Juan José Arreola
Entre Dios y yo todo ha quedado resuelto desde el momento en que he
aceptado sus condiciones. Renuncio a mis propósitos y doy por terminadas mis
labores apostólicas. El infierno no podrá ser suprimido; toda obstinación de mi
parte será inútil y contraproducente. Dios se ha mostrado en esto claro y
definitivo, y ni siquiera me permitió llegar a las últimas proposiciones.
Entre otros deberes, he contraído el de hacer
volver atrás a mis discípulos. A los de la tierra, se entiende. Los del
infierno seguirán esperando inexorablemente mi regreso. En lugar de la
redención prometida, no habré hecho más que añadir un nuevo suplicio: el de la
esperanza. Dios lo ha querido así.
Yo debo volver al punto de partida. Dios se niega a
iluminarme y debo colocar mi espíritu en el plano en que se hallaba antes de
seguir el camino equivocado, esto es, en vísperas de recibir las órdenes
menores.
Nuestro coloquio se ha desarrollado en el sitio que
ocupo desde que fui arrebatado del infierno. Es algo así como una celda abierta
en lo infinito y ocupada totalmente por mi cuerpo.
Dios no acudió inmediatamente. Por el contrario, me
pareció una eternidad la espera, y un sentimiento de postergación indecible me
hacía sufrir más que todos los suplicios anteriores. El dolor pasado era un
recuerdo grato en cierta manera, ya que me daba ocasión de comprobar mi
existencia y de percibir los contornos de mi cuerpo. Allí, en cambio, me podía
comparar a una nube, a un islote sensible, de márgenes constituidas por estados
cada vez más inconscientes, de manera que no lograba saber hasta dónde existía
ni en qué punto me comunicaba con la nada.
Mi sola capacidad era el pensamiento, siempre más
desbordado y potente. En la soledad tuve tiempo de andar y desandar numerosos
caminos; reconstruí pieza por pieza edificios imaginarios; me extravié en mi
propio laberinto, y sólo hallé la salida cuando la voz de Dios vino a buscarme.
Millones de ideas se pusieron en fuga, y sentí que mi cabeza era la cuenca de
un océano que de pronto se vaciaba.
Está por demás aclarar que fue Dios quien puso
todas las condiciones del pacto, y que a mí sólo me reservó el privilegio de
aceptarlas. No fortaleció mi juicio en modo alguno; el arbitrio fue tan
completo, que su imparcialidad me parece falta de misericordia. Se limitó a
indicarme los dos caminos: recomenzar mi vida o ir de nuevo al infierno.
Todos dirán que el asunto no era para pensarse y
que debí decidirme inmediatamente. Pero tuve que dudar mucho. Volver atrás no
es cosa sencilla; se trata nada menos que de inaugurar una vida deshaciendo los
errores y salvando los obstáculos de otra; y esto, para un hombre que no ha
dado muestras de gran discernimiento, exige una serenidad y una resignación que
Dios mismo echa de menos en mi persona. No sería difícil errar otra vez y que
el camino de salvación se desviara nuevamente hacia el abismo.
Además, en mi conducta futura está incluida toda
una serie de actos insoportables, de humillaciones sin cuento: debo someterme y
aclarar públicamente mi nueva situación. Han de saberlo todos, discípulos y
enemigos. Los superiores cuya autoridad desprecié recibirán las cumplidas
muestras de mi obediencia. Juro que si entre tales personas no se hallara fray
Lorenzo, la cosa no sería tan grave. Pero es él precisamente quien debe
enterarse primero y aparecer como agente de mi salvación. Tendrá a su cargo la
vigilancia estrecha de mi vida, y cada una de mis acciones deberá desnudarse
ante sus ojos.
Volver al infierno es también una idea
desalentadora; porque no se trata únicamente de condenación, sino de algo más
fundamental: del fracaso de toda mi labor. Mi presencia en el infierno carece
ya de sentido, no tiene importancia, desde el momento en que volvería
incapacitado para convencer a nadie, para alentar la menor esperanza, ya que
Dios ha puesto punto final a mis ensueños. Esto, descontando la naturalísima
circunstancia de que en el infierno todos habrían de sentirse defraudados.
Llamándome farsante y traidor, darían a mi mudanza interpretaciones malignas y
torcidas; se dedicarían, sin duda alguna, a martirizarme in aeternum por
su cuenta…
Y aquí estoy, al borde del tiempo, asistido de mis
más precarias cualidades, hablando de miedos mezquinos, haciendo gala de amor
propio. Porque no puedo olvidar el éxito que obtuve en el infierno. Un triunfo,
me atrevo a asegurarlo, que no han visto los apóstoles de la tierra. Era un
espectáculo grandioso, y en medio estaba mi fe, inquebrantable, multiplicada,
como una espada resplandeciente en las manos de todos.
Fui a dar de bruces en el infierno, pero no dudé un
solo instante. Rodeado de diablos tenebrosos, la idea de perdición no pudo
abrirse paso en mi cabeza. Legiones de hombres sufrían tormento en máquinas
horribles; sin embargo, a cada hecho desolador, mi fe respondía: Dios quiere
probarme.
Las dolencias que en la tierra me causaron mis
verdugos no parecían interrumpirse, sino que hallaban una exacta continuación.
Dios mismo ha examinado todas mis heridas y no ha podido discernir cuáles me
fueron causadas en el mundo y cuáles provenían de manos diabólicas.
No sé cuánto estuve en el infierno, pero recuerdo
con claridad la rapidez y la grandeza del apostolado. Me di incansablemente a
la tarea de trasmitir a los demás las convicciones propias: no estábamos
definitivamente condenados; el castigo subsistía gracias a la actitud rebelde y
desesperada. En vez de blasfemar, había que dar muestras de sacrificio, de
humildad. El dolor sería el mismo y nada iba a perderse con hacer una prueba.
Pronto volvería Dios su vista hacia nosotros, para darse cuenta de que habíamos
comprendido sus secretos fines. Las llamas cumplirían su obra de purificación y
las puertas del cielo iban a abrirse ya a los primeros perdonados.
Pronto empezó a tomar vuelo mi canto de esperanza.
El venero de la fe comenzó a refrescar los corazones endurecidos, con su dulce
acento olvidado. Debo confesar ciertamente que para muchos aquello significaba
sólo una especie de novedad a lo largo de la cruel monotonía. Pero al clamor se
unieron hasta los más empedernidos, y hubo demonios que olvidaron su condición
y se sumaban resueltamente a nuestras filas. Se vieron entonces cosas
sorprendentes: condenados que iban ellos mismos a los hornos y se aplicaban
contra el pecho brasas y cauterios, que saltaban a las calderas hirvientes y
bebían con deleite largos vasos de plomo fundido. Demonios temblorosos de
compasión iban a ellos y los obligaban a tomar reposo, a hacer una tregua en su
actitud conmovedora. De lugar abyecto y abisal, el infierno se había
transformado en santo refugio de espera y penitencia.
¿Qué harán ellos ahora? ¿Habrán vuelto a su
rebeldía, a su desesperación, o estarán aguardando con angustia mi regreso a un
infierno que ya no podré mirar con ojos de iluminado?
Yo, que rechacé todos los argumentos humanos, que
vi sonreír el rostro de Dios detrás de todos los tormentos, debo confesar ahora
mi fracaso. Me cabe el alivio de que fue Dios mismo quien me desengañó, y no
fray Lorenzo. Me ha sido impuesto el sacrificio de reconocerlo como salvador
para castigar suficientemente mi vanidad; y el orgullo que no se rompió en los
potros, irá a doblarse ante sus ojos crueles.
Y todo gracias a que yo quise vivir a la buena de
Dios. Cosa sorprendente, vivir a la buena de Dios trae los peores resultados. A
Dios ofende una fe ciega; pide una fe vigilante, sobrecogida. Yo aniquilé
totalmente la voluntad, y por mi espíritu y por mi cuerpo transitaron
libremente los instintos y las virtudes. En vez de dedicarme a clasificar, puse
todas las fuerzas en la fe, para hacer de mi quietismo una llama recóndita y
potente; y las acciones, las dejé al capricho de esa fuerza oscura y universal
que mueve cuanto existe sobre la tierra.
Todo esto se vino abajo de golpe, cuando me di
cuenta de que los actos, buenos y malos, que yo había remitido al depósito de
la conciencia general –vana creación de nuestra mente de herejes–, se hallaban
estrictamente anotados en mi cuenta personal. Dios me hizo comprobar la
existencia de balanzas y registros; señaló uno por uno mis errores y me puso
ante los ojos la afrenta de un saldo negativo. Yo no tuve a mi favor sino la
fe, una fe totalmente errada, pero cuya solvencia Dios quiso reconocer.
Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba la
predestinación, pero ignoro si estaré a salvo durante la nueva tentativa. Dios
ha fortalecido reiteradamente mi incertidumbre y me ha soltado de sus manos sin
una sola prueba palpable, con igual turbación ante los diferentes caminos que
se abren a mis ojos inexpertos. La humana incapacidad ha sido cuidadosamente
restaurada; lo veo todo como un sueño y no traigo ni una sola verdad como
equipaje.
Poco a poco las fronteras de mi cuerpo se reducen.
El vago continente va incorporándose a la masa de mi persona. Siento que la
piel envuelve y limita la sustancia que se había derramado en un orbe de
inconsciencia. Renacen lentamente los sentidos y me comunican con el mundo y
sus objetos.
Estoy en mi celda, sobre el suelo. Veo el crucifijo
de la pared. Muevo una pierna, palpo mi frente. Mis labios se remueven; percibo
ya el soplo de la vida y trato de articular, de ensayar las palabras terribles:
“Yo, Alonso de Cedillo, me retracto y abjuro…”
Luego, frente a la reja, con su linterna en la
mano, observándome, distingo a fray Lorenzo.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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