnas en diez
días de lo que le cuestan en diez años todos los clavos que se mete en el trasero.
¡Pues sí que ha de importarle mucho a Brahma que se pase el día completamente desnudo,
con una cadena al cuello! ¡Sí que rinde buen servicio a la patria! Me importa cien
veces más un hombre que siembra verduras o que planta árboles que todos sus colegas
que se miran la punta de la nariz o que llevan una albarda por exceso de nobleza
de alma.
Tras
hablar de esta suerte, Omrí se sosegó, lo alimentó, lo persuadió y por último lo
invitó a dejar allí mismo sus clavos y su cadena e ir con él a su casa para llevar
una vida honrada. Le quitaron la mugre a fondo, lo frotaron con esencias perfumadas,
lo vistieron decentemente; vivió quince días de una manera muy sensata y confesó
que era cien veces más feliz que antes. Pero perdía su prestigio entre el pueblo;
las mujeres ya no iban a consultarlo; abandonó a Omrí y volvió a sus clavos, para
gozar de consideración.
(Tomado de Voltaire, Cuentos completos, Biblioteca digital Minerd)
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