lunes, 21 de julio de 2025

El mismo miedo

Milia Gayoso Manzur

 

Carmen sintió la sensación de que alguien la seguía. Se detuvo y miró hacia atrás detenidamente pero no vio más que a una pareja que caminaba lentamente, besándose, enredándose mientras avanzaban. No la seguía nadie, sólo era su miedo que la hacía escuchar pasos. Muchas veces se le antojaba que una mano le estiraba la cartera o le rozaba levemente las nalgas. Algunos clientes del bar donde trabaja solían contar que en los edificios en construcción muchas mujeres eran violadas por las noches.

Cuando llegó a la parada se sintió más tranquila porque había tres personas esperando, aunque ninguna de ellas era la que habitualmente coincidía con ella a esa hora. Había dos hombres y una mujer. Ella tendría aproximadamente cuarenta años y quizás era también una moza de algún bar del centro. Uno de los hombres era un individuo bien vestido, rubio, con algunas carpetas en las manos, y el otro tenía los cabellos negros y ensortijados, estaba desprolijamente vestido y fumaba un apestoso cigarrillo.

Mientras esperaba el colectivo que la llevaría hacia su casa, en Luque, Carmen se entretenía observando a la gente que esperaba el micro. A esa hora generalmente no había muchas personas en la parada, y casi siempre eran las mismas, hombres y mujeres que trabajan en bares y restaurantes como mozos, cocineros o limpiadores, que terminan sus tareas a últimas horas de la noche y luego deben esperar durante larguísimos minutos un vehículo que los acerque a su casa.

El tipo del pelo enrulado la observaba detenidamente mientras hacía girar el cigarrillo entre sus dedos. “No voy a sentir miedo, ni voy a desconfiar de nadie”, se prometió a sí misma mientras fijaba su mirada hacia la otra cuadra, esperando ver aparecer su colectivo. El hombre con libros se fue en un 28 y quedaron los tres, pero al rato se sumó a ellos la pareja de enamorados que continuaba besándose sin pausa. “Van a comerse los labios”, pensó Carmen mientras le recorría un poco de envidia. El hombre de los rulos le preguntó la hora a la otra mujer y la invitó con un cigarrillo. Para asombro de Carmen ella aceptó y la vio conversar animadamente con el desconocido. Se acercó un micro pero no era el que ella esperaba, la mujer hizo el ademán de pararlo, pero él la convenció de que no se fuera aún y tomándola del brazo la alejó del sitio.

Ya llevaba cuarenta minutos esperando, le dolían los pies y tenía mucho sueño. La parejita tomó un taxi y ella quedó completamente sola en la parada. Oliva estaba bien iluminada y pasaban algunos autos, pero no había nadie en la cuadra, ni en la siguiente. Carmen sintió miedo, el miedo repetido de todas las noches. Y cada noche se prometía buscar otro empleo para no volver a pasar noche a noche por la tortura de la espera y el miedo.

El hombre de los cabellos ensortijados regresó, pero solo. Carmen tuvo ganas de preguntarle por la mujer. Él se acercó para averiguar la hora, luego le preguntó sobre el número de colectivo que esperaba y se ofreció a acompañarla mientras éste venía. Carmen no le contestó. Le pareció ver rastros de uñas en el cuello del hombre. Éste la miraba de arriba a abajo y tamborileaba el cigarrillo entre los dedos, de una mano a otra.

Esperando el cambio de la luz del semáforo, vio dos colectivos. Se fue en el primero que se acercó aunque no era el que le correspondía. Ya se bajaría por el camino a tomar otro… Pero detrás de ella subió también el hombre de los cabellos ensortijados.

 

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